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De profesión, Dama de honor
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Libro electrónico215 páginas3 horas

De profesión, Dama de honor

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¿Se enamorará o será por siempre… De profesión, Dama de honor? 

De la autora de novela romántica Courtney Hunt nos llega la serie De profesión, Dama de honor. Unas novelas dentro de la romántica contemporánea frescas y divertidas sobre damas de honor profesionales que acaban encontrando su final feliz… 

En esta primera entrega, el negocio de damas de honor profesionales de Erin Delaney necesita una inyección de dinero urgente para poder terminar de pagar los estudios de su hermano pequeño. Cuando surge un contrato para trabajar en una boda toda una semana en Savannah, Erin se prepara para hacerse cargo de la boda perfecta. Pero no contaba con la fuerte oposición del hermano del novio… 

El atractivo arquitecto Matthew Westbrook está dispuesto a hacer lo que sea para evitar la boda de su hermano. Lo que no espera es enamorarse de la inteligente y sexy dama de honor que ha contratado su madre… 

La madre ejerce de Celestina y le ofrece a Erin un dinero extra que le viene de maravilla, solo tiene que evitar que Matthew destroce la boda. Pero cuando este trato sale a la luz, Erin se arriesga a perder al amor de su vida… ¿Logrará salvarlo?

IdiomaEspañol
EditorialCourtney Hunt
Fecha de lanzamiento16 ene 2017
ISBN9781507168967
De profesión, Dama de honor

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    De profesión, Dama de honor - Courtney Hunt

    De profesión, dama de honor

    ––––––––

    Primer libro de la serie

    De profesión, dama de honor

    ––––––––

    ––––––––

    Courtney Hunt

    Para Heather

    Gracias por ser mi amiga.

    Capítulo uno

    ––––––––

    –Sé que no es hasta el sábado, mamá –dijo Matthew Westbrook al teléfono mientras caminaba hacia la reluciente barra de acero cromado del bar del aeropuerto O’Hare de Chicago. El insensato de su hermano había fijado la fecha de su boda para aquel sábado, obligando a Matthew a hacer malabares con su agenda para volver a casa a pesar del poco tiempo con el que había sido avisado. Afortunadamente, mediados de diciembre era una época de poco trabajo para un arquitecto–. No me puedo creer que lo hayas dejado llegar tan lejos. Siempre has dicho que con papá cometiste un error.

    –No me hables así –soltó su madre, con un tono más frío que la calzada helada del exterior.

    –Vale, mamá –dijo Matthew, rechinando los dientes–. No voy a dejar que él cometa el mismo error que yo. ¿Mamá? ¿Hola? Me ha colgado... –Se retiró el teléfono de la oreja y murmuró–: Vaya, la batería.

    –¿Te lo presto? –Junto a él, una mano delgada y de manicura perfecta le ofreció un cargador portátil color rosa Barbie.

    –Gracias, pero no creo que le valga a mi móvil. –Matthew tiró su teléfono apagado sobre la barra y se pasó las manos por el pelo.

    Discutir con su madre siempre era un ejercicio de frustración. Era como darse cabezazos contra la pared. Miró al cielo que se oscurecía. Unas nubes amenazadoras se estaban acumulando, de un color gris oscuro, pesadas, hacían que se oscureciera también el interior. Puede que a pesar de todo logre llegar esta noche...

    Retrasos, cancelaciones y llamadas a abordar muy poco frecuentes sonaban por megafonía. Los pasajeros, cansados y derrotados, con su equipaje de mano, brotaban como setas por toda la sala, mientras preparaban el territorio para lo que parecía que iba a ser una espera muy larga.

    –Prueba con este. –La mujer que había a su lado bajó de la banqueta en la que estaba sentada y se agachó sobre su maleta rojo brillante con lunares negros para abrir el compartimento superior. Dentro había un surtido de varios kits de emergencia que la mujer guardaba en estuches de plástico transparente: cargadores, cables, baterías, tiritas, cremas y barritas de cereales. Le pasó un cargador distinto, que también era rosa chillón, y volvió a sentarse en la banqueta. Él alzó la mirada hacia su cara.

    Unos ojos azul claro, del color del cielo despejado de septiembre en Georgia, dominaban su cara con forma de corazón. Unos labios rosas carnosos dibujaron una sonrisa encantadora. Su piel de melocotón casaba perfectamente con el pelo rubio caramelo que llevaba recogido en una larga coleta; algunos rizos le enmarcaban la cara.

    Guau. Sencillamente preciosa.

    Ella le sonrió y se pidió un café. Doble de crema y sin azúcar.

    –¿Cómo es que tienes un cargador para un móvil como el mío? –preguntó Matthew mientras conectada su teléfono muerto al cargador rosa chillón y lo dejaba sobre la barra.

    –Soy dama de honor.

    –Y por lo que parece te tomas tu labor muy en serio.

    –Dama de honor profesional.

    –Lo cojo –se rió–. Todos tus amigos han decidido casarse al mismo tiempo...

    –No. –Sacudió la cabeza y la coleta se balanceó, haciendo que los mechones más claros de su pelo brillaran bajo la suave iluminación–. Ese es mi negocio. Soy dama de honor profesional.

    –¿Teledama de honor?

    –Nah, preferí CarreDamas. –Sonrió, su sonrisa traviesa le iluminaba toda la cara, su adorable nariz se arrugaba ligeramente. Volvió a reír. Era realmente guapa–. No, se llama Tu dama de honor.

    –Ya. ¿Y cómo te convertiste en dama de honor...?

    –Erin Delaney. –Ella le ofreció la mano y él se la estrechó, sin dejar de mirar sus ojos azules, sorprendido de lo mucho que aquel contacto le hacía sentir, el tacto de su palma suave le produjo un cosquilleo en el brazo.

    –Matthew Westbrook.

    –Verá, señor Westbrook, es una larga historia.

    –Tutéame, por favor. Ya que parece que vamos a tener que estar aquí un buen rato. –Señaló la nube que se oscurecía cada vez más y empezaba a soltar copos de nieve gordos y esponjados sobre toda el área de Chicago. El informe del tiempo decía que se avecinaba una tormenta, pero él esperaba que su avión saliera antes de que todo comenzara. Ella miró por la ventana y se estremeció, retirando la mirada y mordiéndose el labio–. Entonces, ¿cómo te hiciste dama de honor profesional?

    –Cuando acabé la universidad no conseguí trabajo en seguida.

    –¿Y por eso te inventaste uno?

    –Toda la gente que conocía se estaba casando. Cada fin de semana tenía algún evento para damas de honor o una boda. A veces más de uno. Una de mis compañeras de la residencia me pidió que fuera su dama de honor, pero en aquel momento yo vivía a base de pasta y galletas. Para mí ya era una fiesta salir a cenar una hamburguesa. Así que le dije que no me lo podía permitir.

    –¿Ir a la boda?

    –Ser dama de honor. ¡Es carísimo! El vestido y los zapatos a juego, el maquillaje, la manicura, la peluquería y el regalo. A veces incluso hay que viajar. Por no mencionar todo lo que hay antes del gran día; despedidas de soltera, fiestas varias y ensayos... es una locura.

    –Pero tu amiga no iba a dejar que le dijeras que no.

    –Cuando le dije que no, mi amiga dijo que me pagaría por ir. Así que fui. Y cuando estaba allí, evité una gran discusión familiar. Luego su hermana se casó y yo hice lo mismo... digamos que a partir de ese momento todo vino rodado. A ver, no tenía trabajo, tenía el armario lleno de vestidos y mucha experiencia como dama de honor. ¿Qué otra cosa podía hacer?

    –¿Y qué hace una dama de honor profesional? –A él le gustaba escucharla. Ella tenía un ligero acento del sur. Le recordaba los días soleados y templados en el porche de su madre, bebiendo té helado aromatizado al melocotón.

    –Todo lo que haga falta para que la novia tenga un día perfecto. A veces solo ayudo con la organización. Otras veces solo tengo que ir a la boda y al ensayo. Otras tengo que ir a todo, como en el caso de la boda a la que voy ahora.

    –¿Así que eres wedding planner y dama de honor?

    Erin asintió.

    –Casi siempre actúo de barrera entre la novia y los bienintencionados amigos y familiares.

    –Creía que todas las mujeres querían que estuviese allí su familia y amigos, ¿no? ¿No se trata de eso todo el numerito? ¿Por qué iba a querer alguien tener a una dama de honor a la que no conoce?

    –Habla el que nunca ha sido dama de honor –Erin le sonrió.

    –Las faldas me hacen la cadera ancha –Matthew guiñó un ojo.

    Ella se rió, arrugando la nariz. Él quería que lo hiciera otra vez, quería ser quien provocara que lo hiciera otra vez.

    –Yo soy la parte neutral, suavizo las cosas, hago de mediadora –continuó Erin–. Arreglo problemas. La novia me dice tuve que pedirle a mi hermana o a mi prima que fuera dama de honor porque si no mi madre iba a discutir con mi tía o lo que sea.

    –Y tú les aconsejas cómo salir del callejón familiar.

    –Exacto. Yo hago todo lo necesario para asegurarme de que los novios vivan su día especial tal como lo han planeado. –Erin asintió, dándole un trago a su café. Le gruñó el estómago y se puso la mano en la tripa. Rebuscó otra vez en su maleta y sacó unas cuantas barritas de cereales con el envoltorio arrugado. Le ofreció una, pero Matthew negó con la cabeza.

    –¿Quieres que compartamos algo de picar? –ofreció él.

    –Tengo mi barrita de proteínas, gracias.

    Aunque ella había negado con la cabeza él pidió una orden de nachos.

    –¿Puedo invitarte una copa?

    Erin volvió a sacudir la cabeza.

    –Por regla no bebo nada el gran día. Aunque me moría por una copa con las turbulencias que tuve en el vuelo.

    –¿Trabajas sola en esto de las damas de honor?

    –No, empecé a tener tanto trabajo que he contratado también a mi mejor amiga. Nos lo repartimos a partes iguales, aunque ella ahora trabaja desde casa.

    –¿Y dónde está esa casa?

    –Boston.

    –Fui al colegio allí. Muy bonita ciudad. Pero no eres de allí. –Cuando ella frunció el ceño él continuó–. Lo digo por tu acento.

    –Crecí en Atlanta. Es adonde vuelo hoy. O quizás no. –Miró por la ventana, hacia el grueso manto de nieve fresca que cubría las pistas. Los dos miraron al mismo tiempo hacia el panel de salidas que había sobre la barra.

    –El vuelo 734 sigue con retraso –le dio un mordisco a la barrita de cereales que parecía bastante seca.

    –Yo también voy a Atlanta. –Matthew se fijó en que no llevaba anillo en el dedo–. ¿Qué hace tu marido mientras tú estás fuera, trabajando como dama de honor?

    Erin arqueó las cejas ante una táctica tan obvia, pero respondió:

    –No estoy casada, ¿y tú?

    –Divorciado –dijo Matthew–. ¿Novio?

    –No quedo mucho con chicos, la verdad.

    –Eres demasiado guapa para que me crea eso.

    –Tienes bastante morro, ¿eh, señor Westbrook? –Erin se colocó un rizo detrás de la oreja y dio otro trago, mientras un ligero rubor aparecía en sus mejillas.

    Él le sonrió.

    –No has respondido a mi pregunta.

    –Yo trabajo mientras la mayoría de la gente de mi edad sale en pareja o va a discotecas. Los candidatos posibles no quieren quedar a tomar café en mi horario libre, por ejemplo un martes por la tarde.

    –Pero todo el mundo dice que en las bodas se conoce gente.

    –Sí, bueno, si no estás trabajando. Yo estoy demasiado ocupada apagando incendios. Y me he impuesto la norma de no ligar nunca con nadie allí. Demasiado lío.

    –Tienes demasiadas normas, Erin Delaney.

    –No lo sabes bien. –Sonrió. Él se preguntó qué hacía falta para que ella se saltara sus propias normas–. ¿A qué te dedicas, Matthew?

    –Soy arquitecto. Estoy especializado en la modernización de edificios históricos. Es lo que siempre quise hacer. –Se encogió de hombros mientras cogía uno de los nachos humeantes que acababan de llegar y movía el plato hacia ella–. ¿Quieres uno? Tienen mejor pinta que la barrita de proteínas esa.

    Ella cogió uno y empezó a juguetear con él.

    –¿Vives aquí en Chicago?

    –Temporalmente. Estoy rediseñando los almacenes del paseo marítimo.

    –Hicieron lo mismo en Boston. Esos espacios son alucinantes. Tienen unas vistas espectaculares.

    –Ese fue mi proyecto de fin de carrera en el MIT. –Matthew no pudo evitar sentir un ataque de felicidad al constatar que la preciosa Erin conocía su trabajo.

    –Guau. Fui a una boda allí hace unos meses. Es todo tan bonito, un espacio tan abierto. Me encantó la madera restaurada. –Volvió a mirar los anuncios de salidas–. Han vuelto a ponerle el cartel de retraso a nuestro vuelo.

    Él se encontró con los ojos de ella, sorprendido ante la conexión que sentía.

    –Bueno, ya que no tenemos nada mejor que hacer, ¿te apetece jugar a las cartas?

    Capítulo Dos

    ––––––––

    –¡Venga, a comer! –dijo Erin una hora más tarde, riendo y ocultando sus cartas contra el pecho cuando Matthew, en un intento por hacer trampa, había querido verlas. Ella lo estudió a través de sus pestañas. Una cosa era que fuese alto, moreno y guapo; Erin conocía a muchos chicos guapos en las bodas, pero en Matthew el atractivo se unía a la inteligencia, el ingenio y la seguridad. Vamos, que lo tenía todo.

    –Venga ya, ¿quieres hacerme creer que no tienes un siete? –él arrastraba las palabras, su acento sureño se notaba perfectamente en su voz de miel y whiskey.

    Erin echaba de menos ese acento en Boston. Agitó la cabeza con movimientos marcados.

    –Hoy no tengo mi número de la suerte.

    Los dos miraron por la ventana, hacia la calzada cubierta de nieve. A media tarde, pasaron de la barra a una mesita que había junto a la ventana. Se sentaron en unas banquetas azules bajas, con una mesa redonda de acero cromado que les dejaba las rodillas comprimidas. La maleta de lunares de Erin estaba junto a ellos. Los silbidos del viento y la nieve que caía cada vez con fuerza casi nublaba por completo la visibilidad. No había nada que se moviera en el exterior, salvo el viento. Los copos, grandes y abultados, no paraban de caer. Bajo el cielo oscurecido, las luces del aeropuerto brillaban en aquel recién creado país de las maravillas, creando destellos en la nieve.

    Si Erin hubiese estado en casa, en pijama, habría estado bebiendo chocolate caliente y habría dicho que aquello era precioso y destilaba paz. Sin embargo, maldecía su mala suerte. Por otra parte, si estuviera en casa, habría pasado la tarde trabajando, ocupándose de un millón de detalles, no habría estado jugando un juego de cartas para niños con el hombre más fascinante que había conocido en mucho tiempo.

    –Habrá unos quince centímetros de nieve –comentó Matthew. Una máquina quitanieves pasó, abriendo sin mucho éxito un pequeño camino sobre el asfalto.

    –Y no parece que vaya a parar. –Erin volvió a estremecerse–. No debería haberme dejado el abrigo de invierno en el coche. Se me cayó un bagel de queso crema encima, por la cara del queso, por supuesto. No pensé que lo iba a necesitar en Georgia. Vaya mañanita.

    –¿Has tenido un mal día?

    –Perdí el vuelo directo. Fue mi culpa. Dejé que Lauren me llevara al aeropuerto y no sabe conducir con la suficiente agresividad para la hora punta de Boston.

    –¿Lauren es la que se ha quedado en casa con todo el trabajo de las damas de honor? –preguntó él con esa voz un poco ronca y grave que a Erin le removía algo por dentro. Hacía mucho tiempo que no sentía algo así.

    –Es mi mejor amiga –asintió. Sonrió, intentando no perderse en los preciosos ojos de él. Le cambiaban de color como si fueran un caleidoscopio; pasaban de verde musgo a chocolate, luego a dorado y vuelta a empezar–. ¿Tienes un cinco?

    Él le pasó la carta deslizándola sobre la mesa y sus dedos se rozaron, haciendo que ella sintiera un cosquilleo. Ignoró las mariposas y la atracción, no quería complicaciones. Tragó con dificultad y puso con un golpe su par sobre la mesa, alzando luego las manos sobre la cabeza.

    –¡Me he quedado sin cartas! ¡He vuelto a ganar!

    –Parece que este no es mi juego. ¿Jugamos al poker? –Los ojos color avellana de él miraron fijamente a los de ella y ella meneó la cabeza.

    –No me van los juegos peligrosos.

    –¿Estás segura? –Volvió a sonreírle. Ella estaba segura de que con aquella sonrisa, Matthew Westbrook conseguía lo que quería–. Lo que te pasa es que te gusta ganar.

    –También es verdad –admitió y se rió, barajando las cartas–. Voy a mirar el panel de salidas. Empiezas apostando tú.

    Erin se levantó y

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