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La redefinición de lo posible: Militancia política y movilización social en El Salvador (1970 a 2012)
La redefinición de lo posible: Militancia política y movilización social en El Salvador (1970 a 2012)
La redefinición de lo posible: Militancia política y movilización social en El Salvador (1970 a 2012)
Libro electrónico619 páginas6 horas

La redefinición de lo posible: Militancia política y movilización social en El Salvador (1970 a 2012)

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Desde inicios de la década de 1970, El Salvador fue escenario de un intenso proceso de movilización social y polarización política que desembocó en una cruenta guerra civil con aproximadamente 75 000 muertos. Este libro pretende aportar al estudio de la emergencia y radicalización del movimiento revolucionario que se enfrentó al Estado autoritario, así como su desenlace a partir de los Acuerdos de Paz (1992), centrando la mirada analítica en las prácticas discursivas y estrategias organizativas de militantes de la izquierda revolucionaria que articularon luchas sindicales, campesinas y estudiantiles con el proyecto político de las organizaciones político-militares del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional. Con base en entrevistas biográficas y fuentes primarias, se muestra cómo las transformaciones políticas de la posguerra afectaron a estos hombres y mujeres, pero también de qué manera ellos, desde sus organizaciones y espacios sociales, incidieron en las nuevas dinámicas del campo político salvadoreño: específicamente, la reconversión de un movimiento revolucionario multisectorial y diverso a una izquierda partidista, que accedió a la presidencia en 2009, y a una sociedad civil heterogénea, conflictiva y politizada. De esta manera, el libro se inserta en los debates en torno a las posibilidades, limitaciones y riesgos de la vinculación entre acción político-partidista y movimientos sociales en América Latina desde una perspectiva tanto histórica como sociológica.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 jun 2018
ISBN9786078611010
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    La redefinición de lo posible - Kristina Pirker

    6).

    1. Militancia revolucionaria, activismo social y participación ciudadana: herramientas para el análisis

    La organización de los revolucionarios debe agrupar, ante todo y sobre todo, a personas cuya profesión sea la actividad revolucionaria […]. Ante este rasgo común de los miembros de semejante organización debe desaparecer en absoluto toda diferencia entre obreros e intelectuales, sin hablar ya de la diferencia entre las diversas profesiones de unos y otros. Esta organización debe ser necesariamente no muy amplia y lo más clandestina posible.

    Lenin (1981, pp. 123-124)

    Organizadores clandestinos, tribunos del pueblo, combatientes entregados a la causa… en Centroamérica la noción del militante o de militancia invoca una serie de imágenes que hablan de distintas formas de acción política: agrupar y movilizar a otros, hablar y actuar en su nombre, introducir proyectos utópicos en diferentes mundos sociales, constituir grupos sociales movilizables y movilizados por medio de instituir principios de visión y división del mundo social. También tienen sus representaciones literarias propias, como las que describe el poeta salvadoreño Roque Dalton por medio del comunista Miguel Mármol cuando relata su primer encuentro con compañeros del Partido Comunista Salvadoreño (pcs), sobrevivientes –como él– de la represión sangrienta de la sublevación indígena-comunista de 1932 (conocida como La Matanza): yo sentí que de nuevo corría sangre por mis venas y que se borraba la neblina de mis ojos, la que me había tenido tan alicaído en los últimos meses. La posibilidad de volver a organizar, a actuar, a luchar, fue como una inyección de vida en mis pobres huesos todavía doloridos hasta el alma (Dalton, 2000, p. 289).

    En la actualidad, estas representaciones de la militancia política y revolucionaria parecen fuera de tiempo y lugar. Como si el distanciamiento entre mundos sociales, instituciones políticas y sistema de partidos –característico de las democracias liberales representativas en las últimas décadas– hubiera transformado al militante revolucionario en un ser extraño, que pretende introducir lógicas y divisiones propias del campo político en un mundo social cada vez más alejado y hostil a la presencia de discursos y prácticas ideológicas. En contraste a estas opiniones de sentido común, la investigación que dio origen a este libro buscó dar cuenta de las transformaciones del campo político salvadoreño por medio de la reconstrucción de diversos itinerarios de la militancia revolucionaria desde las décadas de 1970 hasta llegar al periodo de la transición política y la consolidación del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (fmln), como partido electoral a partir de 1992. En función de este objetivo se construyó un cuerpo conceptual cuyos componentes se presentarán a continuación.

    la militancia como representación y como práctica social

    La noción de militancia remite a una forma específica de participación en la política, definida como conjunto de prácticas sociales orientadas a formar parte de algo, ser tomado en cuenta en procesos y decisiones que afectan el bienestar individual o colectivo. Para fines analíticos podemos distinguir diferentes formas de participación en el espacio público, en función de los objetivos y fines que se persiguen –por ejemplo, participación social, comunitaria, de autogestión, política o ciudadana– si bien en la realidad social, estas formas tienden a entrelazarse.

    Por participación en la política podríamos entender las diversas prácticas de activismo social expresadas en formas espontáneas y esporádicas como la asistencia a marchas, protestas colectivas o campañas públicas y electorales. Pero este libro se centra en las modalidades organizadas de la participación que surgieron junto a la formación histórica del campo político moderno, prácticas que expresan visiones del mundo, convicciones ideológicas y la identificación con un proyecto político. Ubicamos las raíces de la militancia política en los procesos de centralización del poder político y en el surgimiento de algunas instituciones clave del Estado moderno, como son los partidos políticos, los movimientos sociales y un espacio público diferenciado de lo privado. Desde fines del siglo xviii, la incorporación a organizaciones partidistas y gremiales en paralelo a las luchas por las libertades políticas, como el sufragio universal y los derechos de libre expresión y asociación, funcionó como uno de los vehículos más importantes de la participación individual en la política. En consecuencia, consideramos que la militancia –tanto en sus modalidades más radicales (por ejemplo, en un partido marxista-leninista) como moderadas (por ejemplo, la participación sindical o en un partido socialdemócrata)– operó como una actividad bisagra entre el campo político y diversos mundos sociales con funciones importantes relativo al fortalecimiento de subculturas político-partidistas y la consolidación de lealtades y Weltanschauungen (visiones del mundo).

    No cabe duda de que en las últimas tres décadas, las modalidades para ejercer la militancia –o los estilos, como diría Carlos Sevilla Alonso (2010)– han cambiado de manera sustancial. En el caso centroamericano, por ejemplo, desde 1960 hasta 1980, en la cultura de la izquierda radical predominaron los ideales leninistas que resaltaron en la figura del militante la personalidad de tribuno popular y organizador nato, que aprovecha cada oportunidad para denunciar los males del capitalismo y generar dinámicas organizativas que permiten canalizar las energías sociales en movilización y participación. Otro modo de militancia se expresaba en la representación del combatiente guerrillero cuya mística radicaba en su capacidad de disciplinar cuerpo, espíritu y voluntad de sacrificio en las montañas, en oposición al burócrata reformista, entendido como el funcionario asalariado de una organización sindical o partidista a cargo de un aparato burocrático o el político profesional acomodado que participa en los partidos electoreros. Ser militante significaba también sentirse parte de una comunidad virtuosa (Riegel, 1994), con códigos exclusivos y excluyentes de conducta revolucionaria que marcaban la diferencia con la moral y la cultura hegemónica. En la idea de una comunidad virtuosa de iguales, basada en una convicción ideológica –expresada por ejemplo en un texto crucial para la izquierda revolucionaria como es el ¿Qué hacer? (1901) de Lenin–, se reprodujeron dispositivos judeo-cristianos que de manera secularizada expresan el compromiso social (Dubet, 1989) ejemplificado, por ejemplo, en la famosa carta escrita por Ernesto Che Guevara (1965) a sus hijos antes de salir de Cuba, en la cual señala como cualidad más linda de un revolucionario la capacidad de sentir en lo más hondo cualquier injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo.

    En la actualidad estas formas radicales de militancia, así como la idea misma de la revolución, parecen desligadas de las prácticas políticas realmente existentes. Si bien han quedado huellas en el imaginario político de las sociedades contemporáneas, estas se mezclan con otras representaciones y estilos de militancia. Carlos Sevilla Alonso (2010) enumera tres: la militancia posmoderna, asociada al desarrollo de las nuevas tecnologías de comunicación (internet), a la participación en organizaciones en red y al ciberactivismo, caracterizada por la circulación rápida y horizontal de la información, la toma de posición individualizada, pero también por el carácter efímero del involucramiento personal y el zapping del compromiso social entre distintas y múltiples causas justas. El militantismo de secta –otro estilo de militancia contemporánea de acuerdo con Sevilla Alonso– se refiere a la participación en los grupos políticos de la izquierda radical que se autoproclaman revolucionarios y de vanguardia, pero que en realidad son autorreferenciales al agotar sus actividades en las reuniones interminables y la actividad interna frenética. Por último, Sevilla describe lo que él considera el estilo más apropiado de militantismo revolucionario en épocas no-revolucionarias: la militancia profana –en contraposición al fervor irracional del creyente que caracteriza al sectario– pero organizada y consciente, en contraposición a la militancia efímera y cambiante del activismo posmoderno. El estilo profa­no de la militancia revolucionaria reivindica la actividad política y social que busca la transformación radical de la sociedad, a la vez que reconoce que la militancia no puede ser absoluta ni abarcar la totalidad de la vida cotidiana. Estas formas de compromiso son descritas de la siguiente manera. Sevilla Alonso (2010) señala lo siguiente.

    Los militantes tratamos de transformar en fuerza colectiva de las masas, lo que sólo es potencial gigantesco […] La militancia en una organización política revolucionaria dista mucho de la implicación entendida como afiliación (reducida al pago de una cuota) a un partido de izquierda institucional, o con el voluntarismo no profesionalizado de las ong. Hacen todos un poco para que unos pocos no tengan que hacer todo. Reivindicamos la política como actividad del tiempo libre, del tiempo de ocio, opción de ocio alter­nativo versus el evasivo, frente al modelo profesionalizado y burocrático dominante en las organizaciones políticas y sociales de la izquierda institucional (p. 73).

    Las citas y ejemplos dan cuenta de las representaciones que hay que tener en cuenta en la construcción de un concepto apropiado a nuestro problema de investigación. Los discursos en torno a la militancia como vocación y totalidad, práctica política sistemática y organizada para transformar la sociedad, en contraposición a la espontaneidad de otras formas de activismo social en movilizaciones, protestas o procesos electorales, han moldeado de una u otra forma la(s) manera(s) de aprehender analíticamente la participación en organizaciones revolucionarias en Centroamérica. La centralidad otorgada a la imagen del militante guerrillero como prototipo de compromiso político en las décadas de 1960 a 1980, hace perder de vista que las prácticas revolucionarias de la época no se limitaron a la participación en la lucha armada en las zonas rurales. Como permite ver el caso de El Salvador, las organizaciones político-militares surgieron en combinación con y vinculado a un movimiento popular multifacético que se volvió imprescindible para la reproducción del aparato organizativo: como espacio de socialización política, reclutamiento y formación práctica de militantes, plataforma para difundir planteamientos programáticos, disputar la hegemonía a otras agrupaciones partidistas y proyectar capacidad de movilización. Pero también como redes de sociabilidad, afinidades electivas y solidaridades que ayudaban a proteger a cuadros políticos que se encontraban en la clandestinidad.

    Por lo tanto, un concepto de la militancia revolucionaria orientado a dar cuenta de la diversidad de identidades, disposiciones y prácticas implica relativizar, por una parte, la imagen del combatiente guerrillero que operaba en zonas rurales. Los revolucionarios de la época se desempeñaron también como miembros clandestinos de comandos urbanos que pasaban a veces de áreas rurales a urbanas, o como cuadros desarrollaban actividades en organizaciones populares, como sindicatos, organizaciones campesinas, comunidades eclesiales de base (ceb) o colectivos estudiantiles. En este sentido, el tipo de militante que está en el centro del presente estudio combinó –al menos, en algún momento de su trayectoria política– la colaboración en orga­nizaciones gremiales o populares con la participación en una organización revolucionaria, inspirada en el modelo bolchevique del partido centralizado y en la lucha armada como estrategia de transformación política y social. Por otra parte, para comprender la función que puede jugar la militancia en la vida de un individuo, hay que interpretar sus prácticas políticas a la luz de un enfoque temporal que permite concebir la participación en una organización revolucionaria como un momento o trayecto dentro de una carrera polí­tica más amplia y larga. Por medio de esta aproximación es posible dar cuenta no sólo del hecho de que una trayectoria política consiste, por lo general, en distintas formas e intensidades de activismo social y político (incluyendo apoyo a opciones electorales o formas asalariadas de militancia en un sindicato, una ong o un partido político), también lleva a examinar la conexión entre las bifurcaciones de una trayectoria política y otras dimensiones de la vida personal, como el ciclo biológico, la trayectoria educativa, laboral o familiar. Por último, induce a estudiar la incorporación de nuevas competencias y habilidades al repertorio de acción, pensando la militancia como una suerte de entrenamiento especial para adquirir los conocimientos específicos que requiere el trabajo político (teorías, diagnósticos, tradiciones históricas, etc.), la retórica adecuada y una sumisión voluntaria a los valores, jerarquías y censuras inherentes al campo político y la organización partidista (Bourdieu, 2001a, pp. 70-71). En este sentido, la conformación del conjunto de competencias y habilidades, que en este libro se denominan habitus militante, es siempre histórico, es decir, consecuencia de un momento y un lugar dados.

    Por último, las reflexiones respecto a la militancia como una condición y práctica social llevan a incluir, como dimensiones analíticas, las redes de sociabilidad que juegan múltiples funciones: de socialización política, de reafirmación de credos y creencias políticas, pero también como un recurso material que permite acceder a bienes materiales y simbólicos (desde reconocimiento hasta acceso a puestos laborales remunerados en organizaciones civiles, sindicales, partidistas o fuera del campo político). La inclusión de redes de sociabilidad –la familia, el grupo de pares, organizaciones– permite considerar la dimensión social de la acción individual, para visualizar cómo los cambios macro repercuten en el entorno de los agentes y los impulsan a (re)formular estrategias de acción para enfrentar nuevas coyunturas. En síntesis, incorporar las redes de sociabilidad como dimensión del análisis, junto a la trayectoria individual y el habitus, permite ligar el devenir del sujeto a las transformaciones y coyunturas del campo político, espacio primordial de las prácticas de participación política.¹

    de la militancia revolucionaria a la participación ciudadana

    Fréderique Matonti y Franck Poupeau (2004), en un ensayo dedicado al capital militante (definido como una variante particular del capital político), señalan que, no obstante la disolución de las formas históricas de militancia partidista y sindical, han surgido nuevas formas de activismo, modos de movilización y organización que ameritan un interés renovado para analizar transformaciones y conversiones de las prácticas militantes como fenómeno político.

    En El Salvador, la transformación del movimiento guerrillero, a partir­ de 1992 en un partido político que participa en procesos electorales y en el ejercicio del poder estatal, obligó a su militancia histórica redefinir no sólo sus relaciones de pertenencia partidista, sino también sus lecturas del momento político. Los procesos relacionados con la legalización e institucionalización partidista en el ámbito nacional coincidieron y se vieron afectados por los cambios internacionales, como el fin de la guerra fría, el retiro del Estado de espacios centrales para la reproducción social y cultural de las sociedades y la transformación de las instituciones democrático-representativas en instancias autorreferentes, incapaces de reconocer y representar la diversidad de identidades e intereses sociales. El desencantamiento social con la política, como consecuencia de estos procesos, se ha expresado de diversas maneras: malestar en y con la democracia liberal-representa­tiva, vaciamiento de los partidos políticos, abstencionismo electoral y otros. En consecuencia, muchas de las nuevas nociones e imágenes respecto a la activi­dad política, el poder y la resistencia reforzaron el discurso de la apoliticidad, entendida como apartidismo y el conocimiento técnico en políticas públicas específicas, como fuente de legitimación para intervenir en el debate público y el espacio político (Roberts, 2002; Certeau, 1996, p. 194).

    Para caracterizar estas nuevas connotaciones de actividad política y social –en contraposición a la militancia partidista descrita anteriormente– recurro a la noción de participación ciudadana. Hace aproximadamente diez años –en paralelo a la difusión del malestar en la democracia y la crisis de los partidos– empezaron a proliferar discursos y proyectos que promovieron una mayor participación de la sociedad en la vida pública y la gestión del Estado. En consecuencia, una amplia y heterogénea gama de prácticas sociales, que trascienden las mediaciones partidistas y la elección de representantes políticos, empezaron a ser conceptualizadas como participación ciudadana.² En su dimensión institucional el concepto tiene que ver con los mecanismos y espacios que amplían la democracia representativa para que el individuo pueda establecer una relación más directa con las instituciones públicas, con el propósito de hacer valer intereses o exigir rendición de cuentas. Esta nueva relación entre ciudadanía y Estado presupone la existencia de un marco normativo que define objetivos y alcances, así como procedimientos insti­tucionales y administrativos que la regulan y hacen efectiva. En este sentido de la palabra, participación ciudadana se refiere a los procesos por medio de los cuales las democracias liberales construyen legitimidad y lealtad entre los representados y aseguran un mayor control ciudadano sobre los represen­tantes, más allá de la realización de elecciones periódicas (Casas, 2009, p. 64 y ss.). Si bien la mayoría de las definiciones teóricas priorizan el componente institucional y la interlocución directa con una autoridad gubernamental (Bolos, 2003, p. 7), hoy en día una amplia gama de actores sociales catalogan sus estrategias de acción colectiva como participación ciudadana, sea porque buscan que las decisiones públicas atiendan intereses universalizables (por ejemplo, la realización de los derechos económicos, sociales y culturales), sea porque reclaman reconocimiento e inclusión al Estado, pero sin mediación de partidos u organizaciones corporativas (Rodríguez Blanco, 2011).

    Las estrategias de acción (desde las más institucionales hasta los actos de protesta para reclamar reconocimiento público por actores gubernamentales) han moldeado prácticas de participación y representación, a la vez que han abierto nuevos espacios de interlocución y de incidencia política en nombre de la ciudadanía. Pero estos espacios –por ejemplo, consejos consultivos, foros, consultas populares– no garantizan per se el acceso de individuos y colectivos a los procesos gubernamentales de toma de decisión, por lo cual el concepto mismo de la participación ciudadana se convirtió en un término en disputa: por una parte, una bandera de lucha para expresar expectativas y demandas por una mayor democratización de las relaciones entre gobernados y gobernantes; por la otra, un discurso gubernamental para legitimar formas individualizadas, despolitizadas y desideologizadas de participación en la ejecución de programas (por ejemplo, de combate a la pobreza), o consultas, cogestión, actividades de corresponsabilidad, control de resultados (Dagnino, 2006, pp. 223-227).

    Lo que comparten las diversas connotaciones y significados es su principal referente –el Estado en sus distintas ramas, dimensiones y niveles de gobierno– y una estrategia particular que consiste de una interacción mucho más directa en nombre de grupos ciudadanos y sin intervención de partidos políticos y organizaciones corporativas. En Centroamérica, la apertura de estos nuevos espacios (algunos más institucionalizados que otros) permitió a militantes­ y exmilitantes de la izquierda revolucionaria usar sus conocimientos, competencias y redes sociales para ingresar como representantes legítimos de grupos excluidos. Sin embargo, el paso de la militancia revolucionaria a la participación ciudadana implicó también una conversión sustantiva porque, a diferencia de décadas anteriores cuando el Estado autoritario era concebido como amenaza y un adversario al que había que enfrentar, asumir la participación ciudadana como práctica de intervención política significó buscar el reconocimiento del Estado pos-autoritario (es decir, el ser tomado en cuenta) a través de la colaboración. La siguiente sección ofrece una propuesta analítica para reconstruir e interpretar estas

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