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Minerva
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Libro electrónico242 páginas3 horas

Minerva

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Información de este libro electrónico

En el año 2050 tres naves espaciales transportan setenta y nueve tripulantes de todas las nacionalidades en la primera expedición tripulada a planeta marte. El viaje de dos años de duración somete a la tripulación a una dura rutina, a una vida llena de inconvenientes, peligros y aburrimiento mortal.
Todo esto cambia cuando el comandante de una de las naves ve por video al lider de la expedición y su ídolo personal; el comodoro John Churchill Hoffman devorando vivo a otro tripulante.
A partir de ese momento la hazaña tecnológica que se suponía debía ser la expedición se transforma en una primitiva lucha tribal, en una desesperada guerra de la edad de piedra desarrollada en el laberinto de las naves para salvar la vida y regresar a la tierra.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento31 jul 2011
ISBN9781466100213
Minerva
Autor

Javier Cabezudo

Javier Cabezudo es un escritor uruguayo nacido en 1973. Varios de sus cuentos han sido reconocidos nacional e internacionalmente. Algunos de ellos fueron publicados en diversas antologías. Minerva es su primera novela publicada digitalmente

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    Minerva - Javier Cabezudo

    INTRODUCCIÓN

    Caminamos por nuestras ciudades como si no hubiera algo más lejano que la Soledad y la Muerte acechándonos en cada esquina. Avanzamos por avenidas, distritos financieros, barrios residenciales, caminos rurales. Por nuestros costados pasan árboles frondosos repletos de majestad, poderosos edificios comerciales, mezquinas viviendas de ladrillo gris, iglesias, supermercados, aeropuertos y frágiles puestos de periódicos. A veces solo las nubes del cielo. Avanzamos a pie, en automóvil, en tren o en autobús, preocupados por cualquier cosa pero olvidamos que estamos hechos de Muerte. Cada cosa que vemos: publicidad, letreros, vías de circulación están hechos para nuestros ojos. Todas son falsificaciones para que sigamos respirando y creyendo que hay tierra bajo nuestros pies. A nuestro alrededor solo existe un desierto.

    Llueve copiosamente esa mañana pero, en la acera que da a la salida del King Road Hospital de Londres, una muchedumbre armada de paraguas circula apresurada de un lado al otro.

    La parte trasera del King Road da a un gran aparcamiento de ambulancias. De allí salen los pacientes que no corresponden a emergencias pero que están demasiado enfermos para usar la entrada principal. Alrededor del aparcamiento hay una reja amarilla parecida a la que usa la policía para contener a las multitudes; pero la única multitud en las cercanías va y viene como una marejada furiosa. Solo desea ser tragada por la boca del metro o desaparecer en los cafés o las oficinas al otro lado de la calle.

    Únicamente un individuo se mantiene quieto, mirando frente a el aparcamiento. Usa una abrigo negro y una boina militar también negra.

    El comodoro Hoffman viste lo que se llama uniforme de salida no comisionada uniforme que menos le gusta.

    Hoffman se pregunta si a esa distancia, no demasiado razonable, en medio de la lluvia, con ambulancias obstruyendo constantemente su visión, podría reconocer a Stella saliendo del hospital.

    Tal vez no estuviera tan mal. Algunas personas desahuciadas mantienen una vida productiva y feliz casi hasta el final.

    Hay veces que familiares y amigos ni siquiera saben del mal que los aqueja. Además; ¿En cierto modo, no estamos todos desahuciados?

    Un militar tiene que estar preparado para enfrentarse al sufrimiento y la muerte. ¿Pero dos veces? ¿Una vez más repetir la experiencia de la espera frente a los quirófanos, de las untuosas declaraciones de todo tipo de médicos? ¿Soportar los aparatos, las máquinas, los medicamentos, el olor? Cumpliría su parte del pacto, vería salir a Stella y si podía soportarlo iría a buscarla. No olvidaba sus palabras la última vez que la vio.

    Solo por el pelo rojo encendido la reconoció. Un enfermero la empujaba en una silla de ruedas. La acompañaba una mujer joven, Hoffman no podía ver bien pero le pareció que era su sobrina. (Stella se la había presentado un año atrás)

    Una especie de manguera rugosa se adhería a su rostro y un tubo transparente se ensanchaba en una bolsa que colgaba de una varilla adosada a la silla de ruedas.

    Stella tenía la mirada casi en blanco y gritaba algo repetitivo que Hoffman no alcanzó a entender pero que interpretó como un delirio.

    Lo que tanto temía había sucedido una vez más. Al igual que a su mujer cinco años atrás, tal vez con intenciones absolutamente comprensibles y justificables, la ciencia había convertido a Stella en un monstruo.

    Hoffman endurece el gesto como ante una tarea difícil e impostergable. Mira hacia la muchedumbre y se aleja de la valla. Ni siquiera espera que la ambulancia se pierda de vista.

    Da media vuelta y se pierde entre la multitud, en dirección a la City. Hacia el Norte una nube como una cortina negra se extiende sobre la ciudad. Hoffman se imagina a Minerva surgiendo de los nubarrones, flotando inmensa sobre la maraña de edificios. El comodoro es un hombre de imaginación poderosa, incluso exaltada. Casi puede ver los paneles solares, las antenas de comunicaciones y exploración, los reactores de maniobras casi rozando los edificios mas altos. Se imagina que las tres naves fantasmales lo persiguen a través de la plena colmena de Londres.

    Palidece al intentar evadir ese pensamiento.

    ***

    CAPITULO I

    JUAN RARO

    Lo amigos son la familia que uno escoge.

    Anónimo

    En el espacio exterior, a mitad de camino entre la Tierra y Marte, hay temporadas en que los tripulantes de la expedición Minerva sienten que están habitando galeones extraviados en la niebla. Nadie ha podido explicar la causa eficazmente, pero durante semanas; sea por un fenómeno eléctrico, por estar atravesando un bolsón de hidrogeno, de neutrinos inertes o de lo que sea, el acostumbrado cielo negro, perlado de estrellas deja lugar a un fondo gris, levemente fosforescente.

    A veces esa niebla cuaja en tenebrosas corrientes plateadas que surcan el cielo y se dispersan en hilos sinuosos y relampagueantes. Una visión perturbadora para los astronautas que sienten haberse encontrado, a 25 millones de kilómetros de la Tierra y luego de tres meses de viaje, con alguna fantasía subconsciente; una pesadilla medieval y lacustre...

    Durante esos periodos las tres naves lucen un aspecto aún mas caprichoso y absurdo del habitual; parecen tres gigantescos rodillos, tres viejos molinos de palas, sumergidos en un arroyo fantasmal infestado de anguilas eléctricas.

    Cada una de las enormes estructuras humanas esta conformada por varias ruedas de cien metros de diámetro en torno a un eje del largo de un rascacielos. Esas ruedas, rotando continuamente para producir gravedad artificial, contienen los módulos tubulares y cilíndricos donde viven y trabajan los setenta y nueve miembros de Minerva.

    Prometeo, la nave insignia y gran monstruo de la expedición tiene una longitud de cuatrocientos metros y seis ruedas giratorias. Culculcan, la mitad de tamaño y cuatro ruedas (una visiblemente mas pequeña). Shakti es el benjamín del grupo; nada mas que ciento cincuenta metros de longitud y una sola rueda, aunque en su eje, hinchado como un falo monstruosamente estimulado, erizado de antenas y paneles, se alinean las avispas; los tres vehículos de descenso a Marte esperando, el momento en que se produzca el clímax que los desprenderá de su fuente y los dejará levitar hacia la superficie del planeta.

    Los módulos se alinean y superponen en filas dobles y triples en una arbitraria configuración, algunas secciones están vacías y solo permanecen los armazones tubulares que deberían contener los ausentes. Si nos asomamos por algunas de las pequeñas lunetas triangulares situadas en sus extremos, lo que veremos nos recordará vagamente (a no ser por la completa ausencia de pacientes) el interior de cualquier hospital de provincias en Europa o Norteamérica.

    Pasadizos impolutos, salas revestidas de paneles de un blanco reluciente. Racimos de tuberías y ductos multicolores extendiéndose por tabiques y cielorrasos. Incluso los astronautas parecen enfermeros, con sus chaquetas y pantalones de color azul claro, livianas zapatillas de lona y boinas plásticas cubriendo por completo el cabello.

    En este momento está terminando la hora del té, (una hora formal, protocolar ya que en Minerva es siempre mediodía en los módulos que dan a popa y medianoche en los que dan a proa) el choque de las tazas con las bandejas de plástico al ser reunidas en las tisanerías se mezcla con canciones de Shakira, de U2 y con el susurro del dióxido de carbono al ser filtrado, desecado y despedido al exterior. Algunos astronautas pasan aspiradoras de mano en las pequeñas mesitas, otros miran una película, juegan un video-juego tonto o pedalean en bicicletas estacionarias. En los laboratorios, salas de reuniones e ingeniería, el turno de la noche esta planificando la jornada alrededor de pantallas empotradas o de manuales encuadernados de plástico.

    En el puente de mando (nada mas que una sección algo mas aislada del resto de los módulos) Los oficiales de turno ojean los monitores (con los marcos cubiertos de papelitos y ayuda-memoria) que controlan los sistemas de las naves.

    Los ejes longitudinales carecen de gravedad artificial. Para circular por ellos hay que hacerlo flotando, en unos vehículos mitad ascensores mitad zorras que se mueven por unos rieles a lo largo de los mismos. En este momento una de las zorras está haciendo el último viaje para dejar los cinco invitados a la reunión con el comandante de la expedición; el Comodoro John Churchill Hoffman.

    Los invitados son los comandantes y jefes de ingeniería de las otras dos naves, mas la psiquiatra argentina Milena Davith, una de los dos médicos presentes en Minerva. Si bien losrangos están perfectamente definidos, un clima de igualitaria camaradería reina en las naves desde las primeras fases del entrenamiento. Todos los tripulantes tienen intenso contacto mediante teleconferencia y radio, sin embargo, Hoffman suele hacer periódicamente esas pequeñas reuniones personales mas que por un motivo de etiqueta que por utilidad práctica.

    Los cinco habían dejado sus trajes de enfermero para vestir las mejores ropas que disponen, las reservadas para las trasmisiones televisivas a la Tierra, unos mamelucos multicolores, llenos de parches publicitarios.

    Una vez a la altura del Módulo del Comodoro, donde va a llevarse a cabo la reunión, los visitantes acceden al correspondiente trasponedor. (Unas complejas cápsulas ubicadas en la intersección del eje de las naves con los radios de cada rueda, que permiten pasar a los tripulantes de un medio ingrávido a otro grávido) para internarse en un pasadizo tubular, camino al módulo de Hoffman.

    El comandante de la Cuculcan, el español Jesús Cáceres esta algo excedido de peso y su panza constantemente roza de un modo indigno los tabiques de la nave con cada escalerilla o pasadizo que acomete. Es un alivio trasponer la escotilla que antecede al módulo del Comodoro.

    El anfitrión aun no ha llegado. Los visitantes aprovechan para relajarse y hacer un poco de estiramiento, felices por abandonar el papel de topos insomnes.

    -¿Qué es esto, por Dios? –exclama Littleberry mirando a su alrededor. El gigantesco norteamericano, comandante de la Shakti ya había estado en el módulo habitable de Hoffman y no desconocía las inquietudes del líder de Minerva. De cualquier modo siempre se sorprendía cuando entraba al habitáculo.

    Aunque el comodoro no es el único que puede darse el lujo de dormir solo en su módulo, goza de mas espacio personal que cualquier otro tripulante de la expedición. Todo lo removible ha sido retirado para dejar sitio a una hermosa mesa de estilo, de un material que parece una fina madera oscura con los bordes repletos de arabescos y florituras.

    No es el único anacronismo. Cáceres observa una enorme reproducción de Ronda Nocturna fija en la únicapared plana y despejada del módulo. En el ambiente flotan discretísimas las variaciones Goldberg de Bach. Era como toparse una refinada posada en medio del espacio.

    -Solo falta la estufa a leña -bromea Morel el ingeniero en jefe de la Shakti luego de un agudo silbido.

    Un inescrutable Royal Marine, perteneciente al círculo más íntimo del Comodoro, entra como un fantasma y deja unas bandejas de acero cargada con exquisiteces; miniaturas de pescado, rabas recién fritas y quesos de varios tipos. Antes de desaparecer por la trampilla, escancia en cinco copas un Getariako Txakolina al cual la enzima que anulaba el efecto del alcohol solo le había hecho perder algo de su cuerpo. Los invitados atacan con timidez.

    -Caramba esto es vivir. –murmura Littleberry.

    -Que rico está esto* -dice Davith mientras estira un brazo por el hueco formado por los hombros de Littleberry y Cáceres para tomar un queso.

    Los tripulantes se comunican reglamentariamente en un Inglés neutro y prácticamente diseñado ex_profeso para la expedición.

    Sin embargo a algunos, cada tanto, se les escapa algún que otro nativismo.

    -Es una vergüenza que nosotros nos presentemos vestidos así, -se queja Morel lanzando una mirada a sus compañeros y a si mismo -parecemos corredores de Formula Uno.

    -Y que se supone que tendríamos que ponernos? -pregunta Davith.

    -Bueno, a ti te quedaría bien un vestido de raso.

    -Gracias pero se me vería todo al pasar por el túnel.

    La leve salida de tono de la psiquiatra hizo sonreír a los presentes. Milena Davith, es una de las once mujeres de la expedición; no es ni muy joven ni particularmente bella pero es la única capaz de imprimir un mínimo de tensión sexual en la expedición. Cáceres le decía a sus amigos que era una de esas mujeres por quien nadie se daría vuelta al verla pasar por la calle pero todos se preguntan como se vería desnuda.

    ¿Cada cuanto hace Hoffman estas reuniones? -pregunta Klimov el diminuto y enérgico ingeniero de la Cuculcan, mano derecha de Cáceres, mientras le pasa imprudentemente la uña a la mesa que domina el módulo.

    -El Comodoro Hoffman pretende que cada uno de los miembros de la expedición pase por una velada como esta. –declara Littleberry

    -No me parece mala idea. –especula Milena. –El viaje es demasiado largo. Es bueno que todos experimentemos algún contacto afectivo con lo que dejamos en La Tierra.

    -Hubiera traído a mi perro entonces –dice Cáceres, intentando sumir al comodoro en el ridículo nada mas que para aligerar la espera. Los meses de rutina en Minerva han convertido a los cinco en verdaderos amigotes.

    Se escuchan pasos en la escalinata de la escotilla que da al módulo, una figura menuda y sólida, como un insólito duende, surge del piso del modulo, casi sin agarrarse de los pasamanos.

    El comodoro Hoffman, tiene el aspecto de un pequeño y fiero animalillo, viste una camisa de un blanco impecable, unos pantalones negros y unos gemelos de oro que brillan bajo los tubos fluorescentes.

    Sus cabellos, cortados en un estilo extraño y anticuado, parecen un matorral seco y vertical, elevándose de una cabeza maciza y cuadrada, como la de un perro demasiado inteligente.

    Luego de saludar a los presentes ocupa su lugar en la mesa y se toma sus buenos 15 minutos de charla intrascendente antes de entrar en tema con una voz templada y tranquilizadora, cuidadosamente entrenada para el mando.

    Los astronautas conversan acerca de multitud de temas agradables y livianos; Hoffman hace gala de dominio de variadas materias; del aspecto de los polos de Marte en esa época del año, de la vieja serial Cosmos, de porcelana china y de espadas samurais. Tiene unos modales interesantes, un atractivo un poco forzado pero, afortunadamente, no divaga y goza de la poco habitual cualidad de saber escuchar con interés a sus interlocutores. Ese día está particularmente interesado en elorigen militar de la mayoría de los habitantes de Minerva, tomando como ejemplo a la psiquiatra argentina;

    -¿Es posible que un servicio público tan paradojal como el militar pueda producir las habilidades para participar en esta misión? Usted, doctora Davith, por ejemplo, es psiquiatra pero además capitana de corbeta. ¿Cómo cree que su condición (como la de tantos de nuestros compañeros, como la de mi mismo) puede afectar las relaciones en la nave? ¿De verdad es necesario que la mayoría de los primeros visitantes terrestres de Marte luzcan galones en sus hombreras?

    Davith intenta responder, sorprendida por la alusión:

    _Lo que pasa es que, en realidad, siempre me sentí una civil –responde -fui paramédico en el servicio de búsqueda y rescate de la Aviación Naval, nunca maté una mosca.

    El comodoro juguetea con su copa.

    -Bueno, pero la ritualística está ¿No? Y la disciplina y todo el conjunto de mitos que se nos suministra. Yo tampoco maté una mosca en mi vida aunque, lamentablemente, no es el caso de todos nuestros compañeros, no es su caso comandante Cáceres; ¿Verdad?

    El español asiente, preguntándose adonde quería llegar el comodoro. Había pasado los últimos 15 años de su vida tripulando eurofighters para el ejercito del aire. En un pasado que ya creía lejanísimo, había bombardeado en Afghanistan a unos extraños guerreros que lucían enormes barbazas, llamativas chaquetas deportivas Adidas y misiles Stinger cargados en mulas.

    -Siempre me interesaron los pilotos de caza. –continúa Hoffman sin esperar respuesta de Cáceres -es increíble como logran canalizar la agresividad nada más que mediante vectores de aproximación y fórmulas matemáticas. Derrotar y matar a un enemigo debe ser muy parecido a resolver un problema de geometría analítica.

    Cáceres sonríe levemente molesto (¿Cómo se supone que tiene que ser? ¿Cómo un combate entre vikingos?) procura estar a la altura del comentario;

    -Bueno, a mi también me resulta increíble. A veces pienso que los aviadores somos los únicos militares sin agresividad en absoluto.

    Hoffman queda mirándolo unos instantes, como si de las palabras que había usado el español para salir del paso hubiera surgido alguna revelación inquietante, sin darse cuenta de haber irritado a Cáceres, abandona el tema, se acomoda en su asiento y ataca el orden del día, permitiendo a Littleberry arrancar con su informe;

    -La verdad no hay mucho que decir, por lo menos en

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