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El algoritmo de Ada: La vida de Ada Lovelace, hija de lord Byron y pionera de la era informática
El algoritmo de Ada: La vida de Ada Lovelace, hija de lord Byron y pionera de la era informática
El algoritmo de Ada: La vida de Ada Lovelace, hija de lord Byron y pionera de la era informática
Libro electrónico266 páginas3 horas

El algoritmo de Ada: La vida de Ada Lovelace, hija de lord Byron y pionera de la era informática

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Un retrato íntimo de la corta pero importante vida de Ada Lovelace y al mismo tiempo una breve historia de la alta sociedad londinense del siglo XIX. The New Criterion

150 años después de su muerte, un conocido programa informático recibió el nombre de Ada en homenaje a Ada Lovelace, la única hija legítima de lord Byron. Desde que matemáticos como Alan Turing empezaron a reconocer su contribución, decisiva pero olvidada, hoy se la considera pionera de la era del ordenador. Su madre, Annabella Milbanke, después de abandonar a su marido en 1816, estaba decidida a alejarla de la «locura Byron», atestiguada desde varias generaciones, y quiso darle una educación severa, centrada en las matemáticas y que no alentase su imaginación. Sin embargo, a los trece años, la niña ya pensaba en una máquina de volar; y, a los diecinueve, cuando conoció a Charles Babbage, inventor de un proyecto de «máquina analítica» (una sofisticada calculadora), vio las infinitas posibilidades del nuevo hallazgo. Su aportación, de hecho, fue fundamental: fue ella quien estableció la diferencia entre datos y procesamiento, esencial para la computación. James Essinger cuenta con detalle y amenidad en El algoritmo de Ada las circunstancias y el desarrollo de este inusitado talento en medio de los miedos de una madre obstinada y el legado de un padre tempestuoso.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 may 2016
ISBN9788490651445
El algoritmo de Ada: La vida de Ada Lovelace, hija de lord Byron y pionera de la era informática
Autor

James ESSINGER

<p>James Essinger (Leicester, 1957) estudió Lengua y Literatura Inglesa en Oxford y a punto estuvo de entrar en el mundo del ajedrez profesional. Empezó escribiendo sobre temas de finanzas y marketing, pero pronto se decantaría por el género histórico y biográfico: <i>Jacquard’s Web</i> (2004), mejor libro de ciencia y tecnología del año según <i>The Economist</i>, y <i>El algoritmo de Ada</i> (2013). Es autor también de <i>Spellbound: The True Story of Man's Greatest Invention</i> (2005), una historia de la evolución de la lengua inglesa.</p>

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    El algoritmo de Ada - James ESSINGER

    Este libro está dedicado en prueba de amistad y admiración

    al doctor Doron Swade MBE y a la doctora Betty Alexandra Toole

    Prólogo

    Es posible que el lector ya sepa quién fue Ada Lovelace y sienta una enorme curiosidad por el personaje. Si no es así, confío en que este libro se la despierte.

    Ada me empezó a fascinar cuando estaba escribiendo Jacquard’s Web: How a Hand-Loom Led to the Birth of the Information Age [La red de Jacquard: de cómo un telar manual dio lugar a la era de la información] (2004). En ese momento, el interés por su obra ya se había generalizado. Existe un lenguaje de programación muy conocido que lleva su nombre y que el Departamento de Defensa de Estados Unidos inventó a finales de la década de 1970 para fundir un gran número de lenguajes. En 2009 se creó en el centro cultural Southbank, de Londres, el Día Internacional de Ada Lovelace, que conmemora las aportaciones de las mujeres a la ciencia, la tecnología, la ingeniería y las matemáticas. En Hollywood se está haciendo una película sobre Ada, Enchantress of Numbers [La maga de los números], con guión de Shanee Edwards.

    El mundo científico ha tendido a discriminar a las mujeres. Así, no se reconoció, en general, el admirable trabajo del personal femenino de Bletchley Park, la instalación militar británica donde se descifraron los códigos alemanes en la Segunda Guerra Mundial. Y todos los homenajes oficiales a los descubridores de la doble hélice del ADN pasaron por alto la decisiva aportación de Rosalind Franklin: una injusticia que abochornó a sus colegas varones, distinguidos con el Premio Nobel.

    No me propongo estudiar aquí las causas históricas de este fenómeno. («Las cosas están cambiando: no seré la última [en recibirlo]», ironizó Elinor Ostrom en 2009, cuando se convirtió en la primera mujer galardonada con el Premio Nobel de Economía.) En todo caso, no cabe duda de que hoy existe un enorme interés por conocer la historia de las mujeres que han contribuido a los avances científicos.

    Aunque su sombra la persiguió siempre, Ada no conoció en realidad a su padre, lord Byron, que la abandonó cuando tenía poco más de un mes. Su madre, en cambio, no la desatendió ni mucho menos: hija de un matrimonio ilustrado, que le había brindado una educación lo bastante buena para permitirle moverse en círculos liberales, lady Byron gobernó férreamente la vida de Ada.

    Sin embargo, su trayectoria está ligada sobre todo a la de su íntimo amigo, Charles Babbage, el científico que inventó la primera calculadora mecánica. Los dos compartían un incansable afán de conocimiento. El lunes, 14 de agosto de 1843 Ada le escribió a Babbage:

    Quisiera contribuir en mi modesta medida a describir e interpretar las leyes y obras de Dios Todopoderoso para que la humanidad las aplique con la máxima eficacia; y, ciertamente, no sería para mí un pequeño honor convertirme en una de sus más ilustres profetisas (en el sentido que atribuyo a esta palabra).

    A juzgar por el tono tan íntimo que adquirió su correspondencia, no cabe duda de que tuvieron una relación romántica.

    Ada Lovelace supo ver más allá de la inmediata aplicación de los inventos de su amigo. Babbage era refractario a tales especulaciones: según parece, no concebía sus máquinas más que como calculadoras. Ada intuyó el nuevo campo que se abriría para la innovación una vez unidas la matemática pura y la práctica con cálculos que excedían la capacidad humana. Visionaria, comprendió que el artificio de Babbage podía aplicarse, por ejemplo, a «una pieza musical, por compleja que sea»: una idea que hoy, un siglo y medio después, nos parece muy normal, pero que a los científicos de aquella época les resultaba inimaginable.

    Ada era amable, imaginativa, nerviosa y vehemente. Le gustaba mucho destacar palabras en sus escritos subrayándolas (en las citas del libro figuran en cursiva). Tenía mala salud, y las matemáticas la ayudaban a concentrarse. Al final de su vida, enferma de cáncer, mitigó los terribles dolores con fármacos que hoy reconocemos como drogas alucinógenas. Después de una larga y penosísima lucha contra la enfermedad, que al parecer soportó con entereza, murió a los treinta y seis años, la misma edad que su padre.

    Una de las críticas más feroces de Ada la encontramos en la tesis doctoral de Bruce Collier, The Little Engines that Could’ve [Los pequeños ingenios que habrían podido…] (1990). Collier describe la obra de Babbage con rigor y perspicacia, ofreciendo abundante información técnica. De Ada, sin embargo, dice lo siguiente:

    Hay un asunto secundario sobre el que se ha escrito demasiado, a saber, las aportaciones de Ada Lovelace. […] No es exagerado decir que era maníaco-depresiva, que tenía una idea delirante de su talento, y que apenas entendía a Charles Babbage y la máquina analítica. […] En mi opinión, estos documentos bien conocidos confirman claramente que estaba loca de remate. […] No descarto que su trastorno mental se debiera al abuso de drogas. […] Supongo que alguien tenía que ser la figura más sobrevalorada de la historia de la informática.

    Me habría gustado preguntarle a Collier si hoy, más de veinte años después de escribir la tesis, seguía pensando lo mismo de Ada. Por desgracia, murió hace unos años.

    Comparemos ahora la opinión de Collier, que no conoció a Ada, con la de Charles Babbage. El 9 de septiembre de 1843 le escribió lo siguiente a Michael Faraday, el polifacético científico que descubrió la electrólisis y la inducción magnética:

    Esta maga ha dominado con su hechizo la más abstracta de las ciencias. La ha aprehendido con una fuerza de la que apenas ningún intelecto masculino es capaz (por lo menos en nuestro país).

    En cuanto a la locura que se le atribuye, no existe información fidedigna que apoye esta conjetura, que en realidad se debe, sospecho, a que a ciertos historiadores de la informática les molestaba que una mujer pudiera hacer sombra a Babbage. Por otro lado creo que, cuando se estaba muriendo en medio de grandes dolores, que, a falta de otro analgésico, aliviaba malamente con el láudano (una tintura de opio), Ada desvariaba a menudo. Pero a cualquiera, del sexo que sea, le ocurriría lo mismo en una situación así.

    En la página web The Ada Initiative, que tiene por finalidad apoyar a las mujeres «en la tecnología y la cultura abiertas», se critica con mucho tino la suposición de que Ada era una desequilibrada o incluso una demente, y por tanto incapaz de aportar ninguna idea útil a Babbage:

    Curiosamente, estos argumentos casi nunca se esgrimen para poner en duda la autoría de un hombre en las obras hechas en colaboración. Un trastorno mental o un carácter difícil redunda a veces en el prestigio de los científicos y matemáticos varones: valgan como ejemplos Nikola Tesla, John Nash e Isaac Newton, pero podemos citar muchos más.

    Palabras muy certeras, a mi entender. Por lo demás, y en el caso de Ada, la hipótesis del desequilibrio psíquico me parece insostenible en vista de los documentos actualmente disponibles (diré en descargo de Bruce Collier que posiblemente no los conocía todos). A los hombres que la formulan a menudo les guía el sexismo más que ningún motivo racional. Sin embargo, dada la secular opresión de las mujeres, que se han visto relegadas a un papel subalterno en la política, la cultura y las ciencias, no es extraño que muchos hombres se resistan a otorgar a Ada un lugar destacado en la historia de la informática.

    Espero convencer al lector de que Ada Byron, condesa de Lovelace y única hija legítima de lord Byron, merece sin duda figurar entre los gigantes de la informática, así como en la lista de mujeres de talento extraordinario a las que no se animó a desarrollarlo del todo por el solo hecho de ser mujeres. Este libro surge de la admiración por su genio, que ninguna biografía ha reconocido cabalmente hasta ahora. A Ada, al contrario que a otros científicos, no le costó ningún esfuerzo asimilar problemas complejos, lo que le permitió trascenderlos aventurando hipótesis con las que se adelantaría a su tiempo.

    Para comparar su época con la nuestra conviene calcular a cuánto equivalen hoy en día las sumas de dinero mencionadas en los documentos. Como regla general, las cantidades monetarias correspondientes a los primeros setenta años del siglo XIX (periodo en que la inflación era baja) se pueden multiplicar por cien, aunque las equivalencias serán solo aproximadas. La economía de entonces era, en efecto, muy diferente de la actual: los alimentos, las bebidas y el servicio doméstico costaban mucho menos.

    Esta regla será la que apliquemos aquí.

    1          La hija del poeta

    A seis kilómetros y medio al sudeste de la ciudad de Canterbury, cuya gran catedral normanda es famosa en todo el mundo, se encuentra la bonita aldea de Patrixbourne. Está bien conservada, y el paisaje de los alrededores es de los más hermosos del condado de Kent, conocido desde hace tiempo como el «Jardín de Inglaterra», y que ensalzó, entre otros muchos, Charles Dickens: en Los papeles póstumos del club Pickwick habla con ternura de sus «manzanas, cerezas, lúpulos y mujeres».

    Hoy, a las afueras de Patrixbourne, una carretera estrecha, embarrada y llena de baches desemboca en un campo extenso con una doble hilera de tilos que data de finales del siglo XIX. En otro tiempo, los árboles bordearon un largo camino para coches. A varios cientos de metros al sur, un pequeño puente de piedra y madera construido en el siglo XVIII cruza el Nailbourne, un riachuelo que, según una leyenda local, no fluye más que cada siete años.

    Los árboles y el puente son los únicos vestigios de la espléndida casa de campo que hubo en otra época, y que se conocía como Bifrons. Los coches de caballos llegaban a la mansión por el camino de los tilos. El puente y el tramo del Nailbourne que atraviesa formaban parte de la extensa finca.

    Parece inverosímil que Bifrons, que estaba a casi cien kilómetros del humeante bullicio de Londres, propiciase el desarrollo intelectual de la mujer más célebre de la historia de la tecnología.

    Sin embargo, de haber visitado la casa en la primavera de 1828 y paseado por uno de los senderos que atravesaban la finca, es posible que uno hubiese visto jugar a Ada Byron, una niña guapa y precoz de doce años.

    La de sus padres fue una historia turbulenta. Ada era la única hija legítima de uno de los hombres más famosos del mundo, el poeta lord Byron, que tenía mala reputación por sus amoríos con mujeres y hombres, su pasión por Augusta, su hermanastra, y su calamitoso matrimonio con la madre de Ada, Anna Isabella (o Annabella) Milbanke, una joven de buena familia.

    Bifrons, antes de ser demolido en 1948.

    Se casaron la mañana del 2 de enero de 1815. Entonces Byron ya era célebre en toda Gran Bretaña y Europa, así como en otros continentes: una fama que se debía a su agitada vida sentimental tanto como a sus poemas.

    Annabella lo soportó poco tiempo. En los doce meses de vida conyugal, la joven pareja sufrió el continuo acoso de los acreedores, una experiencia angustiosa para Annabella, pero normal para Byron. Y es que el poeta llevaba un tren de vida demencial, comprando todo cuanto se le antojaba.

    El matrimonio pasó graves apuros económicos, ya que los padres de Annabella seguían sin enviar la dote que habían prometido: posiblemente temían que Byron abandonara a su hija nada más recibir el patrimonio. El caso es que éste no llegó en los doce meses y dos semanas que vivieron juntos.

    Por lo demás, Byron solía atormentar a su mujer con estallidos de ira en los que la acusaba de hacerle sentir como si estuviese «en el infierno». Se acostaba con ella siempre que podía, pero le era infiel con su medio hermana Augusta, la actriz Susan Boyle, y seguramente otras mujeres.

    Patrixbourne en 1917.

    Augusta y Byron tenían el mismo padre. El incesto no era infrecuente ni mucho menos en una época en que la pobreza, el hacinamiento y la falta de calefacción en las casas a menudo obligaban a varias personas a dormir en la misma cama, cosa que ocurría incluso en las mansiones de la nobleza: de hecho, la relación carnal entre hermanos de padre no estaba mal vista en las familias aristocráticas. El idilio no les causó, desde luego, ningún resquemor a Byron ni a Augusta.

    Ada nació el domingo 10 de diciembre de 1815. Algo más de un mes después, Annabella, harta de Byron, se escapó con la niña mientras éste dormía. Era la mañana del 15 de enero de 1816.

    Se habían acostado juntos la noche anterior. Después de la huida, Annabella al principio le guardó cierto afecto a su marido: se instaló con Ada en la casa que tenían sus padres en Seaham, en el condado de Durham, y desde allí le escribió cartas muy cariñosas. Pero los padres sabían cómo la había tratado Byron, y poco a poco la fueron malquistando con él.

    Si no tardó en trascender la noticia del fracaso matrimonial fue por la indiscreción de las amigas de Annabella, que se había confiado a ellas sabiendo que se iban a ir de la lengua. Al cabo de un mes, las desventuras de la pareja ya eran objeto de murmuraciones en todo el país; y poco después se empezó a rumorear que Byron le había sido infiel a Annabella con Augusta.

    Agobiado por las deudas y el escándalo de su matrimonio, y convencido de que Inglaterra no se merecía un poeta tan extraordinario como él, Byron abandonó su tierra el martes 25 de abril de 1816, tres meses y diez días después de que su mujer le dejara.

    Ni siquiera pagó las quinientas libras (unas cincuenta mil actuales) del coche de caballos dorado que les condujo a él y a sus amigos al puerto de Dover. Perseguido por unos alguaciles, llegó justo a tiempo para subirse a un barco con el lujoso carruaje, una réplica del de Napoleón. Los oficiales, que no estaban legalmente autorizados a perseguirlo más allá de las costas inglesas, se quedaron en tierra, observando furiosos cómo se alejaba el buque por el canal de La Mancha.

    El canal borboteaba, como caldeado por un fuego infernal. Byron huyó de sus acreedores, de sus amantes, de la ira de Annabella, de Augusta y de la vida mundana «por un mar encrespado, y con el viento en contra», según contaría John Hobhouse, amigo íntimo suyo desde los años universitarios. La tempestad fue tan violenta que el barco tardó dieciséis horas –más del doble de lo normal– en hacer la travesía de setenta y cinco millas hasta Ostende. A pesar de los continuos mareos, Byron consiguió escribir las tres primeras estrofas del canto tercero de su largo poema Las peregrinaciones de Childe Harold. Los dos anteriores, publicados en 1812, habían tenido una gran acogida. En medio de la oscuridad, mientras el barco, azotado por las olas, se alejaba de Inglaterra, el poeta expresó la tristeza con la que abandonaba a Ada:

    ¿Es como el de tu madre tu rostro, encantadora niña?

    ¡Ada! ¡Hija única de mi sangre y de mi corazón!

    Tus tiernos ojos azules me sonrieron cuando los vi por última vez;

    luego nos separamos, mas no como ahora, sino con esperanza.

    Despierto sobresaltado.

    El mar se agita y el viento brama.

    Me marcho sin rumbo cierto.

    Las costas de Albión no me alegran ni entristecen ya.

    Pero la melancolía le duró poco. Nada más llegar al puerto de Ostende, celebró su libertad seduciendo a una sirvienta del hotel en el que se hospedaba.

    George Gordon Byron, sexto barón Byron.

    2          Los escándalos de la familia

    John Byron, padre del poeta y abuelo de Ada, nació el 7 de febrero de 1756. Su hermano mayor, William, tenía el título de lord Byron, que el rey Carlos I le había otorgado a la familia el siglo anterior; pero también se le conocía como el Malvado Lord por sus crímenes. Una vez mató a puñaladas a un vecino en una feroz discusión sobre la mejor manera de colgar las piezas cazadas: sin embargo, se salvó de la horca convenciendo a los demás miembros de la Cámara de los Lores de que el homicidio había sido involuntario. Fue absuelto, aunque tuvo que pagar una multa y retirarse a la abadía de Newstead, la casa solariega que la familia tenía en Nottinghamshire. El monasterio se había fundado a finales del siglo XII, y, en 1539, después de romper con la Iglesia católica por su matrimonio con Ana Bolena, Enrique VIII lo había cerrado, cediendo la casa a los Byron.

    John era oficial del ejército británico, pero dedicaba todo el tiempo que podía a los amoríos y a despilfarrar el dinero ajeno. A estos dos pasatiempos siempre habían sido muy aficionados los Byron, estirpe que se remontaba a Ralph du Biron, que había llegado a Inglaterra en 1066 con Guillermo el Conquistador y su horda de cazadores de recompensas y ladrones de tierras. El abuelo de Ada se ganó el apodo de Jack el Loco, y es posible que lo estuviese: en todo caso era un hombre apuesto que pronto perdió el interés por su profesión y, siguiendo la tradición familiar, se entregó a los

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