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Danza de tinieblas
Danza de tinieblas
Danza de tinieblas
Libro electrónico384 páginas6 horas

Danza de tinieblas

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Finalista del Premio Minotauro 2005
Ganador del Premio Ignotus a la Mejor Novela 2006
Ganador del Premio Xatafi-Cyberdark a la Mejor Novela 2006

Felipe II muere en vísperas de la batalla de Lepanto y su hermano Juan de Austria, que vuelve victorioso de la guerra, ocupa el trono. A partir de ahí la historia deja de ser tal como la conocemos y, en un siglo XX alternativo, el cabo Joannes Salamanca investiga una serie de asesinatos que lo llevarán a descubrir cosas que quizá habría preferido que permanecieran ocultas.
Mientras recorre un Madrid poblado de cabalistas, carros a vapor, nobles disolutos, monjes inquisitivos y varios individuos de dudosa catadura, Salamanca descubre las oscuras raíces de un misterio que podría hacer tambalearse todo el Imperio.
Danza de tinieblas es, sin duda, uno de los más logrados steampunk que se han escrito. Abandonando el modelo anglosajón y victoriano, Eduardo Vaquerizo se centra en recrear en esta obra una España y un Madrid que no son los que conocemos, pero parecen tan reales como ellos.

IdiomaEspañol
EditorialSportula
Fecha de lanzamiento3 dic 2012
ISBN9788494064647
Danza de tinieblas
Autor

Eduardo Vaquerizo

Madrid, 1967 De formación Ingeniero Técnico Aeronáutico, actualmente forma parte de la plantilla de la Agencia Estatal de Seguridad Aérea. Vive en Madrid desde siempre, ciudad que esta muy presente en su obra. Lector voraz desde la infancia, comparte interés por la ciencia y el arte, la literatura y el ensayo científico. Escritor compulsivo y vocacional, aborda la escritura como una pasión irremediable. Aunque parte de su obra puede adscribirse a la llamada ciencia ficción dura o incluso al homenaje más desenfadado al género "pulp", la mayor parte de sus relatos son afines a la intención formal y estilística de la ciencia ficción posterior a la Nueva ola, incluyendo ucronías, relatos Steampunk y experimentos que bordean lo onírico y surealista. Ha publicado más de cincuenta relatos, algunos de ellos en Francia y Alemania, y seis novelas. Entre sus obras más conocidas están: Danza de Tinieblas, finalista del premio Minotauro y ganadora del Ignotus y el Xatafi-Cyberdark de la crítica y La última noche de Hipatia, también ganadora del Ignotus y el Xatafi-Cyberdark.

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    Danza de tinieblas - Eduardo Vaquerizo

    El Licenciado D. Eduardo Vaquerizo nació en la Villa y Corte de Madrid en el Año de 1967. A estas alturas su valía ha sido reconocida por propios y extraños. No en vano, sus novelas han encumbrado la gloria de nuestro imperio desde hace años, huyendo de tantos fantasmas, quimeras e historias bizarras que corrompieron las mentes de nuestros jóvenes hasta que el Santo Oficio tomó a bien reconducirlas hacia la recta senda de las buenas maneras. Si algo bueno ha llevado a cabo la Santa, ha sido relegar estas fantasías al olvido. Irónicamente, con esta decisión, ha cavado su propia tumba cultural.

    Todas esas historias de fantasía científica, tan celebradas por ignorantes y advenedizos, quedan eclipsadas por la seriedad y excelente gusto de nuestro prócer. No en vano, Eduardo Vaquerizo es el máximo representante español de ese género tan de la Américas denominado steampunk. A los amables lectores quizás no les resulten tan conocidas obras como las de Tim Powers o Alan Moore, ni tantas otras de las salvajes colonias o de tierras conquistadas, como la servil Albión. Sin embargo, debe dejarse constancia para las generaciones venideras que un género de interesantes maneras como éste ha quedado convertido por maese Vaquerizo en una poética y recta manera de hablar del mundo y de criticar a poderosos y víboras a su servicio.

    No en vano, es el género que mejor ha sabido conjugar realismo y costumbrismo de manera amena e instructiva. Porque es el steampunk un género dedicado a plantear nuestra sociedad desde el máximo realismo sin despreciar las maravillas que la maquinaria de vapor y los engranajes bien pulidos han traído mayor gloria al imperio español, para desgracia de sus gentes. Sin necesidad de acudir a fantasías como rayos luminosos, razas bárbaras del espacio o historias alternativas, el steampunk ha reflejado la realidad tal y como es, con la máquina y el hombre, aunque a su manera haya denunciado el mal uso que de él han hecho gentes sin escrúpulos.

    Sin embargo, esta manera de representar la realidad desde la ingeniería y sin intervenciones divinas, realiza una dura crítica contra nuestra nobleza, contra la Iglesia y contra la ya caduca monarquía que nos gobierna. Gran fortuna nos ha deparado para ello el hecho de que el Licenciado Eduardo Vaquerizo acabara sus estudios de Ingeniería a Vapor en la Universidad Politécnica de nuestra capital y que haya dedicado sus horas, aparte de a la escritura, a su oficio de constructor de maravillas e ingenios que nada deben a supersticiones ni beatitudes como las que defiende tanta literatura de santos que debemos engullir desde niños en las escuelas.

    Mas Vaquerizo es tan ingeniero como novelista, es decir, entiende el mundo en sus dos vertientes: lo que es y lo que no es. Ha entendido que la magia del discurso, cuando está ejecutada mediante la fuerza de la realidad, es poderosa. Va por ello que cuida cada palabra como si fuera una tuerca de una gran máquina cuyos cilindros inyectaran poesía a nuestras almas mortales como un ingenio perfecto, engrasado; eficaz y trascendente a un tiempo.

    No ha transitado este camino sin entrenar la pluma. En su vagar por las Letras ha obtenido numerosos reconocimientos a su obra y ha aportado historias tan ilustres como La última noche de Hipatia (premio Ignotus 2010) o como —junto a otro excelso ingeniero, Don Juan Miguel de Aguilera— la adaptación a la página de la fantasiosa obra teatral Stranded. A mi juicio, superan de nuevo las palabras a las imágenes en este peculiar ejemplo.

    Autor de célebres y numerosos cuentos, no podemos olvidar alguno tan discreto como «Patrick Hannahan y las guerras secretas» o tan sublimes como «El jardín automático», que ensalzan su nombre para los futuros hombres de Letras y de Ciencias, sea cual sea su condición.

    Con todo ello, Vaquerizo ha aprendido a aportar a nuestro casi secreto movimiento, audaz por su defensa de un mundo diferente, toda su fuerza crítica. Invitamos, por consiguiente, al instruido lector a que no se pierda con tanto disparo y tanta carrera sin reflexionar un tanto sobre las penas y desgracias de las capas más bajas de nuestra amada España, dejadas de la mano de los miserables que miran más su encumbramiento que la defensa de una sociedad, donde el pueblo sea soberano. No nos extrañe entonces que esta obra fuera finalista de premios institucionales tan encumbrados como el premio Ignotus o el Xatafi-Cyberdark y fuera finalista del Minotauro.

    Esta mixtura de ciencia y arte, de realidad y maquinaria, ha derivado en una novela que no solo retrata el Madrid de nuestro tiempo con la exactitud de un pintor de corte. También, sin que los poderosos se hayan percatado de ello, explica el mundo desde el propio mundo, sin religiones ni juicios divinos. Entretiene, pero denuncia. Susurra hermosas palabras, pero grita una terrible denuncia desde debajo de ellas.

    Nos enorgullecemos por tanto de publicar con este nuevo formato, a espaldas de instituciones obsoletas y formatos arcaicos, mediante esta nuestra hermandad para el socavamiento de obsoletas estructuras, la novela Danza de tinieblas.

    Júzguela si le place, adelantado lector, desde el niño que se entretiene con andanzas extraordinarias y desde el adulto que quiere saber de otras maneras de entender el mundo, pero siempre desde el más puro, auténtico, demoledor y sincero realismo.

    No en vano esta novela está basada en hechos reales.

    Vale.

    Doctor Don Fernando Ángel Víctor de Moreno y Serrano

    En la Universidad Complutense de Madrid, a 3 de diciembre del Año de 2012

    Vuestra Majestad debe mandar se den por todas partes infinitas gracias a nuestro Señor por la victoria tan grande y señalada que ha sido servido conceder en su armada, y porque V.M., la entienda toda como ha pasado, demás de la relación que con ésta va, embio también a D. Lope de Figueroa para que como persona que sirvió y se halló en esta galera, de manera que es justo V.M. le mande hacer merced, signifique las particularidades que V.M. holgare entender; a él me remito por no cansar con una misma lectura tantas veces a V.M.

    Don Juan de Austria

    Lepanto, ocho de octubre del año del Señor de 1571

    Don Juan de Austria bajó la vista al escrito que acababa de culminar, aún sin saber qué decir, menos aún qué pensar. El pliego, en el mejor papel disponible, todavía con la tinta fresca y sin pasar el secante, permanecía encima de la mesa, enmarcado por la espada y el tintero, perfectamente inútil, superfluo. Levantó la vista y se detuvo unos segundos interminables en el demacrado rostro del hidalgo que, de riguroso negro, con la espada al cinto, altas botas y capa española cerrada, sudaba en su presencia.

    Don Juan dejó la pluma sobre la mesa y se levantó. Soplaba una fresca brisa desde el mar, que hasta ese momento había estado en calma. El aire hizo bambolearse a las muchas galeras que, hasta donde llegaba la vista, sembraban de arbotantes, palos y velas toda la superficie de la bahía. Una ráfaga de viento arrastrando arena, penetró en el entoldado alborotando papeles y removiendo las sedas que protegían al bastardo real y a su pequeña corte de las inclemencias del sol griego.

    —La bilis que habría de tragar mi hermano a la lectura de esta carta, se la va a ahorrar. Téngalo Dios en su gloria. Explícame otra vez lo sucedido.

    —El rey murió veinte días atrás, los mismos que han tardado los vientos en traerme hasta aquí. El rey Felipe, amantísimo monarca de todos los hombres de buen jaez, rey emperador de la cristiandad, sufrió una herida de caza; un venablo rebotado le hizo fea herida en la pierna diestra. Los médicos aconsejaron amputarla, tras unos días de postración en que la herida no dejó de supurar. El se negó con tanta furia y vehemencia que nadie osó contradecirle, ni siquiera en los momentos en que perdió la conciencia. Se relataba en la corte que grandes eran los gritos y las maldiciones en las cámaras reales; que, líbrelo Dios de pecado, el rey Felipe, en su agonía, llegó a maldecir al propio Dios Nuestro Señor por haberlo elegido a él como objeto de su cólera. Cinco días después de abrirse la herida, la gangrena le subió por las venas hasta el corazón, y murió entre grandes dolores, arrepintiéndose de sus pecados y recibiendo la extremaunción de manos del arzobispo de Toledo.

    Don Juan, mudo, aún tenía la mente llena de los estampidos de los arcabuces, del chapaleo constante de los remos en el agua, de los terribles alaridos de los heridos y del olor picante de la pólvora. Veía la playa de arena blanca, la gente de mar y la gente de guerra moverse de un lado para otro, bebiendo vino, descansando bajo entoldados o junto a los árboles, y no concebía otra realidad. Se oía una guitarra tañer lejana y los martillazos de herreros y carpinteros reparando galeras. Nada de lo que contaba aquel hombre parecía cierto. No lograba ver muerto a su hermano Felipe, al que nada, salvo su padre, le unía; ni imaginar la sombría corte de Madrid, los lutos, los canónigos y las ceremonias eclesiales, las tiesas gorgueras y los murmullos entre tinieblas. Sin embargo, aquel hombre consumido por la pena, amargado por la derrota de la muerte, yacía ya en el catafalco, enterrado en piedra.

    —¿Quién tomó la corona?

    —Vine muy rápido, su excelencia. Cuando dejé la corte, se hablaba de un consejo de estado; el duque de Alba y el cardenal Tavera iban a asumir las funciones de gobierno y a buscar un sucesor. No obstante, los ánimos estaban crispados. Los nobles iban y venían de la corte, unos por miedo, otros con deseo. Las gentes de armas se movían en las afueras, regimientos de lanceros, caballeros...

    —¿Y quién te mandó traer la mala nueva?

    —La duquesa de Éboli, su excelencia.

    Donjuán volvió la vista al interior del entoldado. Se llegó a donde una bota guardaba buen vino de San Martín. Echó un largo trago, incapaz, no obstante, de colmar el abismo de sequedad que se le había abierto en el estómago.

    Caminó arriba y abajo con las manos a la espalda. Nadie osó hablar ni romper el silencio de forma alguna. El rumor del mar lamiendo la playa contrapunteaba los pasos regulares de don Juan. Había pensado antes, durante y después de la refriega, que aquellos iban a ser los más grandes días de su vida, que se le recordaría por aquellas aguas infestadas de turcos muertos, los centenares de orgullosas galeras arruinadas, los esclavos libertos y el orgullo del imperio y la Santa Liga vencedora de los infieles. Si le hubieran preguntado, así habría contestado. Y podría ser así; aún podría no regresar a la corte, no aprestar sus hombres y los de sus leales a una carrera de vuelta a España, Mediterráneo arriba; no mover sus influencias en Europa y en España, tomar posiciones y evitar una guerra de sucesión que nadie, y menos que nadie el imperio, necesitaba. Quizá sólo se le recordaría como el vencedor de Lepanto, único héroe de aquella jornada, injusto título entre tanto esforzado combatiente, entre tanta sangre noble derramada en las aguas de aquel golfo lejano.

    Una gaviota, graznando, voló sobre el campamento. Los hombres gritaron sacándolo del ensimismamiento. Salió del entoldado y miró al cielo haciéndose visera con la mano. El pájaro llevaba algo en el pico. Alguien, uno de los soldados que esperaban audiencia, gritó con voz ronca.

    —¡Hideputa, gaviota maldita, heraldo de Satanás! Es un ojo lo que cuelga del pico.

    Sonó un disparo de arcabuz y el pájaro cayó al mar, deshecho por la metralla.

    Don Juan se volvió a los hombres a la entrada del entoldado. Los que podían se irguieron sobre muletas con brazos temblorosos, desde parihuelas y asientos. Se acercó a ellos. El primero de la cola aguantaba en pie, tambaleándose, un hombre con grandes heridas en el pecho. Un brazo le colgaba a un costado, completamente inútil. Le acompañaba el capitán de su compañía. Ambos hicieron una reverencia cuando se aproximó.

    —¿Su nombre, hidalgo?

    —Miguel, Miguel de Cervantes. Luché a bordo de la Marquesa.

    —¿A qué espera audiencia?

    —Yo, Diego de Urbina, su capitán, le avalo la bravura de no querer permanecer bajo cubierta estando enfermo de calentura y buscar un puesto en la delantera del esquife, donde se distinguió luchando y matando mucho turco, tanto que gracias a él pudimos conquistar el navío para su majestad.

    —¿Y vos qué decís?

    —Quise algo más que morir de fiebres, quería pelear por Dios y por mi rey.

    Don Juan posó su mano sobre el hombro sano del herido. Luego miró a la larga fila de hombres que esperaban relatar, o que otros relatasen, sus valentías. El calor apretaba fuerte al mediodía. En la fluctuación del aire caliente creyó ver que la fila crecía, y crecía, se hacía interminable pasacalles de mutilados, antesala de la muerte, espera final de los muchos soldados del imperio que irían a morir, unos cantando, otros dolientes, todos con la mirada vuelta hacia él.

    Sacudió la cabeza hasta volver a ver nítido. Ya no había multitud, sólo la playa y cerca aquel valiente de mirada cansada y orgullosa. Gritó con voz fuerte:

    —Señores, ésta, siendo grande, no es la más grande ocasión que vieran o verán los siglos. Nos quedan muchas aún, y habrá grandes discusiones de eruditos, pláticas sin final, sobre cuál de ellas será la más honrosa y llena de gloria. Volvemos a España a seguir escribiendo la historia.

    Y volvieron, don Juan y sus huestes, a una España que comenzaba a desgarrarse en una guerra sucesoria en la que las principales casas reales de Europa se disputaban el imperio, o alguna de sus partes, anteponiendo sus peones enjoyados. Muchas jornadas amargas hubo aquel invierno de 1571, y alguna batalla, como la de los llanos de San Martín, saqueos, quemas y asesinatos. Don Juan de Austria con unos pactó, a otros derrotó, a los más encandiló hasta ganar derecho a portar la corona, al coste de perder los territorios europeos y la benevolencia del papa.

    Tras la toma de Toledo en el Día de San Telmo, En la primavera de 1571, el nuevo emperador restauró el orden y comenzó a gobernar. A partir de ese momento, la historia del mundo se escribió de modo muy diferente a como hubiera sido escrita de no haber sido herido el rey Felipe en un desafortunado accidente de caza, una fría mañana de otoño en la sierra madrileña.

    Hacía calor aquella tarde al final de mayo. El cocido que la dueña les había servido al mediodía había sido de padre y muy señor mío. Las natillas del postre aún se le atravesaban en el gaznate haciendo cola detrás del tocino y la cecina para entrar en el horno del estómago. Joannes Salamanca, cabo de alguaciles, veterano de los tercios, hijo de emigrantes holandeses y más conocido como Mascaburras, suspiró audiblemente. Era un hombre grande, ancho de hombros; un muro serrano construido para vencer al viento y la nieve hubiera tenido las mismas proporciones. El pecho, al respirar, parecía hinchársele hasta casi reventar los lazos de la camisa, por lo demás ya forzados por las lorzas excesivas del talle y la anchura de espaldas. En medio de su cara, ancha y rubicunda, dos ojos pequeños, dos cabezas de alfiler de color azul, observaron el comedor del cuartel, las mesas repletas, el aire cansado de humo, los hombres de uniforme apoyados en las paredes, charlando, fumando, esperando a que la tarde se hiciera noche.

    Interrumpió la calma un muchacho morenito, mezcla de mil razas, huérfano empleado como correveidile en el cuartel. Resbaló en la entrada al comedor intentando detener la frenética carrera, gritando con su voz aún infantil:

    —¡El comandante requiere un cabo de guardia! ¡Salamanca, Gonsálvez o Marquina! ¡Urgente!

    Joannes miró en derredor y maldijo, había estado lento: Gonsálvez, Marquina y los otros habían huido escaleras abajo nada más oír los pasos apresurados por el pasillo. Viernes a media tarde, mal momento para una visita al teniente.

    De mala gana inició el camino al torreón norte. Pasó por el amplio patio de armas oculto tras altos muros de piedra y vigas vistas. El sol de mediodía hacía relucir el empedrado y cegaba al reflejarse en los bronces pulidos de los coches de asalto aparcados bajo los aleros. Buscó entrecerrando los ojos. No había ningún mozo haraganeando al que darle un par de gritos y un pescozón. Suspiró, todo el mundo había iniciado la desbandada, esa noche irían de farra o aun mejor, de verbena. Acudirían a apostar a las peleas de gallos o, al antropódromo, a bailar a Cuatro Caminos, a pelear con matasietes en la ribera. Algo le decía que él no los acompañaría.

    Resoplando, inició la ascensión hasta la noble planta cuarta. La piedra dio paso a los tapices y a la madera, a las armaduras en los rincones, a los grandes jarrones de porcelana talaverana sobre soportes de hierro, y a los enormes cuadros de batallas en las que el cuerpo había participado. Se detuvo involuntariamente ante un gran lienzo que adornaba un salón de recepciones: las revueltas del 17 en Madrid, diez años antes. Se veía la ciudad en escorzo. De muchos lugares incendiados ascendían negras columnas de humo. Calles, casas, plazas ardían por las barricadas de fuego que los anarcolistas habían prendido. La turba, una nube de hormigas multicolor, rodeaba el Palacio Real, escalaba sus rejas y tiraba abajo las puertas. La Guardia Real disparaba, pero era superada. En medio de tanta confusión, se veía, extrañamente magnificada por los colores, una cuña de uniformes negros, las fuerzas de choque de los alguaciles avanzando para defender al rey y al imperio. Ante su empuje, los anarcolistas huían o morían bajo sus botas y las ruedas de sus blindados.

    ¡Qué bonitas las pinturas! Él había estado allí, había visto enormes charcos de sangre espesarse al sol, había oído los gritos, había luchado contra hombres y mujeres enloquecidos por el miedo, borrachos de sangre y dolor. Habían pasado diez años y muchas noches se despertaba oyendo el eco de las ametralladoras y el golpeteo sordo, pac, pac, de las balas percutiendo contra los adoquines, estallando en pequeñas nubes de polvo o mordiendo la carne con sus picotazos mortales. Siempre tardaba un par de cigarros en dejar de oler la carne quemada y volverse a dormir.

    Se deshizo de las visiones con una sacudida de cabeza y continuó. El despacho estaba ya cerca, olía a tabaco cubano.

    —¡Malditos sean los desuellacaras y valentones del imperio todo! ¡Me cago en sus muelas, y en las de sus abuelos!

    Joannes se detuvo un segundo. Nunca había oído maldecir al teniente. Aquello no pintaba nada bien. Siguió adelante, pero ya sus botas no arrancaban ecos sonoros del embaldosado catalán, más parecían pasos de gato a la emboscada. Se asomó discretamente.

    —Usted dirá, mi teniente.

    —Pase, Salamanca, pase.

    El despacho era amplio y sombrío. La luz de atardecer resultaba escasa para iluminarlo. Sólo un viejo candil de aceite —que brillaba poco y atufaba mucho— alumbraba el escritorio, una gruesa tabla de roble barnizado, taraceado en hueso y reforzada con tiras de hierro. Joannes ya había visitado en otras ocasiones aquel lugar. Se mantuvo cerca de la puerta, sombrero en diestra y siniestra sobre el cinturón, como mandaban las ordenanzas.

    —Pase, hombre, venga aquí a la luz, que aunque es poca nos tiene que valer para vernos las caras. El intendente hace economías con los candiles ajenos, que seguro que los de su casa derrochan luz.

    Joannes hizo lo que le ordenaban y se mantuvo en silencio y de pie. El teniente era hombre escuálido, de mirada encendida. Largos y engomados bigotes le adornaban la cara. Por la piel, de oscuro tono cetrino, más parecía otomano que cristiano. Las malas lenguas decían que era hijo de turco y sevillana. Movió las mangas de la camisa y extrajo de ellas unas manos delgadas y nervudas que cruzó sobre el legajo que había estado leyendo.

    —Me acaba de llegar un recado de la corte. El muy ilustre petimetre, pelafustán, y alcahuete del duque de Mier, va al teatrón.

    Joannes se removió imperceptiblemente, conocía la fama del de Mier.

    —Se imaginará que, tras ofender tanto orgullo madrileño, el de Mier tiene muchos enemigos. Si por mí fuera, que se viera con ellos y con sus aceros en cualquier esquina oscura de las muchas que proporciona la ciudad, pero es favorito real. Tiene que acompañarle al teatrón, de incógnito, sin que él ni otros le supongan alguacil, y protegerlo si algo le fuera a suceder.

    —Pero teniente...

    —¡Joder, Salamanca! Ni una palabra, que llevo el día entero bregando con expedientes de indeseables tramando informes y peleando con gazmoños funcionarios de cien secretarías. A mí también me revienta hacer de niñera de nobles lindos y de lengua ligera, pero no nos queda más remedio. Retírese.

    El teniente no esperaba más de la conversación, fijó de nuevo la vista en los legajos, apartando sus ojos vivaces y furiosos de la ceñuda mirada de Joannes. Se volvió y, aun antes de abandonar el despacho, ya maldecía en voz baja. No pasó por la sala de guardia por no aguantar las chanzas y risas que, sin duda, le tocaría oír si les contaba cuál era su misión. Cruzó el patio y subió por el torreón norte hasta su camareta, que compartía con otros dos alguaciles solteros. Allí mudó la sobreveste del uniforme por una ropilla orillada que era su único vestido de diario. Dejó en una percha el sombrero de cuero y plumas, y tomó otro de fieltro que en un tiempo fue verde. Se ajustó la capa al cuello y bajó las escaleras a furiosos taconazos. Antes de salir a la calle por el portalón norte, el que daba a la plaza de Barajas, sacó el Villegas, comprobó que el tambor tenía siete balas del 32 y lo devolvió a la sisa, dentro de la faltriquera de cuero, donde habitualmente dormía.

    Las calles de Madrid en viernes por la tarde, casi noche ya, zumbaban llenas de gentes. Regresaban unos del trabajo, partían otros a la ribera alta del Manzanares, donde se prodigaban merenderos regentados por moriscos y mulatos y abundaba la cumbia, el ron de caña, el té, los pinchos morunos, la guitarra, el yembé y los cascabeles. Grupos variopintos se cruzaban en las calles. Las criadas y modistillas, los cocheros, mozos, escoberos, artesanos y aprendices caminaban en tropel, riendo y gritando. Pasaban al lado, sin ni siquiera verlos, de hombres y mujeres ataviados de luto riguroso, beatos cristianos acudiendo a misa de novenas. Tenían éstos el gesto adusto, las carnes flacas, el cuerpo mortificado y dispuesto a oír pláticas con abundancia de paisajes infernales, menciones al papa negro de Roma, llamadas a la moral y exacerbadas diatribas contra el pecado. Con su verbo los predicadores intentaban mantener en la buena senda a sus feligreses más píos. Joannes los miró con algo de asco y también de miedo. Vigilaban la pureza del cisma que apartó al imperio y sus aliados de la nefasta influencia de los católicos, anglíticos y otras gentes contrarias a la recta moral. Nunca se sabía cuándo uno de ellos era un familiar de la Inquisición o un confidente de alguna conchabía u orden principal.

    Consultó el reloj, casi era la hora.

    Caminando de prisa llegó a la Plaza Mayor. Unos globos de luz potentísima iluminaban el empedrado y hacían resaltar el mal estado de los estucos en las fachadas de los edificios. Aquélla era la iluminación eléctrica que había inventado un aragonés llamado Goya que decían genial. Joannes pasó de prisa bajo la luz fulgurante esquivando restos de hortalizas y despojos podridos que aún no habían sido recogidos tras el mercado de la mañana. Enfiló luego hacia la Puerta del Sol, pasó por ella casi corriendo y saludó con un tocar del sombrero a la Mariblanca, que dicen que siempre da suerte. Bajó luego, la capa ondeando al viento, por la carrera de San Jerónimo y la calle del Príncipe. Aún había luz en el aire, el horizonte ardía en morados y azules más allá del palacio real. El gris de la noche se imponía poco a poco y contaminaba ya el cielo por el este.

    Joannes se acercó despacio, estudiando el terreno. Un poco más adelante los numerosos edificios del centro se apretaban unos contra otros como asustados, cediendo el espacio a una amplia plaza empedrada. Allí la mole del teatrón se alzaba desafiante muy por encima de los tejados de Madrid. El edificio original, que databa del tiempo del primer imperio, había ardido a principios de siglo. El padre del actual rey, el rey Jorge II, había sido muy aficionado al teatrón. Gil de Alcalá, el arquitecto al cual se debía mucha de la grandiosidad de la capital, había aprovechado ese hecho para proyectar aquella máquina de asombro arquitectónico. Grandes parábolas de latón pulido, alimentadas por magnesio incandescente, iluminaban con deslumbradora potencia altos lienzos de roca lisa. Enormes columnas listadas recorrían toda la altura del edificio hasta un frontispicio que parecía clásico en una primera mirada pero no lo era. Los capiteles, a más de cincuenta metros de altura, sostenían el ala de un tejado en suave curva al modo oriental. Estatuas y adornos en oro, hierro y bronce ascendían por la fachada, entreverados en las columnas y lienzos pétreos, como una legión de hormigas escultóricas. Miraban desde la fachada los bustos de los inmortales Calderón, Pereira, López-Reina, Ayala; los dramaturgos del teatro judío, Maimónides, Salazar e Isaac Lubino, y muchas otras desconocidas caras de grandes actores del pasado, de libretistas antiguos y representativos que Joannes desconocía.

    Olía a magnesio, a latón requemado, el olor del teatrón para todos los habitantes del imperio.

    Había ruido de risas y gritos. En un lateral, controlada por ujieres de uniforme, esperaba la canalla animándose unos a otros entre voces, tragos de limonada y carcajadas, camino del paraíso desde donde podrían ver el espectáculo entre las nubes de yeso y los soles de latón que adornaban el techo. La plaza estaba aún vacía, las puertas del teatrón abiertas e iluminadas por pebeteros ardientes.

    El alguacil se apostó en una esquina en sombras. Sus ojos, ágiles y entrenados, fueron volando por encima de la multitud, posándose aquí y allá, viendo quién llevaba espadas o indicios de armas de fuego y quién no; quién era militar de paisano, quién trotona, quién pechero, quién criado filipino sin librea, quién mulato, quién norteño, quién con indicios de hereje católico, quién con traza de anarcolista dinamitero.

    Al poco comenzaron a llegar las personalidades. Una brigada de mozos había despejado un tercio de acera y habilitado un lugar donde los cocheros pudieran esperar a sus amos. Relucientes como enormes escarabajos de charol, movidos por motores de hulla de mucha potencia, limpios y sin más ruido que un ronroneo profundo fueron llegando los autocoches. Apenas olían a hulla sin quemar y las nubes de los escapes eran mínimas. Se abrían sus puertas blindadas dejando ver maderas y terciopelos rojos en el interior, de donde salían, caminando airosamente, nobles de cuño viejo y capa bordada con los símbolos de órdenes y ministerios, a los que acompañaban damas cubiertas por amplias capas de seda y toquillas caladas que reservaban la blancura de su piel y el brillo de las joyas para lucirlos en el palco.

    El obispo principal de Madrid, y por ende del imperio, bajó de un autocoche sobrio y anticuado, igual que él. Su mirada de águila vieja y poderosa brilló con todo el poder de su cargo, a un solo paso de la cabeza de la Iglesia, el propio rey.

    Tras él arribaron los Moses, granatas familia del secretario del Banco Imperial que desembarcaron de una flotilla de pequeños y articulados gomeznarros imperiales. Les siguieron la marquesa de Cádiz, propietaria de la más grande naviera del imperio; el duque de Sestao, cabeza de la poderosa conchabía industrial del norte; el cátedro Tullides, presidente de la Academia de Ciencias; el jefe del Estado Mayor en uniforme de gala y cientos de personajes menores, nobles, granatas, bellas, vividores y arrimados al sol que más calienta, mostrando la opulencia en los gestos y los adornos, en la calidad de telas v joyas, en la belleza de sus mujeres.

    —Cuánto pisaverde, lechuguino, ocioso y chupón.

    Joannes, de peor humor a cada minuto que pasaba, se apoyaba alternativamente en uno y otro pie. De los últimos en llegar fue el autocoche de don Diego de Mier, duque de Mier, quizá el más lujoso de cuantos habían aparcado en la ya repleta orilla de la calle. Era un Arriate de doble cuerpo con juego de dirección hidráulica y motores delantero y trasero. Largo como un día sin pan y negro como la noche, por dentro se decía que era casi tan grande como una casa, que disponía de cama, mesa, y acomodo para diez personas, y que, en movimiento, apenas se notaba el bamboleo gracias a los enormes muelles dobles y amortiguadores viscosos en cada una de las seis ruedas del ingenio. Se abrió la puerta

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