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"Homo ludens" en la Revolución: Una lectura de Nellie Campobello
"Homo ludens" en la Revolución: Una lectura de Nellie Campobello
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Libro electrónico336 páginas5 horas

"Homo ludens" en la Revolución: Una lectura de Nellie Campobello

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Se analiza la obra de Nellie Campobello (1900-1986) partiendo de las ideas propuestas por Johan Huizinga en Homo ludens (1938). El eje del análisis lo forman los textos que escribió en primera persona: Cartucho (1931), Las manos de mamá (1937) y el "Prólogo" autobiográfico con el que introdujo su obra reunida en 1960. A los poemas que redactó al principio y al final de su carrera, el libro que dedicó a Pancho Villa y el texto que publicó con su hermana Gloria sobre los Ritmos indígenas de México se dedican sendos interludios.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 mar 2015
ISBN9783954872107
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    "Homo ludens" en la Revolución - Kristine Vanden Berghe

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    1. INTRODUCCIÓN

    Antes de emprender las lecturas y en vistas de que Nellie Campobello dista de ser conocida por muchos lectores interesados en las letras hispanoamericanas o mexicanas, puede ser útil presentar brevemente su persona y su obra. Luego resumiré las líneas principales del ensayo de Huizinga, un resumen que se acompañará de excursiones en torno a la teoría de Caillois, ya que partí de ambos marcos para realizar el proyecto de leer a Campobello desde una perspectiva lúdica. Tras estas primeras presentaciones, comenzaré a acercarme a los propios textos con un análisis de las figuras del «yo» —autora, narradora y personaje— porque estas figuras constituyen una de las improntas más llamativas de los textos de Campobello y una de las cuestiones que más han incidido en la recepción crítica que se ha hecho de su obra hasta este momento.

    Nellie Campobello: vida y obra

    María Francisca Moya Luna, que después llegaría a ser conocida como Nellie Campobello, nació como hija natural en Villa Ocampo, Durango, en 1900. Su padre, primo hermano de su madre, Rafaela Luna Miranda, abandonó a la familia, lo cual tal vez explica por qué la escritora casi no habla de él en sus textos, mientras que a su madre y a su abuelo materno les dedica recuerdos llenos de cariño. Este cariño lo expresa también hacia la región de la que su familia es originaria, el norte de México: Durango, donde nació, y Chihuahua, donde vivió buena parte de su infancia. Fue allí, más precisamente en la ciudad de Hidalgo del Parral, donde se trasladó hacia 1906 y donde pasó los años duros de la Revolución hasta alrededor de 1919, cuando se mudó a la ciudad de Chihuahua. Para ese entonces, su madre ya se había convertido en la cabeza de una familia numerosa compuesta por una serie de hijos que se dispersaron y se perdieron con los acontecimientos revolucionarios. Durante toda su vida Nellie estará cerca de su hermana menor, Soledad, a quien dedicó su primer libro y que luego también sería conocida por un seudónimo, Gloria. De hecho, algunos piensan que Nellie formó su propio seudónimo a partir del apellido del supuesto padre de Soledad, el estadouni-dense Ernest Campbell Reed.

    A los 19 años, cuando aún vivía en la casa materna, la futura escritora dio a luz a un hijo presentado en Las manos de mamá como el hijo de su madre y que murió por enfermedad cuando tenía apenas dos años. Por ello, la madre de Nellie, vencida por la tristeza, se dejó morir en 1922, o al menos es lo que sugiere la narradora en el mismo libro.¹ Habrá que esperar al año siguiente, que será cuando se mude al Distrito Federal, para que Campobello se convierta en una figura pública del mundo de las artes.² Allí conocería a varias personas destacadas como Martín Luis Guzmán, buen amigo y compañero suyo según algunos, su amante, según los más;³ Carlos Noriega Hope, escritor y director de El Universal Ilustrado con quien sostuvo una amistad que algunos denominaron noviazgo (Rodríguez 1998: 76); el pintor y escritor Dr. Atl que publicaría en 1929 el primer libro de versos de Campobello; el poeta estridentista Germán List Arzubide que, según dice Jorge Ruffinelli (2000: 63), también tuvo una relación amorosa con Campobello y que editó Cartucho en 1931; y el muralista José Clemente Orozco enamorado de su hermana Gloria que desempeñaría un papel importante al pintar y diseñar para gran parte del ballet de las hermanas Campobello (González Matute 2000), y que hizo algunas ilustraciones para la edición de Las manos de mamá de 1949. El que conectara de diversos modos con esos intelectuales y artistas distinguidos de la cultura mexicana no implica que se insertara en algún grupo o cenáculo, al menos no he encontrado ninguna referencia que sugiera que mantuviera un lazo más o menos constante o intenso con algún grupo literario, ni con los modernistas ni con los vanguardistas, circunstancia que, por otra parte, no impide que su estilo tenga afinidades tanto con el modernismo como con las vanguardias, como se ilustrará más adelante.

    Podría pensarse que el apoyo y la amistad que le brindaron estas y otras figuras prominentes del mundo de la cultura le aseguraron cierto reconocimiento a Nellie Campobello. Sin embargo, en el «Prólogo» de su obra reunida se quejó de ser ninguneada como escritora, alegando como motivos para este ostracismo el hecho de ser mujer y su simpatía por Pancho Villa.⁴ En cuanto al primer motivo, numerosos críticos confirman lo dicho por Campobello, recordando que vivía en una época en la que las contadas mujeres mexicanas que publicaban prosa escribían sobre los temas de la familia, la escuela y el descubrimiento del amor.⁵ El hecho de que ella dedicara su primer libro en prosa —Cartucho— a los aspectos más crueles de la Revolución, puede haber perjudicado su imagen según esos críticos. Otro factor del que la propia autora dijo que le causaba problemas era su admiración abierta hacia Pancho Villa en un momento en que el general ya no era un héroe popular sino un bandido vilipendiado por el establishment. Aparte de salir en defensa de Villa con algunos artículos periodísticos combativos, en 1940 publicó Apuntes sobre la vida militar de Francisco Villa, un texto que quiere honrar a Villa y que se apoya en una labor de documentación importante sobre las estrategias desplegadas por el general en los numerosos encuentros bélicos que afrontaron sus tropas contra los bandos enemigos y que acaso ha servido a Martín Luis Guzmán para escribir sus Memorias de Pancho Villa que se publicó por las mismas fechas, como argumentaremos en el cuarto capítulo.

    A estas circunstancias externas que, según opinaba Campobello y según siguen pensando muchos de sus estudiosos, hicieron problemático que sus coetáneos la recibieran de manera favorable, algunos críticos añaden otras, como su procedencia geográfica excéntrica y la circunstancia de que sus principales textos se refieren esencialmente a un tiempo y un espacio menores (Rodríguez 1998: 259), o su relación con los intelectuales nacionalistas y su distanciamiento de los comunistas, lo cual habría contribuido a marginalizarla en un medio artístico e intelectual donde estos últimos tenían mucha influencia (Vargas Valdés y García Rufino 2004: 102). Tales factores externos se ven complicados por una dificultad de comprensión interna, sobre todo propia de los dos libros hermanos que escribió sobre la Revolución mexicana, Cartucho y Las manos de mamá. En ellos se pueden detectar rasgos que los emparentan con el costumbrismo, como son el hecho de que algunas estampas ofrecen una visión casi fotográfica de la realidad cotidiana vivida durante la Revolución en los pueblos en el norte de México o el que incluyen escenas a veces crudas y vocabulario popular, pero el estilo en alto grado elíptico, la ausencia de protagonistas y la falta de una trama clara dificultan una lectura fluida de ambos textos y hacen que sea poco evidente adscribirlos a los géneros literarios tradicionales. Aunque algunos lectores se han referido a ellos con el término novelas, son más numerosos los que problematizan su inclusión en el género novelesco y aún más los que destacan la dificultad de encasillarlos en un solo género. Los términos propuestos para definir a Cartucho por una de las primeras lectoras críticas de Campobello, Gabriella de Beer, convienen para dar cuenta de la brevedad de los textos que el libro incluye, así como del tipo de relación que existe entre ellos. De Beer compara los cuentos del libro con «una serie de diapositivas» o «un álbum de fotografías» (1979: 213), expresiones que también serían apropiadas para referirse a Las manos de mamá. Después, otros críticos hablarán de «estampas», término que adoptaremos en el presente ensayo.

    Pese a que estos dos libros se parecen desde el punto de vista del género, Campobello comentó en su «Prólogo» de 1960 que se les reservó una acogida bastante distinta. Cartucho, publicado con el subtítulo Relatos de la lucha en el norte de México, después de una breve recepción inicial entusiasta habría tenido una prensa negativa y habría pasado algo desapercibido, sobre todo en comparación con la acogida positiva que se dio a Las manos de mamá. Indirectamente Campobello sugiere que esto se explica por una diferencia temática al citar distintos comentarios sobre el segundo libro que destacan su lado sentimental, por ejemplo de José Juan Tablada quien elogió Las manos de mamá en los siguientes términos: «bárbaro, a pesar de sus delicadezas; rudo, no obstante sus conmovedoras melodías; dislocado, maguer su armonía esencial» (Pr 138). Aunque, empleado por Tablada, el término bárbaro no tiene su acepción negativa habitual —«Pero bien hayan los libros rudos, bárbaros y dislocados, hoy que suelen producirse otros pretenciosos e inánimes» (ibíd.)—, al poeta le pareció que Las manos de mamá era un texto digno de interés porque su lado bárbaro se combinaba con otro, más delicado y conmovedor: «contenido hondo donde la tragedia inevitable desborda con sangre y fragores, sobre la delicada evocación sentimental» (ibíd.). Tablada no desarrolla los conceptos de bárbaro o delicado pero todo hace pensar que se refiere a la combinación de una visión directa de la Revolución sangrienta, lo bárbaro, con el recuerdo cariñoso de la presencia materna, lo delicado. Ahora bien, de este comentario y de otros citados por Campobello que van en el mismo sentido, el lector podrá deducir que lo que distingue a Cartucho es, precisamente, la falta de esta faceta sentimental.

    En la misma reseña, Tablada admite que no había oído hablar de Cartucho y que solo conocía el nombre de Nellie Campobello por programas coreográficos. En efecto, en su época era famosa sobre todo como bailarina, profesora de ballet, coreógrafa y directora de la Escuela Nacional de Danza.⁶ De su interés por la danza y los movimientos del cuerpo atestigua el libro Ritmos indígenas de México que publicó en 1940 con su hermana Gloria y que casi no ha recibido comentarios por parte de la crítica. Su intención explícita era servir como una guía para los coreógrafos deseosos de enriquecer la danza mexicana y estimularlos para que se basaran en los ritmos de los diversos pueblos autóctonos que vivían en el territorio nacional. Aparte de una serie de poemas incluidos en Francisca Yo! de 1929, es el único texto de Campobello que no ha sido integrado en el volumen Mis libros de 1960 ni en la recopilación de su Obra reunida por el Fondo de Cultura Económica (2007), decisión editorial que Juan Bautista Aguilar no justifica en su introducción a este último volumen pero que posiblemente se explica por la dificultad de reproducir el texto, el cual está ilustrado por numerosos dibujos de Mauro Rafael Moya que dan, paso a paso, una idea precisa de los movimientos que hacen lo propio de estos ritmos. En el presente estudio me ocuparé brevemente de Ritmos reconociendo, por cierto, que merece una atención más detenida por parte de personas expertas en movimientos del cuerpo y en tradiciones indígenas. Por lo demás, el año 1940 constituye un hito en la carrera literaria de Campobello ya que entonces no sólo se publican Ritmos y la segunda edición de Cartucho sino también su recuento de las campañas de Pancho Villa del que se puede decir que, en cuanto a que es un libro de historia y se escribe en tercera persona, forma un dúo con Ritmos.

    Además de dedicarse a la ficción narrativa y a la historiografía, Campobello escribía poesía, género con el que comenzó en 1929 su trayectoria como escritora, publicando un libro de versos íntimos titulado Francisca Yo! y al que volvió muchos años después, al editar en 1957 un pequeño volumen titulado Tres poemas, presentado como parte de un libro anunciado con el título Abra en la roca que se publicó después incluido en Mis Libros bajo la forma de 58 poemas, la mayoría de amor. Finalmente, para introducir este proyecto de su obra reunida en 1960, publicó un largo «Prólogo». Sorprende que este texto no haya sido más comentado: conmovedor y lleno de contradicciones, reflexiona sobre temas sugerentes como el México posrevolucionario, la posición que ocupaba una mujer escritora en esa época y las iniciativas que se tomaban en los ámbitos de la política cultural, entre otros. Cuando los críticos leen dicho texto, lo suelen hacer en calidad de documento histórico verídico que sirve de apoyo para aclarar otras zonas de la obra de Campobello y no como un texto cuyo estilo y temas lo hacen digno de análisis. Realizaremos un primer paso en función de este acercamiento en el último capítulo.

    En la mayoría de sus textos, la escritora integra de una u otra manera aspectos que se pueden relacionar con el juego según lo entiende Johan Huizinga. Esto es particularmente llamativo en Cartucho que ha causado cierta incomodidad por el modo en el que el narrador personaje, una niña, habla de las facetas más crueles de la Revolución.⁷ Aunque una lectura atenta demuestre que la voz narrativa y la focalización no son tan exclusivamente infantiles como a veces se dice, es verdad que en numerosas estampas la autora intenta sugerir una aproximación infantil a los eventos. A fin de lograr su objetivo, hubiera podido evocar el horror que inspiran a su personaje la sangre, los pedazos de carne arrancados, los cuerpos muertos tirados en la calle y los colgados en los postes. Por el contrario, si bien a veces se entristece, la narradora que creó Campobello suele mirar la guerra con entusiasmo y comenta la violencia como si fuera uno de los juegos con los que se llena su universo.

    Esta constatación me llevó a profundizar en algunas teorías del juego con la esperanza de que la conceptualización de lo lúdico que encontrara en ellas hiciera ver más claro en Cartucho y esperando que permitiera descubrir cierta coherencia que mis primeras lecturas no habían podido detectar. Entre los ensayos que leí fue Homo ludens, de Johan Huizinga, el que mejor cumplió con estas expectativas y el que hizo que el proyecto de revelar aspectos aún no comentados de Cartucho se pudiera realizar. Luego resultó que este mismo marco también podía contribuir a descubrir facetas interesantes de los demás textos de Campobello. Por lo tanto, antes de empezar a leerlos, presentemos las principales reflexiones sobre el juego que han guiado nuestras lecturas.

    Homo ludens y Los juegos y los hombres

    Que el juego haya fascinado a investigadores desde épocas antiguas y desde disciplinas variadas lo recuerda el antropólogo español José Antonio González Alcantud, cuyo estudio Tractatus ludorum. Una antropológica del juego (1993) incluye un capítulo sobre los tratados y reflexiones que dedicaron al juego desde Alfonso X hasta Mijail Bajtín.⁸ Al mismo tiempo y de manera algo contradictoria, el autor observa que el juego dista de haberse convertido en un tema importante de análisis científicos:

    La inabarcabilidad de una teoría del juego —objeto último de cualquier antropología— ha hecho que muy escasos científicos del campo de las humanidades hayan manifestado pretensiones sobre el particular. La difuminación del juego y de sus componentes estructurales entre la naturaleza y la cultura imposibilita, agraciadamente, la presencia de una teoría unitaria, por más exhaustivo que pretendamos el trabajo sobre el terreno (1993: 11).

    El hecho de que no sea fácil ver claro en el mundo de los juegos ya había sido apuntado antes por Roger Caillois en su ensayo Los juegos y los hombres. La máscara y el vértigo (Les jeux et les hommes. Le masque et le vertige, 1958): «La multitud y la variedad infinitas de los juegos hacen perder, al comienzo, la esperanza de descubrir un principio de clasificación que permita distribuirlos a todos en un número reducido de categorías bien definidas. Además, los juegos presentan tantos aspectos diferentes que hay la posibilidad de múltiples puntos de vista» (1994: 39).⁹ Caillois señala con razón que abundan los puntos de vista y que existen enfoques variados y a menudo incompatibles para estudiar y definir el juego y lo lúdico. Pero sea cual fuere la disciplina y la perspectiva que los estudiosos adopten, todos se refieren al ensayo pionero que Huizinga publicó sobre el tema en 1938.

    Homo ludens problematiza y afina algunas de las connotaciones más corrientes del concepto de juego mediante un análisis antropológico-cultural de lo lúdico. Su tesis principal va en contra de la idea común de que el juego es una actividad infantil gratuita en la que degenera el quehacer serio de los adultos y sostiene, en cambio, que la civilización nace y se desarrolla como un juego, que la cultura humana brota del juego y tiene un carácter de juego. Tan nueva es en su época esta manera de abordar el tema que Huizinga siente la necesidad de insistir en que su objetivo no estriba en demostrar cuál es el lugar que corresponde al juego entre las demás manifestaciones de la cultura, sino en indagar en qué medida la cultura misma ofrece un carácter de juego. En su óptica el juego es esencial, aunque puede parecer un superabundans en una sociedad que se percibe únicamente en función de las fuerzas que la rigen. Es «una categoría primaria de la vida, una totalidad» (2007: 30). El que sea una categoría primaria implica que el juego no se limite a la infancia (Huizinga casi no habla de ella) y que el hombre sea en esencia un homo lu-dens.¹⁰ De esta manera, amplía la noción tradicional de juego al integrar en ella una serie de actividades humanas.

    Para luego poder desarrollar su argumentación sobre bases sólidas, Huizinga comienza por definir el concepto del juego distinguiendo una serie de rasgos estructurales básicos. Fundamental es que el juego suponga contento, libertad y despreocupación, ingredientes, por lo demás, que no impiden que se juegue con la mayor seriedad ni tampoco exigen que el jugador se ría. El juego también tiende a lo estético, lo bello, y sus cualidades nobles son el ritmo y la armonía. Estos rasgos se vinculan con el hecho de que el juego tiene el carácter de una representación:

    Ya en las formas más primitivas se engarzan, desde un principio, la alegría y la gracia. La belleza del cuerpo humano en movimiento encuentra su expresión más bella en el juego. En sus formas más desarrolladas éste se halla impregnado de ritmo y armonía, que son los dones más nobles de la facultad de percepción estética con que el hombre está agraciado. Múltiples y estrechos vínculos enlazan el juego a la belleza (ibíd.: 19).

    En calidad de intermezzo a la vida corriente, el juego escapa de esta, tanto en el tiempo como por el espacio donde se juega,¹¹ característica que se vincula con el hecho fundamental de que el juego se rige por un conjunto de reglas sui generis que de ninguna manera se pueden desatender. En resumen, dice: «Definido de esta suerte, el concepto parece adecuado para comprender todo lo que denominamos juego en los animales, en los niños y en los adultos» (ibíd.: 46). Observemos aún que, a lo largo de Homo ludens, el historiador subraya la importancia que la competición agonística reviste en el juego, de manera que el agon se convierte en una especie de criterio suplementario.¹²

    Huizinga afirma que esos rasgos básicos (despreocupación, libertad, armonía, separación de la vida real en el tiempo y el espacio, respeto hacia las reglas, competencia) son los que estructuran una serie de manifestaciones esenciales en todas las culturas: las artes y la filosofía, la poesía y las instituciones jurídicas y políticas. Particularmente esclarecedor para la lectura de Campobello es que también dedica un capítulo a relacionar guerra y juego, una asociación ardua de aceptar desde el sentido común que domina nuestras interpretaciones de ambos términos, pues en sus acepciones más corrientes, se clasifican en dos paradigmas no sólo distintos sino incluso opuestos. El juego parece excluir la tristeza, se asocia con la diversión y se sitúa en un ámbito separado de la vida corriente. Su objetivo estriba en la misma actividad de jugar: no mira más allá, no tiene finalidades prácticas y es una especie de degradación de los asuntos serios. Por el contrario, según esta misma idea, la guerra es un acontecer triste que va en serio, que se decide por motivos de ganancias políticas o económicas, por poder o por dinero, y se connota de manera negativa. Guerra y juego también implican otro tipo de actores, ya que la guerra es una cuestión de naciones o de bandos de «hombres de guerra», mientras que el juego es una actividad asociada de manera privilegiada con la niñez. Esta sería la lectura más inocente con el que se consideran las dos actividades, guerrear y jugar.

    Por su parte, Huizinga señala que la lucha real con armas supone una representación primaria del probar recíproco de la suerte, lo cual la emparenta con el juego propiamente dicho:

    Cualquier lucha vinculada a reglas limitadoras porta ya, por este ordenamiento regulado, los rasgos esenciales del juego, y se muestra como una forma de juego especialmente intensa, enérgica y muy clara. Los perritos y los niños luchan, para divertirse, según reglas que limitan el empleo de la violencia y, sin embargo, los límites de lo permitido en el juego no se pueden fijar ni por el derramamiento de sangre ni siquiera por el golpe mortal (ibíd.: 117).

    A favor de esta idea, alega argumentos de tipo léxico, presentando una larga y erudita serie de ejemplos para ilustrar que «[d]esde que existen pala-bras para designar la lucha y para designar el juego, fácilmente se ha denominado juego a la lucha» (ibíd.: 117). Asimismo destaca que la guerra arcaica respeta cada uno de los rasgos esenciales del juego (ibíd.: 124): es investida con todo el ornamento material de la tribu, por lo tanto funciona según categorías estéticas;¹³ es una actividad libre que se aparta de la vida corriente: se abre mediante una declaración de guerra y se cierra con un acuerdo de paz; el espacio en el que tiene lugar es un terreno apartado que puede ser el claro en un bosque para el duelo, el campo de batalla, etc.; finalmente, la guerra arcaica es regulada por una serie de reglas que no se pueden desatender: «La lucha como función cultural supone siempre reglas limitadoras, y exige, en cierto grado, el reconocimiento de su carácter lúdico» (ibíd.: 118).

    Pese a distinguirse como medievalista, Huizinga se interesa por las manifestaciones del juego hasta incluida su propia época. Ahora bien, ya cuando pasa a reflexionar sobre el siglo XIX, llega a la conclusión de que la índole lúdica de la cultura y también de la guerra se reduce o que, por lo menos, es más difícil reconocerla. De hecho, cuando habla de la guerra como un juego, se refiere de manera específica a lo que llama las guerras primitivas o arcaicas, aduciendo como manifestaciones ejemplares las guerras agonales y sacras, el torneo medieval y el duelo corriente conocido por ciertos pueblos europeos hasta en épocas relativamente recientes. Al mismo tiempo Homo ludens excluye determinados tipos modernos de guerra de la esfera del juego: «La teoría de la guerra total ha renunciado al último resto de lo lúdico en la guerra y, con ello, a la cultura, al derecho y a la humanidad en general» (ibíd.: 118). Sobre todo cuando al adversario no se le reconoce ningún derecho humano, es cuando la guerra pierde su función cultural y lúdica.

    Si bien la teoría desarrollada por Huizinga constituye nuestra referencia principal, la completaremos con las ideas sobre el juego que el sociólogo francés Roger Caillois desarrolló en un diálogo crítico con Homo ludens que elogió como «notable en todos sus aspectos» (1994: 28), pero al que al mismo tiempo criticó por presentar una serie de «extrañas lagunas» (ibíd.). Caillois lamenta sobre todo que Huizinga haga abstracción de los juegos de apuestas y de azar y de los de la mímica y la interpretación, dos campos que él desea anexar al universo lúdico (ibíd.: 37). Esta anexión desemboca en una sociología del juego basada en un esquema que comprende cuatro clases de juego, distintas según la principal actitud psicológica que movilizan y según predomina en ellas el papel de la competencia (agon), del azar (alea), del simulacro (mimicry) y del vértigo (ilinx) (ibíd.: 43 y ss.). En cada clase caben juegos que van desde los más divertidos, turbulentos, improvisados o regidos por cierta fantasía desbocada, los cuales Caillois reúne bajo la etiqueta paidia hasta, en el extremo opuesto, otros juegos que se han plegado en convencionalismos arbitrarios y en conjuntos de reglas que los rigen, los llamados ludi. Por lo tanto, la diferencia entre unos y otros consiste en la manera de jugar, que va de la turbulencia a la regla, y el ludus aparece «como complemento y como educación de la paidia, a la cual disciplina y enriquece» (ibíd.: 68).

    Para poder estudiar con mayor claridad la masa compleja y variada de los juegos, Caillois introduce una diferenciación suplementaria mediante la cual separa los juegos auténticos de sus formas corrompidas. Tal y como hace Huizinga, subraya que el juego se aparta del mundo cotidiano, que no incide en la realidad y que es regido por reglas ideales que pertenecen a una esfera pura. Cuando esta esfera va siendo contaminada por la vida corriente, la naturaleza del juego se corrompe y arruina; al contacto con las leyes difusas e insidiosas de la existencia cotidiana, sus reglas pierden la claridad necesaria (ibíd.: 87). En las maneras degradadas del juego que resultan, no

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