Estudios sobre necropolítica: Violencia, cultura y política en el mundo actual
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Estudios sobre necropolítica - Etienne Balibar
Escrito I
Violencia, civilidad y tragedia
Étienne Balibar
Presentar algunas hipótesis concernientes a la relación entre la violencia y aquello que llamaré la política de la civilidad, es el objetivo de este texto. En conformidad con la semántica histórica de este término (que, antes de limitarse al aspecto cotidiano, incluso privado de las relaciones interpersonales, reenvía a la constitución del espacio público o de la «ciudad»), yo entiendo por civilidad no lo contrario de «incivilidad», sino una política de las condiciones mismas de la política¹. Sin duda, esta condición de posibilidad de la política no se distingue de su acción o de su presencia misma. El trágico siglo XX nos ha enseñado que la condición de la política no reside únicamente en su institución, sea que se la conciba como una fundación, una conservación o una revolución del espacio público y de la sociedad. Y sin duda no deberíamos olvidar esta lección dentro de eso que se anuncia como un dramático siglo XXI. Más exactamente, nos hace tomar conciencia de una relación circular entre la política y sus condiciones de posibilidad, expuesta permanentemente a la aporía lógica y también práctica: la institución, o la ficción humana que instituye lo político, contiene siempre la posibilidad de su destrucción según diversas modalidades. La civilidad es el hecho de afrontar esta aporía en un «tiempo real».
Dentro de una serie de ensayos redactados en el curso de los últimos años, algunos de los cuales han sido recogidos en español dentro del volumen publicado bajo el título Violencia, Identidades y Civilidad², intenté enlazar un conjunto de tres hipótesis que quisiera recordar aquí : a) nuestra experiencia de la violencia extrema es aquella de la negatividad «inconvertible», que se prueba imposible de superar (en el sentido hegeliano de l’Aufhebung) para operar la transformación del sufrimiento y de la destrucción en mediaciones históricas conducentes a la emergencia de una forma social superior; b) La violencia extrema no está solamente enraizada dentro de un conjunto de estructuras sociales que muestran sus alcances mediante acciones de opresión, de poder y de agresión. Ella posee también su propia estructura, aunque sea paradojalmente constituida por una unidad de contrarios, una fusión de valores y de categorías adversas que en un cierto punto terminan por devenir indiscernibles: extrema objetividad o «reificación», y extrema subjetividad o «proyección delirante», actividad y pasividad exacerbadas simultáneamente, etc.; c) finalmente, tal como la destrucción de las condiciones de la política es susceptible de tomar muchas formas diferentes, la «resistencia» a esta destrucción, que se presenta como una forma de recrear la política, debe tomar toda una serie de formas. Esto es lo que he llamado hipotéticamente estrategias de civilidad: ciertas estrategias, según las circunstancias y las subjetividades que las ponen en obra, pueden ser llamadas «mayoritarias», porque ellas requieren la intervención y la organización de masas, o de los «pueblos»; otras pueden ser dichas «minoritarias», en el sentido que Deleuze confirió a este término, que significa que estas requieren una disolución y una metamorfosis de las relaciones entre el deseo, la subjetividad y el poder. Sin duda, hay todavía otras posibilidades.
Sobre lo que quisiera insistir, es sobre el hecho de que no se puede pasar de un análisis de la estructura social a una reflexión política, o metapolítica, sobre las estrategias de civilidad y las alternativas que estas comportan, sin interponer un momento específicamente ético de la reflexión. Digo «ético» y no «moral», porque no se trata aquí de juicios o de normas, sino de hipótesis antropológicas, de interpretaciones críticas, y también de decisiones y de prácticas. Este momento ético comienza por el esquema de una fenomenología de la extrema violencia que nos conducirá a retornar una idea tan antigua como el pensamiento mismo del hombre como «viviente político» (zôon tè phusei politikon, decía Aristóteles): la política es el dominio de la incertitud trágica.
Esto proviene, en particular, de que es éticamente imposible proceder a una condena indiferenciada de la violencia. No solamente porque hay muchas situaciones dentro de las cuales el hecho de portar el anatema contra la violencia equivaldría a sostener a los agentes y las fuerzas que la ejercen, negando a otros el derecho a la existencia o a la dignidad. Sobre todo, porque se trataría de una gesticulación vacía, cubriendo en una suerte de velo de ignorancia moral ese hecho antropológico fundamental, según el cual, la invención de las tecnologías de la violencia, la exploración indefinidamente renovada de sus diferencias, forma parte de la experiencia humana, en la cual se manifiesta toda su creatividad. La violencia es una parte necesaria de la historicidad, está indisolublemente ligada a la política, pero también al arte y a la moralidad (por no decir nada respecto de la religión). Por lo tanto, no es cuestión de reducir el problema de la civilidad a una elección abstracta entre la violencia y la no-violencia, o entre la violencia y el derecho. Si la idea de «civilidad» debe designar aquí, precisamente, una política, ella no puede situarse fuera del campo de la violencia, sino en el seno de esa red inextricable que combina siempre violencia y política. Así la idea de civilidad debe buscar designar ciertos umbrales, ciertas variaciones, asociadas a la representación de lo insoportable y a la posibilidad de un cambio de tendencia. Nosotros nos representamos tales umbrales o variaciones como los límites de la institución, los puntos donde la presencia de lo inhumano se manifiesta en el seno mismo de lo humano y en cualquier caso como su propio «poderío». O, en otros términos, los puntos de encuentro aleatorio entre lo « político » y su otro, «lo impolítico», que no puede ser jamás el objeto de una decisión definitiva, sino solamente de una tentativa reiterada de inteligencia y de confrontación.
Hace falta comenzar por elucidar el sentido de la expresión «extrema violencia» y, para ello, proponer una fenomenología, de todos modos muy abreviada. Se trata de describir la forma en la cual la extrema violencia se distribuye entre los polos de lo individual y de lo colectivo, o de lo objetivo y de lo subjetivo. Lo cual, por supuesto, comanda también las experiencias vividas que, según diferentes modalidades, son las experiencias-límites. Esto es así porque estas experiencias implican una puesta en cuestión de la identidad personal y social, de la integridad del cuerpo y del pensamiento, del lazo de pertenencia mutua entre los sujetos y su entorno histórico y geográfico. La «extrema» violencia es, sin embargo, por definición una noción difícil, incluso paradojal. Esta noción indica un umbral o un límite detectable entre las cosas mismas, pero que escapa a los criterios absolutos y a las estimaciones cuantitativas. Hay extrema violencia dentro de los fenómenos de masa que envuelven las exterminaciones o los genocidios, en las reducciones a la esclavitud, en los desplazamientos de poblaciones, en el empobrecimiento masivo que acompaña la vulnerabilidad frente a las «catástrofes naturales», hambrunas o epidemias (a propósito de las cuales se habla precisamente de umbral de sobrevivencia). Pero hay también extrema violencia dentro de la administración de sufrimientos que son estrictamente individuales, en las heridas infringidas a la integridad corporal o al respeto de sí mismo, es decir, el respeto de la posibilidad de defender y de asegurar su propia vida «digna». En este sentido, la referencia al individuo singular no puede evitar la referencia a situaciones sociales, porque la vida que portan las actividades propiamente humanas, como el lenguaje, el trabajo, la sexualidad, la generación, la educación, igual que la vida que portan los derechos del ciudadano, es en último análisis una vida individual o individualizada (eso que no quiere decir aislada, y puede ser igualmente lo contrario). Pero esta fenomenología comporta también otros elementos de una enorme complejidad. Existe la extrema violencia dentro de la brutalidad de los eventos traumáticos, de las «catástrofes» que acarrean la muerte, el desarraigo, el sujetamiento al poder de un amo. Pero existe también la extrema violencia dentro de la repetición de ciertas micro-dominaciones inveteradas, en su límite indiscernible como violencia, porque ellas hacen cuerpo, parece, con los fundamentos de la sociedad y de la cultura. Se puede pensar, desde luego, en la esclavitud domestica de las mujeres, o en ciertas exclusiones correlativas a la forma en la cual es instituida la normalidad de las costumbres, o medida la utilidad de los seres humanos: la exclusión de los locos, de los criminales, de los desviados sexuales, cuyo salvajismo permanece aún más oculto porque nadie lo quiere ver. De esta extrema diversidad, me propongo extraer aquí un cierto número de trazos, teniendo en vista la forma en la cual estos afectan la posición del problema de la acción política.
Localizar cualitativamente eso que nosotros llamamos «extremo» dentro del registro de la violencia, no es proceder desde las calificaciones jurídicas, aun si la ciencia jurídica (por ejemplo, cuando ella criminaliza la violación, el secuestro o el genocidio) proporciona indicaciones preciosas. Se trata más bien de problematizar la noción misma de umbral. La que asociamos generalmente a la idea de lo intolerable. La noción de umbral la situamos en relación con un límite del derecho y de la posibilidad misma de la política. Creo que este límite es tendencialmente alcanzado cuando se producen tres tipos de cambios de las condiciones de la existencia individual y social, que conciernen a la «resistencia» de los seres humanos, la complementariedad de la vida y de la muerte y la finalidad o la utilidad del uso de la fuerza y de la coerción.
El sentido de la violencia como aniquilación de las posibilidades de resistencia fue ilustrado de forma inigualable por Simone Weil. Dentro de su comentario de La Ilíada, dentro del discurso del poeta, se ponen en relieve tres caracteres cuya imbricación funda una visión trágica del mundo: la reducción del vencido al estado de «cosa» impotente al momento de la muerte violenta; la ilusión de todo-poderío, que pasa y repasa de un campo al otro en la guerra, y hace considerar al actor la ocasión que él mismo tendría de escapar a su destino; por último, la equidad moral que permite sentir el sufrimiento del enemigo como propio. Ese es el primer aspecto que, sin olvidar los otros, nos interesa aquí directamente:
«La fuerza es aquello que hace que cualquiera pueda verse sometido al estado de cosa. Cuando ella es ejercida hasta el límite, esta hace del hombre una cosa en el sentido más literal, puesto que lo convierte en un cadáver. (…) El héroe es una cosa arrastrada detrás de un carro en el polvo. (…) Pero el poderío que asesina es una forma reducida, grosera de la fuerza. Cuánto más variada en sus procedimientos, cuánto más sorprendente en sus efectos, es la otra fuerza, aquella que no mata; es decir aquella que no mata todavía. (…) Un hombre desarmado y desnudo sobre el cual se dirige un arma deviene cadáver antes de ser tocado. (…) Al menos los que suplican, una vez ejecutados, vuelven a ser hombres como los otros. Pero están los seres más desafortunados que, sin morir, se convierten en cosas para toda su vida. (…) Esta cosa aspira en todo momento a ser un hombre, una mujer, sin lograrlo en ningún momento. Es una muerte que se estira a lo largo de una vida; una vida que la muerte ha congelado largo tiempo antes de suprimirla…».³
Decir que la extremidad de la violencia aniquila las posibilidades de resistencia es decir que ella no contribuye a ninguna dialéctica. Pero en el fondo de esta imposibilidad se encuentra también el hecho de que en ella se halla aniquilada una cierta complementariedad de la vida y de la muerte. Complementariedad que se localiza en el fundamento del encadenamiento de las generaciones y de la formación de las comunidades y que, cuando se ve aniquilada, torna finalmente a la vida como algo peor que la muerte. El hecho de que la vida sea más difícil de soportar que la muerte misma, reenvía tradicionalmente a la experiencia de la tortura, por lo tanto, al umbral de la intensidad y de «refinamiento» de los sufrimientos causados que hacen implorar la muerte como una «liberación». Pero puede también referirse a una suma o a una continuidad de la violencia, que hace que aparezca interminable, como un destino o un fin en sí. Achille Mbembe pone en el centro de su «fenomenología de la violencia», el espacio de la colonia y de la «post-colonia» que es su continuación. Entrega una fórmula sorprendente como es la multiplicación de la muerte: no solamente en el sentido en que los innumerables muertos están implicados en la colonización tanto tiempo como esta se mantenga, ya que, en cualquier caso, la muerte se desmultiplica, se difiere y se extiende al infinito. Así se encuentran efectivamente producidos los «muertos-vivientes» cuyos cuerpos devienen «carne».
«La colonia es un lugar y un tiempo donde se está semi-muerto o, si se quiere, semi-vivo. Es un lugar donde la vida y la muerte están tan profundamente imbricados que no es posible distinguirlos, determinar de qué lado se encuentra un hombre. (…) ¿De qué muerte se muere después de la colonia? Hay tantos muertos y diferentes formas de morir. (…) Todas las recetas pueden ser ensayadas sobre los cuerpos [de los prisioneros sometidos a la tortura para hacer «confesar» su participación en la conspiración contra el poder]. (…) Luego está la muerte por etapas, por ejemplo quince: una muerte multiplicada por quince (…) que a fin de cuenta no es sin embargo jamás una simple muerte. (…) Está la muerte que se lee dentro del abandono y la devastación de los paisajes, en las pilas de basura en la esquina de las calles (…) dentro del encadenamiento de los genocidios sin razón ni fin».⁴
Esta multiplicación de la muerte es puesta en relación con la aniquilación de la existencia de los dominados por la colonización, que deniega a los «nativos» toda cultura o sociabilidad propia, o la individualidad (los «árabes», los «negros», los «coolies», son indiscernibles los unos de los otros).
No olvidemos, por lo tanto, que esta posibilidad de sentir la vida como menos soportable que la muerte pertenece también en un sentido a la «normalidad» de la existencia humana o, más exactamente, marca la presencia-límite de lo patológico, particularmente de la enfermedad o del hándicap en el sentido mismo de la norma. De ahí proceden las experiencias morales y las elecciones éticas más contradictorias, desde el estoicismo al cristianismo y al budismo. Lo cual nos conduce a otra modalidad de la aniquilación de esta complementariedad entre la vida y la muerte necesaria a la vida misma: cuando los individuos se encuentran radicalmente desposeídos de su propia muerte –que de todas formas no les «pertenece» verdaderamente–, pero frente a la cual no cesan, por el mito, los rituales, la imaginación, el ascetismo y la representación, de construir las ficciones culturales que les procuran una cuasi-propiedad.
Ahora bien, esta desposesión puede producirse según modalidades muy diversas: desde la soledad radical o la muerte aislada, sin ayuda ni testigos, hasta la muerte industrial, anónima, administrada en masa. Nos vemos conducidos, de este modo, a una tercera modalidad de la extrema violencia, sobre la cual Hannah Arendt insistió particularmente en los Orígenes del Totalitarismo⁵, como contrapunto de su descripción del «terror» totalitario. Hace falta comenzar por «disponer» del cuerpo de las víctimas prometidas a la exterminación en masa por medio de una triple aniquilación de su humanidad; abarcando inicialmente su personalidad jurídica, su personalidad moral, y su individualidad diferenciada. Estos minuciosos preparativos para la eliminación no poseen utilidad social, o su utilidad no es más que anti-social, se trata de una (des)utilidad radical.
Por una parte, la violencia aparece excediendo las finalidades que le aseguran un lugar permanente en la economía del poder de la producción. Dentro de su análisis del significado de los campos, Arendt ha tratado de demostrar que, a pesar de las apariencias, o justamente a causa de las formas industriales y del simulacro de racionalidad burocrática que los caracterizan, los campos no cumplían ninguna función económica sino que más bien comportaban una dimensión de despilfarro tanto en el caso nazi como en el caso soviético. Y esta contra-finalidad,
