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Rapsodia Jujeña
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Libro electrónico412 páginas6 horas

Rapsodia Jujeña

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Esta obra aborda, a travs de las vivencias del autor, los diferentes acontecimientos que marcaron tanto la formacin que le han dado las experiencias que le toc en suerte vivir hasta alcanzar su verdadera vocacin, como los acontecimientos que marcaron la historia misma de un pas que se encontraba convulsionado y marcado por una era de terror.

La historia oscila entre la toma de conciencia de la realidad social y personal, el amor, la violencia institucionalizada y la bsqueda incesante de la verdad.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento26 may 2011
ISBN9781463301484
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    Vista previa del libro

    Rapsodia Jujeña - Guillermo Alberto Poma

    ÍNDICE

    LA CASA DE NIÑO

    LAS PRIMERAS IMAGENES

    JUAN Y EL RIO

    MATINÉE

    EL AFINADOR

    METÁN

    EN LAS CALLES

    EL PARQUE DE DIVERSIONES

    SIN ESCUELA

    LA OSCURIDAD

    EL INTERNADO

    LA LIBERTAD

    LUCY O LA EVIDENCIA DEL AMOR

    PRIMEROS VUELOS FUERA DEL NIDO

    REGRESO POR AMOR

    CUANDO LA MUSICA VOLVIO

    SERVICIO MILITAR OBLIGATORIO

    TUCUMAN o EL HORROR DE LA GUERRA

    BAJO EL CIELO DE BUENOS AIRES

    EL HORIZONTE NEGRO Y ROJO

    LA BALADA

    NEUQUÉN

    EL REGRESO A JUJUY

    EL MAIESTRO

    LA ENCRUCIJADA

    SECRETO DESCUBIERTO Y PROMESA CUMPLIDA

    EL SUEÑO LOGRADO

    APRENDIENDO A VIVIR JUNTOS

    EL VUELCO

    EL ARCA

    AL SARMIENTO QUE DA FRUTO, LO PODO PARA QUE SU FRUTO SEA AUN MAS ABUNDANTE

    LA COMUNIDAD

    RAPSODIA

    LA CASA DE NIÑO

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    EN LA TENUE luz del teatro, esperando la entrada de la violinista, leí dentro del programa las Czardas de Monti. Y al hacerlo, mi pensamiento se disparó recordando el tiempo de la infancia hasta representarme nuevamente la imagen tantas veces evocada de la casa en que crecí, junto a mis hermanos, y donde mi abuela daba clases de piano y violín.

    Recordé el envolvente frío de aquellas tardes de invierno, en que me encontraba de cuclillas en el pequeño patio donde pasaba las horas mirando ese otro mundo que solo existía debajo de las pesadas macetas de tres patas, con figuras sobre relieve del tipo incaico, ordenadas en apretada fila contra las paredes como en una formación militar. Se vestían de geranios, malvones, helechos, puya-puyas, jazmines y alegrías. Los bichos, menudos, laboriosos, iban y venían bajo mi atenta mirada, hasta que tocaba alguno y salía disparado fuera de mi alcance. Los seguía con la mirada mientras me acomodaba a la melodía que algún alumno trataba de resolver en el piano, dirigido por las correcciones que en voz alta le impartía mi abuela.

    Tal vez no pensaba en nada de niño; tal vez pensaba mucho pero sin palabras: grabando imágenes y sensaciones. Pero siempre estaba conmigo la música, como una compañera inseparable a la que llevaba a donde fuera, porque me acompañaba desde adentro marcándome el ritmo de los pasos, las repeticiones de mis incipientes lecturas, la formación de respuestas, en fin, hasta cuando pasaba hacia el sueño en la oscuridad de la habitación, iba de su mano.

    Este pequeño patio, donde transcurrió mi infancia, colindaba con el salón en que, salvo los miércoles sábados y domingos, se impartían las clases de teoría y solfeo a los alumnos de distintas edades que luego ejecutaban en los instrumentos.

    La vieja casa, cuya única entrada daba a la calle Lavalle en pleno centro de San Salvador de Jujuy, tenía dos puertas de grueso tablero trabajado con formas simétricas y a la moda para la época en que aún andaba con pantalones cortos. Las mismas puertas están aún allí, con sus pesadas manijas de bronce que permiten moverlas con fuerza. Luego de cruzarlas debían subirse cinco escalones de un granito gris de filos redondeados y con zócalos blancos que acentuaban el contraste y permitían calcular la distancia entre los mismos. Al llegar al quinto, se encontraba una reja de pesado hierro macizo pintado siempre de negro y que debía mantenerse cerrada; hoy diría que por seguridad, aunque en esa época siempre pensé que era para que no nos escapáramos, ni los hijos ni los alumnos, ya que al abrirse o cerrarse, crujía y se golpeaba contra la pared de un modo inconfundible delatando a la persona que intentaba atravesarla.

    Seguía un zaguán cuyo piso, al igual que el del salón de clases, era de mosaicos de granito blanco que combinaban con los que doblaban en tamaño, de color rosado, alternados de manera que componían una geometría de diagonales escalonadas que me ocupaba de ir delineando con la mirada cada vez que los andaba, o cuando miraba el piso si me retaban por algo. A veces también las contaba sin poder terminar o las usaba de guía para los primeros juegos que consistían en definir caminos imaginarios por los que debíamos andar con mis hermanos anunciando al acercarnos al otro ¡Paso sin esquivar . . . ! y chocar provocándonos la risa para volver a transitarlo.

    En el zaguán de entrada, a la izquierda, una puerta conducía al comedor de Lujo, mientras que a la derecha otra puerta permitía la entrada al escritorio.

    La puerta de entrada al salón de clases, y a la casa propiamente dicha, siempre pintada de gris y con vidrios rugosos que no permitían ver a través de ellos, contaba con un picaporte que solo servía para dirigir el movimiento ya que la traba estaba en su parte superior, a donde no llegaban las manos de los niños, y que a menos que se contara con la llave, solo podía abrirse desde el interior. Mi padre solía raspar ruidosamente los vidrios con una moneda o la alianza cuando se olvidaba la llave y quería entrar. Para los finos oídos de mi abuela, tal acometida sobre el frágil material la sacaba de quicio y exclamando ¡Ya voy; ya voy! ¡Deja ya . . . ! se acercaba y abría la puerta que mi padre atravesaba con prisa y sin darle ninguna explicación.

    El salón de clases contaba con un piano vertical, negro, apoyado como único mueble en la pared izquierda según se ingresaba y que cada año debía afinarse a causa del maltrato de los alumnos del conservatorio, y cuyas teclas, que alguna vez fueron blancas, estaban amarillentas; tanto como se veían amarronadas las teclas negras por el uso intenso que se les daba.

    Hacia el lado derecho, una gran mesa rectangular, rodeada de unas dieciséis sillas, acogía los alumnos que algunas tardes la ocupaban completamente con sus libros y cuadernos de pentagramas bajo la atenta mirada de mi abuela que, de espaldas a una enorme mampara de hierro y cristales de numerosos colores que separaba el salón del patio interior, en una mecedora de mimbre con formas arabescas, sobre almohadones de picote rellenos de lana cardada y cubierta con una gruesa chalina gris, dirigía el solfeo recitado de algún alumno, mientras corregía ¡Sol sostenido! a las notas erradas del que estuviera sentado al piano ejecutando una sonatina.

    Una escalera en dos tramos conducía hacia la planta alta donde se encontraban los dormitorios, limitada en su tramo superior por la misma mampara cuyos cristales rompimos varias veces jugando a la pilladita. Por esta escalera nos deslizábamos con mi hermano descendiendo a manera de culebras humanas y pretendiendo no sentir ni el filo ni el frío del granito blanco de los veintidós escalones hasta que un ¡No se distraigan! que mi abuela les dirigía a los chicos en clase que nos miraban bajar, nos hacía subir despavoridos, chocándonos al doblar el codo de la escalera y desaparecer del salón, para volver al rato cuando nos habíamos olvidado que allí funcionaba el conservatorio.

    Cruzando el salón de clases hacia el interior, en un breve pasillo desembocaba la puerta del cuarto de costura y a la derecha según se avanzaba, estaba el patio que con los años terminó cerrándose a causa de la ventolera o del calor extremo que por él penetraban. Al fondo del pasillo estaba la puerta del comedor de diario, un baño y la cocina. Cuando todavía era un niño colindaba a la izquierda del comedor de diario una habitación que llamábamos depósito y que estaba siempre llena de montañas de cosas: desde utensilios e instrumentos de una banda infantil que dirigía mi madre, hasta ropa amontonada y herramientas colgadas de la pared junto a la indumentaria de alta montaña de mi padre. Era un verdadero paraíso para los juegos de aventuras de chicos como nosotros. En ese depósito nos pasábamos tardes enteras, y a veces noches, jugando con un montón de cosas sin uso que se transformaban en ejércitos de seres espaciales combinados con valientes cuidadores de la tierra; a veces la imaginación nos transformaba a nosotros en expertos buceadores que navegaban por debajo de un mar de ropa en busca de los tesoros perdidos en una isla salida de las novelas de Julio Verne que, leídas en voz alta por mi madre, siempre encontrábamos la manera de representar en ese depósito. En algunas ocasiones, nos calzábamos las antiparras para el sol de alta montaña que usaba mi padre y entonces se materializaba el personaje con la importancia tangible de los instrumentos de poder, de heroica salvación de la humanidad, que nos colocábamos. También en ese depósito podíamos revolver cajones de un viejo aparador que tenía de todo: desde tuercas y herramientas oxidadas, atriles descompuestos, cascabeles, trampas para ratones, bolillas de vidrio transparente o de acero, triángulos de la banda de distintos tonos, tambores rotos, recipientes con monedas en desuso . . . en fin, un mundo de cosas para el deleite de nuestra imaginación, base de todos los juegos de entonces. Lo que me cautivaba era calzarme las zapatillas de atletismo de mi padre que tenían unos afilados clavos para las carreras de velocidad. Me las calzaba y trepaba por los muebles viejos o por las montañas de ropa sintiendo el poder que se desprendía de ellos, dominando todo lo que estuviera debajo. La sensación de agigantarme calzado en esas zapatillas con clavos tan fuertemente adheridos (que no podía descubrir de qué modo hicieron que atraviese la suela si el cuero del empeine estaba enterito) me encendía la imaginación y componía historias de nunca acabar con reglas de juego en las que yo siempre salía victorioso porque . . . ¡tenía los zapatos con clavos que me llenaban de poder y fuerza los pies . . . ! Eran un arma imbatible o un báculo pedestre de ilimitado poder. Pero la realidad me golpeaba volviéndome al estado de simple mortal cuando me salía sin darme cuenta del depósito y seguía experimentando poder por los pisos de madera recién encerados de los lugares prohibidos, en los que dejaba una marca de pinchazos en las tablas brillantes, como picaduras de un extraño animal de múltiples aguijones con cada paso . . .

    De la cocina se pasaba a un estrecho espacio. Una enorme pileta que, cubierta a medias con una chapa, servía para lavar todo tipo de cosas, desde ropa, pasando por la numerosa vajilla de diario hasta recibir la sangre de algún animal sacrificado para las fiestas. Seguía un piso rústico de cemento con un cantero angosto en la pared medianera de la derecha, a casi todo lo largo de lo que llamábamos simplemente el fondo. Al final, desde el cantero y muy por encima de la altura de la medianera, una estrella federal había crecido lo suficiente para permitirnos treparla y acceder a los techos de los vecinos por donde correteamos desde que me acuerdo hasta que el peso de nuestra creciente humanidad sobre las chapas nos lo impidió. Subidos en sus ramas de áspera corteza, transcurría la tarde jugando y, a veces, lastimándola para ver brotar la lechosa savia que se nos pegaba. Este fondo tenía una escalera de cemento expuesta a la intemperie que llevaba en la parte superior a la pieza de lavar y que en la adolescencia pasó a ser mi dormitorio. De esta habitación se podía acceder a la terraza pasando antes por un estrechamiento que a la izquierda accedía a la habitación de mis padres y a la derecha con el baño de arriba. Este baño era el que utilizaba mi hermana mayor, Kiki, para aterrorizarnos con sus historias de aparecidos y seres extraños. Uno de estos seres lo representaba en este pequeño baño valiéndose de una escoba vieja, un trapo medio gris, las patas de león de una bañadera en desuso y del depósito de agua en la parte más alta del baño, de esos que se accionaban con una cadena para levantar la campana del interior y generar una turbulencia de agua hacia el artefacto. Con un creciente sonido de cascada, que acababa en un estampido del pesado metal, unido al ruido del agua desbocada por el inodoro y el enloquecido movimiento de Kiki gritando ¡El Archidente! ¡El Archidente![1], nosotros imaginábamos que el ruidoso y flaco fantasma vendría a raptarnos o comernos o algo así y tratábamos desesperadamente de huir de ese maldito baño. Lo que mi hermana impedía interponiéndose justo en la puerta. Lo peor de todo es que de noche ese era el lugar al que debíamos ir obligadamente, ya que debíamos elegir entre lo malo de ese baño en el que se aparecía el Archidente, lo peor de tener que ir al baño de abajo con toda la casa a oscuras o la fatalidad de que nos mojáramos en la cama con todo lo que al día siguiente se desataba . . .

    Las paredes de la escalera principal, al igual que las del salón de clases, la del comedor de lujo y las del escritorio—un salón más pequeño con otro piano donde solo tocaban los estudiantes avanzados y llamado así porque en él se encontraba un hermoso escritorio de roble teñido de oscuro nogal en el que se sentaba mi abuela o mi madre para el cobro de la cuota—estaban pobladas de cuadros que había pintado mi abuelo, capturando en ellos retratos de la ciudad de San Salvador de Jujuy tal como era cuando recién llegaron del Perú, o los paisajes que veía desde la azotea de la antigua casa que les fuera expropiada cuando solo habían nacido los tres primeros de mis hermanos: Kiki, Cacho y Mary. La entrada de esta otra casa, a la que solo una vez fui con mi padre y mi hermano Rolo, tenía una puerta de entrada por la calle Salta y se podía salir por el otro lado de la manzana en la avenida Fascio. Su terraza ofrecía toda la vista de los cerros de Los Perales, Chijra, Alto la Viña, el Río Grande, el Puente Senador Pérez (único en ese entonces), el Villerío, la estación del ferrocarril Belgrano que ruidosamente pasaba dos veces en el día . . . Pero sobre todo se gozaba la inmensa brillantez del sol tocando desde atrás los cerros, llenándolos de azules contornos en las mañanas, con contrastes de sombras de distinta intensidad que en las tardes se convertían lentamente en pleno y luminoso verde, revelando de a poco las formas de los árboles y la frondosa vegetación de sus laderas, hasta hacerse en el crepúsculo como sombras en el horizonte de enormes animales dormidos y que quedaron plasmadas en los óleos que adornaban las paredes de la casa. Como estáticos vigilantes del Conservatorio, en las noches, estos cuadros me infundían temor con los campesinos que arriaban llamas y ovejas dentro de los límites del lienzo cuando atravesaba el salón para subir a los dormitorios. Por el puro placer de asustarnos, Kiki nos hacía transitar a oscuras hasta llegar al salvavidas de la escalera en que podíamos alcanzar a encender la luz que, instantáneamente venía en nuestro auxilio, desvaneciendo las terroríficas formas que imaginábamos y rescatarnos de las tenebrosas historias que nos contaba acerca de los duendes que habitaban en los huecos de ventilación de las paredes y lo que estos seres les hacían a los que se atrevían a espiarlos con la cara apretada contra la rejilla de hierro forjado que con adornos arabescos permitían el paso del aire y en el día algo de luz. Una vez llegados a la escalera todo se desvanecía y subíamos iluminados ( a veces tomados de la mano) hasta nuestro dormitorio, que era el primero hacia la izquierda cuando pasábamos otra pesada reja idéntica a la del zaguán que estaba allí para impedir la caída de los más pequeños por la escalera, aunque de niños la utilizábamos para escalarla y pasarla por encima como una demostración de las proezas de que éramos capaces. También nos subíamos en su base, con los brazos cruzados a través de los barrotes mientras el otro se encargaba de moverla pivoteándola a un lado y otro, chocándola con fuerza contra la otra hoja trabada al escalón para vencer el agarre y desprender al jinete, hasta que alguien, generalmente mi abuela, nos sacaba corriendo.

    A la derecha de esta reja, según se subía, se extendía un pasillo con un ventanal de cuatro hojas de madera rectangular sin travesaños interiores, que daba al patio en que las macetas formaban un perímetro interior y cuyas plantas se disputaban las pocas horas de luz plena que les llegaba. Las otras dos paredes a ambos lados de este ventanal, tenían otras aberturas idénticas: una de la escalera y la otra, del dormitorio de mis padres, enfrentada a la de la escalera. La ventana del dormitorio paterno, tenía los vidrios de las ventanas pintados por dentro con un verde oscuro en la esperanza de que la luz proveniente del patio, pasado el mediodía, no incomodara la siesta. Pero a decir verdad, éramos nosotros la peor molestia en la siesta de mi padre; por eso nos llevaba a dormir con él con la absoluta prohibición de hacer el más mínimo ruido. Esa era la oportunidad en que con Rolo hablábamos con las manos y con la mirada. Nos entreteníamos en la penumbra de la habitación en una inacabable espera viendo con la imaginación, figuras de monstruos prodigiosos o especies mitológicas en los contornos de las pinceladas desparejas de los vidrios iluminados a medias durante la siesta. Luego, liberados de la obligada siesta, lo hablábamos y sin ningún esfuerzo se generaban historias cuyo argumento nos permitía jugar por horas hasta que oscurecía en el pequeño fondo de la casa. A veces también durante la siesta, nos pellizcábamos en silencio para ver quién aguantaba más; en esas oportunidades el aullido de dolor de alguno de los dos era inevitable y ligábamos de mi padre un chirlo cortito y preciso que nos volvía a enmudecer y evitábamos vernos para no tentarnos de la risa. El final de la condena al silencio generalmente llegaba con el inconfundible ruido de estática de la radio a lámparas encendiéndose, con una antena de grueso cable que mi padre instaló a lo largo del techo, como una enorme T y bajaba por la ventana del patio. La sintonizaba con paciencia moviendo el pesado dial y acercando el oído al parlante para asegurarse haber capturado en su punto justo el programa que pasaban en Radio Salta llamado Las Tardecitas Salteñas que tenía como distintivo la eterna cortina musical de una canción que decía

    "Oiga, cocherito: ¿Por cuánto me vá’llevar?

    A la calle Caseros, frente al partero me vá’dejar"

    Aunque no era ni mi preferida ni creo que me gustaba, me alegraba escucharla ya que significaba el fin de la agonía en la penumbra obligada de la siesta. Siempre me representaba la escena del cocherito con la referencia que guardaba de los cocheros verdaderos que conocía de cuando íbamos a Metán, donde era el medio acostumbrado de movilidad en ese entonces.

    Esta disposición de las habitaciones en los altos nos permitía correr persiguiéndonos por toda la casa de manera que subiendo por la escalera principal, recorríamos el pasillo y atravesando la habitación de mis padres, una rápida pasada por la pieza de lavar, nos permitía bajar a los tropezones la escalera del fondo y volver a la cocina y el comedor; el pasillo del patio y el salón de clases para comenzar a trepar nuevamente la escalera. Las corridas y persecuciones desesperaban a mi abuela que nos corregía gritando generalmente mi nombre, o mejor dicho, el nombre con el que me había bautizado: ¡Guillermón!

    En el pasillo en que terminaba la escalera, con frecuencia se planchaba con una pesada plancha eléctrica que había comprado Mito para pavonearse, como siempre, con lo último en tecnología, aunque usarla significara un platal en electricidad. Esa era la oportunidad para reunirse en los altos de la casa a conversar. Mientras mi madre y mi abuela charlaban muy animadas de algo, nosotros teníamos que rociar la ropa para facilitar el planchado y por supuesto que siempre nos rociábamos a escondidas y para disimularlo nos íbamos a la terraza a la que se ascendía por medio de dos escalones de material, de unos 40 cm de alto que a esa edad nos costaba superar. Pero para mi abuela, resultaba muy cómodo sentarse en ellos. Desde la terraza, lo primero que se veía era el campanario de la iglesia San Francisco con su enorme reloj que a cada cuarto de hora hacía sonar dos campanas diferentes: primero la más pequeña y pasado un instante contestaba otra más grave y sostenida. Entonces, aunque no era capaz todavía de leer las agujas del reloj, sí sabía contar las campanadas y cuando las de diferente tono habían sonado cuatro veces, esperábamos para contar cuantas campanadas más fuertes, graves y espaciadas, indicaban la hora en punto con golpes a iguales intervalos del martillo sobre el bronce. Con estas inconfundibles campanadas que dominaban la ciudad cuando en ella no se generaba tanto ruido como hoy, controlábamos la cercanía de los recreos, los límites del permiso para jugar, la hora en que la siesta terminaba y al final del día, el momento en que debíamos ir a dormir.

    Desde este pasillo, a la izquierda se encontraba nuestro dormitorio, el de los varones que hasta ese momento éramos Cacho, Rolo y yo. En una cama individual metálica y elástico de alambres tejidos, al medio de la habitación, dormía Cacho y teníamos absolutamente prohibido acercarnos a ella ni a su cómoda que con recelo y candados en los cajones preservaba. Rolo y yo dormíamos en una cucheta pegada a la pared y teníamos otra cómoda de cuatro cajones: los dos primeros, siempre ordenados eran de Rolo; el desastre restante eran los míos. Pasando al lado de la enorme ventana de cuatro hojas que daba a la terraza, se accedía a tres habitaciones alineadas con ventanas a la calle y de idénticas dimensiones. En la de la izquierda, después de fallecido mi abuelo quien era su ocupante inicial, vivía mi tía cuando volvía de San Miguel de Tucumán donde había estudiado para ser concertista de piano, y donde en ese momento trabajaba. Mientras ella no estaba, permanecía cerrada y solo para limpiarla se la abría en contadas ocasiones. Cuando iban a limpiarla, nos moríamos por curiosear las cosas que tenía: la biblioteca de madera con puertas de vidrio y cuyos estantes se doblaban por el peso de las partituras acumuladas a lo largo de los años. Un ropero que permanecía cerrado con llave, contenía sus vestidos de gala para cuando daba algún concierto y la ropa que usaba cuando estaba en casa. Una cama en medio de la habitación, con dos mesas de luz a ambos lados, se cubría con un quillango de piel suave que me encantaba acariciar cuando entrábamos. Sobre una de las mesas de luz, una lámpara de base redonda, celeste y con el interruptor casi puntiagudo y deslizante, me fascinaba porque era a pilas y no había que enchufarlo ni quemaba su foco. A veces me lo llevaba para encenderlo y apagarlo hasta el cansancio debajo de las frazadas de mi cama.

    La del medio era la habitación de las mujeres, en ese momento Kiki, Mary y Susy. Al igual que en nuestra habitación, dormían en una cucheta y una cama simple. Tenía un mueble al que llamábamos toilette que tenía una base de formas redondeadas con cajones dispuestos en dos columnas de cuatro, y dos cavidades en los extremos con puertas de madera terciada. Una superficie plana a todo lo largo del mueble que ocupaba casi toda la pared colindante con la de la tía Elenita, siempre estaba llena de peines, cepillos para el pelo, cosméticos, polveras, ruleros de diversos colores y tamaños en los que siempre había trabitas color estaño, perfumes, en fin . . . Era la habitación de las chicas, aunque nada impedía nuestras travesuras en ella. Este mueble tenía un espejo hasta la altura normal de una persona, con dos hojas rebatibles a izquierda y derecha y que permanentemente usaban las chicas para practicar el perfil más adecuado, para examinarse el peinado que ensayaban, la armonía de los colores vistos desde atrás e indefectiblemente controlarse la cola repitiendo Uff ¡Qué gorda! Esta era una frase instalada en la habitación, al igual que la voz del cantante Enrique Guzmán cantando infinidad de veces el tema Tu voz desde el desgastado simple que giraba a 45 rpm, o las canciones del long-play del Club del Clan. Cuando era adolescente y empezó a crecerme la barba y las patillas, yo también caí en la trampa de los espejos para controlar mis posturas y ensayar expresiones que juzgaba adecuadas para presumir o para sostener alguna idea; para cantar, en un inglés de fonética propia, Oh, Darling de los Beatles y para el largo proceso de estirarme el pelo de viruta con que Dios me mandó a este mundo, cada vez que iba a salir. En esta habitación jugábamos a que yo era invisible, o a veces lo era Rolo. El juego lo dirigía Kiki repitiendo en voz alta que empezábamos a desaparecer desde los pies, luego ya no se veían nuestras rodillas, luego solo andaban los hombros y la cabeza, hasta que por fin . . . desaparecíamos totalmente. Nuestra invisibilidad se afirmaba en que mis hermanas se movían como si no estuviéramos ahí, conversando entre ellas sobre nosotros en tercera persona, y si nos chocaban por casualidad, ponían cara de extrañeza mientras exclamaban Pero . . . ¿con qué me choqué? Aquí no hay nada Y en ese momento me sentía un ser extraordinario, de impensadas habilidades y cualidades intergalácticas, capaz de escurrirme por los espacios sin que nadie supiera de mi presencia. Cuando yo me veía en el espejo del toilette y me quedaba extrañado de que mi imagen de hombre invisible apareciera, Kiki se apuraba a decirle a los demás, para que yo escuchara, que el único que podía ver al invisible, era el invisible mismo; si no . . . ¿Cómo iba a hacer para saber quién era? Al rato empezábamos a aparecer otra vez desde la cabeza y en sentido inverso, hasta poder vernos de cuerpo entero. Pero a veces no jugaban a hacernos invisibles, sino hermosas gitanas, vestidas con pañuelos en la cabeza, polleras de volados, aros de colores y maquillaje, mientras pudieron con nuestro pudor varonil.

    A la derecha de la habitación de las chicas se encontraba la misteriosa habitación de mi abuela, a la que también teníamos prohibido el acceso. La enorme cama de armazón metálico rectangular y cromado, siempre brillante con sus caños torcionados, su enorme elástico de metal tejido en que nos subíamos a rebotar (a pesar de las prohibiciones) como en un trampolín sobre el colchón que nos amortiguaba la caída de nuestras piruetas, intentando alcanzar la parte más alta del soporte de mosquitero. Un mueble de tres puertas de claro roble genuino que mi abuela atesoraba desde tiempo inmemorial, tenía los espejos ovalados y uno de ellos algo deformado haciendo que la imagen en él se distorsionara, provocándonos la risa cuando tratábamos de imitar el rostro que veíamos. Pero este mueble tenía un atractivo mucho mayor que el espejo engañoso y las prendas colgadas hasta que la ocasión reclamara su uso: era un enorme monedero azul en el que disciplinadamente mi abuela guardaba las monedas de los vueltos como una forma de ahorro adicional. Solo monedas; del valor y tamaño que puedan imaginarse. ¡Las veces que le robé monedas para hartarme comiendo golosinas, cuando ya podía andar solo por la calle! Los comprimidos Águila, que llamábamos chocolate de tierra porque se desarmaban como un terrón en la boca; los bocaditos Cabsha rellenos de dulce de leche; las bananitas Dolca, y los panes de leche de la panadería de Don Cuchiaro o de la confitería La Royal . . . Todo se podía conseguir con monedas en la mano, por lo que la tentación era irresistible. Me decía a mí mismo que con tantas monedas que tenía ni lo iba a notar. Y, con la conciencia acallada, en una escapada al kiosco del cine Marconi, en medio de las incómodas preguntas de don Chosco sobre el origen de tanto dinero, llenaba del dulce tesoro los bolsillos y partía para el río a comerlos bajo el puente Lavalle, sin convidarle a nadie el botín.

    Mi abuela, a la que llamábamos Mamiña, y que cualquier otra persona que no sea de la familia la llamaba Doña Rosa, era de aspecto señorial. Yo la recuerdo con algunos kilogramos de más que se le distribuían equitativamente por su cuerpo de baja estatura, al que sin embargo movía con destreza ocupada de los quehaceres matinales: sacudiendo mantas y colchones, estirando las camas, barriendo habitaciones y escaleras, o en medio de las cacerolas preparando algún guisado con el toque típico que trajo desde su Lima natal seguramente enseñada por alguna de las mujeres que tenía a su servicio cuando era una niña. Debe haber tenido el hábito señorial del mando, porque no le costaba nada dirigir la casa y el conservatorio; administrar el dinero de las cuotas que la mayoría de las veces venía en auxilio de mi madre cuando era acosada por acreedores. Pero así como trabajaba y se ocupaba de tantas cosas, siempre se dejó libre los días miércoles para hacer sus compritas que generalmente eran nuestras necesidades de vestimenta, pero más la de las mujeres. Ya sea confeccionadas de fábrica, o de telas para encargar a la costurera trabajos con los que pagaban las lecciones de piano de sus hijos, mis hermanas los lucían en la iglesia o en ocasiones especiales en que paseando por la plaza Belgrano, los volados de los vestidos bailaban al ritmo de su marcha o de sus juegos, A veces se trataba de gruesos sobretodos de apretada tela de lana con enormes botones forrados en la misma tela que compraba en la tienda La Fama, pasándose para ello casi toda la tarde de su miércoles eligiendo y regateando los precios. Cuando salía y de lo gastado quedaba un margen, nos traía de la confitería La Royal una o dos milhojas[2], que dividía escrupulosamente para que les alcanzara a todos, motivando entre nosotros acaloradas peleas por el tamaño de la porción y por las migajas que se desprendían en los cortes. En otras ocasiones utilizaba los miércoles para recibir a sus amigas que desde temprano en las tardes, y hasta entrada ya la noche, tomaban el té y jugaban a La Canasta alrededor de otra mesa, de hermosa madera con un lustre oscuro que espejaba su superficie, en el comedor de lujo al que teníamos prohibido entrar. Cuando se reunían, me gustaba deslizarme a escondidas por debajo de la mesa que contaba con una especie de plataforma inferior, igualmente lustrada, y que resultaba especial para pernoctar y escuchar las conversaciones de las mujeres grandes, de otras casas, hablando de sus maridos, de las deudas, de lo que le había pasado a fulanita, de los arreglos que mengana había logrado terminar en su casa hasta que ruidosamente una de ellas exclamaba que se quedaba con el pozo de las cartas, lo que provocaba un griterío que me sobresaltaba y me ponía en descubierto con mi abuela, la que con un par de gritos me despachaba corriendo fuera del salón. A decir verdad, mientras estaba debajo de la mesa, no entiendo qué le encontraba de atractivo a estar oculto mirando las regordetas piernas cubiertas por encima de las rodillas con medias de opaco marrón sostenido por ligas que les marcaban una hendidura justo en el límite de las elegantes faldas con las que concurrían a la cita, mientras movían en círculos los pies que disimuladamente habían descalzado para aliviarlos del apretado cuero.

    Cuando mi abuela conversaba en familia en el comedor de diario, tenía la costumbre de apoyar el mentón sobre sus dos puños cerrados sobre la mesa, uno encima del otro, de manera que descansara su cabeza sin bajar la vista con el interlocutor. Entonces su rostro parecía todavía más redondo y su nariz, de anchos orificios pero de perfil breve, abría sus cartílagos al ritmo de la respiración pausada. Mientras la miraba, yo me preguntaba cómo lo hacía, ya que a pesar de mis esfuerzos, nunca pude imitar el ensanchar la nariz al respirar.

    En las mañanas nunca se impartían clases, pues mi madre que era docente en la Escuela Normal, y en otras escuelas por las tardes, y algunos días en el interior por la zona de Monterrico, se ausentaba casi todo el día y a veces hasta la noche con lo que obligaba a mi abuela a encargarse de la comida diaria y los quehaceres domésticos. Era una verdadera bendición, ya que tenía un toque culinario que no puedo olvidar, más aún cuando tengo presente el malhumor que generaba en mi madre el tener que cocinar. Siempre despotricaba cuando debía hacerlo y tiraba lo que hubiera en la olla para que salga algo como mejor le parezca. Cierta vez, escuchándola al cocinar, y viendo que tiraba dentro de la olla las cosas que encontraba para la sopa de la cena, yo colaboré en la tarea tirando a la misma olla un zapato de cuero marrón de mi hermano Cacho que me pareció muy adecuado. Cuando mi madre se dio cuenta al verlo flotando en la sustanciosa mezcla hirviente, ya era demasiado tarde para hacer otra sopa nueva, por lo que debe haberse encomendado al cielo para que no se dieran cuenta. Cacho, que venía desesperado de hambre de la calle, fue el primero que la probó y . . . Mamá: qué rica está la sopa. Dame otro plato exclamó, con lo que mi madre soltó la respiración contenida y siguió sirviendo la sopa callada la boca. Pero a veces se tomaba en serio el trabajo de leer de una colección llamada Enciclopedia Femenina, alguna receta a la que modificaba por no contar con los elementos o simplemente porque no encajaba con su modo de ver la cocina. Otras veces, recogía de la heladera los restos de días anteriores, los sancochaba con harina y unos huevos preparando un Resumen Semanal, como solía llamarlo y que terminábamos comiendo solo porque nos vencía el hambre y no había nada más para engullir.

    Claro que la pobre lidiaba con las tareas de una casa que hasta entonces ya tenía seis hijos, otra por venir, un esposo inquieto e indomable desempleado por peronista, el conservatorio de música, montañas de ropa para lavar y planchar, perros, gatos, loro, jaulas repletas de pájaros de toda especie, algún animal exótico que traía mi padre de sus viajes al ramal y deudas hasta límites impensables. En medio de todo este embrollo ¿a quién le preocupaba perder tiempo cocinando comidas elaboradas y complejas solo para que vayan a parar muy elogiadas al estómago? Si mi madre tenía tiempo luego de trabajar en las escuelas y en los quehaceres diarios, lo ocupaba escribiendo, componiendo o como solía decir: viviendo . . . ; que traducido desde su lógica, consistía en poder pensar, cuando todos dormían, sin el bochinche cotidiano. Y como tal tiempo no lo tenía, se lo fabricaba restándole horas al sueño. No podría decir las veces que fue a trabajar habiendo pasado toda la noche despierta haciendo cosas o escribiendo o ayudando a estudiar a alguno de mis hermanos y, con

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