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Felipe Cossío del Pomar: la historia poco contada de San Miguel de Allende
Felipe Cossío del Pomar: la historia poco contada de San Miguel de Allende
Felipe Cossío del Pomar: la historia poco contada de San Miguel de Allende
Libro electrónico426 páginas3 horas

Felipe Cossío del Pomar: la historia poco contada de San Miguel de Allende

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Felipe Cossío del Pomar (1888-1981) de origen peruano, llegó a San Miguel de Allende, México en 1926. El era un humanista, un hombre aristocrático de modales y gustos refinados. Fue pintor, escritor (ensayista, biógrafo, crítico de arte), historiador, profesor y líder político. Fundó la Universidad de Bellas Artes y fue uno de los co-fundadores del Instituto Allende. Llegó a ser un personaje muy importante, pues sus contribuciones convirtieron a San Miguel en lo que actualmente es.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 sept 2017
ISBN9781775048626
Felipe Cossío del Pomar: la historia poco contada de San Miguel de Allende
Autor

Felipe Cossío del Pomar

Felipe Cossío del Pomar nació en San Miguel de Piura, Perú, en 1888. Realizó sus estudios en Perú y obtuvo su doctorado en Historia. Él no fue sólo un intelectual interesado en la historia de arte sino también un artista y crítico de arte. Fue profesor y administrador universitario, activista y exiliado político. Sus múltiples carreras abarcaron muchos años. Después de sus días de universidad en Perú a principios del siglo veinte, él recibió una beca del gobierno para viajar a Europa, donde conoció muchos pintores vanguardistas, escritores y poetas de ese tiempo, algunos de ellos fueron Juan Gris, Guillaume Apollinaire, Modigliani, Utrillo y Picasso. Sin embargo, fue la influencia de tres mexicanos, Diego Rivera, Alfonso Reyes y José Vasconcelos, lo que lo llevó a establecerse en San Miguel de Allende. Él escogió San Miguel de Allende como un lugar ideal para escribir, pintar, estudiar y disfrutar de una vida tranquila, pero su plan original pronto se vio interferido por sus sueños de crear una escuela. Fundó la Escuela Universitaria de Bellas Artes y, con Enrique Fernández Martínez, el Instituto Allende. A la vez que luchaba por todo lo que implicaba la creación de una institución educativa, Cossío del Pomar pudo darse tiempo para pintar, escribir y publicar. A lo largo su vida, continuó involucrado en el mundo académico, enseñando en Bellas Artes, el Instituto Allende de San Miguel, la Universidad de San Marcos en Lima, la Universidad de Villanova en Pennsylvania, y en el Colegio Libre de Estudios Superiores de Buenos Aires, además de dar conferencias en La Habana, Puerto Rico y Guanajuato. Fue reconocido en vida como ‘Hijo Predilecto’ tanto de San Miguel de Piura en Perú como de San Miguel de Allende, México y fue condecorado por el gobierno mexicano con la medalla de “La Orden Mexicana del Águila Azteca”. El compromiso político de Cossío fue una constante en su vida, particularmente en la primera parte. De joven fue amigo y colaborador del peruano Víctor Raúl Haya de la Torre, quien fuera fundador del partido político APRA, Alianza Popular Revolucionaria Americana, fungiendo como Secretario de Cultura del comité nacional del partido, vinculación que dio lugar a reiterados encarcelamientos, deportación y exilio. Después de muchos años de vivir principalmente en San Miguel de Allende, se trasladó a España a principios de los 70’s, donde permaneció una década, activamente dedicado a escribir y pintar, hasta que surgió la democracia en Perú y le fue permitido regresar en 1980. Allí, sus aportaciones fueron finalmente reconocidas y honradas. Murió en Lima en junio de 1981 y fue sepultado en Piura.

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    Felipe Cossío del Pomar - Felipe Cossío del Pomar

    Felipe Cossío del Pomar:

    la historia poco contada de San Miguel de Allende

    Felipe Cossío del Pomar

    Smashwords Edition

    Ésta edición del libro original Cossío del Pomar en San Miguel deAllende está dedicada a Jane Evans, quien dedicó innumerableshoras sin recompensa a su publicación. A este proyecto donó sutiempo, talento y energías como regalo a la ciudad de San Miguel deAllende que le había dado generosos dones del alma. Sin sus tenacescontribuciones a ésta edición en español, las memorias de FelipeCossío del Pomar estarían, en su mayor parte, fuera del alcance delpúblico hispano.

    RECONOCIMIENTOS

    Miguel Cossío

    Maline McCalla

    Alberto Aveleyra

    Jane Evans

    Lilia Trápaga

    María de la Concepción Medina Pérez

    Liliana Maya

    Ezequiel Morones

    Tania Lorena Periche Talledo

    Alberto Deanda Carreón

    Felipe Cossío del Pomar: la historia poco contada de San Miguel de Allende

    Epilógo por Miguel Ángel Cossío

    Edición por Maline Gilbert McCalla

    Traducción: Lilia Trápaga, María de la Concepción Medina Pérez

    Diseño de la edición: Jane Anne Evans

    Canada/U.S./ Mexico

    ©Maline McCalla 2017 Miguel Cossío del Pomar

    Segunda edición: 2017

    ISBN 978-1-775-04862-6

    ***

    Colección Arte Iberoamericano

    Cossío del Pomar en San Miguel de Allende

    Primera edición: Julio, 1974.

    ISBN: 84-359-0166-1

    Depósito Legal: M.22.323-1974

    Diseño de la colección: Tony Evora

    Editorial PLAYOR, S.A.

    Apartado 50.869

    Santa Polonia, 7, Madrid-14

    Impresión original en España

    ***

    Iridescencia

    Segunda Edición en la Colección Nuestra Cultura: 1988

    ISBN 968-6170-13-8

    ***

    Cossío del Pomar en San Miguel de Allende

    Traducción al Inglés 2007

    Traducción : Maline Gilbert McCalla

    Diseño: Jane Anne Evans

    Impresión in México

    ISBN 978-0-615-13741-4

    ***

    Licencia de uso de la edición de Smashwords:

    Este libro electrónico gratuito puede ser copiado, distribuido, reenviado, reimpreso y compartido, siempre y cuando se haga de manera íntegra, sin alteraciones, y el lector destinatario no tenga que pagar por él.

    eab:20171017

    CONTENTS

    INTRODUCCIÓN

    CAPÍTULO 1

    América y Europa

    Anticipación de México, Diego Rivera

    Alfonso Reyes

    José Vasconcelos

    CAPÍTULO II

    El México que encontré

    San Miguel de Allende

    El Retorno (1937)

    Mis predecesores

    La Ermita

    P R I M E R A  P A R T E

    CAPÍTULO III

    Nace una escuela

    Las Monjas

    Mi colaborador

    La iniciación

    Alberto Rembao

    Una crónica

    Juan de la Encina

    Angel Zárraga

    El Dr. Winslow

    CATÁLOGOS de BELLAS ARTES 1940

    CAPÍTULO IV

    La escuela 1939

    Rudolf Hertz

    Moisés Sáenz

    La escuela 1940

    León Felipe

    Juan Larrea

    La Facultad

    CAPÍTULO V

    La pintura mural

    El grabado

    Cosas del claustro

    CAPÍTULO VI

    La escuela 1942

    Mi experiencia kafkiana

    IV centenario de San Miguel de Allende

    Danza de los Concheros

    Adiós a La Ermita

    Luis Alberto Sánchez

    Percy Gibson

    Últimas visitas

    CAPÍTULO VII

    El Rancho Atascadero

    Pablo Neruda

    Rafael Heliodoro Valle

    Mario Talavera

    Jesús Silva Herzog

    Gabriela Mistral

    CAPÍTULO VIII

    1943

    Platería

    Visitas y Becados

    Exposiciones

    El desnudo

    Guido Caprotti

    CAPÍTULO IX

    1944 – 1945

    Eugenio Imaz y la Historiografía

    Cosas inesperadas

    Retorno al Perú

    Nueva deportación

    CAPÍTULO X

    Fin de la Escuela Universitaria de Bellas Artes

    S E G U N D A  P A R T E

    CAPÍTULO XI

    El Instituto Allende

    José Muñoz Cota

    El Palacio del Conde de la Canal

    Proyectos Pedagógicos

    Rico Lebrun

    Otra visita a Florencia

    CATÁLOGOS DEL INSTITUTO ALLENDE

    CAPÍTULO XII

    El Retoño

    Peter Takal

    Rómulo Gallegos

    Natalicio González

    Escritores Mexicanos

    EPÍLOGO

    Notas de la Editora

    Biografía

    Notas Finales

    Otras Publicaciones

    Los Contribuyentes

    Felipe Cossío del Pomar (1888–1981) de origen peruano, llegó a San Miguel de Allende en 1926. Él era un humanista, un hombre aristocrático de modales y gustos refinados. Fue pintor, escritor (ensayista, biógrafo, crítico de arte), historiador, profesor y líder político. Fundó la Universidad de Bellas Artes y fue uno de los co-fundadores del Instituto Allende. Llegó a ser un personaje muy importante, pues sus contribuciones convirtieron a San Miguel en lo que actualmente es. Su estancia más prolongada en San Miguel de Allende tuvo lugar desde 1936 hasta los primeros años de la década de los 70's. En 1974 escribió las memorias de su vida en San Miguel de Allende (1926 – 1972).

    La primera edición de Cossío del Pomar en San Miguel de Allende (Editorial Playor S.A. Madrid, España, Julio 1974), no se encuentra disponible. Todos los ejemplares de esa edición están extraviados o en manos de colecciones privadas. Para dar a conocer las palabras originales de Felipe Cossío del Pomar a las personas de habla española, Maline McCalla, traductora del texto original, asistida por Concepción Medina y con la participación de Jane Evans, la diseñadora de la edición en inglés, se dieron a la tarea de restaurar y devolver las palabras del autor al español para que las memorias de Felipe Cossío del Pomar estuvieran una vez más, al alcance del mundo hispanohablante.

    Cossío del Pomar pintando un retrato de su hermana menor, Carmela.

    Foto cortesía de la colección de Marie Claire Brillenbourg, Inés Aguerrevere Cossío de Senior.

    CAPÍTULO I

    América y Europa

    Cuando los conquistadores de nuestros grandes imperios Americanos consideraron a su España país pobre, nos legaron una máxima ambición: la de ser ricos. La mayoría de los emigrados al Continente Americano buscaban libertad, pero, sobre todo, fortuna. Sobre la recia topografía de montañas y ríos, levantaron frágiles estructuras sociales sustentadas por hombres de espada. Pero fueron dominados por la telúrica profundidad que, al fin y al cabo, siempre tiene la última palabra. Arte y letras cultivadas como plantas artificiales, terminaron por ramificar en el sincretismo que exigía la savia americana.

    Gran influencia tuvieron en mi infancia, en Lima, dos cuadros en casa de mis padres. Uno representaba un bulevar de París, el otro, colocado en lugar menos importante, una vista de los Andes, obra romántica de mediados del siglo XIX, cuando el arte se consideraba la representación de la naturaleza vista a través de un temperamento. Era un cuadro triste. Mostraba un grupo de indios en cuclillas, abrigados con vistosos ponchos, sobre un fondo de montañas imponentes. Pascana, o parada para comer y descansar; triste descanso donde palpitaba un Perú de condición humilde.

    La escena nunca despertó en mí la menor emoción ni incitó mi imaginación infantil. Siendo un paisaje peruano, me resultaba más extraño que la visión impresionista del bulevar: carruajes, sombrillas de colores, terrazas de cafés; un cuadro que me transportaba a lugares maravillosos y lejanos; la ilusión de la Europa con que soñaban muchos suramericanos.

    Oyendo a mis mayores, América resultaba un lugar de paso, de castigo, impuesto fatalmente a los que no tenían medio de escapar. Oscar Wilde en una de sus conferencias en los Estados Unidos, dijo que cuando el norteamericano se porta bien, muere en Europa y cuando no, se queda irremisiblemente en América. Lo mismo decían nuestros abuelos en toda la América Latina. Muy pocos se preocuparon de hacernos ver las ventajas que ofrecía el mundo americano; parecían empeñados en demostrar que nuestras capitales, monótonas y pobres, eran lugares donde se vivía obligado por circunstancias económicas.

    Era natural que los habitantes de países nutridos de culturas extrañas prefirieran lo ignoto y lejano. Leen apasionadamente libros de aventuras; especularán sobre temas ajenos y tomarán partido por las escuelas románticas y realistas cultivadas por los escritores europeos. Stevenson los llevó a buscar tesoros de piratas, Livingston, a las selvas africanas, Julio Verne, a la luna, al fondo del mar y a las regiones polares. Pocos se percataron de que teníamos al alcance de la mano una geografía extraordinaria donde germinan nuevas sociedades identificadas con realidades vitales.

    Machu-Pichu,

    la ciudad de los Incas

    Apenas rotos los lazos políticos que unían al Perú con España, se instauró un Gobierno parlamentario. Para resolver problemas nacionales los dirigentes volvieron Machu–Pichu, la ciudad de los Incas los ojos a Francia, de ahí venía la luz del progreso. Los interesados en política, en ciencia, en arte, marchan a Europa en pos de conocimientos. Es un viaje necesario, si se quiere colocar al país en lugar honorable entre las naciones del mundo.

    Finalmente tal alejamiento de la realidad nacional eclipsó lo que en verdad había de orgánico en nuestra nacionalidad. Aprendimos a pensar como europeos y, a falta de un estilo propio, vivimos de estilos ajenos. También los artistas abandonaron el terruño. Estudiaron en Italia, conquistaron honores en Francia, sin pensar que hubiera sido más provechoso indagar en el urdimbre del propio mundo. Olvidaron el viejo axioma conócete a ti mismo. Tardaron en comprender la necesidad de viajar por su verdadera nación cultural, conocer su auténtica problemática. Viaje terrible que los pondría en contacto con ignoradas facetas de la conciencia del hombre de América; con las antiguas culturas que invitaban a estudiarlas para aprovechar lo remanente.

    Pasó lo que con el escritor Xavier de Maistre. Cuando los viajes de Cook y los relatos de sus compañeros Banks y Salander comenzaban a hastiar a sus lectores, Maistre, confinado en su casa de Turín por razones políticas, se dedicó a observar multitud de cosas en las que nunca había reparado a fuerza de tenerlas cerca. En los cuarenta y dos días que duró su prisión, escribió aquel famoso libro, Viaje alrededor de mi cuarto . Sin mirar afuera, anduvo por los senderos especulativos de la metafísica y por los cuatro puntos cardinales de la geografía de su habitación. Observó sus rincones, repasó los libros, analizó las estampas de las paredes, los cuados, describió el lecho, color rosa y blanco, la chimenea, los anaqueles. Relacionó cada objeto con sus recuerdos y aventuras. Recorrió miles de leguas, variados paisajes, auroras y crepúsculos. Y sus reflexiones enriquecieron de vivos pensamientos las páginas de su libro.

    Hace cincuenta años, a notables escritores de Iberoamérica les pasó lo que a Maistre. En ellos se despertó la curiosidad ontológica por la realidad americana: investigar el significado vital de un mestizaje de sangre y de espíritu que tenía cuatro siglos, descubrieron que en América hay poesía, drama, misterio y sorpresas sólo faltaba penetrar más hondo, sin renunciar a la esperanza de ver partir de nuestras playas un estilo ajeno al sajón o moscovita, de acuerdo con nuestra capacidad humana, hecho con nuestro limo telúrico y nuestro sufrimiento y, quizá más desinteresado, menos deformado por la civilización tecnológica.

    Estos antecedentes explican la decisión de mi familia de enviarme a Europa el año 1908. Tenía que ser doctor y abogado como toda la gente bien Como mi abuelo paterno Juan Mariano Cossío, presidente de la Corte Suprema de Justicia (1874–1890), y mi abuelo materno, Manuel del Pomar, Ministro de Justicia en el primer Gobierno civil de Manuel Pardo (1872 – 1876). A mi padre lo enviaron a Alemania para estudiar medicina y volvió músico. A mí me tocó ir a Bélgica para seguir estudios en la Universidad de Lovaina, después de cursar tres años en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Mayor de San Marcos, de Lima.

    En lugar de Lovaina preferí quedarme en Bruselas y matricularme en a mi severa abuela, empeñada en hacer de mí un abogado. Pero lo que realmente me atraía era el mundo del arte, que yo soñaba maravilloso. Era una afición que ocultaba como si se tratase de un pecado mortal. En el fondo prefería ser artista a defender pleitos o dictar sentencias, como mi respetable abuelo. En 1911, después de tres años de vivir en Bruselas, decidí trasladarme a París, la ciudad que era entonces, el Magister que consagra los mejores momentos de la evolución creativa. Ahí me instalé, como en mi propia casa, hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial.

    Anticipación de México. Diego Rivera

    Fue en París donde, por primera vez, en una comida, encontré a Diego Rivera, en casa del escultor Paco Durrio. ¡Cuántos amigos compartimos la amistad de Durrio y la generosa hospitalidad de su barraca! ¡Cuántos saboreamos los suculentos asados y ensaladas preparadas por Lucie, l'amie a tout faire! En esta comida estaban el ruso Malevich, compañero de destierro de Trostky, autor de un libro básico, De Cezanne al Suprematismo y el novelista Roland Dorgeles, uno de los pilares intelectuales de Montmartre. Diego Rivera. Autorretrato.* Entre plato y plato discutimos sobre la propiedad privada y el libre albedrío. Diego sacaba a relucir su erudición sorprendente, al mismo tiempo que afirmaba su nacionalismo: El mexicano nunca se queja de pobreza, de indigencia o de injusticia; no le atormenta el concepto de la propiedad; lega a sus hijos el sol y la lluvia. ¿Quién podrá arrebatárselos? Lo peligroso es ambicionar; le puede costar lo que posee: su jacal, su petate, su libertad.

    Diego Rivera. Autorretrato.

    Diego Rivera.

    Autorretrato.*

    Fue Diego Rivera quien inició mi relación con otros hombres de México y me hizo conocer las causas de la Revolución Mexicana de1910; los episodios de la lucha, la personalidad de algunos dirigentes y la injusticia social que dominaba bajo la dictadura de Porfirio Díaz. Hasta entonces México era para mí un mundo de maravillas conquistado por Hernán Cortés: la patria de Amado Nervo, de Juan de Dios Peza, de Díaz Mirón. De lo heroico y lo poético. El país que había inspirado las fantasías del aduanero Rousseau, aquel que pintaba cactus y flores nunca vistos; bosques de ensueño con árboles enredados como reptiles en apretado abrazo con lánguidos jaguares. Rousseau sí que podía ver la luna sobre un cielo de cobre y otras cosas increíbles que entonces sólo comprendían Apollinaire y Picasso.

    Diego Rivera, en 1912, era un joven alto, fornido, de cabellos encrespados sobre una cara ancha de rudos trazos mestizos. Ni tan feo como le gustaba autorretratarse, ni tan apuesto como se creía. Su atractivo estaba en los ojos saltones, inquisitivos, bajo gruesos párpados caídos y, sobre todo, en su voz bien modulada y su admirable conversación. Su memoria verbal sabía donde acentuar la frase, pausar el tono, acompañar la vox humana. Diego inspiraba confianza. Sus argumentos eran efectivos, sus ideas persuasivas. En el discurso enfocaba al oponente, escogiendo aquel que suponía snob de la cultura. Si el tópico era desagradable, lo llevaba a un terreno divertido para esgrimir su fina ironía. Sólo le indignaba al enfrentarse con la injusticia; aquello que no debía tolerarse ni admitirse. Es la más noble lucha emprendida por la sociedad –afirmaba–. Prefiero la violencia despiadada a una torre de marfil llena de libros. Tratándose de arte o de literatura, sin hacer gala de conocimientos, explicaba con naturalidad de profesor. Sólo ante los temas de justicia social emitía opiniones tajantes. A veces en socarrón juego de palabras llegaba a conclusiones absurdas. Al portero de su casa, un francés cascarrabias, le afirmaba que tenía sangre inglesa porque de pequeño, en familia, se comieron a un inglés. Parco el gesto de sus manos, manos indias, herencia de sus antepasados mineros guanajuatenses, con los ojos daba prestancia a su vocabulario siempre renovado. No había campo de arte o literatura que no penetrara midiendo sus altas y bajas, juzgando méritos y señalando defectos. Poeta, arqueólogo, crítico, historiador, las múltiples facetas de Diego aparecían indistintamente, ya se tratara de la influencia de los fenicios sobre los griegos o de los hititas sobre los palestinos. Saltaba de un pintor del Renacimiento a un príncipe de Texcoco, de un dirigente de la Revolución rusa a un discurso de Emiliano Zapata. Cualquier tema, cualquier personaje, lo presentaba sin petulancia, aunque muchas veces revestido de fantasía. Una curiosidad insaciable le llevaba a leer libro tras libro, desde el Antiguo Testamento, en busca de argumentos contra la maldad de los hombres.

    Lo cierto es que Diego, sin la bondad de un Rembrandt y sin el candor místico de Van Gogh, representaba honrosamente al tipo cabal de la Raza Cósmica de la que nos habla Vasconcelos. Cualidades, defectos y personalidad sin parecido a ningún otro grupo étnico del mundo.

    Visité con frecuencia su estudio en los suburbios de Poissy. A veces Diego cultivaba en su pintura un estilo muy español; pinceladas contundentes en temas anecdóticos, paisajes rusiñolescos y magníficos retratos realistas. En ocasiones sus cuadros mostraban tendencias cubistas, cuando no seguían a los fauves acercándose a Vlaminck, Segonzac y otros que cultivaban lo que entonces se llamaba arte modernista. Conociendo su valor, los variados grupos de la llamada Escuela de París trataban de atraerlo a sus filas. Le rondaban André Bretón, Luis Aragón y Severini con intención de incorporarlo al Surrealismo, al Fauvismo y al Futurismo, fundado por Marinetti.

    En los primeros años que le conocí su socialismo estaba más cerca de la doctrinas proudhonianas que de las de Marx: El derecho de la Revolución se funda en que las obras de arte, que en el pasado eran auxiliares de la libertad y de la moral, se han convertido en instru– mentos de tiranía y corrupción, signos de explotación y miseria.

    Parecida retórica empleará en sus discursos y proclamas al señalar la misión del arte en tierra americana. El arte –declara– no es ni los postres en el banquete de la civilización, ni el esplendor del bien, ni el esplendor de la verdad, ni la naturaleza vista a través de un temperamento, ni ninguna de esas cosas que los filósofos han pretendido establecer... El arte es una necesidad que realiza el sumo placer y el sumo fin de la especie, su continuación esencial. Conduce al hombre a la rebelión contra todo aquello que lo explota y oprime en el terreno del libre ejercicio de la imaginación y la razón. Con tal fé en la libertad humana, en París, Diego se dedica a perfeccionar sus conocimientos, considerando la técnica como ayuda imprescindible para lo que se proponía pintar: la síntesis plástica de la historia de México; el conjunto de valores sociales y estéticos partiendo del período precortesiano: costumbres, religiones, guerras, conquistas, lucha de clases desde el Imperio Azteca hasta la República del Águila y la Serpiente. Por aquel entonces Diego preparaba el retorno. Llegaban a su término los años de contacto con el mundo europeo. Mucho le sirvió para acendrar su propio mundo. Regresaba a México convencido de que un artista sólo accede a la universalidad sacando, previamente, fuerzas del propio suelo patrio. ¡Y qué fuerza necesitó para sentar las bases de un arte acorde con los principios de una revolución original! Comenzó a rechazar lo ajeno al temperamento mexicano y a la realidad de América India. Exigió que el arte desempeñara una función social y educativa: Hombres de México, los capaces de laborar con trabajo de sus manos y con invenciones de su espíritu, ha de llegar el día en que sea la voz de nuestro pueblo la que se oiga, la que hable con su arquitectura, con su pintura, con su decoración, con su elegancia en la miseria y frente a la muerte.

    La apasionada convicción revolucionaria de Diego Rivera le hace proclamar, como dogma inconmovible, el sentido político y social del arte. El arte –afirma– es propaganda o no es arte. Exige ser visto, oído y sentido.

    En la capilla de la escuela de agricultura de Chapingo, Diego sitúa la pintura mural al nivel heroico de la epopeya que vive su patria. Paisajes y hombres. La primera vez que contemplé estos murales revivió en mí el recuerdo de Diego. De su envoltura física sobre su revuelta sangre mestiza. El chispeante orgasmo en los ojos saltones, la cabeza de cabellos ensortijados. Todo reflejado en el telúrico que el artista ha dejado ante el altar de los dioses insaciables. Obra maestra de todos los espacios y en todos los tiempos.

    Texcatlipoca, desde los muros de la capilla,

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