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El último de Cuba
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El último de Cuba

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La pérdida de Cuba representó para España un trauma histórico de proporciones sísmicas cuyos efectos perduraron largamente en la memoria popular. Cuba era el país de América más cercano a España por cultura, idiosincrasia y convivencia durante más de cuatro siglos, pero quizá porque el recuerdo de la herida resultó tan doloroso, el vacío causado por el abandono no dejó ecos literarios importantes en la novelística de esta parte del Atlántico. 

A paliar esta carencia contribuye esta novela de José Joaquín Bermúdez Olivares, El último de Cuba, que como una habanera de ida y vuelta elabora historias paralelas, que van desde la intriga y la exposición de ideas al retrato social de una época que abarca desde mediados del siglo XIX hasta la segunda mitad del XX.

El hilo referencial de esta novela une a España y Cuba en una trama histórica en la que no faltan los rasgos esperpénticos, y en la que se entremezclan obispos, diplomáticos, espías por obligación, figurones reconocibles de la intelectualidad y otros personajes de variada catadura, que animan el relato.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 ene 2017
ISBN9788494615924
El último de Cuba

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    El último de Cuba - José Joaquín Bermúdez Olivares

    Agradecimientos

    Prólogo

    La pérdida de Cuba representó para España un trauma histórico de proporciones sísmicas cuyos efectos perduraron largamente en la memoria popular. Además de ser el último territorio español de América, el quebranto vino agravado no solo por la prolongada contienda contra los insurrectos independentistas, sino sobre todo por la ignominiosa derrota militar en la guerra contra Estados Unidos, país que con el pretexto de liberar la isla mostró enseguida el colmillo anexionista para desgracia también de los cubanos, que pasaron en 1898 del dominio español al vasallaje estadounidense.

    Considerada como una prolongación de la propia Península, Cuba era el país de América más cercano a España por cultura, idiosincrasia y convivencia durante más de cuatro siglos, pero quizá porque el recuerdo de la herida resultó tan doloroso, el vacío causado por el abandono no dejó ecos literarios importantes en la novelística de esta parte del Atlántico.

    A paliar esta carencia contribuye esta novela de José Joaquín Bermúdez Olivares, El último de Cuba, que como una habanera de ida y vuelta elabora con historias paralelas, gracia literaria y un notable estilo, elementos dispares, bien conjuntados, que van desde la intriga y la exposición de ideas al retrato social de una época que abarca desde mediados del siglo xix hasta la segunda mitad del xx. Un tiempo que concluye con el presagio de grandes cambios políticos y sociales, tanto en Cuba —con la llegada al poder de los «barbudos» de Fidel Castro— como en España, donde ya el régimen salido de la guerra civil empieza a evolucionar y a agrietarse.

    El hilo referencial de esta novela une a España y Cuba en una trama histórica en la que no faltan los rasgos esperpénticos, y en la que se entremezclan obispos, diplomáticos, espías por obligación, figurones reconocibles de la intelectualidad y otros personajes de variada catadura que animan el relato novelesco.

    Por todo esto, deseo que el éxito acompañe al autor, quien ha tenido, además, el detalle poco frecuente de aportar al final de la novela una lista de textos que, a modo de «préstamo y homenaje», le han servido de inspiración y guía. Un rasgo de sinceridad literaria que denota ausencia de complejos imitadores y confianza en sí mismo. Y eso está bien.

    Fernando Martínez Laínez

    Agosto 2015

    Palabras liminares

    Sobre un libro llamado El último de Cuba.

    El autor sabe algunas, pocas, cosas. Sabe por ejemplo las fechas de inauguración del Gran Hotel de La Toja y los periodos de visita a Mondariz de Doña Emilia Pardo Bazán.

    Sabe, aunque su frecuencia hace difícil asegurar las fechas exactas, el turno de Gobierno y oposición de D. Práxedes Mateo Sagasta, y no ignora las administraciones de Figueras, Salmerón, Castelar, Prim...

    El autor conoce la fecha de las visitas preparatorias de la administración americana de Eisenhower a España, y la fecha exacta de la llegada del Presidente a Madrid.

    El autor conoce las normas de la RAE sobre puntos suspensivos (…), signos de interrogación (?), guiones cortos y largos, tildes... En todo caso el gran trabajo del equipo editorial de La Huerta Grande hace innecesario añadir que todas las pequeñas idiosincrasias orto-tipográficas del autor son de su completa responsabilidad y solo (solo) pide, como cualquier otro aspirante a artista, indulgencia en su intento de hallar una norma para la expresión de su pequeño universo privado.

    El lector improbable debe saber algunas, pocas, cosas. Distinguir entre personajes, narradores y autor. Debe saber disimular esas pequeñas veleidades antes mencionadas y sobre todo debe entrar adelante por el texto, tranquilo y seguro de que no tiene otro objetivo que aspirar a deleitarle.

    Gracias.

    JJ Bermúdez

    A la memoria de mi padre, oficial y caballero.

    VERBUM CARO FACTUM EST

    «(Hay que actuar) Con la emoción del científico y la precisión del artista»

    Los años americanos (biografía de Vladimir Nabokov). B. Boyd

    «Para ser apasionado se necesita perfecta exactitud y objetividad»

    El hombre sin atributos. Robert Musil

    «Era cierto que nuestras consideraciones no podían ser consideraciones

    científicas... Y no podemos proponer ninguna teoría»

    Investigaciones Filosóficas, Fragmento 109. Ludwig Wittgenstein

    Capítulo 1. Llegada

    El balanceo de la escalerilla era peligroso para su pierna maltrecha, aunque no podía deberse al viento, que había cesado de golpe al poco de embocar la bahía de La Habana. Ayudado con su nudoso bastón logró bajar mientras por detrás se oían las voces nerviosas de los pocos turistas norteamericanos que habían usado aquel malhadado paquebote —AIRAM, matrícula de Bilbao— en lugar del moderno J.J. Spinster, tal vez para ahorrarse la escala en Puerto Rico.

    Según bajaba se mezclaban las exclamaciones de los jubilados gringos con los sones de una ¿guaracha? que maltrataba una orquestina de mestizos locales, apoyados por maracas, marimbas, vibráfono preparado y ¿bandoneón? para mayor color; junto a ellos tenderetes asoleados con souvenirs menesterosos, entre los cuales latas de sopa Campbell y bastones más aerodinámicos que el de Rafael.

    Cuando las operaciones de aduana y visado quedaron cumplidas (facilitadas por discretas dádivas en moneda fuerte) varios obsequiosos muchachos nativos se ofrecieron a buscarle un taxi, dirigiéndose a él en la jerga que empleaban para los yanquis adinerados. Tal vez llevado por el atavismo de ser «un caballero español» repartió unas propinas mucho mayores que las que aquéllos solían dejar y en todo caso desproporcionadas para la lista de gastos que a la vuelta tendría que justificar.

    Si bien el taxista había reconocido a Rafael como español por su acento cuando este le indicó la dirección del Hotel Nacional, emprendió su habitual recorrido laberíntico tratando de encontrar la distancia mayor entre dos puntos que estaban separados por catorce minutos a pie (más para Rafael y su bastón, desde luego). El pasajero aprovechó indiferentemente la demora para recordarse por centésima vez el objetivo, peregrino, de su viaje, sin dejar por ello de tomar nota inconsciente de los lugares que debía evitar. En la radio del incongruente modelo londinense trasplantado a La Habana vía Miami sonaba (no había radio en los taxis españoles) un chachachá.

    Rafael Sánchez Cercas, soltero, nacido en Olmedo, cuarenta años, ayudante de librero en su juventud, veterano de la Batalla del Ebro y la campaña de Cataluña, herido y hecho prisionero en Borjes Blancs, todo eso estaba en su ficha pero ¿qué hacía un muchacho de Valladolid en la Cuba del otoño de 1956?

    El coche se detuvo al fin frente a un edificio bajo y alargado que debió ser blanco ab origen y en el que múltiples temporadas lluviosas y secas habían serigrafiado signos inconfundibles de decrepitud, signos tal vez ocultos para la misión que Rafael, sobre el terreno, consideraba cada vez más improbable. El gesto sorprendente del taxista Juancho (según se leía en la no menos sorprendente tarjeta de visita que con un «para lo que necesite el señor» le entregó) ayudándole con las maletas ante la ausencia notoria de portero o botones del hotel, impulsó a nuestro héroe a preguntarle por la calle Bacardí. El gesto torcido de Juancho le confirmó lo estúpido de la pregunta.

    La recepción del Hotel Nacional guardaba un vago parecido con la sala de espera de un dentista al que, por algún motivo inconfesable, le hubieran retirado la licencia y ejerciese ahora, clandestinamente, en la recepción derelicta de un hotel. La anciana que asomó al fin tras el mostrador de baquelita (Dulce María según una reluciente placa que ostentaba su marchito pecho) se demoró sus buenos tres minutos en la contemplación de un pasaporte que hasta hacía poco hubiera resultado todavía más insólito. Muchos exiliados españoles habían llegado a Cuba quince años antes, aunque pocos hubieran mostrado simpatía por el nombre de aquel hotel; pero solo la reciente apertura de relaciones con los Estados Unidos de un Eisenhower más preocupado por las bases aéreas que por una fantasmal República en el exilio o un no menos fantasmal pretendiente entregado a la difusión de manifiestos desde ciudades improbables, había facilitado la salida de españoles hacia destinos hasta entonces inaccesibles (en ambos sentidos). El régimen de Batista, degradándose alegremente como mango al sol, pocos reparos podía oponer a lo que el Gran Hermano hubiera aprobado.

    La moneda fuerte volvió a resolver cualquier duda aterosclerótica que lo indefinido de la fecha de salida de Rafael y lo poco distinguido de su equipaje hubieran inspirado a Dulce María:

    —Su llave, número 112, primer piso, no puede llegar después de la 1, el desayuno a las ocho, 16 pesos.

    Muchos estudios financiados por fabricantes de electrodomésticos han demostrado que lo primero que hace el huésped (masculino) de un hotel es encender la televisión para buscar el canal de porno, pero en 1956 y en el nacional, no había televisión (ni en España tampoco, si vamos a eso). Rafael deshizo la menor de sus dos maletas, colgó el saco en un galán de noche, apoyó la pierna mala en una silla de enea y leyó el único papel que llevaba en el bolsillo, algo desteñido ya por el sudor de un día no demasiado cálido en La Habana. Leyó lo que sigue:

    —Llegar sábado, preguntar por Rojo, buscar archivos Iglesia.

    Como las largas horas que había pasado en la librería de su padre (Sánchez Bazas, librería, papelería y artículos de regalo, calle Panero 39, Valladolid) y los escasos clientes que la frecuentaban habían desarrollado en Rafael un sorprendente amor por la lectura, el mensaje le hizo recordar al viajero francés del cuento de Larra y su «vuelva usted mañana». La perspectiva de encontrar a alguien llamado Rojo, a quien había visto por última y única vez en 1939, convencerlo de la absurda quest que desarrollaba y además localizar en el archivo de ¿qué Iglesia? un documento de 1898 y ¡sacarlo del país! sin amigos, sin cobertura de su gobierno y con escaso dinero era realmente de cuento. La alternativa sin embargo... más valía no considerar la alternativa.

    En algún lugar de su memoria se guardaba la impresión de que al caer el sol lo indicado en La Habana era tomar un combinado, de modo que tras un somero aseo en las superficies cerámicas del Nacional que imitaban con gran acierto el aspecto de su fachada, salió con sombrero flexible y bastón rígido a la calle.

    Un lejano instinto de orientación, adquirido tal vez en la Guerra, le hizo elegir sin vacilar el camino de la derecha; el sol vacilaba entre tomar otra ronda o retirarse más allá del horizonte y luego por subterráneos caminos emprender su eterno ritornelo de manos de un auriga Efebo. Vacilaba también Rafael sobre su trípode cansino: el contacto con los nativos era recomendable para obtener información sobre Rojo, pero centrarse en la colonia española reduciría el ámbito de la búsqueda. Veinte años ya desde la guerra, la mitad de su vida, poco satisfactoria y menos prometedora pero si dejaba entrar a la melancolía antes de la primera copa... se quitó el sombrero, enjugó su frente y siguió el sonido de una música singularmente poco estridente.

    Capítulo 2. El Obispo

    Un gran salón de estilo gótico, muy oscuro, con marquetería de roble negro. Un hombre todavía joven revestido con sotana violeta y sobrepelliz de encaje.

    La sensación de optimismo era, como de costumbre en España, ampliamente injustificada. El periodo moderado había conseguido firmar el Concordato con la Sede, y el agradecimiento de Pío Nono con la monarquía católica dependía de la conservación de sus Estados Vaticanos, cada vez más problemática. La Reina parecía contenta y eso importunaba un poco menos a sus gobiernos, había grandes obras en marcha: las Cortes, el Canal de agua, el ferrocarril, oportunos negocios para unos pocos y motivo de charla para desocupados.

    La antigua Abadía, decaída tras la desamortización, había sido a medias restaurada para la ceremonia. Las salas nobles databan de 1470, pero casi todas las ventanas seguían tapiadas, y lo burdo de la obra contrastaba con la magnífica labor de carpintería. ¿Qué hacía allí un espejo, sitiado en el ángulo mejor iluminado de la sala?, ¿qué hacía allí el pequeño seminarista, paralizado ante la visión de Monseñor? Manuel Reinosa acababa de cumplir los diecisiete aunque era menudo para su edad, cetrino, demacrado, con escaso pelo pegado en ese momento a las sienes por el sudor (y un curioso copete de punta por el susto, sobre la coronilla), con su hábito de seminarista menor resultaba una contrafigura chusca a la magnificencia del Obispo frente al espejo. Ensayaba Monseñor, ante la incredulidad de Manuel, la mejor inclinación de la mitra sobre su noble cabeza; el sol relucía en el tejido de plata y su cruz pectoral deslumbró a aquel chico de Rueda, ¡qué poco imaginaba entonces que treinta años después su pectoral, su mitra y las rentas de su diócesis dejarían muy atrás a las de Monseñor!

    El cabildo se impacientaba, y el padre Barzanallana, su director espiritual, había mandado a Manuel con la mitra como sutil indirecta ante la tardanza del Obispo. Realmente no había lugar para la prisa, la procesión eclesiástica con sochantres, limosneros, portacirios, portacruces, sacristanes, pertigueros, deanes, diáconos, niños de coro, sacerdotes regulares y órdenes concordadas... relucientes en sus ornamentos respectivos, se veía acompañada por la no menor asistencia de ediles, alcalde, corregidor, diputado provincial y senadores, representantes del Gobierno Militar, de la Comandancia, de la Judicatura local y nacional, de gentileshombres de cámara y curiosos sin remisión, caciques, paniaguados y sacabuches, cesantes y pretendientes, pendolistas y pisaverdes... a la espera del cortejo con diecisiete damas de compañía escoltando a la real persona.

    La soberana, joven y regordeta, se hincó de rodillas sobre el cojín con las armas reales dispuesto sobre el reclinatorio, presta a escuchar el sermón de Monseñor:

    —Nunca olviden lo que acaban de contemplar: la Monarquía más poderosa del mundo se postra ante un humilde servidor de Dios todopoderoso. Estos servidores, perseguidos y asesinados en la tierra, triunfan en el cielo. Dios, tan grande y tan terrible y al mismo tiempo tan bondadoso. Recibo la promesa real de constituirse en defensora de la Fe Católica.

    Se dice que la celebración consumió diez mil botellas de vinos de Rueda y la Ribera. El padre Barzanallana, prototipo de navarro recio y sin embargo enemigo jurado del carlismo (por pleitos que tenía allá en su tierra) se llevó aparte a Manuel:

    —Hijo, recuerda lo que ha dicho Monseñor, los servidores de Dios triunfan en el cielo.

    —Pero Padre —respondió Manuel dubitativo— ¿no era un acuerdo entre Madrid y Roma lo que hoy se conmemoraba?

    —Precisamente, Manuel, precisamente; hemos acabado con la ignominia de la desamortización, con la rapiña de los esparteristas, con los robos e incendios de los radicales. Hemos repuesto a S.S. Pío Nono a quien Dios guarde en el trono de San Pedro y hemos de ver metida en cintura a esta pobre España de nuestros pecados.

    —Entonces, Padre ¿por qué esperar a la victoria en el cielo si aquí tenemos bien presente la imagen de toda una Reina de España de rodillas frente a Monseñor?

    —Vaya, hijo, vaya, se chanceó el navarro; bien veo que tu visita a la cámara del Obispo no ha sido en balde. Así me gusta, a Dios rogando...

    La frase incompleta, algo chocarrera para las costumbres morigeradas del Padre Barzanallana, representaba el dilema que le había acompañado durante su vida adulta. Rayano ahora en los cincuenta y cinco años, parecía mayor por las penitencias que se infligía y la llama de entusiasmo que le devoraba. Entusiasmo apostólico sí, pero también descontento «temporal» porque otros con menos valía que él habían llegado a más altos puestos; de hecho la mitad de la procesión de aquella mañana había desfilado orgullosamente delante de él y solamente su ascendiente sobre los jóvenes seminaristas que estaban a su cargo le ofrecía la ilusión de tener algún poder. Pero ¡si hasta aquel cura trabucaire, el Padre Arróspide, había pasado de secretear con Cabrera a sentarse en las antesalas de Palacio!

    Precisamente en el patio del Seminario de Nobles, junto al Palacio de Liria, se celebraba la recepción, trufada de tenida, que cerraba aquel magnífico día para la Iglesia. Aunque poco amigo de tales actos no tenía otro remedio Barzanallana que acudir; aquél era su ámbito, el del Seminario, de donde confiaba lograr algunas generaciones de jóvenes doctos y píos que regenerasen un estado de cosas que él juzgaba a medias calamitoso y a medias culpable por asociación con intereses (los indianos, los políticos, los especuladores arribistas) pujantes entonces y tal vez siempre en el patio de Minipodio de la realidad nacional. El círculo al que se aproximaba estaba compuesto por lo más granado de la facción evangélica (los mantenedores de la indisoluble unidad entre Trono y Altar), y la palabra la tenía, como era común en estos casos, el mismo Arróspide. Bajito, cabeza redonda bajo chapela ancha, cejijunto y de barba cerrada, no le llegaría a Barzanallana a la barbilla pero podría levantarlo con una mano:

    —Un día feliz —decía abanicándose levemente con el manteo—, feliz para nosotros y para el pueblo; solamente la unión del gobierno y de los pastores puede elevar al pueblo a su estado natural, alejándolo de la estéril palabrería de los que se llaman liberales. El mismo confesor de Su Majestad me ha comunicado que el Santo Padre prepara importantes documentos condenando la barbarie del pensamiento moderno y poniendo en claro cuál debe ser la postura de la Iglesia nacional como sostén del orden natural de las cosas.

    —Espero con ansiedad ese momento, Padre —le respondió Barzanallana—, porque muy necesitados andan mis estudiantes de doctrinas claras y contundentes de Roma; esa mezcla reciente de preocupaciones temporales y pastorales no hace más que meterles extrañas ideas en la cabeza. Alguno había esta mañana que no sabía si el Rey era el Obispo y la Reina monja a sus pies, no me gusta esa maraña de cargos y prebendados que hacen parecer el camino de Dios covachuela de litigantes peleando por un puesto de subsecretario.

    —Bueno —sonrió Arróspide—, seguro que vuestra buena dirección no deja que ninguno de los seminaristas vaya por el camino equivocado.

    Era bien sabido que uno de los caballos de batalla del Padre Arróspide tenía que ver con su afán por inmiscuirse en la formación de los seminaristas; consciente de su escasa valía para el estudio, había usado siempre el camino de la fuerza o el halago (y aun ambos juntos) para prosperar en una trayectoria que le había llevado del somontano a las antesalas reales sin afectar a su fondo natural de hombre de campo taimado, cachazudo y vengativo, siempre dispuesto en sus propias palabras a «quedarme ciego con tal de que un tuerto no entre en el Reino de los Cielos». Los demás componentes del grupo, al oír este burlón ataque a la capacidad pedagógica de Barzanallana prefirieron cambiar el tercio:

    —Siempre es agradable —interpuso uno de los canónigos—, contemplar la armonía entre la Reina y el Papado, y entre el Trono y su pueblo; pluga a Dios que el presente estado de cosas dure aún algunos años y las catástrofes de Mendizábal y Bravo quedarán como mala pesadilla para las jóvenes generaciones, en cuanto a nosotros ¡bastante hemos sufrido!

    Todos entendieron que «el presente estado de cosas» se refería al gobierno de Narváez y concretamente a un hermano Gobernador Civil en Ávila que tenía el canónigo. Como hombres buenos que en el fondo eran, disculparon la torpeza del estilo y pidieron perdón mentalmente por sus pensamientos poco caritativos.

    Así estaban las cosas en aquel Madrid de 1852, y Manuel, requerido para atender a los invitados recogiendo sus ropas y buscando coches de punto para los que debían salir hacia el extrarradio, escuchaba éstas y otras conversaciones, recordaba las lecciones del Padre Barzanallana y guardaba todas las cosas en su corazón.

    Capítulo 3. Falta título

    Tan suave como era la música resultaba estridente la iluminación del local, largo y estrecho, la una parecía brotar de allí donde la perspectiva unía las líneas, la otra atacaba por doquier; la intuición de que la penumbra sentaría mejor a las parejas sentadas junto a la pared y a la evidente semi ruina de las instalaciones no hacía sino acrecentar el sentimiento deslumbrante de las luces.

    Sonaba Yo te diré de Enrique Llovet, pero sin rayadillo. Aquello animó a Rafael: ¿estaría en territorio nacional después de todo?

    Un narrador muy posterior describió aquel local de la siguiente forma: la relamida rebaba de la botella de cristal, cuyo falso rutilo estalla en irisado piélago incendiado por el reticente rayo (ingeniosamente dirigido desde el reloj atómico del Instituto de pulso y púa de Monte de Piedad) al que un sistema de espejos polariza y monopoliza. Ese vaso vacío de curaçao que dejó sobre la mesa el milagro del círculo incompleto, redondo sí, pero con un a modo de portillo u ocelo que asegura la comunicación entre el alma del licor (¡mejor decir espíritu!) y el aciago bebedor que ni tan siquiera pudo alcanzar esa triste recordación del de absenta. El peppermint, el payperview, el culdesac... serrín en el albero y tres «recipientes diferentes» para residuos. Las mesitas del café se llaman veladores porque, antes de las ordenanzas sobre horarios de cierre, velaban toda la noche en el oscuro desierto; son antipáticos y sus planas cabezas polares se unen mientras las colas hidrófobas se alejan, algunos son también siameses y la estrecha unión de sus meninges requiere cirugía a veces mortal. Otrosí son ameboides y emiten un pseudópodo que hace caer al camarero novato. Conservan todavía el movimiento de precesión, costumbre de un tiempo ya pasado en que sirvieron de esfera para relojes de sol (siempre velando), mas otros dicen que el peculiar anadeo se ejerce por quimiotaxia, atraídos y repelidos por el café y la copa. El que osare turbar la platónica relación entre un velador y su harén de sillas

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