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Revolución en el burgo: Movimientos comunales en la Edad Media. España y Europa
Revolución en el burgo: Movimientos comunales en la Edad Media. España y Europa
Revolución en el burgo: Movimientos comunales en la Edad Media. España y Europa
Libro electrónico1651 páginas24 horas

Revolución en el burgo: Movimientos comunales en la Edad Media. España y Europa

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Uno de los grandes temas históricos, el de las revoluciones burguesas en la Edad Media, fue abordado con singular fecundidad por los historiadores liberales, para quienes tales insurrecciones marcaron el lejano inicio de las revoluciones burguesas de Inglaterra en el siglo XVII y de Francia entre 1789 y 1830, o contribuyeron a la formación del capitalismo al impulsar el comercio y los burgos.

La historiografía posterior orilló, sin embargo, el tema, al demostrarse que el capitalismo no se originó en los grandes centros urbanos sino en el ámbito rural, con lo que las luchas comunales no serían el lejano inicio de las revoluciones burguesas de los siglos XVII y XVIII, como propugnaban historiadores clásicos como Thierry o Pirenne; pero no es menos cierto que influyeron decisivamente en la génesis de la sociedad civil y del moderno Estado occidental, y proporcionaron un cúmulo de experiencias para la lucha de clases que llevó al capitalismo.

Partiendo de los nuevos conocimientos desarrollados en las últimas décadas, el prestigioso historiador Carlos Astarita reactualiza y ofrece en esta magna obra renovadas perspectivas acerca de unos episodios fundamentales en la génesis del capitalismo moderno y los estados europeos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 abr 2019
ISBN9788446047469
Revolución en el burgo: Movimientos comunales en la Edad Media. España y Europa

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    Revolución en el burgo - Carlos Astarita

    Akal / Reverso / 7

    Carlos Astarita

    Revolución en el burgo

    Movimientos comunales en la Edad Media. España y Europa

    En esta abrumadora y definitiva monografía, el historiador Carlos Astarita ilumina uno de los más determinantes problemas historiográficos del siglo pasado, el de las revoluciones comunales de la Edad Media, con el objetivo de aflorar las raíces de lo que Gramsci denominara la «sociedad civil», las organizaciones y prácticas que condicionan el Estado moderno. En el proceso, reactualiza el primordial debate en torno a los orígenes del capitalismo y demuestra cómo aquellas pugnas, que protagonizaron los burgueses contra una poderosa Iglesia, acabaron por cuestionar el sistema feudal mismo en no pocas ciudades bajomedievales.

    A partir de un estudio exhaustivo, y con un impresionante manejo de la literatura científica y de las fuentes originales, el autor compara la realidad del norte hispánico con otras protestas europeas. La genealogía social del anticlericalismo, los líderes plebeyos e intelectuales críticos, los sectores subalternos y las minorías confesionales; ninguna de estas cuestiones escapa a Revolución en el burgo, una obra que nos brinda una lectura original de un pasado cuya influencia en la configuración de la Europa moderna es insoslayable.

    Carlos Astarita es profesor en las universidades de Buenos Aires y La Plata. Ha sido director de estudios asociado de la École des Hautes Études en Sciences Sociales, y ha dictado conferencias y seminarios en universidades de Argentina, Brasil, España, Italia e Inglaterra.

    Autor de una vasta obra especializada –ha publicado más de sesenta artículos en revistas de todo el mundo–, entre sus obras individuales más destacadas sobresalen Desarrollo desigual en los orígenes del capitalismo (1992) y Del feudalismo al capitalismo (2005).

    Diseño de portada

    RAG

    Director

    Juan Andrade

    Motivo de cubierta

    Salterio de San Luis, París, Biblioteca Nacional de Francia, Ms. lat. 10525 (ca. 1265), fo 39v. Representa un tema bíblico: Josué detiene el curso del sol y de la luna durante la derrota de los amorreos a manos de los israelitas (Josué 10, 12-13).

    Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

    Nota editorial:

    Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

    Nota a la edición digital:

    Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

    © Carlos Alberto Tomás Astarita, 2019

    © Ediciones Akal, S. A., 2019

    Sector Foresta, 1

    28760 Tres Cantos

    Madrid - España

    Tel.: 918 061 996

    Fax: 918 044 028

    www.akal.com

    ISBN: 978-84-460-4746-9

    Planteo general

    En esta obra se estudian las luchas de los burgueses medievales para alcanzar su organización. Es un presupuesto del tema discurrir sobre la situación política, social y económica, sobre los antecedentes, los protagonistas y su subjetividad.

    Como todo escrito, este tiene una trama que, en este caso, se inspira en Hegel: el estudio del pasado se inicia en el presente. De esa orientación nació un libro sobre los orígenes medievales del capitalismo en dos direcciones: la producción embrionaria de valores de cambio y las premisas del Estado Moderno[1]. Esta última indagación ahora interesa.

    En esa investigación se procuró resolver, desde un punto de vista histórico, la morfología del Estado Moderno dada por la separación entre vértice político y base económica. Esta escisión es una originalidad derivada del feudalismo porque, a diferencia de otras formaciones económicas y sociales, en la sociedad moderna occidental los dueños de los medios de producción no son los dueños del aparato de gestión y coacción, ya que delegan el gobierno en el burócrata. Este no es un burgués, pero reproduce las condiciones jurídicas e institucionales del mundo burgués y, si eventualmente así no lo hiciera, se generaría un antagonismo que solo resuelve el aniquilamiento político de alguna de las partes en pugna. Es lo que enseña Chile en los primeros años de la década de 1970.

    La cuna de esa división dilucida su causa y zanja lo que la lógica del presente no resuelve. Dicho de otra manera, no hay nada en el capitalismo que requiera de esa forma de Estado, más allá de sus obvias ventajas ideológicas, en la medida en que el funcionario se presenta como un técnico neutral por encima de las clases. Tampoco fue esa forma un fruto de la planificación deliberada, ya que no brotó como objetivación de la conciencia de clase. En consecuencia, el único camino para resolver su establecimiento está en investigar su despliegue desde la Edad Media para descubrir el hecho, a primera vista paradójico, de que el feudalismo, que anula en su forma clásica cualquier separación entre sociedad política y base económica, ha sido la premisa para que esa dicotomía se engendrara. Esto significa que, con el Estado feudal, apareció el funcionario que se sometió al imperio de la ley defendiendo al príncipe, aun cuando este no abandonaba sus atributos de señor privado.

    Se elaboró entonces desde el Medioevo la premisa del Estado Moderno. Sin la creación medieval de la fiscalidad, del funcionario y del patriciado, que con su señorío colectivo aseguraba la renta centralizada, todo esto en el cuadro de permanencia de los señores, no hubiera podido concretarse el acto esencial de las revoluciones burguesas que se precipitaron desde el siglo XVII: la expropiación de la nobleza de sus medios de coerción, medios que fueron transferidos al burócrata que había evolucionado en el protoabsolutismo y en el Estado absolutista.

    En ese análisis los enfrentamientos de lo que Antonio Gramsci llamó sociedad civil no estuvieron expuestos, y es lo que ahora se estudiará con una investigación que no anula lo que se hizo, sino que lo complementa poniendo a prueba su consistencia categorial, aunque debe reconocerse que todo enriquecimiento modifica lo realizado. Dicho de otra manera, ahora cambia el objeto de análisis aunque no su sustancia. Para que se vea con mayor claridad, puede decirse que el examen estructural y funcional de la formación del Estado (que no necesariamente presupone al estructuralismo funcionalista) implica estudiar su conexión conflictiva con la sociedad civil. La observación nos deja ante el tema.

    La sociedad civil tuvo su origen en la Edad Media, con lo cual no se anuncia ninguna novedad, desde el momento en que se sabe que, en los gremios medievales, estaban los precedentes de nuestros sindicatos de la misma manera que en la comuna urbana y en las comunidades de aldea estuvo la preconfiguración de nuestros municipios. En ciertas condiciones, una parte de la plebe (el patriciado y luego el «tercer estado») generaba una aceitada confluencia con el poder feudal (fue el caso de los concejos en la Extremadura Histórica castellanoleonesa). Por el contrario, en otras circunstancias ese nacimiento se produjo mediante conflictos que se desarrollaron en ciertos puntos del feudalismo central (concepto que responde a categorías de la historia económica y social): Sahagún, Santiago de Compostela, Lugo, Vich, Colonia, Laon, Amiens, Roma, Vézelay, Cremona, St Albans, St Edmunds fueron localidades con luchas comunales.

    Estamos, pues, ante un dilema: ¿análisis horizontal de las condiciones burgo por burgo para seguir con cada revuelta en particular? ¿O examen vertical en un lugar? Es una divergencia de los padres fundadores que se dividieron entre la comparación de Max Weber creando teoría por generalización de casos y el descenso a la profundidad de un caso de Karl Marx. La opción que aquí se adopta es la de Marx que, en el único país en el que el capitalismo presentaba sus atributos esenciales, desnudó su intimidad. Se atuvo a lo mismo que nos vamos a ceñir nosotros, a la premisa aristotélica de universalia in re, para decirlo con las palabras de un escolástico medieval, lema destinado a captar el conjunto de determinaciones que mediaron en una situación.

    El lugar elegido para concentrar el análisis es el burgo y el dominio del monasterio de Sahagún (lo que implica observar condiciones generales del área) y, en cierto modo, se estudiará la lucha de ese burgo con las circunstancias que ayudan a explicarla. Desde ese centro, se harán comparaciones con las insurrecciones de otros lugares para acceder a una problemática unitaria que nos llevará a énfasis desiguales de acuerdo con los registros disponibles o de acuerdo con la realidad histórica. Por ejemplo, cuando hablemos de agitadores y propagandistas, la atención no estará tanto en Sahagún como en otros ámbitos donde ese perfil social se observa mejor. En consecuencia, no se desestima la comparación; solo se la desplaza del lugar medular (o único) que le dio la sociología histórica weberiana.

    Cada tratamiento (caracterización del burgués, formas de lucha, etc.) tiene sus conceptos heredados que nos sitúan en las interpretaciones, y con ellas pasamos a la mencionada ilación entre pasado y presente, o sea, a la parte del pasado que es nuestro presente. Se previene desde ya que el apolítico ingenio posmoderno y elucubraciones afines como el giro lingüístico o el fin de la historia no tienen lugar en esta obra salvo la consideración crítica. Estimadas como obstinaciones ideológicas o accidentes de la fantasía, se las contempla como una curiosidad. En especial, acerca del posmoderno es imposible cualquier deferencia porque, cuando todo es relativo, se niega la inteligibilidad de lo real y se niega la historia. La situación no es nueva: Aristóteles decía que el escepticismo es el más temible enemigo de la filosofía y a Sócrates lo desarmó la cínica indiferencia de Calicles cuando empezó a admitir cualquiera de sus proposiciones. Estas figuras nos sugieren que el posmodernismo, lejos de ser una moda que franqueó su cenit en la década de 1990, es una constante que no deja de reaparecer.

    Interpretar el pasado comporta recurrir a disciplinas que nutren la reflexión. Con esto se devela un quehacer que se plasmará como una cadena de descripción y teoría, lo que implica un trabajo teórico que, como cualquier otro trabajo, tiene sus reglas. Con esta alternancia, se aspira a superar el positivismo sorteando la doxa del ensayo y, por consiguiente, el método del historiador con seguimiento de los hechos es el principio del análisis, aunque el problema no son los hechos sino el proceso en que alcanzaron su significado. No es lo único: referencias comparativas no solo entre distintas localizaciones geográficas sino también entre prácticas medievales y prácticas de las épocas moderna y contemporánea ayudan a ver y, con esto, asoma un procedimiento de la sociología. Inevitablemente, todos los alfabetos nos conciernen. Reaparecen Marx y Weber.

    El primero otorga la inspiración metodológica aparte de ofrecernos penetrantes observaciones. El segundo sugiere apelar a la comparación amplia de tipos históricos con sus prácticas características, sugerencia que aquí se recoge, y es, además de un interlocutor que favorece el raciocinio, el arquitecto de algunas moradas confortables aun cuando desconfiemos del pedestal. Aprovechar esos pisos racionales es una orientación de Marx que a menudo desechan sus seguidores, aunque se sabe que Marx dijo no ser marxista. Aquí ejerceremos su ortodoxia para no renunciar a la más heterodoxa exploración.

    Estas referencias nos transportan a Hegel y a Kant. Más lejos, a Platón y Aristóteles; es decir, a las dos posiciones que nacieron cuando el logos se aplicó al discernimiento del ser. Se está en lo cierto cuando se afirma que todos seguimos siendo aristotélicos o platónicos; hasta la forma de representar nuestras cavilaciones lo certifica. Si existen dos grandes genealogías, una dada por Platón, Kant y Weber y la otra por Aristóteles, Hegel y Marx, esta obra se alinea en el segundo grupo: análisis de totalidad, totalidad como esencia y aprehensión conceptual del desarrollo contradictorio del ser.

    El título se eligió para honrar una obra que marca un hito en la historiografía argentina: La Revolución burguesa en el mundo feudal de José Luis Romero. Los problemas que alumbra, la formación subjetiva de una clase social, inspiraron el análisis. También atrajo su método, construido en la confluencia de acción social y cambio. Sobre ese devenir reflexionó, y el profano que concibe nuestra disciplina como un arte de la memoria lo creyó filósofo de la historia. Es, en realidad, un modelo para el estudio de la historia.

    Sobre nuestra disciplina cabe agregar que posiblemente el historiador profesional no sea quien frecuente estas páginas o no pase de ser su lector apresurado: el cultivo del paper se opone a la lectura prolongada. Además, el tema no está de moda. Esta conjetura fomentó un escrito accesible para el no iniciado, y la jerga técnica se redujo a ese mínimo que el argumento torna inevitable.

    Si el académico no lee lo que no requiere su urgencia, otros leen por otras motivaciones. Por ejemplo, es posible que a esta obra se acerque el ciudadano que, en la historia y en el materialismo histórico, o sea, en el destilar teórico del devenir, busca un apoyo para moverse en el mundo actual. También es posible que al lector solo le importe saber, según expuso Sócrates. Se dice que, mientras preparaban la cicuta, aprendía un aria para flauta; «¿de qué te va a servir?», le preguntaron, y respondió: «para saberla antes de morir».

    Para que el tedio no neutralice la curiosidad, la erudición se limitó a lo indispensable porque importa más lo esencial que el detalle. Sabiendo de colegas que hicieron su oficio del detalle, no es quimérico que un porvenir de esta elaboración esté en los márgenes de su contenido. Es un destino que el positivista permite experimentar.

    Las anotaciones que acompañan al argumento no desmienten lo que se acaba de afirmar; solo reflejan el trabajo del historiador. Sabemos que el pasado le llega en textos y sobre ellos elabora. En consecuencia, lo que se leerá es una intervención sobre aquello que la anónima tradición llamó fuentes primarias y secundarias. Trabajar con ellas es preguntar a lo que se leyó, leer recuperando párrafos, transcribirlos, pensar sobre lo que se ha escrito y resignificarlo, ir de la crónica al artículo para volver a la crónica, combinar segmentos y finalizar escribiendo de otro modo y con otra explicación lo que ya se escribió. Las notas reflejan distanciadamente ese acontecer.

    En fin, todo está preparado para facilitar el acceso a un campo especializado aunque, en esta salida hacia los suburbios de la investigación, no se desistió de la complejidad para evitar lo que la cultura de masas hizo rutina: temas de actualidad, sencillez, anécdotas y sinopsis escoltan al vértigo y complacen al mercado del entretenimiento.

    El presente volumen abrevia un trabajo previo del cual se suprimió la proyección rural de las rebeliones. También se relegaron referencias y comentarios, exclusión que dejó subsistir una respetable extensión. No fue prevista: ha sido una imprudencia de la curiosidad porque un tema condujo a otro y, en ese transcurso, afloró la dificultad de controlar el todo como un conjunto de partes, porque cada una tiene su respiración y todas deben presentarse en su interdependencia. La sensación es la de un director de orquesta que convocó a demasiados intérpretes y procura evitar que algunos de sus mil músicos desentonen. A veces lo habrá conseguido y otras seguramente no lo logró; advertirlo será tarea del lector. Alivia decir que Gustav Mahler, quien alcanzó en una sinfonía la perfección de sus mil instrumentos, es una excepción, mientras que este autor no posee nada de excepcional.

    Esta obra tiene deudas contraídas con colegas dedicados a la historia, la literatura y la filosofía de sociedades precapitalistas. Aludir a estos aportes tiene su significado cuando un ministro dice que esos estudios son innecesarios para el país. Su incultura nos recuerda que el desarrollo intelectual argentino es un constante enfrentamiento con la barbarie.

    [1] Astarita, Del feudalismo al capitalismo.

    PRIMERA PARTE

    CUESTIONES RECIBIDAS

    1. La interpretación clásica

    AUGUSTIN THIERRY Y CONTINUADORES

    Bajo la influencia de François Guizot, Augustin Thierry (1795-1856) perteneció a una escuela constitucionalista que veía en los códigos modernos un logro burgués, y los sedujo a maestro y discípulo el modelo inglés con su Carta Magna. Como Guizot, se interesó por la trayectoria de la burguesía hasta su victoria final, si bien a diferencia de su mentor, que ha sido calificado como representante historiográfico del racionalismo experimental, se inscribió en una línea narrativa que se ajustó al material cronístico de las insurrecciones[1]. Como dijera Georges Lefebvre, Thierry y algunos más, influidos por el Romanticismo, pusieron en escena a hombres que han vivido y no a personajes eternos. Es una característica que advirtió José Luis Romero, que lo denominó discípulo de Walter Scott y de François-René de Chateaubriand[2]. No es indiferente añadir que se había iniciado en el periodismo y combatió en el Partido Liberal (en cuya ideología lo introdujo la lectura de Saint-Simon), lo que permite presumir sobre su preparación para seguir el desenlace vertiginoso de las luchas. Por supuesto que no estamos ante un simple narrador de hechos, aunque efectivamente los ha narrado, sino ante un intérprete del desenvolvimiento burgués. Fue un intérprete que escribió desde la perspectiva de las revoluciones de 1830 y 1848, lo que llevó a decir que su lectura «est plus passionnante encore pour la connaissance du XIXe siècle que pour celle du moyen âge»[3]. El comentario hecho sobre una partícula de verdad desfigura la verdad; sus escritos exigen otro análisis[4].

    Ante todo, su descripción tuvo como protagonistas a las masas, ya que por ellas las comunas del siglo XII consiguieron independencia, igualdad ante la ley, elección de las autoridades y fijación de las rentas. Estas medidas no se lograron por concesión de los reyes, que solo tuvieron una inacción más forzada que voluntaria. Se debieron, en cambio, a una población que no se sometió a la servidumbre que había dominado al campesino, y aquí reside una concepción que arraigó en la historiografía liberal posterior.

    Este análisis lo organizó alrededor de la dicotomía entre la tradición romana, que se había conservado en las ciudades (de lo cual derivó una amplísima discusión historiográfica sobre la supervivencia o no supervivencia del municipio romano en la Alta Edad Media) y la tradición germana, dicotomía que a su vez desembocó en otras controversias sobre el origen del derecho medieval. En esta división, Thierry reprodujo la concepción sobre una época oscura signada por la servidumbre, periodo que se habría iniciado con los bárbaros, es decir, con el sojuzgamiento de una raza por otra. En ese contexto, la menos alterada de las tradiciones sería la que se conservó en el aislamiento de las ciudades, como observó en los habitantes de Reims que, en el siglo XII, recordaban el origen antiguo de su constitución. De aquí habría derivado la desigual resistencia al poder señorial, porque allí donde, como en el norte de la Galia, la herencia germana tuvo peso, aumentó el poder despótico. Ese condicionante (que, dicho en un lenguaje actual, sería en parte cultural y en parte congénito racial) no neutraliza la gravitación que el relato confiere a los burgueses. Recalquemos que, para Thierry, la cuestión radicaba en los habitantes de la ciudad que defendieron esa libertad con sus arqueros. Tras los muros que separaban del campo donde regía la desigualdad y la violencia, surgió una asociación igualitaria que daba forma al estado político de estos combatientes por sus derechos.

    Esos precedentes contribuyeron para hacer de la urbe un baluarte casi indestructible de la libertad y, ya a finales del siglo XI, muchas ciudades del sur de la Galia reproducían hasta cierto punto formas del antiguo municipio romano. El ejemplo se extendió hacia el norte, donde en las ciudades se formaron asociaciones unidas por juramentos, y a ellas llegaron los campesinos que huían de la servidumbre para conjurarse con los vecinos y redimirse. Desde entonces, la urbe tomó el nombre de comuna sin esperar a que le otorgue esa condición una carta monárquica o señorial. Los señores resistieron, hubo batallas y también transacciones y, en esa dialéctica, se hicieron las cartas de franquicia. Una cierta suma de dinero terminó por sellar el tratado de paz, y esto habría representado el coste final de la independencia.

    En ese devenir hubo, para Thierry, un hecho sobre el cual conviene insistir y que fue la predisposición de los pobladores a defender su derecho a organizarse ya que, si no hubieran opuesto la guerra o por lo menos una fortificación defensiva a quienes le negaban esa potestad, no hubieran triunfado, concepto que reivindicaron historiadores posteriores de la escuela al punto de transformarlo en casi esencia del fenómeno[5]. La violencia de masas sobrevuela en este relato, destinada a reivindicaciones sustanciosas, porque esa nueva organización significaba para reyes y señores perder tributos regulares y gravámenes por casamiento, herencia o justicia. La cuestión se relacionaba entonces con las cargas feudales e implicaba una transformación del sistema legal. Por eso los ciudadanos pretendieron y lograron una constitución independiente y, en consecuencia, el establecimiento de las comunas en el norte de Francia puede ser considerado une conspiration heureuse, que era el nombre que los actores se daban a sí mismos, ya que los ciudadanos se llamaban conjurados.

    La tendencia hacia estas asociaciones llegó a los lugares donde prevalecía la servidumbre, y aquí estamos ante otra concepción que iba a tener una larga vigencia y que identificaba a la ciudad como el principio transformador de un entorno arcaico. Con sus derechos legales, se convertía en la plataforma de toda innovación ya que, con esa libertad, la persona se consagraba a la industria y con esta se hacía poderosa, por lo cual la victoria jurídica abría la senda de la transformación económica y esta transformaba el todo social. Se imponía entonces una fuerza arrolladora al punto de que no faltaron los aristócratas que se vieron obligados a dar esa franquicia a las nuevas poblaciones y, aunque aquí debemos señalar un aspecto derivado de la matriz constitucionalista del autor, el centro argumental estaba en la acción social. Decía al respecto Thierry que las organizaciones municipales implantadas por los señores fueron las menos porque las más numerosas se establecieron por insurrecciones y, en ellas, la contribución de los reyes se limitó a mediar entre el señor y la comuna para detener la guerra. La organización propia fue un logro de esa lucha, un triunfo de la enaltecida idea de libertad contra las injusticias, lo cual solo pudo concretarse en un ámbito históricamente preparado para ello como era la ciudad.

    Algo más daría sentido a la descripción. Ese algo era una lógica del proceso jurídico que determinaba una inalterable raíz programática del ascenso burgués, visión que se transmitió a la historiografía liberal posterior. Esa agitación comunal del siglo XII presentaba similitudes con las revoluciones constitucionales de los siglos XVIII y XIX, en tanto estos movimientos tuvieron un carácter de universalidad y progreso ligado a la misma libertad por la que lucharon los medievales; concepto de libertad que implicaba el derecho de ir o venir, de vender y dejar en herencia, y que tuvo larga vigencia entre los historiadores. En los siglos XI y XII se buscaba la seguridad personal, y ese objetivo también se conectó con las conmociones burguesas posteriores que complementaron y ampliaron ese designio. Más allá de considerables diferencias (por ejemplo, en las revoluciones modernas, tuvieron más peso las ciudades de realengo), el meollo es que instituyó una continuidad categorial entre los dos ciclos revolucionarios, proceso en el que él mismo estaba comprometido, y ello no fue indiferente a que, por momentos, su prosa adquiriera un tono apologético que desagrada al sobrio historiador del siglo XXI, aunque no debería lamentarse que cada tanto las emociones nos zambullan en el océano político y en el compromiso.

    Debe tenerse en cuenta también la similitud entre el discurso de Thierry y el de los humanistas del Renacimiento sobre las libertades urbanas del periodo. No es una proximidad que nos deba asombrar si se recuerda que historiadores como Jacob Burckhardt popularizaron una Edad Media oscura retomando un concepto que Petrarca plasmó en su poema «África», imagen que también cultivaron otros humanistas. En la comparación de Thierry con esos antecesores resalta en el siglo XV el canciller florentino Benedetto Accolti. En su diálogo De praestantia virorum sui aevi decía que, cuando los bárbaros fueron expulsados de Italia y cesó el dominio de los emperadores de Alemania, las ciudades empezaron a proclamar la libertad y a constituir sus Estados, orientación que fue entorpecida por el pontífice de Roma, aunque algunas de esas ciudades (como Florencia y Venecia) consiguieron sacudir la servidumbre y ensanchar sus límites[6].

    En esta apretada reseña se debe distinguir una forma de historia social (en la que participaba Guizot) que, como ha indicado Tulio Halperin Donghi, no surgió de la superación de la historia política y militar constituida como memoria de la clase gobernante, sino que nació de una mutación de la problemática política a partir de las revoluciones democráticas, no planteándose esa historia social como alternativa de la historia política sino como su profundización[7]. Ese nuevo estudio del pasado político entrañó una reescritura francesa en virtud de la cual se pasó a considerar (después de 1815) una Edad Media inestable que iniciaba la lucha de clases y se encaminó hacia la Revolución francesa, promulgándose en consecuencia una noción esencialmente moderna del periodo[8].

    La temática de Thierry fue seguida por historiadores que se adhirieron a su enfoque[9], pero, sin desconocer su importancia, la comprensión liberal positivista del movimiento burgués de la Edad Media tuvo su más elevada expresión en Henri Pirenne (1862-1935)[10].

    Dejando de lado el peso que tuvo en la historia de Bélgica, su influencia se constata por igual en quienes han seguido sus interpretaciones y en quienes las han criticado, dibujando esos dos grupos una oscilación pendular que ha seguido hasta hoy[11]. Formado en la rigurosidad hermenéutica del positivismo y en la explicación económica social y cultural en sentido amplio que se abrió paso en Alemania a finales del siglo XIX con Karl Lamprecht (que, en 1909, había fundado un instituto para esas investigaciones en Leipzig, veinte años antes de que apareciera el primer número de Annales), Pirenne representó una renovación de considerable impacto[12]. Sus esquemas, claros y coherentes (aunque a costa de simplificaciones), se contraponían al documentalismo positivista y también a teorías estrambóticas, como la que proclamaba que el feudalismo se originó por la introducción del caballo en el arte militar. Su innovación encontró, pues, acogida en quienes deseaban salir del encierro entre el no pensar y el pensar extravagante aunque, para explicar su éxito, deben tenerse en cuenta también otros factores.

    Gracias a la acomodada posición de su familia, Pirenne tuvo las mejores oportunidades para formarse y dispuso de relaciones que le permitieron primero ingresar y luego ascender en la carrera académica. Estos condicionamientos y los atributos personales deben considerarse porque, tanto por su posición social como por su conocimiento de idiomas y su talento para transmitir hipótesis audaces, adquirió una reputación prematuramente mitológica a la que contribuyó el establishment belga promoviéndolo a figura nacional (y fue, efectivamente, una referencia del nacionalismo liberal de su país), aureola que perpetuaron sus discípulos[13]. Por otro lado, su contribución más relevante en el medievalismo, su esquema sobre historia económica y social, fue enunciada cuando esta porción de la historiografía, en sus versiones más reflexivas, comenzaba a asomar con ayuda interdisciplinaria. Si Lamprecht, a quien Pirenne admiró, fue desacreditado por el Positivismo alemán con el argumento de todo positivista (supuesta falta de rigor en la lectura de documentos o asuntos de detalle), desde 1930 aparecían condiciones más favorables para una nueva forma de escribir historia. Lucien Febvre y Marc Bloch, con los Annales, fueron claves en este aspecto, y el autor belga se convirtió en un puente entre lo que se había generado en Alemania, con los ilustres antecedentes de Marx y Weber, por un lado, y Francia, por el otro. En este desarrollo influyó el anhelo de Lucien Febvre, Fernand Braudel y otros por lograr el predominio ecuménico de los Annales y que se concretó durante un periodo de la historiografía occidental. Este trayecto hacia la hegemonía se inició en la misma Francia unificando expresiones historiográficas significativas y, en esta conquista, pudo haber contribuido la gravitación de París, ciudad a la que se trasladó la revista después de haberse iniciado en Estrasburgo. También contribuyó el aire de novedad que inhalaron los patrocinadores de la escuela porque, con su concepto de la historia como ciencia social, atrajeron a nuevas camadas de especialistas y, en relación con el tema que nos interesa, abrieron una vía indirecta para que Pirenne permaneciera vigente allí donde se estudiaba la época medieval o los orígenes del mundo burgués. Incluso Pirenne adquirió por este medio un certificado de moderno estudioso del pasado. Con estas condiciones, la matriz ideológica y científica de sus teorías sustentó elucidaciones del factor mercado que rebasaron al medievalismo. Intérpretes como Paul Sweezy, André Gunder Frank, Immanuel Wallerstein, Fernand Braudel y muchos otros hablan de la magnitud del enfoque (algunos de los mencionados recibieron más notoriedad de la que merecían)[14]. Esta influencia revive hoy en la ortodoxia neoclásica que confirma la actualidad de su interpretación. Recordémosla.

    Hasta comienzos del siglo VIII, afirmó, hubo capitalismo en Europa porque, prolongándose la economía de la Antigüedad, circularon mercancías y dinero. Entonces ese régimen se desvaneció con la expansión musulmana, que interrumpió los lazos comerciales por el Mediterráneo, lo que habría originado una economía natural sin intercambio, de lo que surgió el concepto de que Carlomagno sería inconcebible sin Mahoma, tesis que rebajaba considerablemente la importancia de la germanización derivada de las invasiones[15]. El dominio con su tendencia autárquica y su economía natural fue, en consecuencia, la antítesis del intercambio monetario y mercantil que definiría al burgués. Recién en el último cuarto del siglo XI, cuando la organización árabe declinó y las naves volvieron a transitar, reaparecieron los mercaderes, en principio vagabundos, y con ellos el intercambio. Ese comercio necesitaba lo que el señor le negaba, independencia para comprar y vender, y ese dispositivo de oferta y demanda socavaría la economía de subsistencia hasta entonces predominante. Esa prerrogativa se debió ejercer en un ambiente particular al que no llegaban las restricciones que pesaban sobre los siervos: la ciudad. Sería esta el reducto de los hombres libres, con lo cual retomaba un aspecto de la tesis de Thierry. Ese burgués comercial de la primera instalación se dedicó a fabricar manufacturas para vender y, por eso, se hizo artesano y fue comerciante por derivación. Empezaba entonces su larga epopeya respirando un aire ciudadano que lo inmunizaba de la servidumbre (Stadtluft macht frei) habilitándolo para la operación que concretaba su ser social. Por ello, la definición inaugural del burgués fue jurídica e institucional, en tanto la ciudad era un îlot juridique, es decir, une veritable inmunité habitada por une classe juridique opuesta a las jurisdicciones señoriales[16]. Si, en términos globales, se ve una filiación conceptual con Adam Smith, la connotación que se acaba de mencionar (que lleva a pensar en un historiador menos económico y más institucional de lo que se cree) empalma con el institucionalismo de Douglass North aplicado a los orígenes del capitalismo[17].

    Esos actores de la Edad Media que, en calles y barrios, se consagraban a sus oficios crearon el burgo creándose a sí mismos y procuraron organizarse en asociaciones juradas de carácter territorial llamadas comunas. Fue un alumbramiento no siempre deseado por el señor que, a veces, pretendió ser el Herodes del niño y creó condiciones para el enfrentamiento. No obstante, el tráfico mercantil enriqueció a los mercaderes que Pirenne estudió en Flandes: Brujas, Gante o Ypres fueron lugares donde alcanzaron, en el siglo XIII, prosperidad e independencia, en contraposición al XV, en que defendieron sus privilegios oponiéndose al capitalismo. Si tomamos en cuenta ese desarrollo que culminaba hacia el año 1300, vemos que el bosquejo coincide con las dos edades que Marc Bloch confirió a la época medieval (establecía la separación hacia el año 1100)[18].

    Este modelo dual de un principio activo (el comercio) disolviendo a otro sin movimiento (la economía natural), con el comerciante como operador revolucionario, explicó, para Pirenne, el periodo posterior al año 1050, impugnando así la interpretación de un origen militar y feudal de las comunas[19]. Consideraba que el comercio era algo más que circulación de mercancías: era capitalismo, y el capital mercantil pasó a ser la categoría organizadora de su representación histórica. Ello obedecía a un pensamiento inspirado en Adam Smith y, en artesanos y mercaderes, vio la génesis de las ciudades. La prueba, respondiendo a criterios de exégesis positivista, podía ser filológica y afirmó que, hasta principios del siglo XII, los términos mercator y burgensis eran sinónimos[20]. Concluyó en que el mercader había forjado el mundo burgués.

    Otro criterio agregó al modelo[21]: no solo pensaba que el capital comercial se generó en el comercio, sino que también postuló que una persona dedicada exitosamente a una actividad económica era inepto para dedicarse a otras tareas, y de aquí devino la importancia que le otorgó al comerciante que llegaba desde afuera del sistema.

    Contemplado en perspectiva, el capitalismo pasa a ser aquí la sustancia eterna que solo conoce eclipses de los que vuelve para demostrar que nunca abandona nuestra civilización, más allá de que cada periodo tendría una clase distinta de capitalistas[22]. Esa sustancia se encarna en el hombre de mercado y, con él, se desplaza por donde se le permite transitar erosionando a la economía natural. Sin embargo, en el Medioevo no suprimió de inmediato a las fuerzas tradicionales y los mercaderes debieron enfrentarlas con las comunas.

    Sus demandas, aun cuando fueran modestas, quedaron atadas a una impronta revolucionaria. Asomó así la prehistoria de 1789, no solo porque, según la concepción entonces generalizada del historiador liberal, comenzaba a formarse el ciudadano con la supuesta liberación de los siervos, sino también porque el ascenso burgués no estuvo exento de luchas y fue en sí mismo conflicto, aun cuando no se haya expresado en las calles de la ciudad. El motín urbano fue un episodio importante, posiblemente el de mayor significado de todos los que jalonaron el desenvolvimiento del nuevo sujeto social aunque, en este tema, se le puede aplicar a Pirenne lo que Claude Debussy dijo sobre Richard Wagner para enfatizar que más bien agotó lo existente y no abrió la modernidad, de que fue un ocaso que algunos tomaron por aurora, ya que su concepción representa un estadio declinante de la tesis liberal clásica sobre el carácter radical de las luchas burguesas. En esta línea Pirenne mostraba, por ejemplo, el levantamiento de Cambrai de 1077[23]. Describió, aunque en dosis homeopáticas, cómo se imbricó la denuncia contra el prelado simoniaco con el movimiento por la democracia urbana y cómo se organizó la comuna jurada por todos, constituyendo un instrumento de liberación económica de las ciudades del norte de Francia y de la Alemania renana. Los burgueses enfrentando al abad o al obispo representaban esos comienzos, y sus luchas eran de la misma índole que las que protagonizaron la década transformadora de 1640 en Inglaterra o el 1789 francés, con lo cual diluyó toda diferencia entre pasado y presente, o bien esa diferencia la redujo a una magnitud cuantitativa, ya que el burgués entraba por la claraboya de la teoría en la inmortalidad conceptual. Nos es dado conjeturar que ese lazo con revoluciones posteriores que se repitieron por Europa y América debió de nutrir la idea de que el movimiento comunal habría sido un fenómeno histórico universal.

    Subrayemos que, en las elaboraciones, las luchas no desaparecieron, pero disminuyeron su importancia si se compara con el lugar que les había dado Thierry, en la medida en que, para él, la cuestión central radicó en la circulación de mercancías y la organización jurídica que el burgués lograba con apoyo de las monarquías, punto de vista compartido por investigadores de diversos países[24]. La burguesía surgió así de una integración fluctuante de altruismo (con nuevas ideas de justicia) y crudos intereses materiales, en un proceso por el cual, si el mercado la creaba, el amparo jurídico e institucional contribuía a su desarrollo.

    ADAPTACIONES NACIONALES

    Este parámetro fijó el horizonte historiográfico europeo occidental[25]. Su vigencia supuso intérpretes locales y adaptaciones.

    Carl Stephenson (1886-1954), que fue un notable medievalista norteamericano, adecuó el argumento a la historia inglesa. Sostuvo que, en el periodo anglosajón, el burgo era un microcosmos que no se diferenciaba del entorno agrario; allí casi no existía comercio y los burgueses constituían grupos rurales que solo se transformaron en comunidades urbanas después de la conquista normanda, cuando se generó el comercio[26]. Para el ámbito español, Luis García de Valdeavellano hacia 1950 y 1960 condensó estos criterios y, con ellos, abordó la génesis de la burguesía medieval. Esta habría llegado desde Francia, con lo cual adoptó una idea de su maestro Claudio Sánchez Albornoz sobre la debilidad de la burguesía hispánica, y esa burguesía de francos se afirmó con el mercado, con la organización legal y con la defensa de su situación[27].

    Por lo demás, el paradigma asentó el entendimiento en límites rígidos, desde el momento en que la hipótesis de la revuelta burguesa como un momento de reproducción del feudalismo no tenía cabida. Se había internalizado una opinión compartida, manifestada en 1958 por los profesores estadounidenses John H. Mundy y Peter Riesenberg, cuando aseveraron que la sola formación de una comuna implicaba un acto revolucionario, y que el periodo que abarcaba desde finales del siglo X a principios del XIII «was the age of the rise of the town and its liberty», expresión en la que es necesario retener que la inseparable reunión de ciudad y libertad puntualiza una época de glosas sobre el tema[28]. Así entendió el movimiento comunal de Santiago de Compostela Luis Vázquez de Parga: como un alzamiento similar al que se dio en otras partes, y que la burguesía protagonizaba para lograr su autonomía política y económica[29]. En la misma sintonía, Jean Gautier-Dalché planteó que los burgueses españoles, al igual que sus congéneres de Francia, buscaban su plena autonomía suprimiendo el poder eclesiástico y procuraban que el derecho fuera consignado en una carta jurídica[30]. La tesis de una burguesía que, en la Edad Media, adelantaba el calendario fue tan aceptada que se la repitió aun contra las evidencias del burgo señorial[31].

    Sin embargo, esa dialéctica de servidumbre feudal y libertad burguesa fue obstruida por el concepto jurídico del positivismo ya que, sin advertir que la servidumbre no era una pura declaración, el entendimiento de las rebeliones fue afectado por la exégesis formal. Gautier-Dalché, por ejemplo, afirmó que en el fuero de Sahagún se consideraba a los vasallos del abad como libres y, por consiguiente, estos no luchaban por la libertad personal[32]. La simple posibilidad de moverse de un lado a otro (aunque fuera con condicionamientos y restricciones) justificaba ese concepto de libertad[33].

    Antes de pasar a la crítica de Pirenne, notemos que la tesis de un origen francés del feudalismo y de las ciudades que, en su momento, compartieron diversos autores fue revivida a comienzos del nuevo milenio por Robert Bartlett en un libro que tuvo amplia repercusión[34].

    VARIACIONES Y APERTURAS DE LA VISIÓN CLÁSICA

    Determinados autores elaborando bajo los lineamientos de Pirenne se apartaron en pormenores de su propuesta. Entre ellos está la historiadora alemana Edith Ennen, quien consagró una ponderada obra a la ciudad medieval[35].

    De entrada, y en puntos de importancia, se destacó por ampliar las perspectivas de Pirenne, empezando por la formación urbana[36]. Sobre este asunto no se redujo a un único carril, sino que vio tres secciones geográficas: por un lado, la septentrional (Escocia, Irlanda, norte de Alemania, Escandinavia, y zonas eslavas), donde, sin antecedentes romanos, la ciudad se desarrolló a partir del asentamiento eslavo (el grod defensivo militar) y normando (el wik, reducto de intercambios); por otro lado, la zona occidental al norte de los Alpes, en las cuencas del Rin y el Danubio, con mayor influencia romana y donde, junto a la civitas y al castrum, se extendía un suburbio de mercaderes y artesanos; y, por último, el área mediterránea heredera del Imperio romano en la que hubo continuidad urbana.

    En lo que respecta a nuestro tema, siguió en parte las divisiones dadas por Pirenne entre un Medioevo precomunal en el que prevalecía el poder señorial y una segunda etapa, que se iniciaba en el siglo XI, de renacimiento comercial, división del trabajo y mercado[37]. En esta segunda etapa surgían movimientos que, a veces, se transformaban en revolucionarios y, en ese caso, estuvieron destinados a conseguir paz y libertad. La primera era una necesidad del comercio, mientras que la segunda era una aspiración de los habitantes que compartía la Iglesia en tanto pretendía independizarse del poder laico. Fue también la época de la comuna y de la asociación en sus múltiples formas, en la medida en que, frente a los señores, no se plantaban individuos aislados. Sin embargo, advirtió que es falsa la opinión de que la comuna no tuvo antecedentes o que solo se constituyó en el transcurso de este último proceso. Sus precedentes estuvieron en las guildas de mercaderes y en el derecho que estos necesitaban, tanto como en funcionarios judiciales que eran nombrados por el señor a quien le debían fidelidad y asimismo en agrupaciones de vecinos.

    Teniendo en cuenta que la paz era pedida por campesinos, por comerciantes y por la Iglesia, dio cuenta de una participación social más amplia que la contenida en la tesis de Pirenne. Ese movimiento de la paz, que apareció en los últimos años del siglo X en Aquitania, donde el poder central era débil y profunda la anarquía, se conectó con la promoción comunal, estableciendo así un precepto que sería retomado por otros historiadores. Efectivamente, en Francia se desarrollaron asociaciones juradas diocesanas y urbanas, volviéndose, en muchos casos, contra el obispo que dominaba la ciudad. Esto no significa que haya establecido una igualación entre la paz de Dios y las corporaciones de la ciudad, aunque destacó que eran similares los objetivos (la defensa de la paz) y los instrumentos (la acción colectiva cementada por el juramento). La misma polivalencia del movimiento eclesiástico y urbano se manifestó en la lucha por la libertad. En Francia, en el siglo XI, se trataba de separar el poder laico del eclesiástico, y esto se ligó a una religiosidad más profunda, evangélica, destinada a imitar a Cristo. En este tema estableció un parentesco entre los movimientos comunales, dirigidos contra los prelados que manejaban el poder temporal urbano, y las tensiones heréticas, aunque el problema no lo desarrolló y ni siquiera lo enunció apropiadamente en sus principales determinaciones.

    Ennen señaló por otra parte que, en Alemania, las comunas se vincularon con la Querella de las Investiduras, es decir, con la lucha entre el pontífice y el emperador. En esa pugna las ciudades tomaron partido por uno o por otro, y amplias porciones de la población adoptaron la plataforma reformista fomentándose movimientos contra la simonía y contra los eclesiásticos. En ese transcurso aparecieron las conjuraciones y las protestas, algunas muy agudas, como la de Colonia de 1074 contra el arzobispo, que estuvo dirigida por los mercaderes. En esa inestabilidad, los vecinos seguían su propio derrotero, a veces de ayuda y a veces de confrontación; en ocasiones estuvieron a favor del imperio contra los obispos, en ocasiones se enfrentaron al emperador. En todo caso, convirtieron a su ciudad en un factor político, situación que ha sido reconocida por medievalistas posteriores.

    Otro aspecto de interés en Ennen es acerca de los participantes de las luchas. Por un lado estaban los mercaderes, sector superior de las ciudades hacia el año 1100 (eran los optimi, prudentiores, meliores). Por otro estaban los vasallos de los aristócratas o del señor, situados en posición servil: eran los ministeriales que desarrollaron su propia conciencia de grupo y solían enfrentarse al obispo. De manera convencional, Ennen se limitó a mencionar a los sectores medios y bajos, y toda esta estratificación la vio a su vez contenida y modificada de manera constante por una fuerte movilidad ascendente. De manera adecuada con esta perspectiva, solo distinguió las luchas de la elite porque sus miembros eran quienes dirigían y conquistaban los réditos de la movilización, mientras que el pueblo bajo casi no entró en su visión y apenas lo mencionó para recordar que también participaba.

    Destacó la igualdad jurídica de sus habitantes porque, con el ordenamiento urbano, las diferencias de estatutos legales fueron reemplazadas por la desemejanza económica. En esto se acercó más a Pirenne que a historiadores posteriores, que, por lo menos para determinadas ciudades, vieron esa igualación como resultado del ban señorial, es decir, como producto del derecho jurisdiccional. Aquí pareciera que Ennen reflexionó aspirando al sentido general aunque tuvo la mirada puesta en algunas de las grandes capitales del comercio y de las artesanías; ello justifica su afirmación de que la opresión del señor fue reemplazada por la del patriciado (término que aquí adoptamos)[38], lo que parece decir que la del señor fue suprimida. Como otros autores, destacó los sucesos que se desencadenaron en Flandes con el asesinato de Carlos el Bueno en 1127, cuando los más ricos de la ciudad dirigidos por los comerciantes se unieron por juramento para influir en el nombramiento del sucesor del conde, acción que los llevó a conquistar la autonomía. Esto contribuyó para que, en ese condado, nacieran un derecho y un Estado modernos. También en Francia el movimiento comunal tuvo su revolutionären Charakter ya que, si bien no se eliminaron los señores de la ciudad, esta obtuvo una mayor independencia. En todos los casos, esa conquista permitió implementar una política económica favorable a la burguesía urbana.

    De acuerdo con estas consideraciones, el eje de la argumentación de Ennen gira en torno a las tesis de Pirenne aunque con algunas modificaciones. La exposición abunda en informaciones, en ciertos momentos nos interna en parcelas de tipo institucional, la conceptuación no satisface una inquietud realmente teórica y lo más sustancioso en lo que a reflexión se refiere lo tomó de Weber, aunque no como cosmovisión sino como instrumento para descifrar alguna situación concreta, como ser la peculiaridad organizativa de Venecia. Las luchas en sí mismas apenas fueron tratadas.

    Una de las cuestiones críticas que se le presentó a la tesis de Pirenne estuvo en quienes la admitieron para las ciudades flamencas o alemanas pero no para las que ellos analizaban fuera de esas áreas. Ha sido la posición del profesor de la Universidad de Florencia (de origen ruso) Nicola Ottokar, que no creyó que la concepción de Pirenne pudiera aplicarse a la ciudad italiana y al surgimiento de su comuna[39].

    Estos últimos autores nos sitúan en los inicios de la crítica al esquema básico.

    [1] Lefebvre, El nacimiento de la historiografía, pp. 190 y ss.

    [2] Romero, «Estudio preliminar», pp. 8 y ss.

    [3] Lestocquoy, Aux origines de la bourgeoisie, p. 1.

    [4] Thierry, «Sur l’afranchissement», pp. 572-577; id., «Sur la marche», pp. 167-183; id., Consideraciones.

    [5] Viollet, «Les communes françaises», p. 367: «la commune est la liberté organisée et fortifiée».

    [6] Fuentes del Renacimiento italiano, p. 60.

    [7] Halperin Donghi, «La historia social en la encrucijada», pp. 81 y ss.

    [8] Nichols, «Writing the New Middle Ages», p. 423.

    [9] Chérest, «Étude historique sur Vézelay», pp. 209-525; Fouque, Recherhes historiques, pp. 28 y ss.; Bourquelot, «Observations sur l’établissement de la commune de Vézelay», pp. 447-463.

    [10] Pirenne, Las ciudades; id., Historia económica; id., La democracia urbana; id., Historia de Europa.

    [11] Cantor, Inventing, p. 128; Lyon, «Henri Pirenne», pp. 1231-1241.

    [12] Enfoque crítico en Dhondt, «Henri Pirenne», pp. 81-129; una defensa en Lyon, «A reply», pp. 1-25. También Boone, «Les anciennes démocraties des Pays-Bas», pp. 188 y ss.

    [13] Prevenier, «Ceci n’est pas un historien», pp. 556 y ss.

    [14] Análisis crítico de estas posiciones en Astarita, Desarrollo desigual.

    [15] Prevenier, «Ceci n’est pas un historien», p. 559; Warland, «L’Histoire de l’Euro­pe de Henri Pirenne».

    [16] Pirenne, La democracia urbana, pp. 119 y ss.

    [17] Howell, «Pirenne», p. 300; North y Thomas, El nacimiento; Epstein, «Regions», pp. 2-50.

    [18] Bloch, La sociedad feudal, I y II.

    [19] Packard, «The Norman Communes», pp. 338-347.

    [20] Pirenne, La democracia urbana, p. 39.

    [21] Witt, «The Landlord and the Economic Revival», pp. 966 y ss.

    [22] Pirenne, La democracia urbana, p. 28.

    [23] Pirenne, La democracia urbana, pp. 94 y ss.

    [24] Vid. por ejemplo Di Corcia, «Bourg, Bourgeois», pp. 207-233.

    [25] Esquema similar al de Pirenne en Hutchinson, «Oriental», pp. 413-432. En países socialistas la influencia de Pirenne fue menor. Vid. Kazhadan, «Soviet Studies», pp. 7 y ss.; Borgolte, Sozialgeschichte, pp. 2 y ss.

    [26] Tait, The Medieval English Borough, p. 68, exposición de la tesis; el libro se consagró a su refutación.

    [27] García de Valdeavellano, Orígenes de la burguesía en la España medieval; Sánchez Albornoz, España un enigma histórico; Ammann, «Vom Städtwesen Spaniens», pp. 110 y ss.

    [28] Mundy y Riesenberg, The Medieval Town, p. 53.

    [29] Vázquez de Parga, «La revolución comunal en Compostela», pp. 683-703.

    [30] Gautier-Dalché, «Les mouvements urbains», pp. 54 y ss.

    [31] Cfr. Gutiérrez Nieto, «Tipología de los movimientos sociales», p. 30.

    [32] Gautier-Dalché, «Les mouvements urbains», p. 52.

    [33] Ammann, «Vom Städtwesen Spaniens», p. 127. Es el concepto que también tenía Sánchez Albornoz.

    [34] Bartlett, La formación de Europa.

    [35] Ennen, Die Europäische Stadt.

    [36] Ennen, «Les différents types», pp. 397-411; id., Frühgeschichte der europäischen Stadt.

    [37] Ennen, Die Europäische Stadt, pp. 105 y ss., para nuestra cuestión.

    [38] Le Goff, «Tentative de conclusions», p. 448, lo excluyó de su análisis. Aquí se lo usará como lo emplean muchos historiadores. Por ejemplo Trombetti Budriesi, «Gli statuti di Bologna», p. 492.

    [39] Ottokar, «Il problema della formazione», pp. 355-383.

    2. Crítica y abandonos de la visión clásica

    OBJECIONES Y NUEVAS PERSPECTIVAS

    Como sucede a menudo en una disciplina de base empírica, el pequeño paradigma sobrevive precariamente ante el registro de hechos. De manera gradual, algunos historiadores acorralaron a la tesis de Pirenne con datos históricos y, desde la teoría, se explicaron cuestiones del marxismo que los marxistas ignoraban. Comencemos por la crítica teórica, aunque aclaremos que, en esta, se sumó información empírica.

    En este plano la concepción de Pirenne, afín a la de Adam Smith, fue objetada desde el materialismo histórico una vez que se revisaron conceptos hasta entonces omitidos. Algunas de las cuestiones que los marxistas habían dejado de lado eran realmente elementales para el investigador que pretendía situarse en ese sistema doctrinal como, por ejemplo, que el capitalismo se basa en una específica relación de producción y por ello se diferencia del antiguo régimen comercial. El iniciador de este criterio, cuya novedad se debía al olvido de Marx, fue Maurice Dobb (1900-1976), redescubriendo afirmaciones contenidas en Das Kapital que afectaban a la interpretación clásica. De este tipo era la tesis sobre las corporaciones que impedían que el maestro artesano se transformara en capitalista, así como impedían que los comerciantes se apoderaran de la producción; por consiguiente, en las ciudades solo hubo un capitalismo esporádico e inacabado porque la era de este sistema comenzó recién en el siglo XVI y en el ámbito rural[1].

    Indudablemente, sobre la transición, Dobb reajustó problemas de acuerdo con los conocimientos que en historia económica se habían alcanzado en la década de 1940.

    Su conocido libro sobre el desarrollo del capitalismo se iniciaba con una crítica a los supuestos efectos revolucionarios del capital mercantil[2]. Reveló que el comercio por sí mismo no había tenido secuelas disolventes sobre el feudalismo e ilustró su argumento con Europa oriental durante la Época Moderna. Allí hubo un intercambio muy activo entre los cereales y las manufacturas de Occidente, pero ese tráfico llevó a lo que Engels denominó la segunda servidumbre en lugares como Polonia y Alemania Oriental. También lo ilustró con la zona de Londres, donde un mercado de importancia no eliminó al manor feudal. A su demonstración le agregó la teoría de Marx sobre la ganancia del capital mercantil en contextos precapitalistas: el propietario de capital dinero absorbía valor de la circulación a través del comercio de inequivalentes, y ese beneficio no lo alentaba a transformar lo que existía. Dobb derribaba así la ilusión de una burguesía comercial revolucionaria en el Medioevo, y las ciudades que fueron sus residencias distaron de ser focos de la transición. Tampoco lo fueron los artesanos, apresados por las limitaciones del gremio, que impedía aumentar las cuotas de producción y renovar las fuerzas productivas. Afirmó que el capitalismo nació en el ámbito rural con el sistema de cooperación que Marx había tratado.

    En todo esto en que predominaron evoluciones económicas, cabe preguntar si las luchas sociales habían tenido algún papel en la transformación. La respuesta es afirmativa, pero esa lucha estaba encasillada en un rol definido por la evolución estructural. Veámosla.

    Dobb interpretó la crisis del feudalismo como un resultado del mal funcionamiento del modo de producción, en tanto los gastos crecientes de la clase de poder y la imposibilidad de satisfacerlos por una supuesta inmovilidad técnica llevaron a que aumentara el nivel de explotación al punto de agotar a la fuerza de trabajo. En una alocución didáctica dijo que el resultado fue «to exhaust the goose that laid golden eggs for the castle», y la crisis se precipitó en el siglo XIV como fenómeno endógeno, como hundimiento del modo de producción, y no como fenómeno externo comercial. O, para mayor precisión, Dobb no negó esa influencia externa que Pirenne creyó venida desde afuera de Europa, sino que la situó como una causa secundaria. En esto retomó un aspecto conceptual genérico de Marx diciendo que «the dissolving influence» que pudo haber tenido el comercio sobre el viejo orden dependió del carácter de este sistema, de «its solidity and internal articulation». En esa declinación entraba a jugar la lucha de clases debido a que los señores podían reaccionar intensificando la servidumbre, o bien podían ceder ante la presión de los campesinos y liberar el camino al capitalismo. El primer caso lo habría ilustrado la historia de España (aunque esta fue más bien una deducción de hispanistas inspirados por Dobb); el segundo la de Inglaterra, ya que las reivindicaciones pedidas por los campesinos en 1381 terminaron por cumplirse a medio plazo[3].

    Otro aspecto que preocupó a los historiadores fue el origen del patriciado. Para Pirenne, el comercio instituía una burguesía extraña y opuesta al señorío y, por eso, las investigaciones que ubicaron su origen en el dominio o en íntima ligazón con este conmovieron la estabilidad del patrón admitido[4]. Se abría una percepción amplia de lo que hasta entonces había estado confinado en presupuestos arraigados, en tanto el patriciado en los siglos XII y XIII implicó, en ciertos casos, que una parte de la clase dominante cambiara el énfasis de sus actividades orientándose al comercio; en otros, surgió de la diferenciación económica de las comunidades, o bien emergió de los agentes dominicales y, solo en algunas situaciones, se verificaba el mercader aventurero descrito por Pirenne. De esa diversidad de orígenes brotaba también la heterogeneidad del sector porque, desde un molinero o desde un recaudador de impuestos al caballero de una abadía o al aristócrata con tierras, pasando por el artesano exitoso, entraban en el origen del patriciado un amplio surtido de contexturas sociales. A todas las unía su ligazón con el feudalismo. Es lo que expresó Lewis Mumford en un influyente libro sobre la ciudad en la historia que apareció en 1961: dijo que el interés de los investigadores se había concentrado frecuentemente en la lucha de los burgueses contra los señores descuidando el papel que desempeñó el propio feudalismo en el fomento de las ciudades[5]. Esta fundamentada opinión se combinó con otras similares expresadas en lengua inglesa que se referían a la ciudad y al mercado como cualidades que los aristócratas alentaron, idea que naturalmente se unió a la que rebajaba el valor sedicioso de los movimientos comunales[6].

    LAS REBELIONES EN EL MEDIEVALISMO MARXISTA

    La concepción de Dobb intervino para que la atención de los investigadores ingleses se concentrara en 1381 y, en especial, la del medievalista que integró el círculo hoy famoso del Communist Party Historians Group: Rodney Hilton. Con estos conceptos no existió revolución urbana burguesa en el feudalismo y sus investigaciones presentaron los primeros gritos por la libertad proferidos por los yeomen (campesinos ricos) a partir del siglo XIV[7]. Por lo demás, en libros y artículos de esa famosa escuela las revoluciones urbanas de los siglos XI y XII no figuraron, lo que no es un dato menor teniendo en cuenta la importancia que estos historiadores asignaron a las luchas sociales[8]. De manera significativa, en las acreditadas polémicas sobre la transición al capitalismo, la de Dobb con Sweezy y la que generó Brenner, la cuestión solo fue tocada de manera incidental para remarcar su nula significación en el proceso que se estudiaba.

    Con todo, en ese vacío debe de notarse una excepción que ha sido planteada por Hilton y confirmada por otros especialistas porque, en la revolución antifeudal de 1381, los vecinos de St Albans y Bury St Edmunds, sometidos a señorío eclesiástico y que carecían de los derechos políticos que tenían otras ciudades, se rebelaron contra sus prelados[9]. Algo similar sucedió en Cambridge contra las prerrogativas de las autoridades universitarias que gozaban del fuero clerical. El análisis de Hilton sobre estos sucesos sigue vigente. Por un lado, reeditó una cualidad de los marxistas británicos de describir interpretando y no ignoró las circunstancias económicas y sociales que llevaron a la revuelta. Por otro lado, distinguió los componentes de clase y de fracción de clase que convergieron en el movimiento. A su vez, evidenció que las luchas comunales no solo se dieron en su forma pura, sino que también pudieron mimetizarse con movimientos de otras características, como fue el levantamiento de 1381, que tuvo una connotación procapitalista.

    Desde este centro de la historia social, pasemos ahora a la periferia.

    En Argentina la influencia francesa se cruzó con la británica y esa mezcla se combinó con intereses políticos nacionales, aunque la tradición española tuvo su influjo a través de Sánchez Albornoz. De esa mezcla surgió un trabajo sobre las revoluciones burguesas de la España medieval elaborado con ayuda del materialismo histórico. Algunas cuestiones de orden general son de prioritaria consideración.

    Entre medievalistas hispanos y latinoamericanos el influjo de Dobb no comenzó con la publicación de sus Studies (en 1946) sino con la tardía traducción al castellano de este libro (en 1971). Esa influencia condujo a la controversia sobre los modos de producción en América Latina, mención que sitúa en su contexto a la medievalista argentina Reyna Pastor de Togneri (Buenos Aires, 1931). Bajo el influjo de Dobb, Reyna Pastor cambió el planteo aseverando en un estudio de 1964, basado en las rebeliones de Sahagún y Santiago de Compostela, que no hubo una revolución burguesa en el siglo XII sino solo rebeliones que no alteraron el sistema[10]. Aquí se mezclaron remedo e ingenio.

    Como había hecho García de Valdeavellano con Pirenne, Reyna Pastor adaptó a Dobb a la situación castellanoleonesa para afirmar que el burgués de la Edad Media, lejos de aspirar a la superación del feudalismo, vivió de ese sistema ganando en la diferencia de precios entre lo que compraba y lo que vendía. Desde un principio, habría averiguado que debía apropiarse de valor en circulación; para ello, necesitaba controlar el mercado y ese fue el objetivo de la rebelión comunal.

    Sin embargo, la comprobación de esta teoría fue francamente inapropiada. Para García de Valdeavellano, la causa de la rebelión era tan obvia que no necesitaba demostrarse, y omitió probar su punto de vista más allá de la evocación de textos legales, demostrativos, según su criterio, de las primeras libertades burguesas. Reyna Pastor, por su parte, apeló a larguísimas transcripciones de las crónicas, pero el lector recorre en vano esas páginas esperando que le señalen algún indicio sobre el control del mercado. El resultado decepciona porque, definitivamente, la tesis de Dobb fue una petición de principios, y es inevitable que esa lectura, antes de la investigación, haya condicionado el resultado del estudio. En un

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