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La soledad de Alcuneza: Historia de espuela y de espada
La soledad de Alcuneza: Historia de espuela y de espada
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Libro electrónico592 páginas8 horas

La soledad de Alcuneza: Historia de espuela y de espada

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"Una de las novelas sobre la guerra civil española más singulares y notables [...]. Al modo de las narraciones renacentistas, sus personajes, oficiales de caballería destinados en la que sería una de las últimas unidades de esa arma, llamada a desaparecer, hablan y actúan con espíritu aristocrático, y caballerosa y noblemente tratan al enemigo, que no aparecerá en estas páginas ni vituperado ni insultado (y debe de ser también la única novela sobre la guerra civil en la que no se habla ni una sola vez de Franco, Azaña o Pasionaria). Ha pasado, diríamos, el tiempo de la retórica y, por tanto, el de la propaganda. No hallaremos aquí tampoco ni la banalidad salvaje ni la cursilería frecuentes en la literatura de su bando. Todo sucede en no-lugares, remotos destinos alejados de los frentes prestigiosos en los que la muerte, no obstante, no es menos implacable. El tono: romántico, elegiaco, acorde a los paisajes fantasmagóricos, líricos, solitarios. Y el resultado: una novela notable por su misteriosa originalidad [...] un hombre que supo [...] que el supremo romanticismo es el de aquellos que hacen una guerra a sabiendas de que la perderán, incluso ganándola."
Andrés Trapiello, Las armas y las letras
"García de Pruneda vivió nuestra guerra, a juzgar por esta novela, en gran parte testimonial, con un espíritu inequívocamente romántico [...]. Un suave tono elegíaco, en que el natural ingrediente de la melancolía se mezcla con los de un sagaz intelectualismo, entona el conjunto de la novela, de sostenido interés por el desfile de tipos y correlativa abundancia anecdótica. Crónica y reportaje se funden en novela cuyo protagonista es, realmente, la guerra en sus múltiples peripecias."
Melchor Fernández Almagro, ABC, 2 de septiembre de 1962
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 jun 2013
ISBN9788417146177
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    La soledad de Alcuneza - Salvador García de Pruneda

    LA SOLEDAD DE ALCUNEZA

    Salvador García de Pruneda

    LA SOLEDAD

    DE ALCUNEZA

    (Historia de espuela y de espada)

    © Herederos de Salvador García de Pruneda

    © 2013. Ediciones Espuela de Plata

    www.editorialrenacimiento.com

    POLÍGONO NAVE EXPO, 17 • 41907 VALENCINA DE LA CONCEPCIÓN (SEVILLA)

    tel.: (+34) 955998232 • editorial@editorialrenacimiento.com

    LIBRERÍA RENACIMIENTO S.L.

    Diseño de cubierta: Alfonso Meléndez

    Texto revisado por Antonio Duque Amusco

    ISBN: 978-84-17146-17-7

    NOTA ACLARATORIA A ESTA EDICIÓN

    ALCUNEZA CABALGA DE NUEVO

    Bad Godesberg (Alemania), 1957. Hace dieciocho años que la guerra civil acabó. Hace dieciocho años que el autor, desde la cama del hospital, donde pasó una larga temporada para curarse de las heridas producidas en el frente, decide escribir una novela sobre la guerra civil, la que él había vivido. Hubo varios intentos fallidos, pero finalmente el proyecto de llevar a cabo una novela inició su andadura con el título provisional de Las cabalgadas .

    Dos años más tarde, en 1959, Salvador García de Pruneda pone punto final a esta novela y comienza a pasarla a máquina. El original mecanografiado es presentado a varias editoriales hasta que finalmente la madrileña casa editorial Cid decide optar por su publicación, no sin poner una objeción, pues a juicio del editor, la novela resultaba ser demasiada larga y ello exigiría su publicación en dos tomos, aspecto que iba a hacer más difícil su comercialización. El editor pide entonces al autor que trate de reducirla, petición a la que García de Pruneda accede pero con la condición de que no fuese él mismo quien se encargara de esa labor de aligerar y recortar la novela, sino que fuera un tercero quien se hiciera cargo de la tarea. Y así se hizo: un asesor del editor fue quien eliminó una serie de párrafos, sobre todo descriptivos, que no perjudicaron al ritmo de la novela. Los cortes propuestos no solo fueron autorizados por el autor sino que incluso este llegó a elogiarlos. Fue así como La soledad de Alcuneza apareció en las librerías a finales de 1961. A esta primera edición le siguieron otras ediciones en 1962 y 1965 y ya algunos años más tarde, en 1976, la Editorial Magisterio Español, nuevamente publica la obra en una edición de bolsillo de su colección Novelas y Cuentos.

    Desde entonces ha habido un silencio editorial con esta novela que hoy vuelve a romperse con esta nueva edición en la colección de Narrativa de Espuela de Plata. La idea de reeditarla surgió cuando hará un par de años contactó con nosotros Joaquín Puig de la Bellacasa, que nos propuso buscar editor para publicar de nuevo el libro. Entonces le contamos las circunstancias que rodearon a la publicación de la primera edición, y que se repitieron siempre en las sucesivas, que no hacían sino reproducir fielmente la versión reducida de Ediciones Cid. Le sugerimos, pues además ese era el deseo del autor, que podía ser una buena oportunidad de dar a los lectores una publicación de la edición ne varietur, es decir, tal como fue concebida allá en 1959, sin recortes ni supresiones. La propuesta le pareció magnífica y nos pusimos manos a la obra: acudimos al original que el autor había mecanografiado y que fue el que sirvió a Ediciones Cid para editar el libro. En este original estaban perfectamente indicados los párrafos eliminados. Tras el trabajo de nueva transcripción y revisión lo presentamos a Ediciones Espuela de Plata que acogió el proyecto con interés. Desde aquí queremos dejar constancia de nuestro profundo agradecimiento a Joaquín Puig de la Bellacasa, quien, con gran entusiasmo, ha colaborado con nosotros para que este libro salga por quinta vez y al fin tal como se concibió.

    Ahora, en esta nueva edición, esperamos que Alcuneza cabalgue de nuevo por los caminos que sus lectores escojan.

    Madrid, abril de 2013

    SOL GARCÍA DE PRUNEDA LA TORRE

    SALVADOR GARCÍA DE PRUNEDA LA TORRE

    A mi padre, que sirvió cincuenta años, que combatió en cuatro campañas; unas, afortunadas; otras, adversas.

    NOTA PRELIMINAR

    En el mes de junio del año 1939, la paz ganada, mi unidad, después de casi tres años de guerra, dio con sus huesos en el campamento de Retamares. Está este campamento situado al oeste de Madrid, hacia el kilómetro 4 de la carretera de Boadilla del Monte, a los 40º 24’ de latitud Norte y 3º 48’ de longitud Oeste de Greenwich. Sus instalaciones permanentes, unos humildes edificios de ladrillo, casi todos ellos de una sola planta, se cobijan en el arranque de una vaguada por la que corre un arroyo que, penetrando en la Casa de Campo entre Rodajos y la puerta de la Vereda vierte sus aguas, cuando las hay, que no es siempre, en el río Manzanares, muy cerca de los puentes del Rey y de Segovia. Llámase el arroyo de los Meaques, nombre identificado por Schulten con Meacum, mansión de la calzada de Segovia a Titulcia según el Itinerario Romano de Antonino ¹.

    Los edificios se disponen simétricamente en líneas paralelas que el pabellón de Oficiales, como pretorio, corta normalmente. Esta disposición y el nombre del arroyo recuerdan a la Roma provincial y legionaria y el campamento semeja a un castro. Unos pinos, plantados por el General Marvá en 1890 y que la dureza del clima han limitado en su desarrollo, haciéndolos canijos, ponen la única nota frondosa. El resto del terreno es el monte bajo, amarillo de retama, de ahí su nombre, que en amplias llanadas y redondas vaguadas se extiende hasta confinar por el Norte con un monte con algo de labor que se llama la Tierra del Palo, por el Este con la Casa de Campo, por el Sur con las dehesas del Campamento de Carabanchel y de la Venta de la Rubia y por el Oeste con el Ventorro del Cano. En la breve vega del arroyo Meaques se cultiva un poco de alfalfa, la sola riqueza de todo el contorno. El suelo es malo y arenoso y no sirve sino para galoparlo en todas direcciones, corriendo liebres, que allí son muy bravas.

    Ignoro desde cuándo aquella tierra pertenece al Ramo de Guerra, pero su militar destino me parece indudable, entre otras cosas porque aquella retamaresca finca, brava, dura, fuerte y pobre, sólo para desplegar Unidades en orden de batalla y entrenar tropas con fuego real, sirve.

    En los confines de Retamares con la Tierra del Palo, a la vera del camino de las Cabeceras que va a Pozuelo de Alarcón, a 720 metros de cota², en un pastizal grande y llano, hay un almendro. No he podido saber quien lo plantó, aunque de seguro no fue el General Marvá, el genio forestal del lugar, pues aunque le adornaban muchas prendas, no era poeta y sólo un poeta podía haber plantado un almendro en aquel sitio donde los hielos malogran irremisiblemente el fruto cuando la flor se abre al sol carpetano. Yo visitaba todas las tardes de febrero el almendro, espiando anhelante la floración, que sabía no había de durar más que unas horas, pues el aire sutil del Guadarrama vecino no había de perdonar a la flor que ingenua se desplegaría al mediodía esplendente del invierno castellano.

    Eran mis visitas al almendro como la emboscada de la belleza, tanto más bella cuanto más efímera. Hasta que una tarde el almendro era blanco, por unas horas, sobre el monte amarillo y cárdeno. Luego la flor, aterida, moría en un instante y el pastizal volvía a ser sólo cárdeno y amarillo, que el romero y la retama aguantaban bravamente los embates del cierzo.

    De vez en cuando, algunos de los oficiales que conmigo estaban, me acompañaban en mi emboscada estética. Echábamos pie a tierra y teniendo con la brida larga a los caballos, nos sentábamos al borde del camino. Así vine en conocimiento, al pie del almendro, en la hora confidencial del crepúsculo que de lejos se anuncia en la llanada, de cosas que algunos de mis compañeros de armas habían escrito. Más tarde, y en circunstancias que en cada caso explicaré de encontrar editor que los publique, me fueron confiados los manuscritos de estas obras que, en su más amplia acepción son libros.

    Cuidadosamente los he recopilado, corregido sus faltas materiales y ordenado y es mi intención, pasados los años y, según las condiciones que sus distintos autores me impusieron al confiarme los originales, darlos a conocer bajo el título general de «Libros de Retamares».

    Fueron, en efecto, en el campamento de Retamares escritos y varios de ellos allí pensados, concebidos y, desde luego, paridos.

    Por otra parte, atañen todos ellos, en mayor o menor grado, a la cosa militar. Como más arriba he indicado ya, el carácter castrense de Retamares es indudable. Lo es en su geografía, en su paisaje, en su historia. El alma de Retamares es militar y difícilmente en la ancha España podría encontrarse otra tierra que mejor encarnase el espíritu heroico de los Ejércitos, porque es abierta, es pobre y es bella.

    Ya el nombre de Meacum en el Itinerario de Antonino nos dice algo sobre su valor logístico en la España romana. En el Magerit árabe, Retamares era la puerta del camino del Tajo y el Guadiana. Los pinos que plantó Marvá son como la versión vegetal de aquellos celtíberos cuya fidelidad alababa Tito Livio en sus Décadas. El almendro, que todos los años muere joven para renacer después, es lírico como Garcilaso, como los jóvenes capitanes que desde los tiempos de Italia mueren alegres en campaña a los veinticinco años, porque ese es su oficio.

    La tierra de Retamares es amplia, abierta y sincera. Las flores de la retama, humildes y candorosas, se abren en los redondos lomos de las vaguadas. Cuando el viento brama, los matorrales se agitan levemente pero, fuertemente enraizados, aguantan firmes sin hurtar el cuerpo leñoso. Porque así creo que son los libros de mis conmilitones, sinceros y valientes, trato de publicarlos.

    Tengo que decir, por último, que Retamares es un cantón de la plaza de Madrid. Esto explica, en parte, el tiempo de que dispusieron durante su servicio activo, mis compañeros de armas para escribir sus obras. Los oficiales destinados en los cantones están exentos de los servicios de guarnición, como guardias de plaza, comisiones en entierros y funerales, formaciones de honores, vigilancia, y otros por el estilo, que absorben muchas horas sin gran provecho. Las veladas campamentales eran largas y algunos dieron en escribir.

    Hoy doy a la luz el «Primer Libro de Retamares», escrito por el teniente de complemento de Ingenieros don Juan Alcuneza y Miralcampo, licenciado en Filosofía y Letras, graduado de doctor por la Universidad de Madrid y en Derecho por la de Salamanca. Nació el teniente Alcuneza en Brihuega, cabeza de partido judicial de la provincia de Guadalajara y villa importante de la Alcarria, en cuyo centro se alza, en el año 1913. Estudió las primeras letras en su villa natal y el Bachillerato en el Instituto General y Técnico de Guadalajara. Este Instituto, que hoy se llama de Enseñanza Media, está instalado en el antiguo Convento de la Piedad y Colegio de Doncellas. Tiene un bello claustro renaciente de dos cuerpos, con columnas dóricas sobre las que apean, a guisa de entablamento, grandes zapatas de madera labrada. Un zócalo de un metro cincuenta de alto de azulejos de arista de Talavera, guarnece las paredes del claustro bajo y en el centro del patio hay una gran palmera, entibada la tierra que la sostiene, por azulejos idénticos a los de las paredes. El teniente Alcuneza, según me contó al pie del almendro, se había iniciado en la lengua latina a la sombra de la palmera, traduciendo tumbado boca abajo a César primero y luego a Salustio. De la «Guerra de Yugurta» le venía, decía él, su amor a la Caballería.

    Era alto y bien portado. Su sobriedad, que le era natural, le mantenía delgado. Rompía de vez en cuando la línea casi ascética de su vida, bebiendo, como un desaforado, con vehemencia. Luego, volvía sin esfuerzo a la mesura. Sus ojos eran pequeños y vivos y su nariz bien cortada. Algunas mujeres le miraban, pero como nunca perseveró en materia amorosa, no tuvo éxitos notables. Montaba aceptablemente y quizás hubiese llegado a ser un buen jinete. Las piernas primaban sobre el tronco y su mano era suave.

    Cuando su reemplazo, el de 1934, fue desmovilizado, pidió el licenciamiento. El coronel primer jefe le llamó, y diciéndole que era un buen oficial le instó a que se quedase en el Ejército, pasando a la Academia para hacerse militar de carrera. Alcuneza contestó que nunca se había podido aprender la tabla de multiplicar del nueve, lo que era una grave limitación para un oficial de Ingenieros, que tenía alma de poeta –aunque no escribiese sonetos– y que, como los oficiales de complemento eran los poetas del Ejército, que sólo acuden a él cuando hay todo que perder y nada que ganar, no quería cambiar de escala. Añadió que él, como Cincinato, dejaba el arado para empuñar la espada y coger de nuevo la mancera, la guerra acabada. El coronel, que no pareció entender la referencia cincinatesca, pues las letras clásicas no eran su oficio, le despidió cortésmente poniéndose de pie y dándole la mano. Le dijo que lamentaba su decisión y le deseó buena suerte.

    Los padres del teniente, labradores de mediana hacienda, habían sido muertos juntamente con su hermano pequeño por unos hombres del 5º Regimiento de Milicias Populares, unidad orgánica enemiga de obediencia comunista. El hermano primogénito, alférez provisional en un tabor de Regulares, había caído en la batalla del Ebro, cerca del famoso en un tiempo vértice Cavalls. Una hermana, casada en Brihuega y que llevaba la hacienda, era todo lo que le quedaba.

    Otorgó Alcuneza un poder a favor de su hermana para la administración de las fincas y decidió marchar, por no hacer oposiciones, cosa que odiaba, a los Estados Unidos donde, en una Universidad de California, le habían ofrecido un puesto de lector de español.

    Había ya estallado la guerra mundial. Debía embarcarse en Cádiz en un barco de Ibarra que, por imposición aliada, tocaba en Trinidad. Le llegaron noticias a Alcuneza al preparar su viaje de que el control en Trinidad era muy severo y, temiendo por el manuscrito de un libro que había escrito, me lo confió con el encargo de guardárselo.

    —Si viniese a morir antes de recogerlo –me dijo– puedes hacer con él lo que quieras, publicarlo o quemarlo.

    Una tarde se fue. Le acompañé al expreso de Cádiz, a la estación de Atocha. Al salir de Retamares, en un camión que habíamos cogido al enemigo cerca del puente de Molins del Rey, vimos a una compañía que estaba formada a caballo en la plaza de armas del campamento. La miró con tristeza.

    —Ya no volveré a mandar soldados –exclamó.

    Juntó maquinalmente los talones, pero no hubo ruido metálico alguno pues iba de paisano y pantalón largo y no llevaba, naturalmente, espuelas ni botas de montar. Contempló con asombro sus zapatos. Le dolía una antigua herida en la pierna izquierda. Estiró la rodilla y con la mano la acariciaba.

    —Es todo lo que me queda de la guerra –dijo suavemente.

    Nunca más volví a saber de él. Hace unos meses, hojeando distraídamente el Boletín Oficial del Estado, caí sobre la noticia de su muerte. Su nombre figuraba con el de otros muchos en una relación de las que envían los cónsules a la Administración Central de los súbditos españoles fallecidos en el extranjero. Se citaban a continuación su naturaleza, edad, nombre de los padres y lugar de fallecimiento: San Francisco de California. No había mención alguna de su profesión ni de su estado.

    El manuscrito está compuesto de hojas de folio, de holandesa y de cuartillas, que se suceden sin orden ni concierto, siendo fácil advertir que el teniente escribía sobre el papel que encontraba a mano. Hay dos pliegos de papel de barba, como el que se usa para hacer instancias, hacia la mitad del cuerpo del original y una hoja de papel tela con un croquis muy enmendado de una acción, que no publico por ser confuso. Todas las hojas están numeradas y en la 230 hay otro croquis, acotado, del puente cuya voladura describe, con indicaciones de su fábrica.

    Debo señalar que parecen haberse deslizado algunos errores cronológicos. Según los muy escasos datos que da el libro sobre el lugar de las acciones que narra, obsérvese que sólo en contadas ocasiones se nombran pueblos, ríos y montañas; hay motivo para sospechar que, en ciertos casos, el orden en que se sucedieron realmente las operaciones aparece trastocado.

    El original no tiene título, lo que me ha obligado a bautizarle, después de muchas vacilaciones, con el de «La Soledad de Alcuneza». La división en partes y capítulos, los títulos de aquellas y de estos, la puntuación, son también míos, pues el manuscrito empieza bruscamente a relatar el episodio con que parece abrirse. Temo en algunas ocasiones haber leído mal porque la letra es poco clara.

    He dudado mucho antes de dar este libro a la imprenta. Relata una guerra con algunos caballos aún, artillería del 7,5 y fusiles Máuser de repetición.

    En las cargas y combates a caballo, en cuya descripción Alcuneza se complace, apunta un arcaísmo que bien podría ser excesivo. De la lectura de estas acciones de pecho petral se desprende una sensación de irrealidad y parece como si operaciones de esta clase no hubiesen sido tácticamente posibles. A esta inverosimilitud de que, quizás, adolezcan algunos de los movimientos y acciones de las unidades a caballo en que el autor combate y que luego escribe, viene a añadirse la dificultad que para leer y comprender, la guerra de Alcuneza, tiene el lector de nuestro tiempo atómico.

    La utilización militar de la energía termonuclear, las aplicaciones de la electrónica a la información y a las transmisiones, arrumba en los parques, como venerables antiguallas, a los armamentos y a los pertrechos que entonces nos parecían prodigiosos y duermen tristes en los hangares los aviones de caza, impotentes contra los ingenios balísticos, autodirigidos y autopropulsados de largo alcance.

    El fuego de las armas atómicas, que revoluciona la Táctica, la Cibernética, que automatiza su manejo y modifica radicalmente los medios de mando en la batalla, convierten las acciones que este libro describe en materia propia de la Arqueología militar, tanto más cuanto que estas acciones fueron vistas desde un determinado ángulo, un ángulo a caballo en el que hasta a sablazos, como más adelante se verá, anduvo su autor en cierta ocasión.

    Pero el teniente Alcuneza, que era modesto, nunca intentó hacer historia, sino relatar la guerra que le tocó hacer y él no tiene la culpa de que en los veinte años que median entre la composición de su libro y su publicación, la técnica militar haya sufrido la honda transformación que hoy conocemos.

    La Historia del Arte militar, como todas las Historias, no ha seguido una línea incesante de progreso continuo sino un curso quebrado de altos y bajos. Su representación geométrica no es una curva hiperbólica, antes al contrario una sinusoide que se acerca y se aleja sucesivamente de las asíntotas de la hipérbola con la que figuramos el progreso. Así, la red logística de las vías romanas se borra en el mapa de la Europa bárbara, cuyas escasas huestes se mueven por veredas. La poliorcética clásica, el arte de expugnar ciudades fortificadas, es totalmente olvidada y hasta la memoria de las máquinas romanas desaparece de las mentes de los cruzados. Renacerán más tarde los ingenios de guerra, a los que vendrán a añadirse nuevas armas y nuevos artificios en este tejer y destejer de la técnica bélica. En una brusca inflexión del Arte militar se sitúa la campaña que el autor describe. Lo que es hoy nostalgia del caballo de armas puede ser en un mañana remoto anticipación de su empleo.

    Pero donde no hay ni nostalgia ni anticipación es en la condición humana de la guerra, asunto de hombres antes que nada, desde la honda de la Edad de Piedra hasta el cohete intercontinental de nuestra Era. La voz de mi amigo se quebraba bajo el almendro cuando venía a hablar de la virtud militar que a lo largo de tres años le había sido dable presenciar. Yo, el copista, porque combatí con él y con otros muchos, no puedo sino traer aquí el testimonio de cómo su hálito se velaba en este punto. No otra cosa. Comentar el heroísmo de que me vi rodeado podría parecer propia vanagloria; señalar la dimensión humana del Mando, que con su virtud militar suscitó la de sus combatientes, lisonja. Y ajeno a la vanagloria y la lisonja era el teniente cuyos escritos copio cuando, debajo del almendro, me hablaba en la hora confidencial del crepúsculo.

    Alcuneza tenía alma de poeta según le dijo a su coronel. Como a lomos del Ernel, que así se llamaba su caballo, sale este libro a narrar acciones que no se volverán, por ahora, a repetir, pues su táctica no está ya vigente. En esto su empresa es, en cierto modo, poética. El teniente de Brihuega, al anotar la guerra que hizo a caballo, entre estandartes con veneras de Santiago y Calatrava, se convierte en algo así como el cronista del ocaso de la Caballería. Y en todo ocaso hay poesía.

    Bad Godesberg, noviembre de 1958


    1. En Pauly-Wissowa, Real Encyclopädie der Classischen Altertumswissenschaft. Stuttgart, 1931, vol. XV. Pág. 1.514.

    2. Altimetría del Mapa Nacional de España. Escala 1/50.000. 4ª edición. Instituto Geográfico Nacional. 1944. Hoja 559.

    PARTE PRIMERA

    LOS DÍAS Y LAS NOCHES EN TORNO A LA MASÍA

    I

    El frente, allí muy sinuoso, enriquecido su primitivo perfil por ataques y contraataques, semejaba un laberinto y los campos propio y adverso se interpenetraban profundamente. Amanecía. Después de haber tenido a vanguardia de nuestra línea alambrada rápida, habíase replegado la sección a un punto de apoyo guarnecido por un escuadrón de Farnesio cuyo capitán dormía. Un teniente, magro de carnes, natural de Valladolid, procedente de tropa y de unos cuarenta años, montaba guardia con un cabo y varios soldados. Su voz era dulce y clara y su locución concisa.

    A la izquierda, la línea propia, en una súbita inflexión, se prolongaba a través de una vaguada en la que se encontraba en posición una compañía de una bandera de la Legión. Aquella compañía constituía la preocupación del teniente. Sonaban hacia la parte aquella tiros intermitentes que encontraba injustificados.

    —No tienen disciplina –me dijo–. Fíjese usted como el fuego, al llegar a nuestro subsector, cesa. El capitán me ha dicho que no quiere despilfarro de municiones. Esos malgastan por ellos y por nosotros.

    Empezábamos a columbrar el terreno, de monte bajo. De repente, alguien que se acercaba derecho hacia la trinchera, al parecer desde el campo enemigo, dejó oír sus pasos. El teniente sacó medio cuerpo fuera escrutando el campo pero no vio a nadie. Aguzó el oído. Un ruido metálico se entreveraba con el de los pasos, que eran trabajosos.

    —Viene armado –musitó.

    A nuestra izquierda los tiros de la Legión seguían pero en el frente del escuadrón el silencio era total, solamente interrumpido por la lenta marcha del desconocido que se acercaba. El teniente, ayudado por el cabo, emplazó cuidadosamente y cargó con gran sigilo un fusil ametrallador que amorosamente acariciaba.

    —Me parece que va a haber jarana –me dijo.

    El Cabo se encaró el arma y el teniente, con su voz dulce y clara, dio el alto. En su acento había algo de ordenancismo y frialdad y parecía como si se tratase de un ejercicio de instrucción en el campo de tiro de una guarnición provinciana. Pero la angustiada voz que nos contestó borró al instante de mi ánimo la apacible y aburrida visión que de la provinciana guarnición acababa de tener:

    —¡Hermanos, que ganas tenía de estar entre vosotros!

    El cabo, que hasta entonces no había pronunciado palabra alguna, dijo en voz queda:

    —A mí me parece que es un rojillo que se ha equivocado de camino.

    El teniente, en tono más humano, le preguntó si traía armas.

    —Tengo un fusil y dos bombas de mano.

    —¿De cuáles?

    —De las de piña.

    Los trabajosos pasos del desconocido se acercaban y la distancia que les separaba de nosotros debía de ser muy pequeña.

    —Nunca acabaré de encontrar el buen camino –nos gritó.

    —Te guiaremos con la voz –respondió el teniente–. ¿De qué unidad eres?

    Soy de la *** bandera, que está ahí enfrente, pero no he parado hasta pasarme.

    Al decir esto avanzó y, como una sombra, encorvado, apareció en el glacis. La borla del gorro, con su color encarnado, se destacaba de aquella masa terrosa que acababa de surgir, tan fundida con el terreno que más bien parecía el reborde mismo del parapeto, al que se agarraba para tratar de incorporarse. El teniente, de pronto, se sintió clemente.

    —Mira que nosotros somos de Franco. Vuélvete, que aún es tiempo.

    Pero el legionario, cogido materialmente entre dos fuegos, sin salida posible, optó por consumar la deserción. Se irguió súbitamente en un último y definitivo esfuerzo, agitando los brazos como un monigote. El fusil se le cayó al suelo y el portafusil, al enredársele entre las piernas, le hizo vacilar. Asió con la mano derecha una de las granadas que llevaba y la lanzó contra nosotros. El teniente dio la orden de fuego, disparó el cabo y el legionario se desplomó pesadamente sobre el parapeto rodando unos metros, siempre con su portafusil entre las piernas y la borla del gorro bailándole en una frente ya yerta. La granada hirió al cabo en el brazo izquierdo. La herida era grande, con amplios desgarros. Dos soldados le recogieron. Al tiempo que le llevaban al puesto de socorro le dijo el teniente:

    —Tienes suerte, pues debes tener el hueso roto. Son tres meses de hospital.

    Liamos un pitillo de la petaca del teniente, mientras unos soldados registraban el cadáver del legionario.

    —Le hemos acribillado a mansalva –dije.

    Me miró con aire de no comprenderme:

    —Ha obrado contra la Ordenanza desertando frente al enemigo y, además, nos ha tirado una bomba de mano.

    El silencio volvió a reinar de nuevo. La borla del gorro del legionario permanecía ahora totalmente inmóvil, quieta como la muerte misma que acababa de alcanzar a su dueño. El teniente de Farnesio, con las piernas abiertas y las botas hundidas en el barro de la trinchera, contemplaba satisfecho la calma y disciplina de la posición confiada a su cuidado:

    —En el escuadrón no ha habido una sola deserción desde que empezó la campaña. Esos –y señalaba a su izquierda– no pueden decir lo mismo.

    Avanzaba la mañana y el sueño de los que habíamos velado toda la noche se empezaba a sentir. Me despedí del teniente al tiempo que llegaba su relevo y con voz impersonal di la orden: «De frente, paso de maniobra». La sección, con paso cansino, rompió la marcha hacia retaguardia. Las herramientas, al chocar entre sí, hacían un ruido parecido al del arma del legionario minutos antes de ser muerto.

    Al doblar un repecho que nos había de ocultar el campo de batalla, me volví un instante. La trinchera y su parapeto tenían una asombrosa uniformidad de tono y sólo, en lo que en Fortificación se llama línea magistral, como única nota de color se advertía la borla del gorro del legionario. Seguimos un camino que torcía a la izquierda, hacia la vaguada, cuyo frente cubría la bandera de la Legión. En torno a un matorral los caballos del escuadrón, delgados y sepultados en barro, con las mantas hechas jirones, triscaban la rala hierba. Las sillas, sables y equipos se amontonaban en el centro de los corros. El maestro herrador recogía un equipo completo: silla, sable, tahalí, bolsas y morral de pienso. Era indudablemente el del cabo herido.

    —Un caballo sin jinete y un gorro sin cabeza –pensé.

    Atravesamos las chabolas y tiendas de la bandera. La compañía que acababa de salir de la trinchera estaba formada en una pequeña explanada. Un sargento daba las novedades al oficial.

    —Falta a lista un legionario –decía.

    —¿Quién es? –preguntó el oficial.

    El nombre se me perdió entre el ruido de las chicharras que ya comenzaban su monótono canto y que nuestro paso ahuyentaba. Saltaban delante de nosotros al tiempo que algunas raras espigas que habían quedado en pie se doblaban hasta romperse a medida que pasábamos sobre ellas. A nuestra espalda, el campo de batalla se animaba y a los tiros intermitentes de la noche sucedía un fuego más nutrido, en el que parecía tomar parte el escuadrón, cuyos únicos disparos hasta entonces habían sido hechos a la clara voz de mando del teniente de Farnesio en defensa de la Ordenanza conculcada.

    El trompeta caminaba a mi lado. Tenía dieciséis años y había sentado plaza como educando de banda. De todos los empleos del Ejército el de educando se me antoja el de más bello nombre, juntamente con el de corrigendo de Penitenciaría militar. (Corregir y educar viene a ser lo mismo). Tiene un regusto latino del participio de futuro de que deriva y en contraste con su clara ascendencia etimológica, es el último grado de la escala jerárquica castrense y dieciséis escalones le separan del capitán general. Yo sentía una gran ternura por el trompeta, el educando mejor dicho, a la que la extremada modestia de su empleo no era ajena. Se llamaba Santiago y era de Pontevedra. Hablaba dulcemente un castellano aprendido en Pontoneros, en Zaragoza.

    —Al teniente de Caballería le gusta mucho la Ordenanza, me espetó:

    —¿Lo dices por lo del legionario?

    —No, mi teniente, el legionario está bien muerto. Lo digo, porque viéndome sin espuelas me ha dicho que, siendo plaza montada, no debería quitármelas nunca.

    El camino subía por la empinada cuesta. El sol, ya alto, calentaba y el paso se hizo más lento. El campo de batalla se alejaba y en el de retaguardia, en que ya nos encontrábamos, una bucólica paz, solamente interrumpida por malolientes cocinas de diferentes unidades, reinaba. Pasado el repecho, al arrimo de un breve soto poblado de chopos de mediana altura, los caballos de la sección esperaban. El día, ya francamente entrado, parecía dar nueva vida al ganado y mis caballos se me antojaron algo más gordos y lustrosos que los de Farnesio. Con gozo pensé que el número de hombres y caballos cuadraba. No habíamos tenido una sola baja. Montamos, el trompeta cabalgando a mi izquierda, medio cuerpo de caballo a retaguardia. Había sacado de las bolsas sus espuelas y se las había calzado. Pensé en instruirle sobre las espuelas y la Literatura española. Dudaba entre la manera de cómo fue armado caballero don Quijote de la Mancha y el episodio del cerco de Zamora, cuando el Cid, por no llevar espuelas, no consiguió dar alcance a Vellido Dolfos.

    —Mal haya del caballero que cabalga sin espuelas –recité entre dientes y empecé a contarle, con toda suerte de pormenores y hasta donde mi memoria alcanzaba, la alevosa muerte del rey don Sancho y el desafío del Cid a los caballeros zamoranos. La singular situación en que el rey se encontraba cuando fue muerto le divirtió sobremanera. De pronto se puso pensativo.

    —En Zamora vio mi padre torear a Joselito. Regaló el sombrero al público y le mató sin puntilla.

    No pudo menos de hacerme gracia la taurina referencia, considerando cómo la fiesta de los toros le ayudaba al turuta a situar en la Geografía peninsular a Zamora la bien cercada y, en aquel extraño afán didáctico que de mí se había apoderado y viendo que la vía taurina era un buen camino de penetración, le expliqué cómo el Cid alanceaba toros. Parecía interesarle el tema pero, naturalmente, lo refería al momento actual.

    —En Zaragoza no les gustan los rejoneadores. En las últimas corridas del Pilar trajeron uno portugués, pero el toro estaba embolado. El maestro de banda, que es de Peñaranda de Bracamonte, donde cuentan que hay muy buenos toros, dice que eso debía estar prohibido.

    La conversación con el trompeta me había hecho olvidar que debía alternar los aires de paso y trote, como ordena el Reglamento. Mi caballo, cansado de marchas y contramarchas, fue acortando su andar mientras yo me enfrascaba en mi coloquio con el trompeta. La gente, detrás, fatigada de la noche de vela y de trabajo, aflojaba las piernas, y el ganado, ante la falta de presión de los jinetes, aminoraba más y más el paso. Sólo el caballo del sargento, un potro tordo y colín, con hierro de Veragua, daba muestras de impaciencia, oyéndose con frecuencia el ruido que hacía al morder nervioso el bocado. Con todo ello, tardamos mucho más tiempo del previsto en llegar a nuestro campamento, que en el ancho y seco cauce de un arroyo, a la salida de un pueblo, estaba.

    Delante de su chabola, el capitán con señales de alteración, nos aguardaba. Eché pie a tierra y le di las novedades:

    —¿Cómo habéis tardado tanto?

    Le expliqué mi coloquio con el trompeta y cómo, metido en el cerco de Zamora, se me había olvidado trotar. No pareció comprender mis razones y me dijo que su compañía no era escuela de primeras letras ni menos de Geografía taurina –yo le había contado también lo de Joselito– y que para sobreros tenía bastante con el jefe de Estado Mayor, que acababa de dar orden de marcha al grupo entero, sin dar tiempo tan siquiera a que llegase el camión del suministro con el pan y la cebada. La irritación de mi capitán, a quien quería y respetaba, me hizo volver a la dura realidad de la campaña en que estábamos empeñados. Y volví a recordar la borla encarnada del gorro del legionario, inmóvil sobre una frente yerta y cuyo vivo color rompía la terrosa monotonía de la posición someramente fortificada que el escuadrón de Farnesio guarnecía con notable disciplina de fuego.

    Se movía la gente en mi derredor, azacanada con la partida, fijada para la una de la tarde. 13 horas, rezaba la orden de operaciones que a mi capitán le había sacado de quicio. Sentado en el tronco de un álamo abatido el día anterior para hacer un fuego que ya no se encendería, miraba con tristeza sus raíces al aire y contaba maquinalmente sus capas. Tenía en la mano la orden de operaciones, pues mi sección iba en vanguardia y había de estudiar la marcha. Me deleitaba la exacta prosa del Estado Mayor, con sus capítulos y apartes, correctamente numerados con grandes iniciales y números romanos: «Situación general»; «Impresión sobre el enemigo»; «Misión»; «Idea de la maniobra»; «Distribución de medios y misiones»; «Ejecución de la maniobra»…. Los ejemplares estaban numerados, como los libros de las ediciones de lujo, y al final se relacionaban los destinatarios en riguroso orden jerárquico distribuidos en dos apartados. Los mandos subordinados al que dictaba la orden se agrupaban en el apartado A: «Para cumplimiento», los superiores en el B: «Para conocimiento». La batalla aparecía así, en aquellas hojas a máquina, lógicamente formulada, con una racional frialdad que contrastaba con el calor del combate, donde la vida se hace incierta.

    El trompeta tocó pienso. Sus espuelas, bruñidas, brillaban al claro sol de la mañana. El aire estaba quieto, el ganado manso, los hombres contentos. La paz se había adueñado del contorno y no importaba, en verdad, que la guerra inevitable estuviese ahí, a dos pasos de nosotros, ya que todo parecía eludirla en aquel momento. Yo me seguía deleitando con la lectura de la orden de operaciones, que describía la situación táctica, penetraba las intenciones del enemigo, ideaba una maniobra, asignaba medios, fijaba objetivos, delimitaba zonas de acción. El tiempo era medido con exactitud y el terreno acotado con precisión. Ajustada la acción a unos datos precisos, la guerra, así concebida, parecía un juego, un exacto juego, al que solamente la roja borla del gorro del legionario, inmóvil en una frente yerta, ponía una nota discordante. No por eso la Sinfonía dejaba de serlo. Tuve de pronto conciencia de ello y lamenté haberme acordado de la borla.

    De un mar de polvo, con ruido de Apocalipsis, surgió inopinadamente, gozoso del deber cumplido, el camión del suministro.

    La guerra, la campaña, como la llamaba el teniente de Farnesio, había empezado hacía tiempo, mucho tiempo para la intensidad con que se vivía y se moría. Mi unidad organizada y reorganizada varias veces, con diversas denominaciones, con ascensos en la escala táctica: sección, sección reforzada, compañía, grupo, a lomo, montada, a caballo… había conservado un núcleo inicial de hombres, caballos y material que la infundía un determinado espíritu. Tenía una larga experiencia de la guerra y del movimiento, que mi capitán, a la manera naturalmente castrense, llamaba veteranía. Y era curioso pensar cómo, en aquel conjunto de hombres en que ninguno rebasaba, salvo el comandante, los veinticinco años, la veteranía, lo viejo etimológicamente, era elevado a la primera virtud militar.

    Había cabalgado la unidad por los caminos de España durante años enteros. La geografía de los vericuetos y de las veredas, de los humildes pueblos recostados en la falda del monte donde se podía alojar el ganado, y de los molinos maquileros, donde se le podía dar agua, le era familiar. Pero, sobre todo, el movimiento, la marcha, el paso, el trote, la carga, la descarga, el alto, el atalajar, embastar y ensillar, le eran tan habituales que siempre me maravillaba ver la precisión, orden y presteza con que aquel centenar largo de hombres y caballos que constituían mi mundo, el mundo de todos nosotros, se ponía en trance de partida, para abandonar, sin pena y sin alegría, parajes que, cómodos o incómodos, nos eran siempre ajenos, porque la ancha tierra no era para nosotros más que un campo de batalla y vivac de fortuna. Éramos a todo indiferentes y hablando poco de la guerra y mucho de nuestras casas, la guerra era nuestra vida y la compañía nuestro hogar, fuera de cuyo seno la vida no era posible. Allí estaba nuestra plaza en rancho, nuestra paga, nuestra ropa y, dominándolo todo, el caballo, a cuyo cuidado y conservación todo se sacrificaba. Tema de nuestros coloquios, objeto de nuestra solicitud, fuente de nuestras preocupaciones, el nombre del caballo seguía al de su jinete en el llamador de la lista de la Revista del Comisario. La Administración militar ratificaba de ese modo la indisoluble unidad de hombre y caballo que la vida de campaña imponía. Nuestro léxico no era ajeno a este excepcional rango que el caballo ocupaba y no creo aventurado afirmar que las voces que más se repetían en nuestras conversaciones se referían a la anatomía equina, al equipo y montura y a las virtudes y resabios de nuestras cabalgaduras.

    Repartiose el rancho a las 12 y los rancheros empezaron a desbaratar sus cocinas. Quedaba rescoldo en el fuego, en lo que había sido fuego de la pitanza y un ligero aire atizaba sus mortecinas brasas. Monté a caballo. Miré al hogar con melancolía. Un baste, mal sujeto, dio la vuelta y una barra de mina espantó la fogata, aventando pavesas que se me vinieron a la cara. Juzgué aquello, no sé por qué, de mal agüero. Me despedí del capitán y haciendo una señal con el brazo, mi sección rompió marcha al trote corto.

    El camino era estrecho y subía por la linde de un olivar hacia un alcor que se veía a distancia. Cuesta arriba el trote era cómodo y como la temperatura era suave, un raro bienestar se apoderó de mí, olvidando las pavesas que había interpretado como signo adverso. Al pie de los olivos se veían latas de sardinas y cartuchos vacíos. Silenciosa y sosegada, mi tropa cabalgaba detrás de mí. Si hablaban lo hacían con sus monturas, animándolas o tranquilizándolas. Las llamaban por sus nombres y acariciaban sus espaldas y cuellos. Eran como diálogos en que uno de los interlocutores respondiese por señas. En el campo no se veía a nadie y sólo se escuchaba el golpear de los cascos sobre el suelo, que era aceptablemente blando. El viento mugía suavemente entre los olivos de nuestra derecha y una bandada de palomas volaba alto. Alternando paso y trote llegamos al otero donde tiramos a la izquierda, siguiendo un camino carretero. El piso estaba surcado por profundas rodadas solidificadas en un duro barro, que los caballos, cuidadosamente, evitaban. La cola de la sección, que iba formada en columna de a dos, empezó a desviarse ligeramente a la izquierda para abandonar el camino, porque era más cómodo marchar por el olivar cuyo suelo estaba mejor, ahorrando esfuerzo al ganado. Admiré esta vieja sabiduría campesina y, siguiendo su iniciativa, me separé algo del camino.

    —Los de atrás saben más que yo –le dije al trompeta como para justificarme.

    —Es fácil saber de eso, mi teniente: lo difícil es saber de letras.

    Le miré fijamente para tratar de adivinar si me lo decía con sinceridad o para halagarme, pero su cara, en aquel momento, no expresaba nada, absolutamente nada.

    Seguimos la marcha hasta una masía que había al final del olivar. Unos campesinos, mezclados con evacuados de los pueblos cercanos, estaban delante del portón. Nos miraban con temerosa curiosidad. Había entre ellos una moza, chiqueta dicen por allí, bien plantada y guapa. Sus ojos negros y grandes, estaban cobijados por unas cejas de rara regularidad, tensamente arqueadas. La miré con insistencia y sus ojos no me esquivaron. «La bien plantada», pensaba para mis adentros.

    Hice alto pues allí debía incorporarme a unos escuadrones que, indudablemente, estaban con retraso, ya que no aparecían por parte alguna. Un viejo se me acercó y enseñándome una sobada estampa de la Virgen de Montserrat, para demostrarme sus cristianos sentimientos, me contó que le habían robado el caballo.

    —Mire a ver si es alguno de estos –le dije en broma.

    El viejo tomó en serio la cosa y comenzó un reconocimiento de los de la sección. El tordo del sargento pareció gustarle y volviendo a mostrarme la estampa de la Virgen, afirmó ser suyo. Juró el sargento, afianzándose en los estribos, que no había paisano que le quitase el caballo y los soldados se reían a grandes carcajadas. Uno, que era de Valladolid, le preguntó si lo había comprado en la feria de Medina, otro le pidió a gritos que le enseñase la célula y un tercero le dijo que esperase a que terminase la guerra para devolvérselo. El viejo, algo corrido, buscó refugio en el portalón de la masía, entre sus paisanos.

    Mi cavall, mi cavall, repetía con cierta machaconería que comenzó a irritarme. Las risas continuaban, el viejo, después de todo, me daba lástima y para terminar con el jolgorio armado a su costa, avancé un poco, alejándome de la masía y al borde del camino eché pie a tierra para esperar a los escuadrones.

    Dominábamos un valle en cuya ladera frontera se combatía. Nos llegaba, amortiguado, el ruido de ametralladoras y morteros, pero no parecía haber artillería. Escruté el campo y vi cómo el enemigo se retiraba detrás de la cresta en la que, al poco tiempo, apareció una descomunal bandera de Requetés. La roja cruz de Borgoña se destacaba sobre el suave azul de la tarde. Acercábase el crepúsculo y los contornos empezaban a difuminarse. Sentado sobre unos duros terrones, con la cabeza y los brazos apoyados en las rodillas, sin darme cuenta me dormía cuando escuché a mi espalda un confuso tropel de caballos y una gran algarabía. Dos escuadrones de Regulares se anunciaban con el monótono canturreo de los moros. Por un recodo aparecieron los primeros jinetes. Mordían los caballos nerviosamente los enormes bocados marroquíes y la tropa avanzaba con ese paso inquieto y retrotado típicamente bereber. La morisca letanía, el ruido de sables, mosquetones y estribos, la resonancia de los cascos sobre el suelo, me sacaron de mi letargo. Los moros, con sus rojas chichías y sus blancos sulham, modificaban por ensalmo el paisaje geográfico y el paisaje humano y una ola de coloreado primitivismo parecía sacudir los venerables olivos que a mi vera se encontraban. Detrás del destacamento de vanguardia venía, rodeado de sus oficiales, el comandante de los escuadrones, montado en un soberbio alazán, que con paso largo y seguro marchaba con gran nobleza. Me saludó jovial el comandante, echó ligeramente para atrás su encarnada gorra y viendo como el día declinaba, me dijo:

    —Otra noche al raso.

    —Yo tenía la esperanza, después de haber leído la orden de operaciones, de dormir en algún pueblo

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