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Honestidad variable
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Libro electrónico165 páginas2 horas

Honestidad variable

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El dietario de un cuarentón, un refugiado sentimental que busca asilo en el país de la literatura.

Charles Bukowsky + E.M. Forster + Jaime Bayly = Toni Bairon

Honestidad variable es el dietario que escribe durante un año un padre de familia cuarentón que acaba de salir de un proceso de ansiedad, que acaba de sacar la cabeza del horno del más allá (regresiones hipnóticas, vida más allá de la vida), que está a punto de separarse, y que busca su espacio dentro de su propia familia, entre su mujer, sus tres hijos, el trabajo, la perrita, el tenis y los videojuegos. Un padre de familia que al escribir este dietario encuentra una vía de escape, un refugio en la cima de una montaña que, aun estando sentado en la mesa del comedor, puede escalar con sólo ponerse unos auriculares con buena música de los años ochenta y noventa.

Con una prosa que aspira a tener el ligero gusto a cerveza barata de las páginas de Charles Bukowski, con un narcisismo de clase media que se reconoce vagamente en el narcisismo de clase alta de El canalla sentimental de Jaime Bayly, con una postal de Lord Byron luchando por la independencia de Grecia, con un título que homenajea la novela Nubosidad variable de Carmen Martin Gaite, con una avenida Meridiana contaminada por el espíritu victoriano de E.M. Forster, este dietario es su muleta para transitar por los cuarenta. Suspendido en el vacío, sólo sujetado por las cuerdas de la guitarra de George Harrison en While my guitar gently weeps, nuestro padre de familia reflexiona sobre por qué siente la necesidad de escribir, por qué se lleva una libreta de tapas lilas al trabajo y algunos días se cierra en el coche a la hora de comer y escribe. ¿Se esconde? ¿Sueña con ser un Ken Follet de polígono? Nuestro padre de familia sólo sabe que las tapas lilas de la libreta son sus alas. Y el bolígrafo su guitarra eléctrica.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento9 may 2016
ISBN9788491124924
Honestidad variable
Autor

Toni Bairon

Toni Bairon nació en un decimotercer piso de la avenida Meridiana de Barcelona y se educó en un colegio jesuita del Eixample en el centro de Barcelona. Estuvo a punto de estudiar psicología pero se dejó llevar por sus tutores y amigos y empezó derecho. Aguantó las sopas casposas del derecho natural durante apenas dos años y finalmente se pasó a estudiar filología catalana. Siempre fascinado por la literatura, el cine, los cómics, las series de televisión y el teatro. Soñó con ser escritor, guionista e incluso director de cine. Mientras estudiaba y trabajaba con contratos temporales escribió tres novelas en catalán y tres novelas en castellano. A los veintimuchos empezó a trabajar con un contrato indefinido en una empresa multinacional, se casó, se hipotecó, tuvo tres hijos, dejó de escribir, coqueteó con el mundo paranormal, enfermó, y volvió a escribir. Para Toni, escribir es lo más cercano a pasear. Y paseares bordear los precipicios con una bolsa de palomitas. Podría daros como influencias el ligero sabor a cerveza barata de las palabras de Charles Bukowski, el narcisismo falsamente autodestructivo de Jaime Bayly, el vacío existencial de algunos versos del poeta catalán Joan Vinyoli, la sofisticación sentimental victoriana de E.M. Forster, los ensayos de Noam Chomski. Pero sobretodo Toni está marcado por la muerte de su primera perra, la lucha por erradicar las desigualdades sociales, la guerra de Irak, la homofobia, la muerte de su abuelo paterno, la crisis económica del 2008 y los buitres carroñeros del mundo paranormal. Ahora, atónito y con un sentimiento de culpabilidad acuciante por la actitud de la comunidad europea ante las oleadas de refugiados que intentan entrar en Europa, Toni escribe el dietario de un cuarentón, un refugiado sentimental que busca asilo en el país de la literatura.

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    Honestidad variable - Toni Bairon

    © 2016, Toni Bairon

    © 2016, megustaescribir

    Ctra. Nacional II, Km 599,7. 08780 Pallejà (Barcelona) España

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a Thinkstock, (http://www.thinkstock.com) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    ISBN:   Tapa Blanda          978-8-4911-2491-7

                Libro Electrónico   978-8-4911-2492-4

    M artes,

    enero de 2015. Son las diez y media de la noche y estoy sentado en el sofá color vino del comedor con mi libreta en el regazo. En la televisión tengo puesto el Málaga-Athletic de Bilbao, copa del rey. Me fijo en que mi hija se ha dejado sus bambas rosas debajo de una silla. De la cocina me llega el sonido del lavavajillas en funcionamiento. Dejo caer la cabeza hacia atrás y ronroneo como un gato. La calefacción mantiene a raya unos agradables 22 grados. Estoy solo en el comedor y me siento a gusto.

    Aunque sé que no le gusta a mi mujer, Marta, tengo mi abrigo oficial del invierno (el único que tengo) colgado en una silla del comedor como si fuera uno de los relojes que se derriten en uno de los famosos cuadros de Salvador Dalí, con una de las mangas del abrigo azul marino doblándose en el parquet de haya. Hace cinco minutos que he subido a la habitación de matrimonio a buscar mi libreta de tapas lilas y desde el pasillo he visto de reojo que Pau, mi hijo mayor de trece años, seguía despierto leyendo a escondidas uno de los libros de El Diario de Greg. A mí no me importa que Pau lea un poco antes de dormir pero Marta no piensa lo mismo. Dice que cuando es la hora de dormir es la hora de dormir. Si Pau quería leer, que lo hubiera hecho antes de su hora de ir a la cama. Cuando era pequeño a mí también me gustaba leer en la cama, así que en este punto soy más permisivo con Pau. He bajado las escaleras como si no hubiera visto nada.

    Utilizo el futbol como si fuera el sonido relajante de las olas del mar. Por cada dos minutos que estoy pendiente del partido hay otros ocho minutos que tengo la cabeza en otra parte. Me concentro dos minutos seguidos en el partido y observo que el Málaga y el Bilbao están más pendientes de evitar que juegue el contrincante que de construir alguna jugada. Levanto la vista y veo encima del mueble del comedor las flores de papel que me regaló hace unos meses la hermana de mi abuela materna. María tiene novena y dos años, ha perdido gran parte de la visión y se mantiene en sus trece de seguir viviendo sola en su piso en Llucmajor, un barrio modesto y periférico de Barcelona. De vez en cuando la visitan los testigos de Jehová y le hacen compañía. Yo, a través de mi abuela, que también ha llegado a los noventa años, le pedí a María que me hiciera unes flores porqué intuía que le haría ilusión el hecho de preparármelas. Me imagino a la pobre mujer haciendo este trabajo artesanal con la poca vista que le queda. Cuando me llegaron las flores de papel llamé a María para agradecérselo, quizás hacía veinte años que no hablaba con ella. A Marta no le gustan y cada dos por tres me insiste en que tengo que sacar las flores del comedor. Yo no las encuentro especialmente bonitas pero me resisto a expulsarlas del comedor.

    Vuelvo a mirar las bambas rosas de mi hija. Hace dos días, desoyendo las advertencias de Marta, mi hija Noa se sentó en el borde de una de las sillas del cuarto de juguetes y se cayó. Se golpeó en sus partes con una de las patas de la silla y tuvimos que llevarla a urgencias para descartar que tuviese alguna fisura interna.

    Cada minuto que pasa el partido se vuelve más aburrido. Bajo la vista y observo mis zapatillas. Las dos tienen una caricatura de Bob Marley sobre un mapa de África. Me digo a mi mismo que quizás debería ir a dormir ya. Mañana a las seis y media me sacudirá el despertador y tendré que cabalgar mi Ford Focus blanco los 56 kilómetros diarios hasta el trabajo.

    Del cesto granate que hay cerca del congelador asoma una oreja de Zas. Zas es una yorkshire de dos años que apenas pesa más de un kilo. Forma parte de un grupo de los yorkshires a los que llaman toys y que crecen y pesan muy poco. Zas a menudo tiembla y de vez en cuando sufre taquicardias. Pese a ser tan pequeñita Zas se ha ido haciendo un espacio considerable en el corazón de la familia... corazón de la familia... vaya, creo que ya se me están pegando el tipo de frases que utilizan los guionistas de las series de Disney Channel que consumen mis hijos. A mi generalmente Zas me busca para que le de comida y para que me la ponga sobre las rodillas cuando estoy sentado en el sofá viendo la tele. Hoy el partido de futbol es tan aburrido que Zas no me ha pedido ni un sola vez que la coloque sobre mis rodillas.

    Enciendo el ordenador portátil sobre un colchón encima de mis piernas y me convenzo de que he de tratar de escribir otra novela. Esta vez en castellano. Por mí. Por mis hijos. Por mi abuelo materno que está en algún barrio del cielo y al que de pequeño yo le escribía notas surrealistas en su máquina de escribir Olivetti. Por mi padres, que ni en el caso de mi hermano ni en el mío han encontrado un descendiente que puedan exhibir con orgullo en las ferias familiares. Tengo que esforzarme a deshilvanar uno de mis escasos dones e intentar a la vez disfrutar de él. Tengo que tratar de convertir en modestas las cifras de ventas del cenizo y ampuloso Ken Follet.

    S ábado, enero 2005. Són las cuatro y media de la tarde y estoy sentado en el sofá de color vino con la libreta de las tapas lilas. Partido de liga Córdoba-Real Madrid de fondo en la televisión. Hace un viento gélido que mueve las sábanas que he tendido en la terraza. Esta noche se le ha vuelto a escapar el pipi a Marc, mi hijo de diez años, el mediano. Le pasa de vez en cuando, y desde hace años mi mujer y yo no hemos hecho nada al respecto excepto esperar a que deje de pasar. Me fijo en las tres bicicletas de los niños apoyadas en la valla que separa nuestra terraza de la terraza de nuestro vecino. Pienso que no he sido un padre que haya potenciado mucho el tema de la bicicleta. Marta y yo nos compramos unas bicicletas para nosotros dos con la intención de salir a dar vueltas con los niños, pero no llegaba al año que las teníamos que los cacos entraron una noche en el parking del edificio y nos robaron las dos bicicletas. De vez en cuando, y sólo los fines de semana, cuando salimos con Zas por los caminos de tierra cercanos a casa para dar una vuelta más grande de lo habitual los niños nos acompañan con sus bicicletas. Pero si la vuelta a Zas es por zona urbana los niños prefieren ir equipados con sus patinetes. En los últimos años en el sector juvenil el patinete ha ganado a la bicicleta por goleada.

    Muevo la cabeza hacia el otro lado y veo el bol dónde come Zas debajo de un radiador. Hay tres bolas de pienso desperdigadas sobre el parquet. Del cuarto de juguetes me llega el sonido de un juego de skate de la Playstation y las voces excitadas de Marc y un amigo suyo.

    Marta ha acompañado a Pau a Cardedeu dónde juega un partido de tenis (el deporte-religión familiar desde hace seis años) y Noa ha ido a comer a casa de una amiga. Levanto la cabeza y veo en la tele al jugador galés del Real Madrid Gareth Bale en fuera de juego. En cierto modo un galés blanco como la leche y con orejas de soplillo siempre puede considerarse que está en fuera de juego en Córdoba. En el patio un patinete de doscientos cincuenta euros asoma detrás de la pista de ping-pong plegada. También me fijo en la mesa con las cuatro sillas de madera, necesitan una buena barnizada. Y yo nunca siento el menor impulso de barnizarlas. Antes prefiero planchar seis horas seguidas mientras escucho una conferencia de Rouco Varela. Mentira. Antes prefiero planchar dos horas seguidas escuchando una conferencia de Deepak Chopra. Otra mentira. Antes prefiero planchar media hora escuchando un discurso de José Mª Aznar sobre su gran legado moral y político. Otra mentira. No quiero ni barnizar ni planchar. Sólo quiero leer, escribir, ver pelis y series, estar con los niños y hacerme pajas.

    A pesar de tener la tele encendida con el susodicho partido de futbol, llevo los cascos puestos y en una emisora de la radio escucho una canción de Tina Turner que me proporciona una sensación agradable, como si me evocara algo positivo de mi pasado pero que no soy capaz de concretar en ninguna imagen, como si el recuerdo borroso que me proporciona esa sensación agradable se tapara la cabeza con una camiseta del Córdoba para que yo no lo identificara. Un sabor agradable del pasado sin remitente. Amigos, tengo cuarenta y dos años y en los últimos años ha habido momentos en los que me he sentido como un Pinocho de madera desvencijado. No he pasado por ningún campo de concentración ni he vivido la guerra civil española (supongo que si os digo lo contrario me pillaríais fácilmente). Sólo conozco la guerra fría a través de las películas norteamericanas. Cortina rasgada, Pol Newman y Julie Andrews a las órdenes de Alfred Hitchcock en 1966. Ahora El puente de los espías, Tom Hanks a las órdenes de Steven Spielberg en 2015. Recuerdo haber visto caer con perplejidad las bombas aliadas sobre Bagdad una noche mirando con mi padre las noticias en el comedor de mi infancia y adolescencia. ¿Recordáis a nuestro presidente José Mª Aznar insistiéndonos sobre la existencia de las armas de destrucción masiva en suelo iraquí? Ni tan solo he hecho la mili, me escabullí vilmente como objetor de conciencia.

    Y a pesar de no haber vivido directamente ninguna de estas tragedias objetivas y demostrables he pasado en los últimos años por momentos en los que me he sentido a merced de las circunstancias, como si alguien o algo hubiera circuncidado mi alma (aunque vaya por delante que no creo en la existencia del alma ni en la de los ángeles con cara de haberse tragado un bote de bombones con licor). Y en estos mismos momentos en que en definitiva me sentía como una mierda no he acabado de creerme que yo tuviese derecho a sentirme como una mierda, siempre me ha acompañado la duda de que las circunstancias que me envolvían fueran realmente tan demoledoras como las percibía yo.

    Media parte. Córdoba y Madrid empatan en el Arcángel (nunca me ha encajado un nombre tan evanescente para un campo de futbol). Mi amigo Toni me llama y me pregunta si Marta tiene el móvil apagado, su mujer está llamando a Marta porqué quiere proponerle ir a un centro comercial a comprar ropa de deporte. Toni y yo estamos locos por librarnos de ir a comprar ropa y quedarnos en casa viendo el Elche-Barça. Dejo el móvil, me levanto del sofá y me siento en la mesa. Apoyo una mano sobre el libro que ha escrito John Carlin sobre Óscar Pistorius, el atleta sudafricano con piernas de metal que presuntamente mató involuntariamente a su pareja al confundirla con un ladrón y dispararle en su propio domicilio. He empezado el libro y aún no he decidido si

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