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La Solterona
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Libro electrónico105 páginas2 horas

La Solterona

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Edith Wharton firma una novela magistral, que explota la que fuera una de sus obsesiones recurrentes: las opciones de la mujer de su tiempo y estatus en la vida social.
IdiomaEspañol
EditorialEdith Wharton
Fecha de lanzamiento7 feb 2017
ISBN9788826017730
La Solterona
Autor

Edith Wharton

EDITH WHARTON (1862 - 1937) was a unique and prolific voice in the American literary canon. With her distinct sense of humor and knowledge of New York’s upper-class society, Wharton was best known for novels that detailed the lives of the elite including: The House of Mirth, The Custom of Country, and The Age of Innocence. She was the first woman to be awarded the Pulitzer Prize for Fiction and one of four women whose election to the Academy of Arts and Letters broke the barrier for the next generation of women writers.

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    La Solterona - Edith Wharton

    Edith Wharton

    La Solterona

    Primera Parte

    Capítulo 1

    La vieja Nueva York de la década de 1850 era regida, con sencillez y opulencia, por unas pocas familias. Los Ralston eran una de ellas.

    La mezcla de recios ingleses con holandeses, rubicundos y más corpulentos, había producido una próspera, prudente y, no obstante, pródiga sociedad. Hacer las cosas generosamente había sido siempre un principio fundamental en aquel mundo circunspecto, edificado sobre las fortunas de banqueros, mercaderes de la India, constructores y armadores. Aquella gente bien alimentada y de andar parsimonioso, que los europeos tomaban por irritable y dispéptica sólo porque los caprichos del clima la habían privado de carnes superfluas, y había exigido a su sistema nervioso una tensión mayor, llevaba una vida monótonamente comedida, cuya superficie no alteraban jamás los silenciosos dramas que de vez en cuando se desarrollaban en sus profundidades. En aquella época, las almas sensibles eran como las intocadas teclas de un piano en el que el Destino ejecutaba una música inaudible.

    En esta sociedad compacta, construida con elementos sólidamente unidos, uno de los segmentos más amplios era el ocupado por los Ralston y sus ramificaciones. Los antepasados de los Ralston eran ingleses de clase media. No habían venido a las colonias a morir por un credo sino a vivir para una cuenta bancaria. Los resultados habían superado todas sus expectativas, y el éxito había influido en su religión. Una Iglesia de Inglaterra edulcorada que, bajo el nombre conciliador de Iglesia Episcopal de los Estados Unidos, suprimía de la liturgia matrimonial las alusiones más rudas, se saltaba los pasajes conminatorios del Credo atanasiano y juzgaba más respetuoso usar una forma pronominal que otra al recitar el Padrenuestro, se adecuaba exactamente al espíritu de compromiso mediante el cual los Ralston se habían encumbrado. Toda la tribu manifestaba el mismo instintivo rechazo por las religiones nuevas que por las personas desconocidas. Profundamente apegados a lo establecido, representaban el elemento conservador que asegura la cohesión de las nuevas sociedades, como las raíces vegetales fijan los terrenos que lindan con el mar.

    Comparados con los Ralston, hasta gente tan tradicionalista como los Lovell, los Halsey o los Vandergrave, parecían descuidados, indiferentes al dinero, casi irresponsables en sus impulsos e indecisiones. El viejo John Frederick Ralston, vigoroso fundador de la raza, había percibido la diferencia y la había enfatizado ante su hijo, Frederick John, en quien había olido una leve inclinación hacia lo novedoso y lo improductivo.

    Deja que los Lanning y los Dagonet y los Spender corran riesgos y se manejen con globos de ensayo. Es la sangre provinciana que les corre por las venas: nosotros no tenemos nada que ver con eso. Fíjate como ya están desapareciendo poco a poco... me refiero a los hombres. Deja que tus muchachos se casen con las chicas de ellos, si quieres (son saludables y bien parecidas); aunque yo preferiría ver a mis nietos escoger a una Lovell o a una Vandergrave, o a cualquier otra de nuestra propia clase. Pero no dejes que tus hijos pierdan el tiempo como los de ellos, montando a caballo y yéndose de juerga al sur a esas conden... Springs (se refiere a Colorado Springs, población por entonces de mala fama) y a jugarse el dinero en Nueva Orleáns y todo lo demás. De ese modo formarás una familia y evitarás sobresaltos. Como hemos hecho siempre.

    Frederick John escuchó, obedeció y se casó con una Halsey, y siguió sumisamente las huellas de su padre. Perteneció a la prudente generación de caballeros neoyorquinos que rendían culto a Hamilton y sirvieron a las órdenes de Jefferson, que soñaba con dar a Nueva York un trazado como el de Washington y que sin embargo la planificaron en forma de damero, por no ser tomados por antidemocráticos por una gente a la que secretamente miraban por encima del hombro. Tendero hasta la médula, colocaban en sus escaparates la mercancía por la que había más demanda, guardando sus opiniones personales para la trastienda, donde, por falta de uso, fueron gradualmente perdiendo sustancia y color.

    A los Ralston de la cuarta generación no les quedaba nada en materia de convicciones, salvo un agudo sentido del honor en cuestiones privadas y de negocios; acerca de la vida de la comunidad y el Estado tomaban sus diarias opiniones de los periódicos, hacia los que ya experimentaban desprecio. Los Ralston no habían hecho gran cosa por el destino de su país, aparte de financiar la Causa cuando hacerlo dejó de ser arriesgado. Estaban emparentados con muchos de los grandes hombres que construyeron la república; pero ningún Ralston se había comprometido hasta entonces como para convertirse en uno de ellos. Como decía el viejo John Frederick, era más seguro considerarse satisfecho con un tres por ciento: para ellos el heroísmo era una forma de juego de azar. No obstante, por el mero hecho de ser tan numerosos y tan semejantes entre sí, habían acabado por tener peso en la comunidad. La gente decía: los Ralston, cuando quería invocar un precedente. Esta atribución de autoridad había ido poco a poco convenciendo a la tercera generación de su importancia colectiva, y la cuarta, a la que pertenecía el esposo de Delia Ralston, estaba imbuida de la naturalidad y la sencillez de una clase dirigente.

    Dentro de los límites de su cautela para todo, los Ralston cumplían sus obligaciones de ricos y respetados ciudadanos. Figuraban en las comisiones de todas las obras de caridad tradicionales, efectuaban generosos aportes a las instituciones para los pobres, contaban con las mejores cocineras de Nueva York, y cuando viajaban al extranjero encargaban estatuas a escultores norteamericanos en Roma cuya reputación se hubiese ya afianzado. El primer Ralston que había traído una escultura a casa había sido mirado como un excéntrico; pero cuando se supo que el escultor había realizado varios encargos para la aristocracia británica, la familia consideró que aquella también había sido una inversión al tres por ciento.

    Dos matrimonios con los holandeses Vandergrave habían consolidado aquellas cualidades de frugalidad y buen vivir, y el carácter cuidadosamente forjado de los Ralston era ahora tan congénito que Delia Ralston a veces se preguntaba si, en caso de soltar a su niño pequeño en una selva, el chico no crearía allí una Nueva York en pequeño y estaría en todos los directorios.

    Delia Lovell se había casado con James Ralston a los veinte años. El matrimonio, que había tenido lugar en el mes de septiembre de 1840, había sido solemnizado, como era costumbre por entonces, en el salón de la casa de campo de la novia, donde actualmente se encuentra la esquina de la Avenida A con la Calle Noventa y Uno, mirando al Estrecho. De allí el esposo la había conducido (en el coche amarillo canario de la abuela Lovell, con el paño del pescante guarnecido con fleco) a través de suburbios en expansión y desaseadas calles bordeadas de olmos, a una de las nuevas viviendas de Gramercy Park que los pioneros de la joven gente bien empezaban a preferir; y allí estaba ella establecida a los veinticinco, madre de dos niños, dueña de una abundante asignación para gastos menores y, sin discusión, una de las más elegantes y populares jóvenes matronas (como se las llamaba) del momento.

    En todo esto pensaba una tarde con placidez y agradecimiento en su elegante dormitorio de Gramercy Park. Tenía a los primeros Ralston demasiado próximos como para verlos claramente en perspectiva, tal como por ejemplo podría hacerlo algún día el hijo en cuestión: vivía bajo sus normas sin pensar en ellas, como uno vive sometido a las leyes de su país. Y, no obstante, aquel temblor del teclado mudo, aquel secreto cuestionamiento que esporádicamente se agitaba en su interior como un batir de alas, la

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