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Músicas y prácticas en el pacífico afrocolombiano
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Libro electrónico512 páginas4 horas

Músicas y prácticas en el pacífico afrocolombiano

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Este libro recoge varios textos que describen distintos aspectos de la música de la región Pacífica colombiana y su influencia en la cultura de la zona, así como la historia de narcotráfico y conflicto que subsiste allí También analizan la forma como se generaron ritmos y prácticas a partir de la mezcla entre la herencia africana y los ritmos e instrumentos del interior del país
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 oct 2012
ISBN9789587166606
Músicas y prácticas en el pacífico afrocolombiano
Autor

Varios autores

<p>Aleksandr Pávlovich Ivanov (1876-1940) fue asesor científico del Museo Ruso de San Petersburgo y profesor del Instituto Superior de Bellas Artes de la Universidad de esa misma ciudad. <em>El estereoscopio</em> (1909) es el único texto suyo que se conoce, pero es al mismo tiempo uno de los clásicos del género.</p> <p>Ignati Nikoláievich Potápenko (1856-1929) fue amigo de Chéjov y al parecer éste se inspiró en él y sus amores para el personaje de Trijorin de <em>La gaviota</em>. Fue un escritor muy prolífico, y ya muy famoso desde 1890, fecha de la publicación de su novela <em>El auténtico servicio</em>. <p>Aleksandr Aleksándrovich Bogdánov (1873-1928) fue médico y autor de dos novelas utópicas, <is>La estrella roja</is> (1910) y <is>El ingeniero Menni</is> (1912). Creía que por medio de sucesivas transfusiones de sangre el organismo podía rejuvenecerse gradualmente; tuvo ocasión de poner en práctica esta idea, con el visto bueno de Stalin, al frente del llamado Instituto de Supervivencia, fundado en Moscú en 1926.</p> <p>Vivian Azárievich Itin (1894-1938) fue, además de escritor, un decidido activista político de origen judío. Funcionario del gobierno revolucionario, fue finalmente fusilado por Stalin, acusado de espiar para los japoneses.</p> <p>Alekséi Matviéievich ( o Mijaíl Vasílievich) Vólkov (?-?): de él apenas se sabe que murió en el frente ruso, en la Segunda Guerra Mundial. Sus relatos se publicaron en revistas y recrean peripecias de ovnis y extraterrestres.</p>

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    Músicas y prácticas en el pacífico afrocolombiano - Varios autores

    presentamos.

    ROMANCES RELIGIOSOS:

    DE LA ESPAÑA MEDIEVAL A LOS

    RITUALES NEGROS EN EL ATRATO

    ¹

    Alejandro Tobón Restrepo 

    La capital mundial

    del alabao

    Ni el ruido de la guerra ha apagado las voces que cantan y cuentan en relatos la historia de este pueblo atrateño. En medio de la barbarie estuve en Pogue, un pequeño corregimiento del municipio de Bellavista (Bojayá) en el Atrato medio chocoano, lugar que se autodenomina como la capital mundial del alabao. Yo observé la guerra en los ojos del piloto de la champa y en el rostro de cientos de personas afrodescendientes que en sus viajes por los ríos se veían indefensos ante las armas, los uniformes y las órdenes recibidas. El viaje no era posible realizarlo como estaba programado… los horarios, el tiempo de avance o de espera obedecía al libreto que los actores del conflicto tenían escrito para controlar cada movimiento. Y en cada retén, vi el rostro de la guerra. 

    Estuve en Pogue porque la comunidad, a pesar de las limitaciones, quería celebrar el aniversario de muerte –cabo de año– de uno de sus seres queridos. Estuve en Pogue porque las mujeres siguen cantando a sus ancestros², a sus angelitos³ y a sus santos.

    Esa visita me permitió observar un hecho desde el cual quiero desentrañar parte del proceso histórico religioso de esta cultura.

    El viaje a Pogue fue posible realizarlo porque un sacerdote estaba invitado a celebrar la misa de cabo de año, y las distintas fuerzas de poder que se disputan la zona, al parecer, todavía respetan algunas de estas actividades religiosas de la comunidad. Arribamos, como ya dije –por las circunstancias de orden público– casi al anochecer. Nos recibieron con una hospitalidad profunda, sin escatimar atención. El sacerdote –afrodescendiente como la totalidad de los habitantes de este poblado– pidió organizar todo lo concerniente para la Eucaristía. Para mi asombro, hubo mucho silencio, casi pereza de hacer o de decir; incluso no faltó quien planteara razones para no celebrar la misa, hechos que podrían interpretarse como resistencia al ritual. Lo primero que argumentaron era que habíamos llegado muy tarde y que ya no era posible avisarle a la gente; después que estaba lloviendo y así nadie podría ir; más adelante que no sabían quién tenía la llave del salón comunal que sirve además como discoteca; que esa noche no era posible prender la planta de energía porque no tenían combustible… La resistencia ya era evidente, pero, ¿a qué resistían? ¿Por qué, si habían invitado al sacerdote, ahora no querían la celebración? ¿Producía inseguridad mi presencia por ser extraño a la comunidad? A todas las dificultades el cura les encontró solución, se programó la misa para las ocho de la noche, y a esa hora se ofició.

    Aunque yo no lo esperaba –por los antecedentes narrados– la comunidad llenó el espacio. Más de cincuenta personas asistieron a la celebración.

    Mi sorpresa no terminaba cuando descubrí que el único que sabía las respuestas a las oraciones del sacerdote dentro de la liturgia y el único que respondía era yo (o por lo menos era el único que las decía en voz alta).

    El Señor esté con ustedes

    Y con tu espíritu.

    Traté de hacerlo más fuerte y más lento, como intentando que mi voz llenara el espacio y que no se hiciera muy evidente la lejanía de la comunidad en la misa. El cura rápidamente fue conciente de la situación y de manera pedagógica empezó a instruir a la colectividad la manera como debía contestar. ¿Por qué no contestaban, no sabían las respuestas o definitivamente estaban intimidados por mi presencia?

    Todo cambió cuando el sacerdote invitó a la gente a cantar –antes del evangelio– un alabao en honor del difunto. Las mujeres de la comunidad, con una voz potente y definida asumieron un papel protagónico y la discoteca-templo retumbó plena de vida.

    Y alabado sea el santísimo

    sacramento del altar,

    María sos concebida

    sin pecado original.

    La virgen va caminando

    por una montaña oscura,

    preguntando si han visto

    un lucero relumbrando, 

    Y alabado sea el santísimo…

    Por aquí paso señora

    y antes que el gallo cantara;

    y una cruz lleva los hombros

    de madero muy pesado.

    Y alabado sea el santísimo…

    La celebración continuó con el mismo ritmo y las mismas características: la participación de la comunidad era mínima respecto al ritual católico y masiva y llena de vida cuando entonaban los alabaos; es decir, la actitud cambiaba, los gestos, el color de la voz, la potencia… Fui consciente de estar asistiendo a un doble ritual y se hizo evidente para mí que la yuxtaposición de creencias religiosas seguía viva cuatro siglos después.

    ¿Cuál era el centro de interés de quienes participaban en esos rituales? Quizá a simple vista podría decirse que el ritual católico entrañaba el sentido último del encuentro. Era evidente, amén de la falta de interés en la participación activa dentro de la misa o de la dificultad que mi presencia produjera, que la estructura católica había tejido muy bien los hilos de la evangelización en esta región desde la época de la Conquista. No obstante, la tradición religiosa no fue lineal y aunque en el vestido exterior apareciera el color cristiano, el ropaje del espíritu develaba otros colores.

    Analicemos un poco este proceso e iniciemos por ubicarnos geográfica e históricamente en esta subregión de la cultura del Pacífico de Colombia.

    Atrato negro

    La cuenca del río Atrato, área que comprende una pequeña porción de las montañas de la cordillera occidental andina, donde nace el río, y las tierras bajas de la hoya de su cauce hasta la desembocadura en el Golfo de Urabá, fue eje fundamental para la conquista europea de estas tierras en el siglo XVI. El gran caudal del río que lo hace navegable en casi el 80% de su curso para embarcaciones de hasta 200 toneladas, la extracción de oro y platino de sus afluentes, la riqueza y variedad de maderas, y los cultivos de caña de azúcar y banano, hicieron de esta región emporio de riqueza y vía natural de penetración hacia todo el territorio del occidente colombiano.

    Esta zona, que antes de la llegada de los europeos no era homogénea desde la composición socio-cultural de sus habitantes, puesto que en ella vivían distintos grupos humanos:⁶ chancos en el río Garrapatas, yacos en el alto Calima, tootuma e ingarae en el río Sipí, noanamá (waunana) en el bajo san Juan, surucos en el río Quito, poromeas en el Bojayá, cunas en el bajo Atrato, tatamá e ima del alto San Juan y los citará del alto Atrato⁷ –los tres últimos pertenecientes al subgrupo emberá– (Vargas, Patricia, citada por Jimeno, Sotomayor y Valderrama, 1995, p. 57) , es nuevamente habitada por hombres y mujeres venidos de distintas regiones y culturas africanas: Sudán, Congo y Angola, muchos de ellos pertenecientes a las etnias yoruba, carabalí, bantú y fanti-ashanti (Vanín, 1993, p. 552). Ellos, los negros, apropiaron esta tierra, crecieron y florecieron para consolidarse en lo que hoy han denominado algunos antropólogos como cultura afrocolombiana.

    Sin ser exhaustivos en la historia de esta región, se destacan cuatro situaciones del período colonial que serán significativas en el rumbo cultural del Pacífico colombiano: la incomunicación, la dispersión, la evangelización católica y la conformación de una cultura mayoritariamente negra en un país predominantemente mestizo. 

    Respecto a la comunicación, la zona sufrió una doble fractura: de un lado, en sucesivos períodos fue cerrada la navegación por el río Atrato, principal arteria fluvial, ante el temor de ser atacados y robados por navíos ingleses; de otro, la Corona impuso una clara separación entre el sur y el norte⁸ de esta región para evitar levantamientos y cimarronajes. 

    El establecimiento de la población negra se dio en estrecha relación con el modelo minero: pequeños asentamientos dispersos a lo largo de los ríos, sin mucho contacto inicial con poblaciones indígenas o con los centros urbanos fundados y habitados por españoles, criollos y mestizos.

    Mapa Cuenca del atrato. Se ubican algunos de los municipios y veredas del sector medio, lugares en los que se recogieron muestras culturales para este artículo. Mapa de la cuenca del río Atrato, departamentos de Chocó y Antioquia, basada en cartografía del Instituto Geográfico Agustín Codazzi. En el recuadro, la zona que corresponde al medio Atrato. Fuente: elaboración propia. Dibujante: María Angelina González Espinosa.

    Incomunicación y dispersión hicieron posible que estructuras sociales y culturales que se gestaron al interior de la zona no tuvieran grandes interferencias, y que muchas de sus manifestaciones se conserven hasta hoy. Pero también marcaron diferencias notables entre el sur y el norte de la misma región. Mientras al sur el aislamiento se hizo muy notorio y sus expresiones están más cerca de culturas ancestrales africanas, en el norte (territorio chocoano y antioqueño) el contacto que el río Atrato permitía con el Caribe –a pesar del cierre oficial de la navegación– hizo efectivas fusiones con la cultura dominante y con poblaciones caribeñas, imprimiendo otros sabores a su manera de ser.⁹ Sin embargo, existen elementos comunes a ambas zonas de la región: las prácticas mortuorias, la tradición oral como subsistema comunicativo y de memoria colectiva y la actitud y valores comunitarios (Vanín, 1993, p. 553). 

    Los otros dos elementos que serán fundamentales para comprender la compleja red de relaciones que se trazaron en este territorio, fueron el número creciente de esclavos y de población negra y la evangelización cristiana: 

    Las primeras solicitudes para efectuar la colonización, presentadas por los conquistadores españoles, informan sobre la población del Chocó, región rica en oro, con esclavos africanos. Todo el que entraba a colonizar en el Chocó –en el siglo XVI– iba acompañado de su cuadrilla [cuadrillas de negros], que llevaba a cabo el lavado de oro en el real de minas, a orillas de los ríos, o en el interior de la región. El 14 de julio de 1574, el comandante Lucas de Ávila solicita al Rey de España la gobernación del Chocó, y el permiso para descubrir, con 500 esclavos negros, minas y vetas de plata y de oro (La Corona puso 300 esclavos a su disposición). Él mismo logró reunir en el lapso de cuatro años 200 esclavos negros, con el claro propósito de efectuar la colonización ducientos esclavos machos y hembras, para que con más facilidad se haga el dicho descubrimiento, se edifiquen e pueblen los pueblos que hobiere de poblar y se cultive y labre la tierra y se hagan ingenios de azúcar y planten árboles y plantas y hagan las demás cosas y labores que fuere menester para su sustentación y utilidad y perpetuidad de los dichos pueblos y pobladores… Se le confirió la posesión de todos los negros cimarrones que desde más de un año se hubieran escapado de sus dueños. Se comprometía a llevar sacerdotes y religiosos para establecer las misiones y catequizar el territorio (Ortega y Briceño, 1954, citado por Beutler, 1977, pp 258-263).

    La labor de catequización fue dada principalmente a la orden religiosa franciscana que desde principios del siglo XVII llegó a la región, siendo el Chocó uno de los primeros lugares en que esa orden monástica se asentara en tierras americanas.¹⁰ Los misioneros vivieron con los negros en sus poblados, hecho que hizo posible que el adoctrinamiento católico y la poesía española marcaran profundamente los cantos y los relatos de los atrateños. Posteriormente, capuchinos y, más tarde claretianos, continúan con esta labor hasta nuestros días, aunque con marcadas diferencias en el concepto mismo de evangelización.

    De una permanencia estable de los misioneros en cada pequeño poblado, se va pasando lentamente a un esquema en el que los asentamientos no cuentan con la presencia del sacerdote o monje para dirigir los destinos religiosos de las comunidades negras. Los cimarronajes, el crecimiento de la población y la misma dispersión de la que hablábamos anteriormente hicieron que las comunidades religiosas se ubicaran en los principales centros urbanos del sector dejando a los pequeños poblados –que representaban una buena parte del total de la población– a la libre interpretación de las enseñanzas religiosas.

    Y es allí, en esta realidad de río y selva, de diversidad cultural, de múltiples tradiciones antiguas heredadas de sus pueblos ancestrales y de diversas tradiciones nuevas enseñadas por los conquistadores, colonos y religiosos europeos en donde los negros afroatrateños amasan un nuevo barro para dar forma y salida a una realidad que cuatrocientos años después se hace evidente en la celebración a la que yo asistí.

    En ese barro se hacen palpables tres elementos fundamentales a partir de los cuales se puede identificar esta cultura: el sentido de la muerte, las relaciones entre los hombres y los santos y el canto colectivo. 

    De muertos y de ancestros

    El doble ritual al que asistí –el de la misa católica y el del canto de los alabaos– me daba elementos suficientes para comprender cómo los atrateños construyen esa comunicación viva con los muertos de su comunidad.

    Bartolo Pino Mena,¹¹ hombre a quien celebraban el cabo de año, era sin lugar a dudas una persona a la que su comunidad quería y respetaba. Él seguía haciendo parte fundamental en la estructura de esta población. Bartolo había sido en vida un ser en el que se podía confiar, ayudaba a sus compañeros en las actividades agrícolas y pesqueras y, en su vejez, fue consejero en múltiples dificultades tanto de orden familiar como comunitario. Por eso cuando Bartolo muere, él se convierte en ancestro. Desde allí, Bartolo es parte fundamental de su pueblo, porque éste no sólo está integrado por los vivos; "la familia afroatrateña está compuesta por los que están vivos y por los que están muertos. Todo está encerrado en el concepto africano de muntu, el singular de ser humano en bantú" (Asprilla y Córdoba, 2001, p. 27).

    Según el investigador Jahn Hanheinz el concepto de ancestro o kulonda es entendido como la compañía que el difunto le hace a su comunidad, en distintas formas, desde su nueva realidad. El contexto filosófico y religioso del kulonda, alianza entre los vivos y muertos, constituiría el foco principal de resistencia africana y fuente de lucha para su liberación. A este concepto hay que unir también el de la capacidad espiritual que tiene una persona aún después de esta vida o magara, lo mismo que el concepto de Eggún, o espíritu de los antepasados, en cuanto puede entrar en contacto con los vivos a través de sueños, apariciones, sombras, presentimientos, etcétera (Hanheinz, 1963, pp. 146-148).

    Así, podemos decir que aunque los habitantes de Pogue y de la ribera del Atrato hablen español, crean en Cristo y sus cantos se hagan sobre la rima española, en el modo de ser, de comportarse y de celebrar frente a la muerte dejan entrever que otras tradiciones, transformadas y recreadas a lo largo de los siglos, siguen vigentes.

    Es importante destacar el sentido que la muerte tiene en esta cultura particular: de un lado la tradición del ars morendi, heredada a través de los españoles en la que el hombre se preparaba para la muerte entre los suyos y preveía su despedida,¹² y la costumbre de rezar por el alma de los difuntos: pedir por ella para salvarla del purgatorio o incluso de las llamas del infierno; de otro, la tradición africana que asume la muerte como una etapa más de la vida: los que fallecen siguen presentes y es necesario acompañarlos para que su tránsito a la otra vida sea bueno.

    Las religiones negras se caracterizan por un vitalismo apoyado fundamentalmente en la creencia en un poder cósmico o fuerza universal que se identifica con la vida y que se manifiesta en el hombre. Algunos tratadistas llaman a esta energía primordial Nommo, y según ellos el hombre es señor de todas las cosas. Esta filosofía le da un contenido específico a la presencia de los antepasados en los ritos funerarios, y establece que el difunto no pierde su personalidad en el más allá y conserva sus nexos con los sobrevivientes. En esto hay cierto olvido de la muerte, tal como ella se concibe a través de los predicamentos del cristianismo […] La diferencia con el ritual cristiano estriba en que para el neo-africano la madre, el padre, el abuelo, o el hijo, sigue presente y actuante en la vida de la familia, como si la muerte hubiera sido un distanciamiento relativo. A muchos niños negros se les inculca el recuerdo del padre o de la madre, no como una memorización evocada, sino como un llamamiento real, dando vigencia a la comunicación. El velorio no es entonces una muestra de dolor solemne, sino una celebración con cantos, juegos, episodios narrativos, libaciones y cierta alegría latente, para exaltar la grata memoria del personaje fallecido. El sincretismo religioso hace esfumar un tanto las nociones convencionales de cielo e infierno, o del demonio que castiga a los males, y las remplaza por un concepto de supervivencia mucho más funcional y apropiado a la conservación de las tradiciones del grupo social (Marulanda, 1976, p. 6).

    Por esto es que cuando una persona muere se hace necesario acompañarla en el tránsito. La muerte es más compleja, porque se trata de un cambio ontológico y social, no simplemente de un fenómeno natural, la muerte sólo se confirma si se dan las ceremonias rituales a cargo de los vivos; el difunto, para ser reconocido y aceptado por la comunidad de los muertos, debe afrontar ciertas pruebas (Navarrete, 1995, p. 86). El ritual se convierte así en eje fundamental para que vivos y muertos continúen en paz su trasegar.

    Martha Inés Asprilla y María Fabiola Córdoba nos dan elementos adicionales para comprender a los ancestros dentro de la comunidad afroatrateña:

    Después que se pasa a la otra vida en forma de ánima o sombra, y se supera el juicio de Dios, el difunto se puede constituir en otro intermediario de la comunidad en el ámbito divino. Esto explica por qué es posible que el difunto se pueda hacer presente en la comunidad. Ordinariamente lo hace a través de situaciones cotidianas, de signos que hay que saber comprender. Otras veces se siente al difunto en forma espiritual, a través de la fortaleza que su recuerdo da a las personas. Otras, lo hace a través de fenómenos naturales que hay que saber intuir… Aunque el afrochocoano no hable expresamente de las dos partes en que se compone su ser, su comportamiento frente a la muerte lo revela. Por una parte, habla de que su difunto está con Dios, en su gloria, y por otra parte habla de las energías que su difunto provoca en la comunidad y en su propia familia (Asprilla y Córdoba, 2001, pp. 29-30).

    La muerte de un miembro de la comunidad se celebra, entre otros, a través de los rituales de velorio, de novenario, y de cabo de año. Y esos rituales se constituyen en un corpus síntesis de la sociedad afroatrateña. Algunos aspectos que se pueden destacar son: 

    En primer lugar, es evidente cómo a lo largo del río, en cada pequeño poblado, esta sociedad comparte la celebración de estos ritos. Es muy probable que se presenten diferencias respecto al desarrollo de los mismos entre un caserío y otro, o entre distintos ríos afluentes del Atrato, pero la esencia de su celebración es común a todos ellos. Saben llenar la muerte con contenidos de vida.

    En segundo lugar, se revela la profunda espiritualidad y la riqueza de su mundo interior. Quien conoce el modo de sentir de las comunidades negras frente a la muerte, conoce un gran capítulo de su cultura y el corazón de su espiritualidad explican Martha Inés Asprilla y María Fabiola Córdoba (2001, p. 12).

    Tercero, se hace evidente la organización social de la comunidad. Cada quién sabe su papel dentro del velorio, el sepelio o la novena. Con ello se garantiza que no falte nada y que cada detalle y elemento esté en su lugar.

    Cuarto, la estructura económica de la sociedad aflora en tanto es una organización financiera la que hace posible un buen ritual. Los aportes de cada familia o cada persona, determinan que todo fluya, y que se cuente con los alimentos, bebidas y todo lo que sea necesario para el desarrollo del evento.

    En estos dos últimos aspectos se deduce un quinto elemento que es la esencia última de esta cultura: la solidaridad.

    Esta solidaridad, ante todo, le ayuda al difunto a pasar a la otra vida con mayor facilidad. Si la comunidad está apaciguada y viviendo la fraternidad y la solidaridad, el espíritu del difunto no se enreda en rencillas comunitarias, ni familiares, sino que se va de este mundo tranquilo. La muerte es una gran oportunidad para vivir y reconstruir la fraternidad del grupo (Asprilla y Córdoba, 2001, p. 35).

    De alumbramientos y de santos

    Después de ese largo adoctrinamiento en el que la poesía y el romance fueron eje fundamental para consolidar en la memoria de los negros un marco general del evangelio, de historias bíblicas y de hechos particulares de la vida de los santos católicos, las pequeñas comunidades atrateñas fueron dejadas a merced de su propia oralidad y desde ella se hizo posible el nacimiento de una cultura religiosa popular por fuera de la oficialidad católica. Así, construyeron particulares espacios en los que se conjugaron las antiguas herencias africanas con el legado sonoro y literario de las narraciones cristianas. Esta construcción dio como resultado múltiples fusiones, nuevos ritos en los que ya no es necesaria la presencia de la jerarquía eclesiástica. La propia comunidad asume los roles que se requieran para hacer posible cada ritual.

    Así nacen, por ejemplo, los alumbraos o alumbramientos de santos, espacios dedicados a un santo en particular, el patrono o la patrona del pueblo, el que protege de la lluvia o la que ayuda a que llueva, el que defiende de las tempestades o la que intercede por las cosechas, el que posibilita una buena navegación o la que previene de una plaga… el alumbramiento, o acción de alumbrar al santo, a la vez que se le dirigen rogativas, es una fiesta que se realiza la noche anterior al día del santo o en otros momentos, para cumplir una manda o promesa.

    Nos cuenta el sacerdote claretiano Gonzalo de la Torre que ante la ausencia de sacerdotes, los afroatrateños construyeron diversas maneras de celebrar, de acercarse a sus santos y a su espiritualidad. Las fiestas de los pueblos –especialmente la de sus santos patronos– no podían pasar desapercibidas simplemente porque no contaban con un cura que las

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