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Breve Historia de las Doctrinas Cristianas 31618
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Libro electrónico330 páginas6 horas

Breve Historia de las Doctrinas Cristianas 31618

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Este libro es una introducción a las doctrinas básicas cristianas, el contexto histórico en que surgieron y la continua importancia que tienen para la creencia y práctica cristiana actual.

El Dr. Justo L. González una vez más nos muestra su habilidad para interpretar las creencias (doctrinas) e historia de la iglesia. En este libro, expone las respuestas a tres preguntas fundamentals para entender la tradición cristiana. La primera es: ¿cuáles son las doctrinas cristianas básicas? ¿Qué ideas y convicciones forman el corazón de la identidad cristiana? La segunda es: ¿De dónde provienen esas doctrinas? ¿cuáles son los contextos históricos en que comenzaron a destacar? La tercera, ¿qué significan estas doctrinas en la actualidad? ¿Qué reclamos siguen poniendo a la creencia y práctica cristiana en el siglo veintiuno?

Escrito con la claridad y entendimiento por los que el Dr. González es conocido, Breve Historia de las Doctrinas Cristianas servirá a estudiantes que estén tomando cursos de historia de la iglesia, teología histórica y teología sistemática en universidades, seminaries o facultades de teología.

Translated from the English version published in January 2006, this book is an introduction to the core Christian doctrines, the historical context in which they arose, and their ongoing importance to contemporary Christian belief and practice.

Justo González has long been recognized as one of our best teachers and interpreters of the church’s belief and history. In this new volume he lays out the answers to three questions crucial to understanding the Christian tradition: First, what are the core Christian doctrines? What ideas and convictions form the heart of Christian identity? Second, where did these doctrines come from? What are the historical contexts in which they first rose to prominence? How have they developed across the history of the church? Finally, what do these doctrines mean today? What claims do they continue to place on Christian belief and practice in the twenty-first century?

Written with the clarity and insight for which González is famous, A Short History of Christian Doctrine will serve the needs of students in church history, historical theology, and systematic theology classes in college/university settings, as well as seminaries/theological schools.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 jun 2014
ISBN9781630885670
Breve Historia de las Doctrinas Cristianas 31618
Autor

Dr. Justo L. Gonzalez

Justo L. Gonzalez has taught at the Evangelical Seminary of Puerto Rico and Candler School of Theology, Emory University. He is the author of many books, including Church History: An Essential Guide and To All Nations From All Nations, both published by Abingdon Press. Justo L. Gonzalez es un ampliamente leido y respetado historiador y teologo. Es el autor de numerosas obras que incluyen tres volumenes de su Historia del Pensamiento Cristiano, la coleccion de Tres Meses en la Escuela de... (Mateo... Juan... Patmos... Prision... Espiritu), Breve Historia de las Doctrinas Cristianas y El ministerio de la palabra escrita, todas publicadas por Abingdon Press.

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    Indispensable que lo lea todo aquel que se llame cristiano.

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Breve Historia de las Doctrinas Cristianas 31618 - Dr. Justo L. Gonzalez

PREFACIO

Ya he perdido la cuenta de cuántas veces he contado y vuelto a contar la historia del cristianismo y de sus doctrinas. Lo he realizado en libros, la he relatado en aulas universitarias y de seminarios, enseñado en la escuela dominical, ¡y hasta me la he vuelto a contar a mí mismo! Sin embargo, siempre encuentro algo nuevo cuando cuento esta historia otra vez. En parte, tal vez esa novedad se deba a algún descubrimiento reciente, a que la audiencia a la que me dirijo es diferente, a un énfasis distinto o una nueva perspectiva. Pero, sobre todo, la historia de la iglesia siempre me resulta nueva e inspiradora porque es mi propia historia. Cuando leo sobre los creyentes de tiempos pasados, sobre lo que dijeron e hicieron, con frecuencia alcanzo un entendimiento más profundo sobre quién soy, sobre lo que creo y sobre lo que hago.

En el caso específico de este libro, la novedad brota de mi interés en estudiar la relación que existe entre el culto y la creencia. Además, por la aventura que representa intentar resumir la historia de las doctrinas cristianas, pero sin que se pierdan sus rasgos principales. Con esta tarea de hacer un resumen, casi me siento como si estuviera presentando un amigo a otro. Sin embargo, como sucede en la realidad, el tiempo no alcanza y las descripciones han de ser breves. Puesto que no es posible expresar todo lo que quisiera decir sobre mi amigo, siempre permanece ese sentimiento de que no dije algo que debí haber dicho y siempre hay cierta frustración en la tarea misma. A pesar de ello, la empresa por sí misma ya tiene su recompensa porque, al considerar lo que debo decir acerca de mi amigo, también me veo forzado a considerar qué es lo importante en nuestra amistad. El resultado de todo esto es que la amistad misma se enriquece. Así pues, aunque he hecho todo lo posible para que estas páginas sean útiles para el lector, la verdad es que en el hecho mismo de escribirlas ya he recibido mi recompensa.

Quisiera expresar una palabra de gratitud a Abingdon Press y a su editor de recursos profesionales, Robert Ratcliff, por sugerir que escribiera este libro. A Catherine, quien no solamente es mi esposa, sino también mi amiga y, sin lugar a dudas, sus muchas correcciones y sugerencias han mejorado este proyecto. A Ondina, hermana más que cuñada, quien ha transcrito estas páginas, y quien durante el proceso me ha señalado y librado de diversos errores. También agradezco a todos los testigos que vivieron la historia que ahora relato, y a todas las personas que la contaron antes que yo, porque sin ellas mi propia historia y mi propia labor no hubieran sido posibles.

Justo L. González

INTRODUCCIÓN

. . . no creáis a todo espíritu, sino probad los espíritus si

son de Dios. 1 Juan 4:1

¿Serán buenas las doctrinas? ¿Serán acaso necesarias? En todo caso, ¿qué es una «doctrina»? ¿De dónde surgieron? Todas éstas preguntas son legítimas y los cristianos tienen derecho a plantearlas. Son buenas preguntas, porque tal parece que la principal función de las doctrinas es crear divisiones entre nosotros. Además, todos hemos conocido a creyentes sabios y santos que parecían no saber mucho de doctrina pero que, sin embargo, eran ejemplos vivos de la fe cristiana. ¿No será que la iglesia sencillamente ha complicado las cosas con todas esas doctrinas acerca de la autoridad de las Escrituras, de la creación, de Dios, de la Trinidad y otras más? ¿Qué valor podría tener todo eso? ¿Cómo es que tomaron forma las doctrinas?

Es cierto que se podría decir mucho acerca de cada uno de estos temas, y sería posible escribir–y de hecho se han escrito–libros enteros sobre algunos de ellos. Sin embargo, esto más bien podría ser otra manifestación del mismo problema: nuestra inclinación a complicar lo que en sí mismo es sencillo. Si existieran sospechas de que, al menos en parte, las doctrinas fueran una manera de ocultar la ignorancia y de reclamar una cierta autoridad debido a un supuesto conocimiento superior, esa sospecha no se podría disipar escribiendo gruesos volúmenes que pretendieran aclarar esos asuntos, porque en realidad solamente lo complicarían más. Si se nos pidiera hablar sobre un bosque, no sería muy útil describir cada árbol individualmente, y en realidad esto ocultaría nuestra ignorancia acerca del bosque mismo.

Precisamente por eso este libro será tan sencillo como sea posible, pero sin sobre simplificar los asuntos. Esto es muy importante, no solamente porque las preguntas que hicimos al principio requieren respuestas claras, sino también porque al escribir estas páginas me pondré a prueba a mí mismo. ¿Estaré verdaderamente convencido de que las doctrinas son importantes? Si es así, entonces debería ser capaz de explicarlas de tal manera que cualquier creyente pudiera entenderlas. De hecho, me temo que si no pudiera explicar su importancia en términos relativamente inteligibles, esto podría ser una indicación de que yo mismo estoy perplejo ante ellas, que toda mi investigación y mis escritos acerca de los detalles y el desarrollo de las doctrinas no serían más que un intento para tratar de ocultar mi propia confusión.

Así pues, este libro no solamente servirá como una guía de estudio para otras personas, sino también como parte de mi propia jornada cristiana. Y me lanzo a esa jornada con una sola certeza: la de la fe. Como creyente, salgo a caminar (e invito a los lectores a salir conmigo), tal como lo hizo Abraham cuando salió de la tierra de sus antepasados: sin saber a ciencia cierta dónde terminará ese camino. Por otro lado, al igual que Abraham, estoy seguro de que, sin importar a donde nos conduzca Dios en esa jornada, será a una tierra de bendición.

¿Qué es una doctrina?

Como cualquier otra, esta palabra puede tener muchos significados. Puede referirse a la opinión que alguien tiene sobre un tema cualquiera, como cuando se habla sobre la «doctrina platónica del alma». También puede referirse a un principio que guía las acciones de una persona o de toda una nación, como al hablar de la «doctrina Monroe»*. Por otro lado, también puede tener connotaciones negativas, especialmente si consideramos algunas palabras derivadas como «adoctrinación» y «doctrinario». A pesar de todos estos sentidos y connotaciones, «doctrina» sencillamente quiere decir enseñanza o instrucción. Sin embargo, como cualquier enseñanza o instrucción, las doctrinas pueden ser buenas o malas, liberadoras o esclavizantes, dignificantes o humillantes.

En el contexto particular de este libro, consideraremos la doctrina como mucho más que la opinión de una persona y, también, como mucho más que el mero proceso de enseñar o comunicar esa opinión. De hecho, la doctrina es la enseñanza oficial de un cuerpo (en este caso la iglesia) y que le da forma, coherencia y distinción. Todos los cuerpos sociales–implícita o explícitamente–tienen doctrinas, porque sin ellas serían como una masa amorfa sin identidad ni propósito.

Lo que complica el caso para nosotros es que la palabra iglesia también tiene varios niveles de significado. Por ejemplo, se puede referir a la iglesia luterana local del «Redentor» localizada en alguno de nuestros barrios, o se puede referir a toda una denominación como la Iglesia Metodista Unida, o la Iglesia Católico-Romana. Este término también se puede referir a todo el cuerpo de creyentes cristianos a través de todas las edades y en todo el mundo. Aunque no nos percatemos de ello, todas las iglesias tienen doctrinas en cada uno de los niveles que acabamos de mencionar. Es decir, la «Iglesia Luterana del Redentor» tiene sus propias perspectivas sobre la realidad y la mayor parte de ellas las comparte con otros luteranos, pero algunas otras son el resultado de su propia historia y contexto particular. La Iglesia Católico-Romana sostiene doctrinas como la asunción de María y la infalibilidad papal, mientras que la Iglesia Metodista Unida (y otras más) no las acepta. Por otro lado, al menos para la inmensa mayoría, también existen algunas doctrinas que la iglesia mantiene en todas partes. En este último sentido es que en este libro tomaremos las doctrinas.

Así pues, centraremos nuestra atención en las doctrinas que generalmente mantienen los cristianos en todos los lugares, más que en aquellas que los separan. Aunque en ocasiones tomaremos en cuenta las diferencias que existen entre los cristianos de diversas tradiciones, nuestro principal interés estará en lo que distingue a los cristianos del resto del mundo: en las doctrinas que le dan al cristianismo su forma a pesar de las diferencias que puedan existir entre las denominaciones. Además, con frecuencia las diferencias doctrinales–ya sea entre teólogos o denominaciones–no se deben ver como posiciones mutuamente excluyentes, sino más bien como una manera en que se le recuerda a toda la iglesia algo que de otra manera podría olvidar.

¿Cómo es que una perspectiva particular sobre algún tema se llega a convertir en doctrina de la iglesia? Algunas doctrinas (en realidad muy pocas de las que son aceptadas por toda la iglesia) fueron declaradas como tales por un cuerpo oficial de la iglesia. La mayor parte de esas declaraciones oficiales se dieron durante los siglos cuarto y quinto d.C. Solamente después de que varios concilios de la iglesia las discutieron profundamente, e hicieron sus decisiones, fue que se convirtieron en algunas de las doctrinas que han sido más universalmente aceptadas por la iglesia. Esto lo trataremos más a adelante.

Sin embargo, la mayoría de las doctrinas se convirtieron en enseñanza oficial de la iglesia al alcanzar un sencillo y muchas veces silencioso consenso. Como lo veremos más adelante, incluso la cuestión sobre cuáles eran los libros que se deberían incluir en el Nuevo Testamento, y cuáles no, se resolvió mediante el desarrollo de un lento consenso. No fue sino hasta el siglo dieciséis que un cuerpo oficial de una iglesia (en este caso el concilio católico-romano de Trento) hizo una lista de los libros y declaró que eran los oficiales del Nuevo Testamento. Sin embargo, y como lo veremos en el próximo capítulo, esta declaración no tuvo gran importancia. Y es que más de mil años atrás, mediante el desarrollo de un lento consenso, la iglesia ya había llegado a un acuerdo sobre los libros del Nuevo Testamento. Así pues, en realidad el concilio de Trento no estaba diciendo nada nuevo sobre ese asunto particular. Respecto al Antiguo Testamento, la historia es un poco más complicada, como lo veremos en el capítulo uno.

Es cierto que algunos principios básicos del cristianismo se han proclamado como doctrinas de la iglesia por la acción oficial de un cuerpo autorizado. Sin embargo, en la mayoría de los casos, un principio particular se ha convertido en doctrina de la iglesia, sencillamente cuando la iglesia lo ha reconocido como una consecuencia necesaria o como una expresión del evangelio por el cual vive.

Por otro lado, muchas de las doctrinas distintivas de alguna denominación han sido proclamadas como doctrinas oficiales por cuerpos autorizados en esas denominaciones. Por ejemplo, éste es el caso de la asunción de María y la infalibilidad papal en la Iglesia Católico-Romana. En la tradición reformada o calvinista, los cánones de Dordrecht y la Confesión de Westminster tienen autoridad doctrinal. Lo mismo se puede decir sobre la Confesión de Augsburgo para los luteranos.

También es importante señalar que la principal fuente de la doctrina no es la especulación teológica, sino el culto de la iglesia. Con frecuencia los eruditos se refieren a este principio como lex orandi est lex credendi. Es decir, la regla del culto se convierte en la regla de la creencia. El racionalismo moderno nos ha hecho creer que las ideas principalmente surgen del pensamiento puramente lógico y objetivo, cuando de hecho surgen de la vida y siempre son formadas por ella. Nuestra tendencia es creer que las doctrinas principalmente surgen del debate teológico, pero la verdad es que la mayoría de ellas son expresiones de lo que la iglesia ha venido experimentando y afirmando en su culto durante mucho tiempo. Por ejemplo, la iglesia había estado adorando a Jesucristo como Dios mucho tiempo antes de que surgieran los primeros debates sobre lo que eso significaba; la iglesia también había estado leyendo los evangelios en su culto mucho antes de que oficialmente se declararan como la Palabra de Dios. Incluso la iglesia había estado bautizando y participando de la Comunión siglos antes de que se desarrollara alguna doctrina sobre el significado del bautismo o la presencia de Cristo en la Comunión.

El debate teológico con frecuencia ocupa un lugar en el desarrollo de las doctrinas. La manera más común en que esto ocurre es cuando alguien propone una manera particular de entender algún aspecto de la fe cristiana, y otros responden declarando que lo propuesto no refleja el estilo de vida de la iglesia, especialmente tal como esa vida se expresa en su culto. Durante el debate que se da, y conforme se van aclarando los asuntos, la iglesia en general (ya sea por un consenso implícito o por una acción oficial) decide que una cierta perspectiva particular contradice o ignora algún aspecto esencial de la fe tal como la iglesia lo ha experimentado a lo largo de su vida y en su adoración. El resultado más común de esos debates es que se declara que un partido está equivocado (y con frecuencia se le da el título de «herético»), y la perspectiva del resto se declara como la posición oficial de la iglesia (como la doctrina).

Esto se puede entender mejor si lo comparamos con el caso de una iglesia local donde el púlpito siempre ha estado al centro de la plataforma. Con toda probabilidad, el púlpito fue puesto allí por diferentes razones. Algunas tal vez fueron meramente prácticas: cuando no había sistemas de amplificación para la voz, era más fácil escuchar el sermón si el púlpito estaba en el centro y no a un lado del santuario. Algunas otras pueden haber sido razones estéticas: el púlpito en el centro hacía ver más equilibrado el santuario. Otras sencillamente pueden haber sido asunto de tradición: quienes diseñaron la iglesia provenían de iglesias donde el púlpito había estado en el centro, y sencillamente copiaron lo que habían visto en otros lugares. Incluso algunas pueden haber sido teológicas: el púlpito en el centro afirma que el centro de la adoración es la predicación de la Palabra de Dios. Ahora imaginemos que en ese momento, algunos miembros de la iglesia, o el pastor mismo, sugieren que el púlpito se coloque a un lado. También en este caso puede haber razones prácticas, estéticas y teológicas. Para justificar que el púlpito debe moverse, se argumenta que el centro del culto no es el púlpito, sino la mesa de la Comunión. Durante el debate, los argumentos estéticos, prácticos y teológicos se mezclan y prácticamente se vuelven indistinguibles. Lo que es más, los disgustos personales, las amistades y otras cuestiones ocultas también influyen en el asunto. Al final, un lado gana o se llega a un acuerdo que satisface a la mayoría de la feligresía. Algunas personas cuyas opiniones fueron rechazadas deciden aceptar la voluntad de la mayoría y acatar la decisión. Algunas otras, sin embargo, no aceptarán la decisión y continuarán tratando de cambiar el mobiliario insistiendo en que son los demás quienes están equivocados. Con el tiempo, lo más probable es que estos últimos abandonen la iglesia, si es que antes no han sido expulsados.

Algo similar, pero que trata cuestiones mucho más serias, es el proceso que por lo general lleva a la decisión de que una cierta perspectiva sea doctrina de la iglesia. Alguien ofrece una opinión, la solución a un problema teológico, o una nueva forma de adoración, y entonces esa propuesta provoca un debate, experimentación, intentos de negociación y propuestas de soluciones alternas. Cuando por fin se llega a un consenso, normalmente esto refleja lo que por mucho tiempo la iglesia ha creído y expresado en su culto y vida. Sin embargo, como resultado del debate, ahora ha surgido un nuevo consenso donde se afirma que ciertas perspectivas u opiniones niegan o amenazan un aspecto central de la fe cristiana. A esas alturas, y para evitar repetir la discusión indefinidamente, la conclusión a que se ha llegado después del debate se convierte en doctrina de la iglesia.

Es muy fácil menospreciar las doctrinas y pensar que quienes en el pasado trataron de definirlas solamente fueron fanáticos inquisidores o cazadores de herejes (aunque algunos sí lo fueron); o personas sencillas que estaban demasiado seguras de cosas que en realidad más bien eran inescrutables. Vivimos en un tiempo donde el principio de «vive y deja vivir, piensa y dejar pensar» es tan esencial, que llegamos a temer que cualquier declaración doctrinal pudiera estar invadiendo el derecho de los otros a tener sus propias opiniones. Es cierto que todavía hay cristianos que insisten en que se debe acatar cada detalle de la doctrina y estar en absoluto acuerdo con lo que ellos declaran que es la fe verdadera (lo más probable es que usted tenga buenas razones para no querer ser como ellos o ellas). Por ejemplo, en este momento algunas denominaciones se están dividiendo porque hay personas que están insistiendo en una manera particular de leer e interpretar la Biblia, y declaran que no hay lugar en la iglesia para quienes piensen lo contrario. A pesar de ello, esto no debería llevarnos al otro extremo y considerar que realmente las doctrinas no son importantes. Y es que imagínese que un domingo alguien llega a su iglesia, coloca una roca sobre la mesa de Comunión e invita a todos a adorar a esa roca bailando y orando a su alrededor. Sin importar qué tan abierto de mente sea, lo más probable es que usted rechazaría esa sugerencia diciendo que va en contra de sus convicciones y en contra del monoteísmo cristiano. Claramente, cosas como esas se salen de los límites. Ya sea que se les llame doctrinas o no, el hecho es que hay ciertas creencias y ciertas prácticas que para usted son importantes como creyente, y que también los son para la iglesia en general.

Quizá la mejor manera para entender la función apropiada de las doctrinas sea pensar en ellas como las líneas de «foul» en un campo de béisbol. No hay una regla que fuerce al jardinero en corto a estar a un lado de la segunda base, y al jugador de segunda al otro. No hay una regla que diga que se debe golpear la pelota hacia un área particular del campo. Mientras los jugadores permanezcan dentro de las líneas de «foul», todos tienen mucha libertad dentro del campo. Sin embargo, esas líneas establecen límites a su libertad. Es decir, hay ciertas áreas que están fuera de los límites. Puede golpear la pelota tan fuerte como quiera, pero si cae fuera de esas líneas, entonces la jugada no vale. Por otro lado, si alguien tratara de reglamentar exactamente en dónde se debe colocar cada jugador y hacia dónde se debe golpear la pelota, eso destruiría al juego. De la misma forma, tratar de jugar sin límites, sin líneas que marquen el área de juego, también destruiría el juego.

Cuando se entiende y emplea correctamente, la buena doctrina cristiana tiene un papel semejante. No limita la libertad de los creyentes para mantener opiniones diferentes, para explicar los asuntos de diversas maneras, o para enfatizar distintos elementos de la fe cristiana. Pero sí señala los límites más allá de los cuales estaríamos fuera del área que en general la iglesia considera que es su fe. Cuando se trata de la doctrina de una denominación específica, esto puede servir para enfatizar o proteger algo que puede ser valioso para toda la comunidad cristiana, pero que también es parte de la herencia de esa denominación.

También podemos pensar en las doctrinas como un cercado que va a lo largo de una meseta que está al borde de varios precipicios. El cercado no nos dice dónde podemos pararnos, ni a dónde ir dentro del área de la meseta. El cercado simplemente nos advierte que, si pasamos de cierto punto, estaremos en peligro. Tal vez otros ya han caído en esos precipicios y es por eso que se construyó la cerca. En las páginas que siguen, al estudiar el desarrollo de las doctrinas cristianas identificaremos algunos de los precipicios de los que tratan de protegernos esas doctrinas y así las apreciaremos todavía más. No veremos a las doctrinas como límites que se imponen a nuestra libertad de opinión, sino más bien como advertencias y señales de peligro que otros han plantado por el camino.

El desarrollo de las doctrinas

¿Acaso las doctrinas evolucionan? Seguro que sí. De otra manera, el mismo título de este libro sería contradictorio, porque lo que no cambia no puede tener historia. Ante todo, las doctrinas cambian porque son humanas. Las doctrinas no son divinas; ni siquiera vienen de Dios, aunque es cierto que tratan sobre Dios y su voluntad. Pero esto tampoco quiere decir que carezcan de importancia o sean irrelevantes. Más bien son maneras en que—a través de las edades—la iglesia ha intentado aclarar lo que ha escuchado de parte de Dios sobre la naturaleza de Dios mismo y de cuál es su voluntad para la creación. Muchas veces nos gustaría que las doctrinas vinieran directamente del cielo, como descripciones infalibles e inalterables de Dios mismo. De hecho, uno de los errores más comunes en la vida de la iglesia—y por cierto uno muy costoso—ha sido confundir a la doctrina con Dios mismo; es decir, como si fuera posible contener a Dios dentro de una fórmula verbal (al igual que un vaso contiene un líquido). Esto se puede entender, porque una de las expresiones más comunes del pecado humano es nuestro deseo de controlar a Dios. Desearíamos tener a Dios en una botella para poder llevarlo en el bolsillo; o quisiéramos que Dios fuera como un genio atrapado en una lámpara mágica, que estuviera listo para cumplir nuestros deseos, siempre bajo nuestra voluntad y control. Esa es la esencia de la idolatría. La diferencia entre Dios y un ídolo no es que el ídolo sea visible y Dios no. La diferencia es que Dios es un soberano al que nosotros estamos sometidos, mientras que un ídolo es un objeto que se somete a nuestra voluntad.

Entender esto es crucial, porque confundir las doctrinas sobre Dios con Dios mismo, es caer en la idolatría. La extendida tendencia a convertir las doctrinas en afirmaciones infalibles mediante las cuales describimos y circunscribimos a Dios, es la misma tendencia que lleva a otros a tomar un trozo de madera, colocarlo sobre un altar y decirle: «tú eres mi Dios». La persona que adora un pedazo de madera reconoce que la vida no está bajo el control humano; pero tampoco está dispuesta a dejar ese control en manos de un Dios soberano que es incontrolable. El profeta Isaías enfatiza fuertemente este punto al comentar sobre esos que: «Sacan oro de la bolsa y pesan plata con balanzas; contratan a un platero para que de ello haga un dios, y se postran y lo adoran. Luego se lo echan sobre los hombros, lo llevan y lo colocan en su lugar; allí se está, sin moverse de su sitio . . .» (Is 46:6-7). De la misma forma, cuando insistimos en que las doctrinas son descripciones de Dios totalmente fijas, exactas e infalibles, estamos reconociendo nuestra necesidad de depender de alguien o de algo más allá de nosotros mismos, ¡aunque al mismo tiempo nos negamos a cederle el control a un Dios que nosotros no podemos controlar (y una vez más es como el genio en la lámpara mágica)! Así pues, tal como Isaías lo dice sobre el ídolo de oro, nosotros comenzamos a actuar como si nuestras idolatradas doctrinas descansaran sobre nuestros hombros, y nos convertimos en militantes «defensores de la fe», ¡como si la verdad de Dios necesita que alguien la defienda!

Otra razón por la que no nos gusta la noción de que las doctrinas evolucionan, es que con demasiada frecuencia hemos confundido las doctrinas con la fe. Dado que se nos ha dicho que creyendo de una manera particular es que se obtiene la salvación, entonces llegamos a la conclusión de que la salvación se logra creyendo ciertas doctrinas específicas. Por ejemplo, se dice que cuando Serveto fue quemado como hereje en Ginebra, en el último instante Guillermo Farrel (uno de los líderes de la reforma en esa ciudad) lo escuchó clamar: «Cristo, Hijo del Dios eterno, ten piedad de mí». Farrel entonces comentó que era una lástima que Serveto no hubiera dicho «Cristo, Hijo eterno de Dios, ten piedad de mí», pues así se hubiera salvado, cuando de hecho se había ido al infierno por su herejía. En cierto sentido, lo que Farrel señalaba era importante. Después de largos debates, la iglesia había llegado a cierto consenso acerca de Cristo. La frase que Farrel sugería, en oposición a la de Serveto, expresaba ese consenso y por tanto era valiosa e importante. Pero, ¿verdaderamente creemos en un Dios cuyo amor se deja llevar por fórmulas doctrinales? ¿Acaso el amor de Dios se limita solamente a quienes piensan correctamente sobre lo divino? Aunque las doctrinas tienen una estrecha relación con la fe, y son expresión de la fe, la salvación no es mediante la doctrina: no por la doctrina de la Trinidad, la doctrina de la inerrancia de las Escrituras o de cualquier otra doctrina. Es cierto que las doctrinas se desarrollan, cambian y crecen, ¡pero el amor de Dios permanece para siempre!

Las doctrinas evolucionan de diferentes maneras y por distintas razones. Tal vez la manera más común es cuando se tiene que responder a un nuevo desafío. Al igual que nadie pone mucha atención en el mobiliario de la iglesia local hasta que alguien sugiere cambiar de sitio al púlpito, así también hay aspectos de las creencias cristianas que no se expresan (y ni siquiera se piensa sobre ellos), hasta que alguien sugiere algo que niega o desafía lo que hasta entonces se aceptaba de manera implícita. En las páginas que siguen veremos muchos casos así. La mayoría de los primeros concilios que hicieron declaraciones sobre la divinidad, o sobre la naturaleza de Cristo, estaban respondiendo al reto que presentaban opiniones divergentes. Algunas de esas opiniones quedaron incorporadas en la decisión final, mientras que otras fueron excluidas y declaradas como heréticas. Sin embargo, en esos casos el resultado fue que los asuntos, que por lo general hasta entonces no se habían expresado, una vez desafiados y aclarados se convirtieron en la doctrina oficial de la iglesia.

Otra forma en que nos damos cuenta que las doctrinas evolucionan, tiene que ver con el constante flujo del cristianismo en otras culturas, y con el cambio que ocurre en esas mismas culturas. El cristianismo surgió en Palestina,

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