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El estudio de las lenguas en México: avatares de dos siglos
El estudio de las lenguas en México: avatares de dos siglos
El estudio de las lenguas en México: avatares de dos siglos
Libro electrónico71 páginas59 minutos

El estudio de las lenguas en México: avatares de dos siglos

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La historia del estudio de la gran y rica variedad de las lenguas en México comenzó con las gramáticas y diccionarios elaborados por misioneros católicos desde el siglo xvi, quienes nos heredaron muchas obras todavía valiosas para el presente. En este libro se trata de los estudios lingüísticos sobre lenguas de México (español y lenguas amerindias)
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 ago 2019
El estudio de las lenguas en México: avatares de dos siglos

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    El estudio de las lenguas en México - Luis Fernando Lara

    Primera edición: 2015

    Primera edición digital: 2015

    D. R. © 2015. El Colegio Nacional

    Luis González Obregón núm. 23, Centro Histórico

    C. P. 06020, México, D. F.

    Teléfonos 57 02 17 79 y 57 89 43 30

    ISBN: 978-607-730-65-4 (Obra completa)

    ISBN: 978-607-724-112-6 (Artículo Luis Fernando Lara)

    ISBN edición digital: 978-607-724-138-6

    Hecho en México / Made in Mexico

    Correos electrónicos:

    publicaciones@colnal.mx

    editorial@colnal.mx

    contacto@colnal.mx

    www.colnal.mx

    Entre las muchas riquezas del territorio mexicano están sus lenguas. De manera semejante a la riqueza de su flora y de su fauna y a la de sus minerales, la variedad de los pueblos aborígenes de Mesoamérica y también de la parte de América septentrional que le toca (por algunos llamada América árida), ha hecho del país un abigarrado mosaico de culturas y de lenguas, al que hay que agregar el español desde el siglo XVI y otras lenguas de pueblos inmigrantes que escogieron México como refugio y como futuro, tales como el sefardí, el yidish o el alemán menonita. El panorama de las lenguas de México es así rico y muy complejo, y la ciencia a la que corresponde estudiarlo, entenderlo y explicarlo, la lingüística, está todavía muy lejos de hacerle justicia.

    Para trazar los caminos que ha seguido la investigación lingüística en México durante los dos siglos de vida independiente que se conmemoran, simbólicamente, en 2010, hay que comenzar con un reconocimiento absolutamente necesario: los estudios que legaron a los mexicanos y al conocimiento universal los misioneros y sacerdotes católicos que, desde los primeros momentos de la Conquista, se dedicaron a aprender las lenguas de los pueblos a los que evangelizaban y a dejar escritos numerosos vocabularios, gramáticas, confesionarios, formularios judiciales, etc., que hoy constituyen el fondo invaluable de investigación no sólo de aquellas lenguas habladas en los cuatro siglos coloniales, sino incluso de las lenguas que se hablan en el presente. Los muchos estudios de ese fondo que debemos a Miguel y Ascensión León-Portilla y a otros investigadores mexicanos y extranjeros nos permiten darnos cuenta del valor lingüístico de ese trabajo.¹

    El siglo XIX puede caracterizarse como el tortuoso y difícil camino de la construcción de una identidad. Amanece México todavía bajo el dominio español, pero ya con la efervescencia de la búsqueda de sí mismo, ya con cierta perspectiva de lo que pronto será una nueva nación: Nací en México, capital de América Septentrional, en la Nueva España, es como decide nombrar José Joaquín Fernández de Lizardi la ciudad y la patria del Periquillo Sarniento.² Pero no en todos los ámbitos era éste el común denominador. En los albores del primer Congreso Constituyente, establecido para formular la primera Carta magna del Imperio mexicano, en la sesión del 22 de junio de 1822, se discutía acerca de los títulos nobiliarios de la familia imperial: la del entonces emperador de la América Mexicana, Agustín de Iturbide. El debate era el reflejo de la falta de acuerdo acerca del nombre propio e identidad de la nación en ciernes: para el primogénito del emperador se proponía príncipe del Anáhuac, un nombre con la prosapia de la antigüedad, que lisonjeaba a los indígenas por ser propio de un idioma o de un país suyo y que era el nombre que se daba a todo el Imperio mexicano.³ Las opiniones en contra no se dejaron esperar. Otros diputados consideraron tal denominación un provincialismo, tanto como lo era el de príncipe de Mechoacan, porque Anáhuac quiere decir, de México, o lo que antes en la antigüedad se conocía por propiedades de Moctezuma⁴ y, por su parte, Mechoacan tenía un tinte de feudalismo que provocaría resentimientos, pues otras provincias merecían el mismo honor: y si no, dígalo la sangre que se derramó en las batallas de Zacoalcaco, Colima, y otras muchas: dígalo la memorable de Calderón y Pajaritos; y dígalo, en fin, el fuerte de Mescala, terror de los realistas.⁵ Así que más allá de los símbolos, como el de la Virgen de Guadalupe, según observa Josefina Zoraida Vázquez,⁶ y de su convivencia dentro de un mismo territorio de límites imprecisos, no parecía haber mucho en común entre los 3.4 millones de indios y los 2.5 millones de mestizos, criollos y europeos, aproximadamente, que

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