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El aprendiz de brujo. La energía nuclear y los caminos del Apocalipsis
El aprendiz de brujo. La energía nuclear y los caminos del Apocalipsis
El aprendiz de brujo. La energía nuclear y los caminos del Apocalipsis
Libro electrónico156 páginas3 horas

El aprendiz de brujo. La energía nuclear y los caminos del Apocalipsis

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Desde las bombas en Hiroshima y Nagasaki tenemos una visión tenebrosa de la energía nuclear, que se refuerza cada vez que un accidente pone en riesgo a poblaciones enteras, como Chernobyl o Fukushima. Gustavo Lencina nos remonta a los días en que Marie Curie descubría reacciones físicas que revolucionarían la Medicina y nos muestra a dónde realmente han llegado. ¿Qué es la energía atómica? ¿Cuáles son sus beneficios y cuáles sus amenazas? ¿Cuáles son los compromisos que impone?

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 ene 2014
ISBN9781940281902
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    Un libro que nos enseña a pensar diferente , sobre cosas diferentes.

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El aprendiz de brujo. La energía nuclear y los caminos del Apocalipsis - Gustavo Lencina

Introducción

Despertó con una sensación de extrañeza. Por alguna razón su madre no había golpeado la puerta esa mañana ni una sola vez, ni le había dicho que se apurara, que el desayuno ya estaba en la mesa, ni había encendido la radio para escuchar las noticias. El sol, que ya estaba alto en el cielo, caía sobre la cama; más exactamente, sobre su almohada. Por eso se había despertado. Parpadeó apartándose el pelo de la cara y miró alrededor tratando de ubicar qué era lo anómalo. La casa estaba desierta. No se escuchaba el zumbido apagado que producía el motor del refrigerador. De lo cual dedujo que ya eran pasadas las 12 (el motor funcionaba a pleno de 9 a 12 y acumulaba frío para toda la jornada). Se levantó y recorrió los cuatro ambientes de la casa. Nadie.

Sobre la mesa de la cocina silenciosa encontró su cuenco de cereal a medio llenar, también estaba el cartón de leche fuera de la heladera. Esto encendió en su conciencia una luz de alarma que ya no se apagó. Su madre jamás dejaba nada fuera de la heladera. Nadie lo hacía, salvo que fuera por una razón de fuerza mayor como un accidente o algo por el estilo. Como la leche la compraban en una granja cercana y no tenía conservantes se echaba a perder con mucha facilidad. Dejar que la leche se pusiera mala era casi tan malo como olvidar el refrigerador prendido, volcar un balde de agua o mezclar la basura. Simplemente eran cosas que la gente no hacía.

Notó que había cereal caído sobre la mesa, alrededor del cuenco, lo cual no hizo más que acentuar la sensación de opresión. Pensó en desayunar, pero antes decidió asomarse al garaje para ver si estaba el auto de su papá. Atravesó dos puertas y llegó hasta el cobertizo. El automóvil no estaba y eso le trajo un respiro de tranquilidad. Era un rasgo de normalidad, y su padre se trasladaba diariamente en el auto eléctrico hasta la estación de trenes donde lo dejaba guardado para abordar la formación que lo llevaba al centro fabril. Abrió un placard y vio que tampoco estaba el traje de seguridad que su padre cada noche lavaba con una manguera antes de irse a dormir. Eso sólo podía significar una cosa: estaba en la planta nuclear. Tuvo un escalofrío que a su vez le provocó extrañeza. Al fin y al cabo no había motivos para tener miedo. Su papá le había dicho que en su época sí que los había, pero de esto hacía muchos años, cuando las plantas nucleares eran muchas y peligrosas. También le había contado la historia terrible sobre una bomba atómica que había caído sobre una ciudad... tenía un nombre japonés que no conseguía fijar en su memoria. Pero sí recordaba las fotos que había visto en el video-libro. Había mirado esas fotos con fascinación una y otra vez hasta tener pesadillas. Luego su madre había discutido con el padre y las fotos habían desaparecido de su video-libro; lo cual era una lástima porque le hubiera gustado llevarlas a la escuela.

¡La escuela! ¿Qué pasaba que hoy nadie iba a la escuela? ¿Dónde estaban todos? Abrió la puerta que daba al jardín y miró hacia la carretera. Tardó unos segundos en darse cuenta de qué era lo anómalo. El fluir de los autos eléctricos era como siempre, silencioso, continuo, suave. Pero lo que le heló la sangre fue que los cuatro carriles, los dos de ida y los dos de vuelta, estaban ocupados por una masa interminable de vehículos que avanzaban en un sólo sentido: alejándose de la ciudad. En muchos de ellos iba gente sola, o de a dos, pero en la mayoría viajaban familias enteras, con muchos bultos atados al techo, como si partieran de vacaciones. Salvo que el ritmo no era el alegremente febril de las vacaciones, esto era otra cosa. Por las ventanillas de los coches se divisaban gestos contraídos, rostros desencajados, caras de niños llorando.

Sin poder evitarlo, dio unos cuantos pasos hacia la carretera, pero enseguida se detuvo. El tránsito se había atascado y un hombre que viajaba con un montón de críos chillones sacaba ambos brazos por la ventanilla y le gritaba. Detrás de él los chicos berreaban y se agitaban y el hombre intentaba callarlos con algún manotazo sin destinatario fijo, pero una y otra vez volvía la vista hacia la casa y con gesto imperativo: le indicaba que se acercase. No lo hizo. De pronto el tránsito se liberó y los autos que venían detrás lo apuraron con unos bocinazos groseros, estrepitosos, como hacía mucho no se escuchaba. El hombre insistió un poco y finalmente arrancó volviéndose una y otra vez a la ventanilla. Lo vio alejarse sin animarse a contestar con ningún gesto, hasta que el auto no fue más que otro reflejo metálico bajo el sol llameante. Luego retrocedió hacia la casa caminando de espaldas para no apartar la vista del camino. Ya era hora de saber lo que estaba pasando. Fue hasta el televisor y marcó la clave para poder encenderlo. En circunstancias normales no lo hubiera hecho ya que el servicio estaba medido y de común acuerdo guardaban el tiempo disponible para disfrutarlo todos juntos en las horas de la noche. Pero ya no cabían dudas de que esto era una emergencia. La casa vacía le produjo, ahora sí, una punzada de angustia paralizante. Al volver a ver el cereal volcado tomó conciencia de que algo le había pasado a su mamá. Ella tenía que estar ahí. Ella estaba siempre en la escena de la cocina matinal, con su mirada nerviosa, su sonrisa cansada y ese andar de gato en alerta. Ahora por primera vez se daba cuenta de cómo su mamá se sobresaltaba cuando papá llegaba del trabajo por la tarde y cómo se ponía loca de felicidad hasta la euforia cuando veía que los tenía a todos en casa. Enchufó el estabilizador y tecleó los números del código con sus dedos temblorosos, casi por instinto, ya que su vista se había nublado súbitamente. No se encendió ninguna luz. No hubo ningún bip que anunciara que las imágenes venían volando por el aire. Intentó un par de veces y luego se levantó de un salto y abrió la puerta del refrigerador. Adentro todo permaneció oscuro. Encendió las luces de la cocina y nada pasó. No había corriente eléctrica. Corrió otra vez hasta el cobertizo y comprobó que el cable del acumulador fotovoltáico había sido arrancado. Faltaba completa la caja de baterías solares. Alguien se las había llevado. La misma suerte habían corrido las baterías del molino comunal. Casi sin esperanza fue hasta la celdilla donde, bajo candado, dormía el viejo generador junto con el bidón de combustible y la reserva de agua potable. Esperaba encontrar el candado roto y el pequeño depósito saqueado. Pero no. O no lo habían notado o quien quiera fuese el ladrón había decidido que su tiempo era mucho más valioso que aquella reliquia de combustible líquido que su padre guardaba caprichosamente.

En ese momento escuchó el teléfono sonar dentro de la casa y corrió tropezando hacia la cocina. Al fin tendría noticias. Al fin alguien le diría por qué habían robado en su casa, por qué la gente se iba de la ciudad, por qué sus padres no estaban y dónde estaba su mamá.

Cuando puso la mano sobre el aparato llegó el gran resplandor.

Desde hace más de medio siglo ha madurado en la Humanidad la certeza de que: a) estamos en condiciones de arruinar todo el sistema vital de la tierra, b) nuestro destino está ligado a este planeta, c) se nos impone un cambio de actitud a nivel mundial.

Este pensamiento colectivo es altamente positivo y puede resultar en un bien palpable y general. Claro, siempre y cuando no dejemos que el sistema (que sabe defenderse muy bien) lo asimile y lo convierta en una moda, una tendencia pasajera e inocua.

De no mediar ese cambio activo y consciente, podría cumplirse lo ejemplificado en el relato que antecede estas líneas: que un día despertemos como niños que se preguntan dónde están papá y mamá, mientras nuestro pequeño sueño ecológico es arrasado por el fuego. Porque no basta que, como en este ejemplo, avancemos en algunas medidas de optimización y ahorro de energía. El esfuerzo tiene que ser mayor. Aprender a usar los recursos de comunicación globales es tan importante como cuidar el agua; y darle un no definitivo al uso de armas nucleares es tanto o más ineludible que poner cada tipo de basura donde corresponde.

La denominación masa crítica, que hemos aprendido a manejar respecto de la energía atómica, contempla dos acepciones. Una es la cantidad de material requerido para generar una fisión nuclear; la otra es la cantidad de gente necesaria para activar un fenómeno. También se llama masa a un conjunto gregario sin voluntad propia que sigue los dictados que se les imponen desde afuera.

A qué clase de masa" queremos pertenecer es nuestra disyuntiva. Y en las próximas páginas se intentará explicar por qué elegir entre esas opciones es tan importante.

Capítulo 1

De qué hablamos cuando hablamos de Energía nuclear

"Hay dos formas de ver la vida: una es creer que no existen milagros, la otra es creer que todo es un milagro."

Albert Einstein

Ocurrió en París, a fines de 1897. Marie Curie, futuro Premio Nobel de Ciencias, debía elegir una investigación para la tesis de su doctorado. Fue así que se interesó por el descubrimiento de un científico francés llamado Antonie Henri Becquerel: las sales de uranio brillaban en la oscuridad. No refractaban, generaban una luz propia de naturaleza desconocida. Y más aún, puestas sobre una placa de papel fotográfico, con un cartón oscuro de por medio, las partículas de uranio dejaban una impresión en la placa atravesando dicho cartón. Marie Curie llamó al fenómeno radiactividad y decidió investigar qué clase de proceso era y cómo sucedía.

Con ese objetivo, todavía difuso, inició su investigación en el modesto sótano que la escuela de Física podía facilitarle.

Asistida por su esposo Pierre, comenzó a realizar pruebas con uranio y torio (otro mineral que presentaba similares características). Ella sabía que el uranio y el torio por sí mismos no podían emitir esa energía anormal; debía haber un elemento más, hasta ahora desconocido. Los esposos Curie sabían que estaban cerca de algo grande, y no se equivocaban. En julio de 1898 dieron a conocer la primera de esas sustancias, a la cual Marie bautizó, homenajeando a su país natal, con el nombre de polonio. En diciembre del mismo año dieron a conocer la segunda sustancia, de enorme radiactividad, a la

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