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Ríos de oro
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Libro electrónico226 páginas4 horas

Ríos de oro

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Buscar oro podía llevar hasta algo más precioso

Jack Snow había aprendido por las malas que la única persona en la que se puede confiar es en uno mismo. Después de que la fortuna familiar se hubiese esfumado, se tuvo que poner su mejor chaqueta y desplegar todo su encanto para conseguir una heredera que se casase con él.
La última persona con la que pensaba viajar por el Yukón era la hija de un inmigrante irlandés pobre y sincera. Sus posiciones sociales estaban a kilómetros de distancia. Sin embargo, Lily Shanahan era avispada e intrépida a la hora de enfrentarse a las montañas heladas y los ríos indómitos, y Jack tuvo que reconocer que su pasión por la vida era suficiente para tentarlo…
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento31 may 2012
ISBN9788468701820
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    Ríos de oro - Jenna Kernan

    Uno

    Dyea, Alaska, otoño de 1897

    ¿Quién de todos ellos iba a aceptar un trato tan poco convencional? Lily Shanahan, desde su posición privilegiada en la costa cenagosa, pudo ver a los hombres que acababan de llegar en el vapor de Seattle. Sabía que si se equivocaba al elegirlo, eso significaría su fin porque el viaje hasta Dawson era muy peligroso, sobre todo, en ese momento, cuando las heladas habían empezado.

    El barco había anclado en la ensenada de Taiya para evitar las corrientes que se formaban en el estrecho brazo de mar. El agua entraba encajonada entre las montañas y levantaba unas olas largas y rompientes que zarandeaban las barcazas llenas de gente. Los hombres se agarraban a la borda con gesto sombrío y los ojos fuera de las órbitas.

    Había visto a muchos que llegaban así y que poco después se marchaban a las minas de oro, mientras ella se quedaba tirada como una roca en la corriente. Lily había dejado de pedir los mejores candidatos. No eran tan estúpidos ni estaban tan desesperados como para quedarse con ella. Eso solo le dejaba los que tenían defectos evidentes. Hasta entonces, ellos también la habían rechazado.

    Oyó la voz de su madre con la misma claridad que la oyó el día de su muerte. «Véndelo todo, hasta las sábanas que me cubren, y vive una vida digna de recordar». ¿Qué podía ser más memorable que unirse a quienes se dirigían hacia las minas de oro del norte? Sin embargo, tenía la sensación de que su madre no se refería a que se quedara abandonada en esas marismas pestilentes donde estaba ahora. ¿Cómo iba a haber sabido, cuando se gastó el último dólar en el billete, que Dawson City estaba a más de setecientos kilómetros tierra adentro, entre montañas y ríos, en un sitio tan remoto que no había carreteras, trenes, ni telégrafo? ¿Cómo iba a haber sabido que era un viaje que no podía hacer sola?

    Empezó a buscar un acompañante, pero después de casi un mes en esa marisma llevando carga desde la costa cenagosa hasta el asentamiento de tiendas de campaña con su pequeña carreta tirada por un perro, había conseguido una aceptable cantidad de dinero y la habían rechazado más veces de las que podía recordar. Anhelaba estar en Dawson cuando llegara la primavera. Estaban en octubre y el viento ya era más frío que en enero en San Francisco. ¿Llegaría a ver Dawson por lo menos en verano?

    La primera barcaza se acercó todo lo que pudo cuando la ola se retiró. La siguiente llegó poco después. Ella sabía lo que pasaría a continuación. Los pobres perderían todo entre las codiciosas aguas y los ricos pagarían lo que les pidieran los porteadores para llevar sus preciosas pertenencias a tierra firme.

    Lily eligió cuidadosamente los posibles clientes. Su enorme perra mezcla de terranova, Nala, y su pequeña carreta no podían llevar grandes cargas. La mayoría de los hombres se bajaron por los costados, se metieron en el mar hasta las rodillas y contuvieron el aliento o soltaron improperios por lo gélido que estaba. El primero acababa de llegar al lodazal cuando la tripulación empezó a tirar las pertenencias como si fuesen desperdicios. Un hombre agarró una bolsa con los ojos como platos por el espanto. Una ola sacudió la barca cuando intentaba bajarse y cayó al agua. Lily contuvo la respiración cuando desapareció en el mar. El remero lo ayudó con el remo. Él salió escupiendo agua, pero había soltado la bolsa. La marea la alejó y volvió a acercarla antes de que él pudiera secarse el agua salada de los ojos. La siguiente ola volvió a tumbarlo, pero acercó la bolsa a ella. Lily se levantó la falda, agarró la bolsa empapada y la alejó del peligro. Nala aulló al ver que su dueña se acercaba demasiado al mar.

    —No pasa nada —salió con la bolsa y dio unas palmadas a la perra—. Es posible que este me lleve.

    El hombre se arrastró por la ciénaga escupiendo agua de mar. Era un tipo flacucho, pero ella no estaba en condiciones de elegir. Empezaba a notar la cercanía del invierno gélido y mortal. Tenía que cruzar el paso antes de que llegara el frío de verdad.

    Esperó a que se levantara el hombre. Parecía incluso peor preparado para Dyea de lo que estuvo ella. Agarró su bolsa.

    —Gracias, señorita, me ha salvado.

    —¿Necesita una carreta? —preguntó ella.

    —No, señorita. Solo tengo esto.

    Él le enseñó la bolsa que había salvado ella.

    —¿Y un acompañante?

    —¿Conoce a algún hombre que quiera serlo?

    —Yo quiero serlo.

    El canijo tuvo el atrevimiento de reírse.

    —Creo que prefiero atarme un yunque al cuello antes que llevar a una mujer a Dawson.

    Ella frunció el ceño, hasta que se dio cuenta de que él estaba tiritando.

    —El asentamiento está por allí.

    Ella señaló con el pulgar por encima del hombro, hacia las dunas. Detrás, una ciudad de tiendas de campaña crecía sobre el lodo como setas en un tronco podrido. Lily reunió su titubeante confianza.

    —Vamos, Nala.

    Hizo varios transportes y cobró sus tarifas. Nunca había tenido la bolsa tan llena, pero su aventura estaba al otro lado del paso. Su madre le había hablado de una vida digna de vivirse, pero ¿qué había querido decir? No estaba segura, la muerte se la había llevado antes de que pudiera preguntárselo.

    Lily se levantó el cuello para protegerse del viento gélido que llegaba del mar. Si llegaba a Dawson City, ¿tendría suficientes historias para llenarla con recuerdos agradables y satisfacción? Historias para contárselas a sus hijos y nietos. Esbozó una sonrisa.

    Su abuela había subido hasta el paso de Chilkoot, pero tuvo que volverse con el rabo entre las piernas. Lily apretó los labios y sacudió la cabeza. A ella no le pasaría lo mismo.

    Levantó la barbilla y observó a los pasajeros de la siguiente barca, con la esperanza de poder hacer lo que se había prometido. La barcaza se acercó a la costa y con ella los recién llegados que se bajaron e intentaron, en vano, no darse un baño en el agua helada. La mayoría tenía pocas cosas y fueron llegando a tierra como cangrejos. Todos, excepto un hombre. Se quedó metido en el agua y fue recogiendo las cajas que le daba el remero y llevándolas, una tras otra, hasta la costa. La corriente debería haberlo tirado, pero consiguió mantenerse de pie. Lily lo miró con más detenimiento. Su ropa parecía cara y nueva. Le pareció uno de esos ricos que no hacían nada e iban al norte por aburrimiento. Al revés que quienes llegaban allí arrastrados por circunstancias desesperadas. Tenía más bultos que cualquiera de los pasajeros que estaban en tierra. Entonces, era un rico necio que no sabía qué llevar y qué dejar. Seguramente, una de esas cajas contendría su maldito juego de té de plata. Lo detestó nada más verlo. ¿Acaso no había trabajado dieciséis horas al día para hombres como él? Sin embargo, eso se había acabado. Ya era su propia jefa. A su madre le habría gustado.

    Esperó que apareciera Pete y ofreciera su tiro de mulas para llevar los bultos del dandi, pero estaba en otra punta de la playa atendiendo a las tres barcas que habían llegado antes que esa. El dandi era todo suyo. Sintió una punzada en las entrañas cuando clavó los ojos en ese hombre moreno, como una rata hambrienta que mirara una manzana. Se acercó. Era un hombre grande, pero sin las blanduras que asociaba con los hombres que podían permitirse comer periódicamente. Se fijó en sus manos, que eran grandes y fuertes. Sus hombros eran más que anchos, parecían cubiertos por una considerable musculatura. ¿Los habría conseguido en algún club de boxeo?

    Había dejado la carga en tierra, pero unas olas pasaron por encima del montón de bultos y se llevaron dos cajas mar adentro. Él las agarró y volvió a recuperarlas sin ningún esfuerzo. Ella pudo darse cuenta de sus músculos en tensión bajo el precioso chaquetón nuevo y de la agilidad de sus movimientos. Calculó la distancia de la marea y la velocidad de la corriente. No podría salvarlas todas él solo. ¿Qué había en esas cajas? ¿Haría cualquier cosa por salvarlas?

    Parecía fuerte, pero también se necesitaba el vigor y el ímpetu producto del miedo que no tenían los hombres ricos. Un hombre tan necio como para llegar hasta allí con tantas cajas también podría ser tan necio como para aceptar su oferta.

    Se acercó más a él, pero se detuvo en seco. ¿Qué pasaría si también la rechazaba? Se sonrojó por la humillación solo de pensarlo. Una cosa era que la rechazara alguien como ella, pero otra muy distinta que lo hiciera un dandi pardillo. Le gustaba la palabra «pardillo» para definir a esos recién llegados sin experiencia y que no sabían dónde se metían.

    Él, enfrascado en la tarea de llevar sus cosas a tierra firme, no se había fijado en ella todavía. Siguió su trajín durante muchos minutos, hasta que se quedó completamente parado y miró hacia la ensenada. Había visto la segunda oleada de agua que se acercaba y bajó la cabeza hasta que la barbilla casi le tocó el pecho. Era una expresión que conocía bien, que había visto en el rostro de muchos hombres y mujeres impotentes cuando sus esfuerzos se esfumaban allí. Era algo excepcional ver a alguien de su clase caer tan bajo. Disfrutó del momento. Levantó la mirada y se encontró con la de ella. En ese momento comprendió la realidad, que ni siquiera él podría salvar todas las cajas. Ella le ofrecería sus servicios y comprobaría qué tipo de hombre le había cruzado el destino en su camino. No era la oferta que quería hacer, pero sería mejor tantear las aguas primero. Dio unas palmadas a Nala, que estaba sentada y con la lengua fuera.

    En cierto sentido, esperó que la rechazara, pero él no podía saber, solo con mirarla, qué era ni de dónde había salido. En ese momento, llevaba buenas ropas y había pagado una considerable cantidad de dinero para recibir unas lecciones que la ayudaran a borrar de su dicción cualquier rastro de sus orígenes irlandeses, que se adherían a cada palabra que decía como las gachas frías a un cuenco. Apretó la mandíbula e hizo acopio de valor. Su desesperación facilitó el paso siguiente.

    —¿Necesita ayuda para transportar sus pertenencias?

    —¿Es usted una porteadora?

    Su acento de Nueva Inglaterra no tenía el más mínimo deje irlandés, aunque tampoco disimuló el tono escéptico. Ella ladeó la cabeza con la dignidad de una reina.

    Se fijó en su pelo moreno y su nariz recta, que indicaba una infancia sin bofetadas en la cara. Lily se pasó un dedo por el puente de la nariz y bajó la mano precipitadamente al sentirse, repentinamente, muy cohibida. Todos los Shanahan eran luchadores y no había nada de vergonzoso en ello.

    Lo miró a los ojos y contuvo el aliento al ver su expresivo color a whisky. No llevaba sombrero y el pelo agitado por el viento le cubría la amplia frente. Estaba levemente sonrojado por el ejercicio y era joven, tendría unos veinte años, como ella. ¿Había pensado que era mayor por su tamaño? Él le aguantó la mirada y ella no pudo respirar. Tenía la mirada clavada en su labio superior, en las arrugas que enmarcaban la boca y en la barba incipiente. Tenía una mandíbula ancha y poderosa, como si pasara mucho tiempo apretando los dientes.

    Cuando volvió a mirarlo a los ojos, se sintió ligeramente mareada, como si hubiese sido ella la que había estado entrando y saliendo entre las olas. Era guapo como un pecado, pero hizo un esfuerzo para respirar, aunque un poco más deprisa de lo normal.

    —¿Cuánto? —le preguntó él.

    Esa vez notó que el profundo timbre de su voz parecía vibrarle por dentro. Se llevó una mano al abdomen para reunir su vacilante decisión.

    —No me interesa su dinero.

    Él frunció el ceño. ¿Tan acostumbrado estaba a comprar todo lo que necesitaba? Ella contuvo la indignación. No era el momento. Él arqueó una ceja y clavó en ella esos ojos cautivadores.

    —Entonces, ¿qué quiere de mí?

    —Necesito que alguien me acompañe a Dawson.

    Se quedó boquiabierto, pero se repuso y sonrió.

    —¿Es una broma? —él ladeó la cabeza—. ¿Lo dice en serio?

    —Completamente.

    —Bueno, me parece que sería un incordio.

    Ella no replicó y se limitó a mirarlo con el ceño fruncido, mientras otra ola de más un metro lo tambaleaba.

    —Tampoco se puede decir gran cosa de usted, pero hoy me apetece apostar.

    Él la miró con los ojos como platos por el insulto.

    —¿Cree que soy un incordio? ¿Puede saberse por qué?

    Ella quiso borrar tanta arrogancia de su atractivo rostro.

    —Porque es un dandi pardillo, sin suficiente sentido común para afianzar sus cosas. ¿Cree que hay sirvientes por las orillas que le entregan las pepitas de oro?

    Él levantó las manos para detenerla cuando llegó otra ola. Dos cajas chocaron y las astillas acabaron en el barro.

    —No hay que preocuparse —siguió ella—, con un poco de suerte, la corriente lo devolverá a Seattle.

    Eso pareció crisparlo porque se puso rojo. Otra ola rompió contra sus cosas y se llevó por delante su indignación. Se multiplicó para sujetar sus posesiones. La ola de tres metros que había producido la corriente estaba a medio camino de la costa. Lily esperó que hubieran anclado el barco con un cabo suficientemente largo porque había visto oleajes parecidos que habían hundido barcas más grandes que esa.

    —Vamos, Nala.

    Ella agarró el arnés de la perra, que se levantó.

    —Un trato —ofreció él en tono de desesperación—. Tengo mercancías.

    Ella se dio la vuelta. Malditos fuesen él y sus palabras hirientes. Un incordio… Además, dudaba que fuese a mantener su palabra. Muy pocos lo hacían. Se alejó con Nala agarrada del arnés. Ya había perdido bastante tiempo.

    —¡Espere!

    Ella no esperó y él tuvo que perseguirla corriendo. Le tapó el paso empapado hasta la cintura y jadeando por el esfuerzo.

    —Sea razonable —le rogó él.

    Ella se rio y ni siquiera intentó disimular su acento.

    —¡Ni hablar!

    Otra ola rompió y se llevó una de sus cajas. Se la llevó demasiado lejos para que él pudiera recuperarla, pero lo intentó, se metió en el agua hasta las rodillas y estuvo a punto de zambullirse, pero se lo pensó mejor. Eso demostró cierto sentido común. El agua así de fría podía agarrotar los músculos del más fuerte de los nadadores. Estaba segura de que sabía nadar. Seguramente, habría recibido clases privadas en alguna piscina de Newport. Ella aprendió cuando su hermano la tiró del muelle una calurosa tarde de julio. Vio que a él se le hundían los hombros.

    —¿Lo necesita? —le preguntó ella.

    Él se dio la vuelta. Su rostro había cambiado completamente. Parecía un hombre ante una tumba abierta.

    —No puedo hacer nada sin eso.

    —Se la recuperaré si me lleva a Dawson.

    Él miró a la caja, que ya estaba a casi veinte metros y se alejaba muy deprisa. Sacudió la cabeza con perplejidad.

    —De acuerdo.

    —¿Todo el camino hasta Dawson? —quiso aclarar ella.

    —¡Sí!

    Lily, con la velocidad que le daba la experiencia, soltó el arnés de Nala y le señaló la caja.

    —Tráela.

    Nala ladró y se metió en el agua. Las membranas interdigitales le ayudaban a nadar y su grueso pelo aceitoso parecía impermeable a la gélida agua. Lily se quedó al lado del hombre y observó a su perra, que se abría paso entre las olas como un cisne negro, llegaba hasta la caja y agarraba el borde entre sus poderosas fauces. Lily supo que ya no la soltaría. Al cabo de unos minutos, la perra había llegado a la costa con la caja y la arrastraba sobre el barro. Él giró la cabeza, clavó en ella sus ojos de color whisky y sonrió con emoción y alivio. Lily sintió que se le alteraba el pulso. Él tenía arena pegada a la tela mojada de su ropa nueva y parecía sucia y vieja. También tenía el pelo despeinado y tomaba aire por la nariz. Lily se dio cuenta de lo que estaba pasando entre ellos y sofocó el deseo que se adueñaba de su cuerpo. Prefería beberse toda el agua del mar que enamorarse de un embaucador. Entonces, ¿por qué se le había erizado el vello del cuello?

    Nala ladró y la sacó del trance. La perra terranova daba vueltas alrededor de la caja con un orgullo comprensible por su logro.

    —¿Tenemos un trato? —le preguntó ella con los ojos entrecerrados.

    Él asintió con la cabeza.

    —A cambio —siguió ella—, yo cuidaré de usted todo lo que pueda, incluso cuando hayamos llegado a Dawson.

    Él sonrió con indulgencia, como si creyera que una mujer podía ayudar muy poco, pero le tendió la mano. Ella la miró con recelo. Era grande y ancha, una mano que podría romper la mandíbula de una mujer en un momento de descuido. Apretó los

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