La proxima vez
Por Henry James
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Henry James
Henry James (1843-1916), the son of the religious philosopher Henry James Sr. and brother of the psychologist and philosopher William James, published many important novels including Daisy Miller, The Wings of the Dove, The Golden Bowl, and The Ambassadors.
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La proxima vez - Henry James
La próxima vez
Henry James
Merece recordarse, por lo extraña, la gestión que hizo esta mañana la señora Highmore: vino a pedirme que escribiera una nota crítica sobre su próxima gran obra. Sus grandes obras han aparecido con tanta frecuencia sin mi protección, que yo tenía harto derecho de mostrarme extrañado, pero me sorpren-dieron sobre todo las explicaciones en que fundaba su pedido, y lo que me induce a escribir estas páginas son las reminiscencias que sus explicaciones despertaron en mí.
Mientras hablábamos, el pobre Ray Limbert parecía estar sentado entre nosotros: la señora Highmore recordó que mi vínculo con él había comenzado hacía dieciocho años, cuando ella vino antes de almorzar a mi casa, tal como hoy, para pedirme que lo ayudara. Si no sabía entonces cuán poco vale mi protección, ahora lo sabe, por lo menos, y esto da precisamente tanta comicidad a su visita.
Mientras me detengo en aquellos años borrosos -es decir, mientras sumo la columna de mis reminiscencias con pluma vacilante- advierto que estas dos ocasiones circundan la fama de Limbert, o al menos mi pequeña apreciación de su fama. Hoy, al pie de la última página, con una viñeta moralizadora, la señora Highmore parecía ponerle fin. Ha repetido a menudo la palabra -no en vano es
una de las más fecundas novelistas de nuestro tiempo
-, pero nunca, me atrevo a decirlo, a despecho de su dominio profesional de la emoción adecuada, con igual sentido del misterio y de la tristeza de las cosas que las personas con imaginación asignan a las historias humanas definitivamente caducas. Sea como fuere, su primero y su último pedido abre y cierra la historia de Ray Limbert. Y cuando sus melancólicas imágenes recibieron la luz menguante de nuestra media hora de charla, me prometí, mientras aquella luz du-rase, recobrar en parte su delicada ternura para extraer con breve paciencia la perpleja lección.
Era maravilloso ver cómo la señora Highmore había extraído para sí misma la lección: 1 no vaciló en explicarme qué sucedía con Ralph Limbert o, al menos, en permitirme vislumbrar la noble admonición que había leído en la carrera de nuestro amigo. Ninguna prueba mejor de la fuerza de esta parábola, con la que uno y otro estábamos de acuerdo, que haber convertido a una pecadora tan empedernida como la señora Highmore. No era, por supuesto, nada nuevo para mí. Insistió en que durante los últimos diez años había querido escribir una obra verdaderamente artística, una obra cuyo éxito de venta le importase un bledo. A esta perversidad fue inducida principalmente observando lo que hacía su cuñado y de qué manera lo hacía. Co-mo él no vendía, pobrecito, y como varias personas, entre las cuales estaba yo, encarecían dicha circunstancia, ella tuvo el capricho -y lo tuvo desde los comienzos de su prolífica carrera- de alcanzar, siquiera por una vez, tan heroi-cas alturas. Anhelaba ser como Limbert, por una vez, claro está, un exquisito fracaso. Un fracaso, un fracaso de venta poseía algo que un éxito, en cierto modo, no lo tenía. Un éxito era tan prosaico como una buena comida: nada más había que decir sobre ella aparte de que era buena. ¿Quién sino la gente ordinaria, en un caso semejante, hace voraces apreciaciones sobre los diferentes platos? Y muy a menudo esa gente ordinaria atestiguaba el éxito. Mirándolo bien, el éxito sólo daba dinero; es decir, daba tanto dinero que cualquier otro resultado parecía pequeño en comparación con aquél. ¡Pero un fracaso podía dar tanta reputación! Ah, claro está, con la ayuda de un inmenso talento, porque había fracasos y fracasos. Me hizo el honor -lo había hecho a menudo- de insinuarme que lo que entendía por reputación era que yo le arrojase una flor. Si se necesitaba un fracaso para obtener un fracaso, yo era la persona mejor cali-ficada para coronarla de laureles. Como ella había hecho tanto dinero, y como el señor Highmore lo había administrado con tanta eficacia, estaba en condiciones de permitirse una hora de límpida gloria. Recordaba que siempre que la escuché enunciar aquel deseo, le había replicado que un libro que se vende puede ser tan glorioso como un libro que no se vende. Lo sabía, desde luego, pero también sabía que eran éstos los tiempos en que triunfa la novela barata y que nunca me oyó hablar de algo que tenía éxito como en ciertas ocasiones me oyó hablar de algo que no