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Una belleza salvaje
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Libro electrónico315 páginas6 horas

Una belleza salvaje

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Atrapada por el chantaje y el deber, Laura Penrose se vio obligada a casarse con el implacable primo de su amado en ausencia de éste. Años después, ya viuda, él regresó por fin.
Ford Barrett, el nuevo lord Kingsfold, siempre había creído que Laura lo había traicionado y que por tanto estaba en deuda con él. Le debía una boda… ¡y una noche de bodas!
Laura se sacrificó una vez por el deber… pero no volvería a sacrificarse para saciar su venganza. Sin embargo, aquel nuevo y peligroso Ford, de un atractivo casi salvaje, no atendía a razones, y Laura tenía que convencerlo de que nunca lo había traicionado, antes de que descubriera su más íntimo secreto…
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 jul 2011
ISBN9788490006252
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    Una belleza salvaje - Deborah Hale

    Uno

    Junio de 1821

    Ford Barrett sentía elevarse su espíritu mientras leía la carta que había esperado siete largos años recibir. Una carta que a menudo había desesperado de llegar a ver algún día. Una carta que acabaría con su largo exilio y que le permitiría reclamar todo aquello que le habían robado.

    Incluido su corazón.

    Después de un viaje de cinco meses y muchos miles de kilómetros, la carta había llegado aquel mismo día a Singapur. Ford y sus socios habían estado tan ocupados que no habían tenido tiempo de revisar la correspondencia hasta después de la puesta de sol.

    En aquel momento, los tres socios revisaban carta por carta a la luz de una vela, en la ancha veranda del bungalow de madera que habían levantado junto al almacén. La lluvia del monzón del sudoeste repiqueteaba suavemente en el tejado de hojas de palmera. La distante algarabía de una pelea de gallos se mezclaba con el inquietante lamento de los malayos y árabes en sus oraciones de la tarde. Los penetrantes olores a pescado, pantano de manglar e incienso invadían el aire bochornoso.

    Hadrian Northmore alzó la mirada de una de sus cartas para clavarla en Ford.

    —Malas noticias, ¿verdad? Nunca te había visto una cara tan agria.

    Ford hizo un tenaz esfuerzo por relajar los tensos músculos de su rostro para adoptar su habitual expresión indiferente. Detestaba que los demás pudieran adivinar sus verdaderos sentimientos: ni siquiera el hombre duro y orgulloso que lo había ayudado a labrar su fortuna.

    El comentario de Hadrian distrajo la atención de Simon Grimshaw de su propia correspondencia.

    —No serán más deudas, ¿eh, Ford? Creía que habías pagado las últimas hace siglos.

    —Así fue —repuso con tono ligero, dolido sin embargo de que le recordaran todas aquellas deudas que lo habían expulsado de su patria para arrojarlo a aquel purgatorio del trópico.

    Tantas cosas habían sucedido desde entonces, y él mismo había cambiado tanto desde su alocada e irresponsable juventud, que a menudo tenía la sensación de que todo aquello pertenecía a otra vida. Pero cuando los pensamientos de Laura Penrose avivaban el siempre latente ultraje de su traición, la sensación era la opuesta, como si apenas hubiera sucedido el día anterior. La carta que tenía sobre el regazo se lo había recordado como un golpe en una herida sin curar.

    Se había enamorado perdidamente de ella y prometido en matrimonio. Por aquel entonces Laura había sido consciente de su incapacidad para casarse mientras él no hubiera heredado el título y el patrimonio de su primo, con lo que había consentido en esperar. Así fue hasta que un día Ford recibió una lacónica nota suya dando por roto el compromiso e informándole de que pretendía desposarse precisamente con su primo Cyrus, que no con él. Sólo aquel desplante ya habría resultado suficientemente difícil de soportar, pero todavía había habido más: al casarse con su primo, Laura había puesto también en peligro las expectativas de herencia del propio Ford. Porque si Laura engendraba un hijo con Cyrus, Ford jamás llegaría a heredar el título y las propiedades que habían pertenecido a su familia durante siglos. Lo que más lo atormentaba de su traición era la venenosa sospecha de que ella lo había manipulado para poder desposarse con su acaudalado primo.

    —Si no tiene que ver con tus deudas... ¿de qué se trata? —preguntó Hadrian con su voz profunda, ejemplo del habla cadenciosa de su Durham natal. Era un coloso cuya fortaleza contenida y feroz majestuosidad recordaban un tigre al acecho.

    —No son en absoluto malas noticias —alisó los bordes del papel, casi como para asegurarse de que era real—. Esta carta procede de un abogado de Londres, informándome de la muerte de mi primo Cyrus ocurrida hace un año... y de mi derecho a sucederlo como lord Kingsfold.

    —¡Felicidades, milord! —Simon se levantó de la mesa para hacerle una reverencia. Aunque de físico no tan imponente como sus dos socios, su aspecto era de una dureza especial, como la de un consumado superviviente—. Esto se merece un brindis —y se marchó en busca de la botella de aguardiente, cojeando ligeramente de la pierna izquierda, tal y como solía sucederle al final de una larga jornada de trabajo.

    Mientras tanto Hadrian se quedó mirando fijamente a Ford, arqueando una ceja.

    —Supongo que a partir de ahora esperaréis que os saludemos con una reverencia y os llamemos por vuestro título, ¿verdad, milord?

    La broma de su socio sacó a Ford de su amargo ensimismamiento.

    —Por supuesto. Aunque, como favor particular hacia vosotros, no necesitaréis postraros en el suelo ante mí.

    —Qué generosidad la vuestra —rió Hadrian, burlón.

    Seguían con aquellas irreverentes bromas cuando Simon reapareció con tres vasos y una botella de licor de Batavia.

    —Tan contento me he puesto de saber de tu buena suerte, Ford, que hasta me he olvidado de darte el pésame por el fallecimiento de tu primo. ¿Estabais muy unidos?

    —La verdad es que no —Ford tomó el vaso que Simon le ofrecía—. Cyrus era mayor que mi padre, así que para mí era una especie de tío lejano. Un viejo solitario.

    Aunque no tan solitario como para haber podido resistir las halagadoras atenciones de una hermosa joven, y sí lo suficientemente estúpido como para no haberse dado cuenta de que ella sólo había buscado su fortuna. ¿Habría fingido Laura al menos una sombra de dolor cuando su marido se despidió de esta vida? ¿O acaso había celebrado su herencia con una bebida algo más sofisticada que el aguardiente?

    Simon descorchó la botella y vertió una generosa dosis del licor amarillo en cada vaso. En Inglaterra, aquel brebaje disfrutaba de una gran demanda para elaborar los ponches de moda, pero Ford y sus socios lo preferían solo.

    —¿Qué harás ahora? —inquirió Hadrian mientras Simon le tendía su vaso—. ¿Vender tu parte y salirte del negocio? ¿Navegar de vuelta a casa y olvidarte de que has aprendido a trabajar duro para ganarte hasta el último chelín?

    Ford le sostuvo firmemente la mirada.

    —Eso nunca se me olvidará, espero.

    El trabajo había sido su salvación: una oportunidad de demostrarse a sí mismo que podía tener éxito en algo. Y también había significado una necesaria válvula de escape, una evasión. Su objetivo había sido trabajar duro cada día hasta caer rendido por las noches en la cama, y dormirse antes de que los amargos recuerdos o los torturantes sueños tuvieran alguna posibilidad de hostigarlo.

    Pero aunque el trabajo duro lo había convertido en un hombre rico, no había conseguido librarlo del pernicioso hechizo de Laura. Cada vez que aspiraba alguna vaharada de perfume a azahar, la respiración se le aceleraba. Cada vez que oía los acordes de una cierta música, un doloroso anhelo le devoraba las entrañas. Y cada vez que yacía con una mujer, no podía dejar de imaginarse que era a Laura Penrose a quien tenía en sus brazos.

    —Pretendo volver a Inglaterra —continuó. Por un tiempo al menos. Necesitaré poner en orden mis asuntos allí. Muchas veces hemos hablado de abrir una sede en Londres. Ésta podría ser la ocasión adecuada.

    Ford no les contó a sus compañeros la otra razón para su regreso a Inglaterra, aunque llevaba años planeándola, esperando a que surgiera la oportunidad. Recordó en aquel momento su largo viaje de exilio, con su corazón y su orgullo tan lacerados y maltrechos que hasta había pensado en arrojarse por la borda para escapar del dolor. Lo único que lo había salvado de la desesperación era su insaciable sed de reclamar algún día todo lo que le habían robado.

    Tras beberse de un golpe el fuerte licor, Ford se dedicó a elaborar su plan.

    Obligando a Laura a casarse con él, recuperaría el control sobre la fortuna que ella había heredado de su primo: una fortuna que debería haber sido suya desde el principio. Una vez que poseyera a Laura, el último símbolo tangible de sus errores de juventud, una vez que se acostara con ella con el fin de saciar siete años de deseo insatisfecho, destruiría la infernal fascinación que siempre había ejercido sobre su persona. Y su vida y su corazón volverían a pertenecerle.

    Hadrian alzó en aquel instante su vaso a modo de brindis.

    —Sí, ésta podría ser la ocasión adecuada para abrir una rama londinense de la Compañía Vindicara. No confío en esos melosos diplomáticos de Whitehall: no me extrañaría que terminaran entregando Singapur a los holandeses con la firma de algún que otro tratado. Necesitaremos estar preparados por si eso sucede.

    —Y hasta que eso suceda —Simon levantó su vaso— seguiremos ganando dinero a espuertas.

    Todos brindaron por ello.

    —Hablando de dinero —dijo Hadrian mientras Simon rellenaba los vasos—, cuando vuelvas a Inglaterra, ¿me harías el favor de llevarle una suma a mi hermano? Ahora que Julian ha terminado sus estudios de leyes, tiene intención de postularse para el parlamento en las próximas elecciones. Y un escaño en los Comunes no sale nada barato.

    —Con mucho gusto haré todo lo posible por tu hermano —más de una vez se había preguntado Ford por qué su socio nunca había gastado ni un solo penique en sí mismo. Cualquier beneficio que Hadrian dejaba de invertir en la compañía, se lo enviaba a su hermano. Aunque nunca habían hablado de ello, quizá cada uno había sospechado un secreto y apasionado objetivo en el otro. La fortuna por la que tanto habían trabajado sólo era un medio para un fin ulterior.

    —Ahora que lo dices... —Hadrian se recostó en su silla y miró a Ford con expresión solemne, por encima de sus lentes—, una vez que te hayas instalado, quizá podrías utilizar tus contactos para ayudar a Julian a encontrar una esposa adecuada.

    Para entonces Ford ya había apurado su segundo vaso de licor y empezaba a sentirse algo menos reservado de lo usual.

    —¿Y qué clase de esposa sería ésa? No soy el más indicado para dar sabios consejos sobre mujeres.

    Hadrian reflexionó por un momento.

    —Alguien de buena cuna y con útiles contactos que pudiera ayudarlo a medrar. Una mujer lo bastante robusta como para darle muchos hijos, pero, al mismo tiempo, lo suficientemente bella como para que no tenga empacho en encamarse con ella para engendrarlos. Pero, sobre todo, procura por favor que se mantenga alejado de las cazafortunas.

    —A ese respecto, puedes estar tranquilo —repuso Ford, apretando su vaso con fuerza. Haría todo cuanto estuviera en su poder para poner al joven Northmore en guardia contra mujeres como Laura Penrose.

    Con una risa ronca, Hadrian apuró su vaso.

    —No hay necesidad de planificarlo todo esta noche, ¿verdad? Transcurrirán meses antes de que cambien los vientos y puedas zarpar rumbo a Inglaterra. Cualquier cosa podría suceder hasta entonces.

    Las palabras de su socio le provocaron un escalofrío. El primo Cyrus llevaba muerto más de un año y todavía quedaban nueve o diez meses antes de que Ford tuviera esperanzas de alcanzar Inglaterra. ¿Y si, en el ínterin, la viuda de su primo ponía fin a la transparente farsa de su luto para casarse con otro viejo estúpido, a la busca de su fortuna?

    Si eso sucedía, ignoraba si alguna vez sería capaz de liberarse de su hechizo.

    Abril de 1822

    —Por favor, mamá, necesitas comer más —Laura destapó el plato de comida y se inclinó sobre la cama para ponerlo debajo de la nariz de su madre—. No hará ni tres horas que el querido señor Crawford ha pescado esta espléndida trucha, y nos la ha traído expresamente con la idea de despertar tu apetito.

    ¿Y quizá también con la idea de ver a Belinda? Por mucho que Laura apreciara su regalo, habría preferido que Sidney Crawford venciera su timidez y se declarara de una vez por todas a su hermana. Porque entonces podrían permitirse comer pescado tantas veces como quisieran, comprar algún que otro vestido nuevo y quizá incluso llevar a su madre a Bath a tomar las aguas.

    Y, lo mejor de todo; su familia podría desalojar la casa que había sido su hogar durante casi siete años, antes de que su nuevo dueño volviera del extranjero para echarlas de allí. Laura habría dado cualquier cosa con tal de evitar un encuentro con el hombre que antaño se había comprometido con ella, para luego abandonarla en su hora de mayor necesidad.

    —Qué amabilidad... la de ese joven —la frágil y menuda señora Penrose intentó sentarse en la cama. El esfuerzo la dejó agotada—. Eres... demasiado indulgente... con una molesta... inválida.

    —Tonterías —Laura intentó ignorar la cruda evidencia de lo mucho que había declinado la salud de su madre durante el último invierno—. Nadie se las arregla para molestar menos que tú.

    A veces temía que su madre optara un día por morirse discretamente con tal de no volver a molestar a nadie. Laura habría sido capaz de remover cielo y tierra con tal de satisfacer cualquier deseo suyo menos aquél.

    La señora Penrose, que había estado conteniendo el aliento, aspiró por fin la suculenta fragancia que se alzaba del plato.

    —Huele bien. Y Cook la ha preparado justo como a mí me gusta: cocinada con muy poca agua, sin ricas salsas que encubran su delicado sabor.

    Laura esbozó una sonrisa triste. ¿De verdad creía su madre que Cook poseía los ingredientes necesarios para elaborar una rica salsa, incluso aunque así lo hubiera querido?

    Tal vez sí. Ya en vida de su padre, su madre había poseído una notable capacidad para pasar por alto todo aquello que amenazaba con enturbiar su idílica visión del mundo. En aquel momento, su eterno aire de frágil asombro hacía que la casa entera conspirara para protegerla de cualquier evento desagradable. Aquella conspiración protectora crecía cada vez más conforme el número y la variedad de preocupaciones lo hacía también, mes a mes. Pero Laura no podía permitirse el lujo de fingir de la misma manera. Un leve suspiro escapó de sus labios mientras depositaba la bandeja en el regazo de su madre.

    La señora Penrose alzó la mirada con una expresión de vaga pero enternecedora preocupación.

    —¿Te encuentras tú bien, querida? Pareces cansada, y has adelgazado mucho este invierno. Soy consciente de lo mal que lo has pasado desde que murió Cyrus.

    —Ha sido un largo invierno —Laura evitó mencionar a su difunto marido por miedo a que su tono pudiera traicionar sus verdaderos sentimientos.

    Porque al margen de la difícil situación en que el fallecimiento de Cyrus Barrett había dejado a la familia, Laura, como viuda, se sentía mucho más feliz de lo que lo había sido nunca como esposa suya. No dudaba de que era una malvada por albergar tales sentimientos, pero después de la manera en que él la había tratado, no sentía en su alma ni una gota de sincero dolor por su muerte.

    —Pero la primavera ha llegado por fin —añadió—. Ése es el único tónico que necesito. Y ahora, cómete la trucha del señor Crawford antes de que se enfríe.

    Habían sobrevivido al invierno, se recordó Laura con un punto de orgullo. Ahora que las noches empezaban a templarse, ni sus hermanas ni ella tendrían que compartir una cama para entrar en calor. El jardín de la cocina pronto produciría verduras con las que aumentar sus magras raciones.

    Pero la primavera llevaba aparejado también un evento mucho menos agradable. Los vientos de abril y mayo solían traer a los barcos de las Indias Orientales a las costas de Inglaterra. Acababa su madre de pinchar un pedazo de pescado cuando se oyeron unos enérgicos golpes en la puerta.

    —Adelante —dijo Laura, algo temerosa.

    La puerta se abrió y el mayordomo de Hawkesbourne, el señor Pryce, entró con paso desusadamente animado. Una amplia sonrisa iluminaba la habitualmente solemne dignidad de sus rasgos.

    —Milady… ¡el amo Ford… esto es… lord Kingsfold acaba de llegar! Está esperando en el salón. Le he dicho que os avisaría en seguida para que le dierais la bienvenida.

    Laura intentó articular una respuesta, pero no pudo. Una tormenta de contradictorios sentimientos la barrió por dentro ante la perspectiva de enfrentarse al hombre que la había abandonado después de que ella le hubiera entregado, de una manera tan inocente, su confianza y su amor.

    Si su familia no hubiera dependido de ella para su supervivencia, se habría dado un gran placer denunciando a Ford Barrett por su pasado comportamiento. Pero no podía permitirse el lujo de ventilar su dolor y su rabia. Por el bien de su madre y hermanas, tendría que comportarse con la mayor cortesía posible. Un hombre con tan pocos escrúpulos como él no dudaría en expulsar a su familia de su casa, a la menor provocación por su parte. Pero si esperaba encontrar a la misma indefensa y crédula chiquilla a la que había abandonado siete años atrás, lord Kingsfold no tardaría en descubrir su error.

    ¿Qué diantre estaba pasando? Ford descorrió los pesados cortinajes para dejar

    entrar algo de luz en el salón. Su lóbrega penumbra parecía convertir el mobiliario cubierto por sábanas en una partida de fantasmas. Aquella casa… ¿acaso había permanecido cerrada durante todo el invierno, mientras Laura se paseaba por Londres o acaso por Europa?

    Si así era, debía de haber regresado hacía poco. Desde el instante en que entró en la casa, su leve fragancia a azahar lo había dejado cautivado. Antes incluso de que Ford expresara su deseo de verla, Pryce había partido casi a la carrera, murmurando que debía ir a buscarla al objeto de que recibiera al nuevo amo. Al menos eso había proporcionado respuestas a las más urgentes preguntas de Ford. Laura estaba en casa y aún no había encontrado nuevo marido. Durante el viaje, se había visto torturado por la posibilidad de que hubiera vuelto a casarse. No habría podido soportar que se le hubiera escapado entre los dedos una vez más, para así poder continuar haciéndole la vida imposible durante los años venideros.

    El leve rumor de sus pasos acercándose le hizo sentirse como si fuera un auténtico volcán: un corazón de ardientes emociones rodeado por un caparazón de duro y frío autocontrol. No se atrevía a entrar en erupción, por mucho que deseara hacerlo, vomitando acusaciones y reproches. La más simple sospecha de sus verdaderos sentimientos podía ahuyentar a Laura y hacerla huir. Y eso habría dado al traste con todos sus planes.

    De manera que se preparó para afrontar aquel encuentro sin traicionar la furia que hervía en su interior. Los años que había pasado esforzándose por labrar su fortuna le habían dado suficiente práctica. Indudablemente, debía gran parte de su éxito comercial a su capacidad para disimular sus emociones. Y sin embargo nada durante aquellos siete últimos años había puesto tanto a prueba su férreo autocontrol como aquella entrevista con Laura.

    Entró en la habitación portando una vela. La luz arrancaba reflejos a su cabello rubio claro, que se había oscurecido hasta adquirir un tono que a Ford le recordó de inmediato el de la sidra dulce. En su mayor parte lo llevaba recogido en lo alto de la cabeza, en ondulantes mechones, aunque algunos rizos sueltos acariciaban el óvalo de su rostro como los besos de un tierno amante.

    En el instante en que traspuso el umbral, lo saludó con una formal reverencia.

    —Bienvenido a casa, lord Kingsfold. Tenéis un aspecto muy próspero. Se nota que habéis sacado buen provecho del tiempo que habéis pasado en las Indias.

    Ningún otro comentario suyo habría conseguido despertar la ira de Ford con tanta rapidez. Necesitó de toda su capacidad de autocontrol para disimularla bajo un frío tono de ironía.

    —Parecéis sorprendida. ¿Esperabais acaso verme volver de las Indias cubierto de harapos? Tenéis que saber que, durante estos siete últimos años, he amasado una considerable fortuna.

    —Os felicito —Laura no fue capaz de esconder el brillo de avaricia que asomó a sus ojos, o al menos eso le pareció a Ford—. ¿Qué os ha hecho pues abandonar una vida tan cómoda para emprender un viaje tan largo por culpa de una modesta finca de campo?

    ¿Despreciaba acaso la finca? Pero, si ése era el caso, ¿por qué no había vacilado en arrebatársela?

    —Hawkesbourne y el título de mi familia siempre han sido más importantes para mí que cualquier suma de dinero, lady Kingsfold. Qué extraño sueña este nombre, ¿verdad? Quizá prefiráis que me dirija a vos de otra manera… —tenía en mente un buen número de cosas que le gustaría llamarle, ninguna de ellas halagadora.

    Su sugerencia la puso en movimiento. O quizá fuera el brillo amenazador de su mirada, que parecía incapaz de ocultar. El caso fue que Laura se dedicó a recorrer la habitación, encendiendo las velas con la que había llevado.

    —Antaño nuestras relaciones eran lo suficientemente cordiales como para llamarnos por nuestros nombres. ¿No podríamos continuar haciéndolo?

    Seguía moviéndose con rítmica elegancia, como si cada paso formara parte de una seductora danza. Una vez que acabó de encender las velas, se detuvo a un par de pasos de él y le clavó una mirada inquisitiva. Saliendo de su ensimismamiento, Ford recordó la pregunta que le había hecho y cuya respuesta todavía estaba esperando. ¿Pretendería con ello retomar la relación allá donde la habían dejado, como si aquellos siete años nunca hubieran tenido lugar? Aunque eso habría encajado perfectamente en sus planes, la despiadada audacia de la sugerencia lo llenó de cólera. Permaneció callado por un momento, sopesando su respuesta.

    Mientras tanto se dedicó a estudiarla, comparando su aspecto actual con el que había idealizado su recuerdo. Antaño había pensado que sus ojos eran de un azul tan puro y cristalino como un cielo de verano. En aquel momento, en cambio, los veía nublados de secretos, capaces incluso de apasionadas tormentas.

    Su rostro se había adelgazado un tanto, lo que daba a su fina mandíbula cierto aspecto de dureza. Pero sus labios seguían siendo tan llenos y sensuales como recordaba: como una suculenta fruta tropical en su punto exacto de madurez.

    —Debo confesar que nunca pensé en vos como lady Kingsfold… Laura —le resultó imposible pronunciar su nombre sin paladearlo.

    Aunque sus rasgos no traicionaron indicio alguno de que eso le importara, la llama de la vela que sostenía en la mano parpadeó hasta apagarse de pronto.

    —Debo disculparos por el pobre recibimiento que os estoy ofreciendo. De haber sabido que veníais, nos las habríamos arreglado para preparar mejor este encuentro.

    ¡Qué desfachatez la de esa mujer! ¡Darle la bienvenida en su propia casa, cuando resultaba evidente que había acogido su presencia como si fuera una plaga! Obviamente había esperado que se quedara a un mundo de distancia de allí, para así poder seguir representando el papel de milady a su costa.

    —Quizá habríais preferido que os hubiera advertido de mi llegada… —Ford utilizó un tono más brusco del que había pretendido—. Así os las habrías arreglado para estar en cualquier otra parte.

    —¡Por supuesto que no!

    El brillo de un distante relámpago asomó en el azul claro de sus ojos. Ford supuso que debía de contrariarla que él pudiera distinguir, bajo su máscara de cortesía, el desdén que sentía por su persona.

    —Aunque debo admitir que eso se debe, en parte… —añadió ella—, a que no tengo lugar alguno a donde ir.

    —No podéis hablar en serio —Ford empezó a pasear por la habitación, rodeándola a una distancia prudencial—. Según la carta que recibí del abogado, vos habéis heredado todo el patrimonio personal de mi primo, mientras que Hawkesbourne me pertenece por derecho propio. Seguro que una joven y hermosa viuda como vos, poseedora de una fortuna semejante, se encuentra en plena libertad de instalarse donde se le antoje.

    Maldijo para sus adentros. No había querido llamarla «hermosa», aunque eso era ahora más cierto que nunca. Laura, sin

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