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Géminis
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Libro electrónico293 páginas3 horas

Géminis

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PRIMAVERA DE 1987:

Justine Knox y su prometido, Alex Van Huss, salen de un cine y se encuentran en medio de una gran tormenta. Fuera de su elemento, Alex lleva a Justine por un atajo entre un complejo de apartamentos que resultará ser su peor pesadilla.

Mientras se apresuran entre los edificios, se encuentran con David Hawkins, un adicto a las drogas completamente fuera de sí, que está enterrando los cuerpos de su mujer y el amante de esta. Por desgracia para los dos jóvenes, David Hawkins libera toda su furia con ellos. Después de asesinar a Alex, David viola a Justine y la da por muerta.

Poco después de este horrible acontecimiento en el bosque, Justine descubre que está embarazada y que el único hombre que podría ser el padre era el monstruo que la había violado y matado a su prometido. Con el apoyo de sus padres, Justine toma la difícil decisión de abortar.

Sin que ella lo sepa, habría dado a los a gemelos.

PRIMAVERA DE 2005:

Casi veinte años después, con un nuevo nombre y su propia familia, Adrienne Morgan (antes conocida como Justine Knox) solo quiere olvidar la fatídica noche de hacía dieciocho años cuando un encuentro fortuito en una tienda acabará con su propósito.

¿Está Adrienne perdiendo la cabeza, como sospechan su marido e hijos, o la atormentan fragmentos de su pasado que ella creía muertos y enterrados

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 may 2017
ISBN9781547502592
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    Géminis - Randy Eberle

    Dedicado a los que creísteis en mí... ya sabéis quiénes sois.

    Y a Merya. Sin tu constante insistencia, es probable que este libro hubiera seguido criando moho en un cajón oscuro y polvoriento...

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    PARTE UNO

    ––––––––

    3 de marzo — 5 de mayo de 1987

    ––––––––

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    CAPÍTULO UNO

    ––––––––

    1

    Habían pasado dos días desde que David Hawkins matara a su mujer junto a su amante. Solo estábamos a principios de marzo, pero el tiempo era más cálido de lo habitual y el hedor en el piso empezaba a ser insoportable. David vivía —hasta hacía poco— con su mujer en la zona este de Indianápolis, en los apartamentos Drake Commons, infestados de adictos al crack. Incluso allí, era cuestión de tiempo antes de que los vecinos notaran que algo había sucedido

    David se sentó en el sillón y miró la esquina del salón que había ocupado la televisión hasta que la vendió a cambio de un chute de coca en piedra.

    —Tengo que sacarles de la casa —dijo, sin percatarse de que hablaba en voz alta.

    Se levantó y recorrió el pasillo que llevaba al fondo del apartamento. A la derecha estaba el dormitorio, la fuente obvia del nauseabundo olor dulzón que impregnaba toda la casa. Justo enfrente había un baño muy pequeño con una mellada pila de mármol de imitación, las tuberías al descubierto y un váter inutilizable que acumulaba vómito, sangre y mierda seca de meses. También había un plato de ducha vacío, sin equipamiento, cortina o mampara; y un espejo sobre la pila, tan cubierto de telarañas que apenas quedaba espacio para que quien se pusiera frente a él pudiera ver su propia imagen.

    David estaba a punto de abrir la puerta de la habitación cuando el olor que había al otro lado hizo que su estómago diera un vuelco. Rápidamente, se dio la vuelta y entró al baño. Llegó al lavabo justo a tiempo para devolver los raviolis enlatados del día anterior en la superficie manchada de color marfil.

    Cuando acabó se miró al espejo. Su imagen fracturada le devolvió la mirada. El pelo del color de la arena estaba lleno de nudos y empapado con el sudor de dos días. No estaba seguro, pero también le parecía ver restos de sangre y sesos, de su mujer o del cabrón de su follamigo, enredados en varios mechones de pelo. Sus ojos grises le devolvían la mirada, tan inertes y vacíos como el espacio del salón que había ocupado la televisión. La imagen distorsionada reflejada en el espejo hacía que David pareciera deforme. Su frente y su ojo izquierdo, enormes, sobresalían de forma grotesca del resto de sus rasgos.

    David volvió a escupir en el lavabo y cogió la botella medio terminada de Miller High-Life que había en una esquina. Ignoró la colilla que flotaba en el fondo de la botella y echó un trago. Dio un par de vueltas al contenido en la boca y lo escupió.

    Pasó el umbral de la puerta y se dirigió a la puerta cerrada arrastrando a duras penas con pasos pesados sus casi dos metros de altura. David forzó la puerta y entró en la habitación. Echó un vistazo a los dos cuerpos que había dentro. La figura de Stephanie, desnuda, estaba medio sentada en la cama con la cabeza y los hombros apoyados contra la pared. Su cabello, antes rubio, estaba ahora empapado de sangre escarlata. Sus ojos azules y ciegos miraban acusadores a David. Lo hubiera visto si se hubiera molestado en mirarlos, bajo el agujero del tamaño de una moneda en el centro de su frente.

    Su amante tenía mucha peor pinta que ella. Su cuerpo estaba en el suelo al pie de la cama a un metro escaso de la puerta. David sabía quién era. Tenía que conocerle. Joder, si llevaba dos años y medio vendiéndoles crack y metanfetamina a Stephanie y a él. Jack Farnsworth, o Jack Frost para sus socios, se había llevado una bala de punta hueca del calibre .45 a quemarropa mientras lloraba por su miserable vida. La bala le entró por el lacrimal del ojo derecho y le abrió la cabeza rapada como un melón.

    David pasó por encima del cuerpo de Farnsworth y se dirigió a la ventana que había al fondo de la habitación ignorando en la medida de lo posible la peste que le rodeaba. Miró el paisaje tras el cristal salpicado de arena y sangre. Desde su punto estratégico en el segundo piso de un bloque de apartamentos, podía ver la caseta de mantenimiento cutre que había en la calle y las hileras de árboles que se extendían más allá.

    —Tendrá que servir —dijo, pero ni Stephanie ni Jack respondieron—. Aunque habrá que esperar hasta que oscurezca. —Miró el cielo azul, que no daba ninguna pista sobre la lluvia torrencial que iba a caer cuando se pusiera el sol—.

    David se giró y salió de la habitación. Solo se detuvo para escupir al cadáver de Frost a la que pasaba y se volvió a echar en el sillón para mirar, sin pensar en nada, la esquina del salón que había ocupado la televisión hasta que la vendió a cambio de un chute de coca en piedra.

    2

    —¿Quieres casarte conmigo? —preguntó Alex mientras salían del cine hacia la fría oscuridad.

    Jennifer le miró y sus ojos verde zafiro brillaron bajo el fulgor de las luces de vapor de sodio que iluminaban el aparcamiento. Le sonrió mientras lágrimas de alegría caían por el relieve de sus mejillas.

    —Pues claro que me quiero casar contigo, Sr. Van Huss.

    Alex sonrió y la cogió de la mano, admirando su belleza como si no la hubiera vista casi cada día desde que se mudó a la casa de la acera frente a la suya casi doce años antes, cuando Justine y él solo tenían cinco años.

    —Te quiero, Justine. —Le colocó el anillo en el dedo. El pequeño diamante del centro resplandeció ligeramente, pero no podía compararse con el brillo de sus ojos azules—.

    —Yo también te quiero, Alex. Es precioso —dijo mirando el anillo.

    Siguieron andando por el aparcamiento dados de la mano. Bajo la luz fluorescente que proyectaban las farolas, el pelo moreno de Justine era como una sombra sedosa titilante.

    Dos horas y media antes, el día parecía ideal: el aire era cálido, la puesta de sol era espectacular y solo se sentía una ligera brisa a través de los árboles repletos de brotes en Eustis Drive, donde ambos habían crecido y pasado gran parte de sus vidas. Dejaron el coche de Alex y decidieron ir andando.

    Ahora, mientras cruzaban Washington Street y se dirigían hacia el este hacia Mitthoeffer Road, se arrepintieron de su decisión. Aunque cuando salieron del cine no había ni una nube en el cielo, ahora se veía de color naranja ya que la luz de las farolas de vapor de sodio se reflejaba en las nubes más bajas. El vienta había aumentado de velocidad considerablemente y el olor del ozono llenaba el aire a su alrededor. De pronto, el cielo se abrió y descargó en la tierra.

    —¡Mierda! —dijo Alex, aunque apenas se le escuchó por encima del ruido de la lluvia en el asfalto—. ¡Nos vamos a empapar!

    —Ya nos hemos empapado —dijo Justine riéndose—. Con que echemos a correr, estaremos bien. Además, tiene un punto romántico ¿no?

    Alex la miró con picardía. Su pelo rubio se había tornado ahora marrón oscuro y se pegaba a los rasgos angulosos de su cara.

    —Me has hecho ver Dirty Dancing, ya ha sido suficiente romance por hoy.

    —¡Tonto! —bromeó Justine dándole un golpe en el brazo—. Te ha encantado y lo sabes, blandito. No creas que no me he dado cuenta de que has empezado a lloriquear cuando Patrick Swayze la va a buscar a la mesa y le dice «no permitiré que nadie te arrincone».

    —¡Pues claro que parecía que iba a llorar! ¡Estaba feliz!

    —¿Ves? Te lo había dicho.

    —Estaba feliz porque sabía que tenía que quedar poco para que terminara la película.

    —Bah, anda ya —dijo dándole otro golpecito—. Niñato.

    Alex miró por encima del hombre, cogió a Justine por la muñeca y les detuvo a ambos.

    —¿Sabes una cosa? Aunque salgamos corriendo vamos a tardar una eternidad y la lluvia no para.

    —¿Y? No podemos hacer nada al respecto. Venga, tengo frío. —Empezó a andar hacia Mitthoeffer Road—.

    Alex volvió a darle un toque en la muñeca.

    —Vamos por aquí, conozco un atajo.

    —¿Un atajo? ¿Dónde?

    —Por aquí —dijo apuntando a unos edificios mal iluminados a unos quince metros al oeste de donde estaban—. Cruzando esos apartamentos. Mi hermano y yo solíamos jugar en el bosque que hay detrás de ese bloque cuando éramos pequeños. El camino acaba justo sobre la colina a la derecha del cruce de Michigan y Eustis.

    —Alex, no podemos atajar por ahí. ¡Es peligroso! Esa zona está llena de drogadictos y Dios sabe qué más.

    —Está lloviendo a mares. ¿Quién va a perder el tiempo empapándose solo para meterse con nosotros? Todo irá bien, ya lo verás. —Alex le cogió la mano y se dirigieron hacia los apartamentos Drake Commons.

    —Espera, Alex... —Le apartó la mano y se detuvo—. Tengo un mal presentimiento, de verdad. Quiero decir, podría pasar cualquier cosa ahí y nadie se enteraría.

    —No va a pasar nada, Justine. Te lo prometo. —Alex se acercó a ella—. ¿De verdad crees que dejaría que te pasara algo? Te quiero, Justine. Eres toda mi vida. —Tocó su nariz con la suya y la besó suavemente en los labios—. Venga, te protegeré. —dijo guiñándole un ojo.

    —De acuerdo. —Le devolvió el beso—.

    Fueron hacia la oscuridad del complejo de apartamentos cogidos de la mano y empezó a llover con más fuerza. En pocos segundos llegaron al aparcamiento poco iluminado.

    Había tres apartamentos de dos plantas, uno a cada lado y otro frente a ellos. Más allá, estaban el bosque y el camino que les conduciría a la seguridad y comodidad de sus hogares, cálidos y secos. Las tres estructuras se erigían ante ellos y parecían proyectar sombras imposiblemente oscuras en el asfalto agrietado que había bajo sus pies.

    —Esto no me gusta nada, Alex —dijo intentando recuperar el aliento a la que corrían hacia el edificio que había frente a ellos.

    —No pasa nada, Justine. Mira, ni siquiera hay nadie aquí.

    Alex tenía razón. Estaban solos, empapados y corriendo a ciegas a través de la cortina de lluvia torrencial que estaba inundando el aparcamiento rápidamente.

    ––––––––

    3

    El cansancio de bajar dos cadáveres metidos en bolsas de basura por unas escaleras de hormigón y arrastrarlos casi cincuenta metros hasta la profundidad del bosque más allá del terreno pantanoso que había tras el bloque de apartamentos le había dejado empapado en sudor. Ahora que había dejado su carga en el bosquecillo donde pensaba enterrarlos, se quedó frente a la puerta cerrada de la caseta de mantenimiento hecha una ruina que la lluvia cubría, lo que consiguió enfadarle más de lo que ya estaba de por sí. Aunque era difícil ver más allá de un metro a través de la tormenta, David examinó el candado que impedía que cualquiera se colara en la caseta. Como esperaba a juzgar por el desgaste que sufrían los apartamentos de Drake Commons, la cerradura estaba oxidada. De hecho, daba la impresión de que nadie la había abierto en años.

    David sacó la cizalla que había guardado en la cintura del pantalón. Más que romperse, el candado de deshizo como si se hubiera rendido hacía mucho tiempo.

    Abrió la puerta blanca. La esquina a mano derecha, que ya empezaba a pudrirse por culpa del agua, estaba cerrada con tablones de contrachapado. Agachó la cabeza y entró. Sacó una pequeña linterna del bolsillo de atrás y, en un intento de atraer la mínima atención posible, tapó la lente con la mano antes de encenderla para que solo se escapara entre sus dedos la mínima cantidad de luz que necesitaba para ver dentro de la caseta.

    Había una pala en el rincón de la derecha, entre telas de araña y herramientas oxidadas, tan deterioradas y faltas de uso como el resto de cosas en esa caseta. David la cogió y apagó la linterna. Salió de la caseta sin molestarse a cerrar la puerta tras él.

    Con la pala apoyada en su hombro izquierdo, David se abrió paso hasta el pequeño camino que llevaba al bosquecillo que había ante él para dar a Stephanie y Jackie un entierro mucho más digno de lo que cualquiera de los dos se merecía.

    Cuando llegó al que iba a ser el lugar de descanso final de su mujer y su amante y comprobó que, en su ausencia, no habían decidido ponerse en pie y huir, David hundió la cabeza de la pala en la tierra llena de barro. Aunque fuera molesta, a David le vino bien la lluvia en un aspecto: no iba a tardar tanto en enterrar a estos gilipollas como había pensado.

    4

    Cuando se acabó el pavimento, cerca del edificio norte del complejo, Justine y Alex no pudieron seguir corriendo. El terreno irregular ya era casi como un pantano incluso cuando no llovía. Ahora se estaba convirtiendo en un lago.

    Además de que se les hundieran los pies en el barro o que se hicieran un esguince en el tobillo al pisar un agujero escondido por el agua, había otros peligros mucho más alarmantes: basura, tanto la que podían ver como la que estaba oculta, estaba esparramada entre la hierba por todas partes. Aunque apenas Justine y Alex apenas las veían, había botellas de cerveza y latas de aluminio rotas, una rueda podrida y la carcasa de un aparato de aire acondicionado. También había clavos y tornillos oxidados, harapos asquerosos (sobre todo ropa interior masculina), jeringuillas y condones usados.

    —Tenemos que tener cuidado, cariño —dijo Alex sujetando el brazo de Justine por encima del codo y acercándola a él mientras caminaban lentamente por el cenagal—. Ya estamos empapados del todo, o sea que salir corriendo no serviría de nada, llegaremos en nada a casa.

    —Lo sé, es que estoy un poco nerviosa —dijo sin levantar la mirada del suelo delante de ellos mientras caminaban por el campo, negro como la melaza—. Al menos tenías razón en que no habría nadie fuera que pudiera molestarnos. Me hubiera llevado un susto de muerte si alguien hubiera estado rondando por aquí.

    —Ya te dije que estaríamos a salvo mientras no nos partamos un tobillo en este barrizal.

    —No tiene gracia.

    —No pretendía que la tuviera. Ya te lo he dicho, ten cuidado.

    —Lo haré.

    Cuando llegaron tan lejos como para poder ver la parte de atrás del edificio de apartamentos, Justine se giró para mirar. Tembló, no debido al frío de la lluvia. Había hiedra muerta en cada centímetro de la fachada del edificio, desde los cimientos hasta los canalones, como miles de dedos esqueléticos apuntando hacia el cielo. Parecía posible que la hiedra fuese el cemento que mantenía toda la estructura del edificio en pie.

    —Vaya, mira eso —dijo Alex apuntando a la pequeña caseta que había a unos cinco metros del apartamento y otros tantos a la derecha de donde se encontraban ellos.

    Justine, reticente a apartar los ojos del ominoso bloque de apartamentos, como si esperara que en cualquier momento se abriera una puerta de golpe y un psicópata armado con un cuchillo saliera por ella, miró en la dirección que Alex le indicaba. Ella volvió a temblar. La pequeña estructura parecía aterrarla más que el edificio colindante.

    —Qué miedo ¿eh? Y, mira, la puerta está abierta—. Alex empezó a caminar hacia la caseta, pero Justine le cogió del brazo.

    —Déjala en paz, Alex. ¿Por favor? —Le suplicó con la mirada—. Esto no me gusta. Quiero irme a casa y calentarme.

    —De acuerdo, cariño. Vamos.

    Los dos echaron a andar hacia la senda. Ahora estaban tan acostumbrados a la lluvia que apenas la notaban. No podían mojarse todavía más de lo que ya estaban.

    Cuando pasaron a la altura de la caseta, estaban a menos de tres metros del borde del bosque. Justine miró por encima del hombro la estructura en ruinas y vio los mismos dedos esqueléticos que trepaban por la pared del edificio y, aparentemente, por su columna. También se arrastraban por la pared norte de la caseta. Había una pequeña mesa de trabajo que ni la hiedra había querido tocar. Ocupaba tres cuartas partes de la longitud de la caseta, sujeta por dos patas echas de tableros y empotrada contra la pared. Parecía estar tan decrépita como la propia caseta: se inclinaba de forma considerable a la derecha, lo que la hacía parecer deformada cuando, en realidad, no estaba tan mal como aparentaba. La razón para su apariencia retorcida era que la pata delantera derecha estaba hundida en la tierra blanda que había debajo y, a juzgar por su aspecto, había ocurrido hacía bastante tiempo. En realidad, la única novedad en toda la zona era una botella vacía de ginebra que había caída debajo de la mesa.

    Llegaron hasta el camino que había al borde del camino y se adentraron en el bosque agradecidos por el poco cobijo que les proporcionaban los escasos árboles contra la lluvia torrencial. No llevaban ni tres metros cuando el haz de una linterna les deslumbró, lo que les asustó y les cegó al mismo tiempo. Justine ahogó un grito y se tapó la boca con las manos para callarse. Si hubiera sabido la magnitud del peligro al que se enfrentaban su prometido y ella, hubiera seguido gritando. Hubiera seguido gritando, hubiera agarrado a Alex y hubiera echado a correr hasta que las piernas no le hubieran dado más de sí.

    Se hizo aparente enseguida que el dueño de la linterna se estaba acercando a ellos a toda velocidad. Su tamaño dejaba claro que se trataba de un hombre. Había algo en la mano que tenía extendida, pero Justine no estaba segura de qué era. Tenía demasiado miedo como para fijarse en los detalles. Alex, sin embargo, pudo ver con toda claridad que era un arma.

    —¡Largo de aquí! —gritó el hombre desde donde estaba, a unos seis metros de ellos. Entonces, comenzó a acercarse a ellos a toda velocidad—.

    Justine y Alex retrocedieron a la misma velocidad a la que se les acercaba el pistolero sin apartar la vista de él. Pocos segundos después de que hubieran salido del bosque, el hombre con la pistola y la linterna salió del cobijo de los árboles. Tan solo un par de metros les separaban.

    Su retroceso se detuvo cuando se toparon con la mesa de trabajo que había pegada a la pared de la caseta. Cuando fue obvio que no tenían escapatoria, el hombre paró, apagó la linterna y la tiró al suelo. No dejaba de apuntarles con la pistola.

    —¿A dónde coño creéis que vais? —dijo apuntando a uno y otro alternativamente antes de fijar la mirilla en Alex.

    —Í-Íbamos hacia allá —dijo Alex apuntando hacia el bosque—. Nuestras casas están justo al otro lado de la colina.

    —¿En serio? —contestó con una sonrisa siniestra que estaba ligeramente escondida bajo su cara sucia y su barba desaliñada—. Seguro que seguís viviendo con mami y papi ¿no es así?

    —S-Sí, señor —contestó Alex.

    Justine no abrió la boca. Se quedó aferrada al brazo de Alex y tembló, mientras lágrimas silenciosas caían por sus mejillas y se mezclaban con el torrente de lluvia que caía del cielo y que, justo en ese momento, empezaba a escampar.

    —«Señor» —dijo el pistolero—. Me gusta. A la gente como yo solo la llaman «señor» los desconocidos. Por cierto ¿cómo os llamáis?

    —Soy Alex y ella es mi...

    —¡DEJA QUE LA ZORRA HABLE POR SÍ MISMA!

    Justine ahogó un grito. Estaba sollozando tan fuerte que empezó a tener hipo.

    —¿Cómo te llamas, zorra?

    —Jus-Justine.

    —Bueno, Justine A Secas, yo soy David. —Empezó a mirar a uno y otro—. Y ¿quién es este tal Alex? Te llamas así ¿no? —Continuó sin esperar una respuesta—. ¿Qué es

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