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Sentimientos heridos
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Libro electrónico193 páginas2 horas

Sentimientos heridos

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Información de este libro electrónico

Landy Wisdom era una luchadora. Los abusos de su ex marido no sólo no la habían hundido, sino que habían hecho que se repusiera y se esforzara por ayudar a otras mujeres maltratadas. Sin embargo, Landy no quería luchar por el amor… hasta que apareció el periodista Micah Walter y compró el periódico local.
Micah tenía que adaptarse a su nueva vida en un lugar pequeño donde todo le sorprendía. Pero lo que más le sorprendió fue volver a ver a Landy. En el instituto siempre le había parecido inalcanzable, ¿seguiría siéndolo? Él iba a esforzarse en averiguarlo mientras trataba de sacar con mucha ternura a la mujer amable que se escondía tras aquella dura fachada…
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 ago 2018
ISBN9788491886136
Sentimientos heridos
Autor

Liz Flaherty

Retired from the post office, Liz Flaherty spends non-writing time sewing, quilting, and doing whatever else she wants to. She and Duane live in the old farmhouse in North Central Indiana they moved to in 1977. They’ve talked about moving, but really…40-some years’ worth of stuff? It’s not happening! She’d love to hear from you at lizkflaherty@gmail.com

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    Sentimientos heridos - Liz Flaherty

    Editado por Harlequin Ibérica.

    Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

    Núñez de Balboa, 56

    28001 Madrid

    © 2007 Liz Flaherty

    © 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

    Sentimientos heridos, n.º 1721- agosto 2018

    Título original: The Debutante’s Second Chance

    Publicada originalmente por Silhouette® Books.

    Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

    Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

    Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

    ® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

    ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

    Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

    Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

    Todos los derechos están reservados.

    I.S.B.N.:978-84-9188-613-6

    Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

    Índice

    Créditos

    Índice

    Prólogo

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Capítulo 12

    Capítulo 13

    Capítulo 14

    Capítulo 15

    Capítulo 16

    Capítulo 17

    Capítulo 18

    Capítulo 19

    Capítulo 20

    Epílogo

    Si te ha gustado este libro…

    Prólogo

    Ventana sobre el fregadero, Taft Tribune: Permita que me presente. Me llamo Susan, estoy casada con el que fue mi «ligue» desde el instituto y tengo tres nietos. He titulado esta columna «Ventana sobre el fregadero» porque es mi parte favorita de la casa. La llamo la terapeuta de las mujeres pobres porque, cuando miro a través de sus cristales hacia el río Twilight e imagino la brisa soplando en los sicomoros y arces, me siento muy bien. Escribo estas líneas en las vísperas del Día de los Tontos de Abril porque ésa es otra cosa que me hace sentir muy bien: poder ser una maldita tonta de vez en cuando…

    Aquella primera columna estuvo en la mesa de Micah Walker en el último día de marzo, antes incluso de que saliera el primer ejemplar del Taft Tribune que iba a llevar su nombre como editor y propietario. El artículo había sido enviado en un sobre sencillo, con un apartado de correos como remite. La columna tenía cerca de setecientas palabras y había sido impresa con impresora láser. Algunas partes, como aquello del «ligue del instituto», le resultaron chocantes desde el punto de vista periodístico, aunque la terminología encajaba a la perfección en aquel pequeño pueblo de Indiana. Si lo pulía un poco, encajaría sin problemas en el Tribune.

    Allison Scott, la reportera que había viajado con él desde Lexington para trabajar en el Tribune, estaba de pie junto a la puerta de su despacho.

    —¿Por casualidad has escrito tú esto? —preguntó él, tendiéndole la columna.

    —No —respondió ella al instante y comenzó a leerla. Cuando terminó, añadió—: Me hubiera gustado hacerlo. No es perfecto desde el punto de vista técnico pero transmite mucho.

    —Eres una romántica —comentó él y pensó que, también, era una de las mejores periodistas que había conocido—. Lo arreglaré un poco y lo imprimiré. No creo que se llame de veras Susan Billings, pero haremos el pago a ese nombre.

    —No lo arregles. Así transmite muy bien los sentimientos —sugirió Allie y se giró para irse.

    —¿Adónde vas?

    —A una reunión. Sobre violencia doméstica. Van a hablar sobre la Red de Refugios Seguros, un sistema de acogida para mujeres maltratadas y para niños.

    —Se supone que los pueblos pequeños son lugares idílicos. No deberían necesitar ese tipo de servicio. Avísame si podemos ayudar de alguna forma desde el periódico. Sin poner en peligro a nadie, claro.

    —Ni siquiera sé si me dejarán entrar. Imagino que quieren mantener sus identidades en secreto.

    Micah asintió, casi sin escuchar.

    —¿Cómo está tu madre? —preguntó, sin levantar la mirada.

    —¿Qué? —preguntó Allie, perpleja.

    —Tu madre. ¿Qué tal está? —repitió él, sintiéndose orgulloso de recordar que la madre de Allie había estado enferma.

    —Mejor, mucho mejor —repuso ella, un poco sorprendida por la pregunta.

    —Bien —comentó él con aire ausente—. Eso está bien.

    —Bueno.

    —¿Hay algo más, Allie? —inquirió Micah, al ver que ella titubeaba—. ¿Necesitas más días libres?

    —No. No, gracias. Bueno, me voy a la reunión. Pero tienes razón. ¿Cómo un lugar donde la gente piensa como la escritora de Ventana bajo el fregadero necesita una red de apoyo para mujeres maltratadas? No debería ser así.

    Capítulo 1

    Ventana sobre el fregadero, Taft Tribune: A veces, echo de menos a los héroes. Todos en los que creí cuando era joven resultaron tener pies de arcilla y se cayeron de los pedestales en los que los había colocado. Hoy fui a donar sangre. Miré alrededor a la gente que daba su tiempo de forma desinteresada y a los que también donaban su sangre. Vi a un sacerdote, al editor de un periódico, a una enfermera que dedicaba su día libre a sacar sangre y a medio equipo de fútbol del instituto de Taft. Y me di cuenta de que estamos rodeados de héroes que no necesitan subir a ningún pedestal porque no tienen tiempo para esas tonterías.

    Landy Wisdom no se parecía en nada al recuerdo que Micah guardaba de ella desde el instituto. Entonces, su cabello había sido dorado como el sol, sus ojos como las lilas que crecían en abundancia en el jardín de su abuela. Había tenido un cuerpo esbelto y delgado, que solía vestir con pantalones vaqueros de diseño, blusas de seda y rebecas de cachemir. Ropas que no habían sido compradas en los grandes almacenes del pueblo, como hacía la mayoría de la gente, sino en viajes a Cincinnati o Louisville. Era una joven de clase alta. Su abuela había sido dueña de la fábrica de cerveza y había sido una de las pocas personas del lugar que había tenido criados. Landy había salido con el hijo del abogado más prestigioso de Taft, que además había sido la estrella del equipo de fútbol del instituto.

    Pero había aún más cosas sobre ella. Su mejor amiga había sido Jessie Titus, nieta del ama de llaves de la vieja señora Wisdom. Landy había ayudado en las obras de caridad de su abuela. Había lavado platos en las cenas, limpiado después de los bailes y no se había perdido ni uno de los maratones benéficos celebrados en Taft.

    Micah recordó haber hablado con Landy en una ocasión mientras ella sudaba tinta china en nombre de los niños discapacitados. No llevaba impermeable porque le había dejado el suyo a la mujer del sacerdote y el barro le salpicaba las piernas mientras caminaba.

    —¿Quién eres? —había inquirido él, furioso contra todos los ricos del planeta. El hecho de que Landy Wisdom no encajara en su idea de «rica» le ponía aún más furioso. Pensaba que no era normal que la gente que lo tuviera todo ayudara a los demás aunque aquello significara mojarse, enfriarse y llenarse de barro.

    —Soy Landy, nada más —respondió ella, tranquila, con mirada herida—. Y siento no gustarte.

    Veinte años después, mientras observaba a Landy Wisdom tomando los datos de los donantes para un banco de sangre de la Cruz Roja, Micah se sintió apenado por haberla herido. Su profesión como periodista y algunas buenas inversiones lo habían convertido en uno de los ricos que tanto despreciaba y, junto con el dinero, había adquirido el conocimiento de que no hay tanta diferencia entre las personas.

    Pero aún se preguntaba quién era ella en realidad y qué había sucedido con la joven que recordaba. Su cabello se había oscurecido un poco y se había vuelto color miel. Sus ojos se habían tornado color violeta. Llevaba un suéter azul con vaqueros gastados, sin maquillaje, sin más joyas que dos pequeñas perlas como pendientes, sin siquiera brillo en sus uñas. Había engordado un poco con los años, pero no demasiado. Aún estaba hermosa.

    Aunque no tenía el aspecto de una mujer de la alta sociedad. Ni el de ser la chica más rica del pueblo. Era obvio que no se había subido al tren de la cirugía plástica, por las pequeñas arrugas que le habían salido alrededor de los ojos, de la boca y en la frente. Tenía todo el aspecto de tener su edad, treinta y seis años.

    —¿Es la primera vez que dona sangre?

    Micah se sobresaltó al escuchar su voz ronca, dirigida a él.

    —Es la primera vez que vengo aquí —respondió él, recordando la razón por la que estaba en el sótano de la iglesia metodista de Taft—. Acabo de mudarme aquí. Pero tengo la tarjeta de la Cruz Roja en alguna parte —murmuró y buscó en su cartera, sintiéndose patoso y tonto.

    —Vaya, maldita sea —dijo otra voz, más suave y alegre—. Mira, Landy, a quién estás tomando los datos.

    —No maldigas en la iglesia, Jess. Si lo haces, nuestras abuelas se levantarán de sus tumbas para castigarnos —dijo Landy y levantó la mirada.

    Micah se dio cuenta de que Landy lo había reconocido. Tenía los ojos más como pensamientos que como violetas, oscuros, misteriosos y trágicos.

    —Micah Walker —señaló ella, con un tono de cálida bienvenida en su voz—. Oí que habías vuelto con tu padre. ¿Has comprado el Tribune?

    Micah asintió.

    —Ya era hora de que alguien lo hiciera. A ver si tú puedes convertirlo en un periódico de verdad —comentó Jessie.

    Al oírla, Micah recordó que estaba ahí, sentada junto a Landy, y le tendió la mano:

    —Hola, Jessie, me alegro de verte —saludó él y, al ver la chapa que llevaba prendida en la chaqueta con el nombre de «Jessie Brown», recordó que era viuda.

    —Micah, ¿tienes tu tarjeta de donante? Me encantaría hablar contigo, pero hay alguien esperando.

    —Oh, lo siento —se disculpó Micah y se giró para ver a la persona que había detrás de él. Al descubrir que era su propio padre, sonrió—. No pasa nada, Landy, es un viejo conocido.

    Ella le devolvió la sonrisa y él reconoció en ella a la joven que había conocido en el instituto, aunque llevara fundas en los dientes delanteros.

    Después de que Jessie le sacara un litro de sangre, otros voluntarios le dieron un bocadillo de jamón y un vaso de zumo. Jessie le había aconsejado que esperara allí sentado un rato, para recuperar fuerzas.

    Micah dio las gracias a los voluntarios y, entre ellos, reconoció a la señora Burnside, su antigua profesora de Geometría. Luego, estuvo hablando con la mujer sentada a su derecha, Jenny, dueña de la cafetería del pueblo, conocida como Down y Jenny. Entonces notó que los pelos de la nuca se le erizaban y supo que alguien lo estaba observando con intensidad. Miró hacia la mesa de Landy, pero ella estaba ocupada atendiendo a los donantes. Se dio cuenta de que estaba pálida y de que le temblaban las manos. Frunciendo el ceño, miró hacia el otro lado de la mesa.

    Lucas Trent no había cambiado mucho en veinte años. Estaba un poco más gordo, pero aún era un hombre atractivo, con un indiscutible aire urbanita y un traje caro. Micah se preguntó, como tantas otras veces, por qué Trent se había quedado en Taft, cuando era de todos sabido que despreciaba aquel pequeño pueblo.

    El abogado solía colocarse junto a la valla en los partidos de fútbol:

    —Vamos, muchachos, burros de granja —solía gritar—. Proteged al delantero.

    El delantero era, por supuesto, Blake Trent, novio de Landy e hijo de Lucas.

    —Señor Trent —dijo Micah, haciendo un saludo con la cabeza.

    —Walker —repuso Trent, devolviendo el saludo—. He oído que has vuelto al pueblo. ¿Vas a quedarte mucho?

    —Sí, señor. He comprado el Taft Tribune.

    —Eres un hombre de éxito —comentó Trent con una expresión sombría—. Seguro que pronto te comprarás una casa en River Walk y comenzarás a codearte con gente como mi ex nuera. ¿No te has enterado del cotilleo todavía? —preguntó Trent, con gesto enojado. Los rasgos del sufrimiento estaban impresos en su rostro—. ¿Tu nariz de periodista no ha olido el escándalo?

    Micah se revolvió impaciente en su silla, preguntándose por qué su padre tardaba tanto, deseoso de marcharse.

    —No me meto en escándalos, a no ser que sean una noticia seria.

    —Es muy seria —repuso el abogado y se estremeció—. Blake está muerto. Y Landy tiene la culpa.

    Landy estaba recogiendo, intentando no fijarse en Lucas Trent pero, cuando vio la expresión de Micah, supo que Trent se lo había dicho.

    Micah creería cualquier cosa que Lucas le dijera. Ella nunca le había gustado y seguro que estaría ansioso de aceptar que, además de una pobre niña rica, era una asesina, pensó Landy.

    —Landy —llamó la señora Burnside—. ¿Me ayudas con esto?

    Aquello significaba pasar por delante de Lucas Trent y de Micah y sentir cómo sus miradas se le clavaban como dardos en la espalda. Se preguntó por qué las cosas tristes, como memorias dolorosas o personas que pensaran mal de uno, nunca se terminaban.

    —No te hundas —dijo Jessie con voz suave, poniéndose junto a Landy. Ponte recta y sonríe como si nada pudiera afectarte. No me hagas pellizcarte la espalda para que no te encojas como la abuela solía hacerte.

    Landy se estiró en la forma en que Evelyn Titus le había enseñado.

    —Nos vemos luego, Jessie. Dales un beso a los niños de mi parte —dijo Landy y esbozó una sonrisa antes de atravesar la habitación.

    —Hoy ha sido un día bueno —comentó la señora Burnside.

    Landy asintió, intentando pensar en algo que decir:

    —¿Qué le parece estar jubilada, señora Burnside?

    —Puedes llamarme Nancy, querida. Ya no estamos en clase de Geometría. Estar jubilada está bien. Echo de menos a los niños, sobre todo a los de primer año, que solían absorber la información como esponjas —confesó la señora Burnside y

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