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La Princesa y mi Tiempo
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Libro electrónico210 páginas2 horas

La Princesa y mi Tiempo

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Diario autòbiografico que cuenta los 27 dìas vividos por el autor que marcando el compás , supera la ardiente decepciòn por el fin de una convivencia durada ocho anos con una chica màs joven de él. El fin de la familia planeada, su hijo, el investigador asumido, el rechazo de ella de justificar el abandono, el enamoramiento con una nueva chica, la fuerza, el dolor descrito revelan los protagonistas en la espasmódica búsqueda de las culpas, del tiempo y de la verdad. Una historia de vida que muchos han vivido.
IdiomaEspañol
EditorialBookBaby
Fecha de lanzamiento28 jun 2013
ISBN9781483503141
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    La Princesa y mi Tiempo - Riccardo Tesoro

    I) EL DESCUBRIMIENTO DE LA TRAICIÓN

    Era sábado, la llamé al teléfono pidiéndole que regresara antes de Siena, a donde había ido el día anterior, saliendo de la ciudad natal que frecuentaba raramente para mantener la relación con sus amigos de siempre, donde residía oficialmente en la casa de su padre.

    Tenía la necesidad de hablarle, me dijo que también ella debía hacerlo. Profundizamos, en la pregunta:

    Hay problemas, tienes algo que decirme?

    Me confesó de sentirse en crisis, de estar atravesando un momento de dificultad en nuestra historia.

    Hablamos de nuevo, le pregunté si había alguien más y, con sorpresa, admitió enseguida. Lo confirmó inmediatamente, pero no era ése el motivo de su crisis, sólo era una persona a la que le había dado confianza con sms, no había habido nada entre ellos, no le pregunté si ya habían salido juntos, y dijo: Nunca te he traicionado.

    No esperamos al día siguiente, decidimos en esa llamada que regresaría para buscar el mínimo de cosas indispensables para vivir independientemente y no volvería a casa en los días siguientes.

    Se iría a un hotel que, en el momento, lo hubiera reservado por dos semanas para hacerla reflexionar, para hacerle entender qué cosa quería para su y nuestro futuro.

    Ella estaba segura de sí, su voluntad estaba ya decidida. Su idea que desde aquel momento y aún hoy que escribo, me abrumó, ofuscó, sin un mínimo de racionalidad, esa que no puede desaparecer o cambiar porque en ocho años la persona que había vivido junto a mi, era más que lejana. Yo estaba convencido de conocer su moral, inteligencia, madurez…

    El día siguiente, domingo 9 de septiembre, cuando nos encontramos, había probablemente ya hablado con el padre y las tías que desde años la sostenían económicamente. Con ellos había acordado hacía pocas horas un aumento de mesada, con el fin de poder vivir en una casa que fuera exclusivamente suya.

    Lo entendí unos días después cuando, con éste y otros mil gestos, estuviera años luz distante de mí, respecto a mi Princesa, que creía conocer y que quizás no conocía en realidad. Hablamos dos horas esa mañana, las palabras no decían nada, llenaban solo el silencio. Hablamos poco de lo que debíamos hablar, o quizás mucho, porque no nada había nada más que decir.

    Entre lágrimas y gestos de desesperación de ambos, abrazos, un cigarrillo continuo, su mente, sus ojos, su mirada, sus palabras eran de una persona que no conocía.

    En la maleta que tomé, la misma que había utilizado unos días antes en la última vacación que hice con mi hijo Francesco a Formentera, vi una foto suya que había olvidado. Una foto de cuando era niña, la única encontrada la mañana que salí y que a escondidas de todos la llevé conmigo a ese breve viaje. Unas vacaciones en barco con mi hijo Francesco y su amigo Marino, además de otros tres amigos míos, con los cuales comparto desde años la pasión por el velero.

    Unas vacaciones especiales porque, por primera vez, también estaba presente en el barco Francesco. Tenía casi diecinueve años y no habíamos tenido la ocasión anteriormente de navegar juntos. Andar por el mar no era ciertamente su máxima aspiración, prefería, como sus compañeros, un cómodo hotel con una discoteca cerca.

    Lo que hacían sus manos mientras continuaba a llenar la maleta eran gestos de otra persona. No era Verónica en todo, en todo, en todo menos cuando en un momento de fuerte emoción arrojó la maleta contra el armario.

    Almorzamos velozmente, en un silencio roto sólo por la tensión y la esperanza, solo mía, que fuese un sueño o una pesadilla. Le entregué una bolsa que contenía un peluche, era mi último regalo comprado un mes atrás y que no le había entregado.

    Pensé estúpidamente de iniciar desde ya la reconstrucción de nuestra relación, de nuestra familia. Cuando estuvo lista le dije de esperarme por un momento, porque yo también debía irme.

    Preparé una pequeña valija, elegí cuidadosamente la ropa para vestirme como si debiera encontrarme con una persona importante. Me preguntó: ¿A dónde vas?

    No respondí. Insistió: "¿con quien vas?

    Verónica ya no te incumbe

    La golpeó esa frase. Insistió una vez más, pero inútilmente porque mi silencio proseguía.

    La maleta arrojada contra el armario, los abrazos, los besos de aquel día y de los dos sucesivos, estas últimas frases y poco más, fueron sus únicos gestos de debilidad manifestados hasta hoy. Los únicos en los que podía reconocer a mi Princesa.

    Todo lo demás que pensó, dijo, hizo mostró una persona determinada en sus propias convicciones, privada de cualquier sentimiento.

    Después del último abrazo en el ascensor, se puso a la conducción de su auto, yo la seguí con el mío, el nuestro.

    Recorriendo la corta distancia hasta el hotel, al que llegamos a las dos de la tarde, tuve que reducir la velocidad notablemente al sentir un fuerte mareo.

    La acompañé a la habitación, hablamos unos minutos, le pedí un vaso con agua y sentí nuevamente el mareo. No por lo que había sucedido ese día: sino por un cólico que días antes me había debilitado físicamente.

    Se mostró preocupada sugiriéndome que evitara conducir por la autopista. Nos abrazamos, el último beso en los labios. Me acompañó hasta la puerta de la habitación diciéndome que, si tuviera problemas, la llamara, estaba muy preocupada.

    No era un hotel escogido al azar, era aquel en el cual pocos meses antes los dos habíamos hecho un regalo a mi ex esposa Maria Paola, dejándola a cargo de la casa donde vivíamos Verónica, Francesco y yo.

    Él estaba convaleciente después de haber sufrido una grave lesión en la cual se había fracturado tres vertebras, condenado a la cama por treinta días. Pensamos regalarle a María Paola dos noches juntos, le dijimos a los dos que habíamos organizado un fin de semana en las afueras de Pistoia, en realidad dormimos en ese hotel a un kilómetro de casa.

    No fui a ningún viaje. De regreso a casa pasé una hora mirando sus cosas que estaban en la gaveta de su mesita de noche, no toque ni moví nada.

    Me llamó Francesco diciéndome que extrañamente no podía comunicarse con ella. Le respondí mintiéndole, diciéndole una mentira acordada con ella, porque el vínculo afectivo que existía entre ellos era muy profundo. Él no tenía que saber, hubiera sufrido innecesariamente.

    Ese día creí que debíamos superar una simple crisis pasajera. Pensé que era innecesario involucrarlo: Verónica está en un curso en Milán estará fuera dos semanas, obviamente el próximo fin de semana estará aquí, no te preocupes seguramente está en el metro o se le habrá acabado la batería del celular.

    Intenté inmediatamente contactarla, el celular estaba apagado, me extrañó, nos habíamos visto poco antes, estaba preocupada por mi condición física, había insistido que la llamara si necesitaba ayuda.

    Una hora después su celular continuaba apagado. Decidí verificar en persona regresando al hotel. No la encontré, no estaba siquiera su auto, no estaba estacionado donde la había dejado horas antes.

    Pensé que podía haber ido a comprar cigarrillos…no, el celular estaba apagado, sin duda se había ido a algún lugar, a meditar a solas, pero adonde? Dónde podía ser un lugar elegido por Verónica para meditar?

    Recordé que me había comentado en varias ocasiones que le gustaba pasear en el campo en las afueras de la empresa donde trabajaba. Me había contado varias veces sobre aquellos paseos que en ocasiones hacía en la pausa de almuerzo con Carlo, su supervisor directo.

    Encontré su auto estacionado en una calle secundaria, cerca a la salida del Maxicoop, adonde había llegado a toda velocidad después de esa corazonada.

    "Bien –pensé- està reflexionando"Entonces me di cuenta que lo estaba haciendo desde hace mucho tiempo, con la entrada de la noche mi preocupación aumentaba.

    Debía haberle sucedido alguna cosa, se había sentido mal, sufría frecuentemente de presión baja. Con la tensión de aquel día se había desmayado en medio del campo.

    Empecé a buscarla, luego a llamarla en voz alta. Una hora después volví a casa, tomé una linterna y después de estacionar mi auto junto al de ella, continué aquella inútil búsqueda en la oscuridad a lo largo de las pequeñas calles y de los prados adyacentes.

    Eran las once y diez de la noche. Desde casi una hora quería llamar a la policía para reportar el incidente, porque sería más fácil hallarla y ayudarla. Con asombro recibí un sms de un número desconocido.

    "Ve a ver la sorpresa a las once y media en el Maxicoop".

    ¿Qué era? ¿Que quería decir? ¿Quién me mandaría un mensaje así?

    En los días siguientes no intenté averiguar, aunque era fácil hacerlo, quien envió ese mensaje. Me fue suficiente con lo que supuse horas después. Sin duda eran los amigos, no los míos o los suyos, los amigos de aquel chico que después de pocos minutos llegó y estacionó su auto en el que entreví a Verónica.

    En el momento había movido el mío, apartándome detrás de un arbusto, mientras que los autos que pasaban, reducían la velocidad, viéndome solo en esa calle oscura y aislada, frecuentada normalmente por las prostitutas con sus clientes.

    Que debía hacer? Nunca había estado involucrado en una situación parecida. Pensé irme sin hacerme ver. Un segundo después cambié idea. Era mejor identificar el auto, con el número de la placa al menos así sabría quien era ése chico.

    Conduje con las luces apagadas. Di la vuelta a la manzana. A unos cien metros de ellos encendí las luces, para enceguecerlos y que no me identificaran. La calle era estrecha, la puerta del pasajero se estaba abriendo. Tuve que frenar, pensé que me reconocerían y decidí detenerme a pocos metros de los dos autos estacionados.

    Me baje del mío, me dirigí hacia el chico que, en el momento, se había bajado de su auto y que viniéndome en contra dijo: Esto no me parece un modo de comportarse…

    No le hice terminar la frase. Le respondí: "Tú eres el único que debe callarse, eres Fausto?"

    Si soy yo.

    Felicidades, yo soy Riccardo, buena suerte.

    Le puse la mano en el hombro: Te felicito, conseguiste una bella mujer, pero cuidado no es fácil, es una difícil.

    Finalmente la miré a ella, sentada dentro. Incrédula, empalidecida. Felicidades también a ti Verónica veo que has reflexionado mucho, ahora dale las buenas noches a Fausto porque tenemos que hablar nosotros.

    Su comportamiento me hizo entender en un segundo lo que no había comprendido en el último año. No salió enseguida, por una fracción de segundo volvió la mirada a Fausto, buscaba su aprobación, lo defendía a él no a la persona que había tenido a su lado y amado en los últimos ocho años. Era otra persona a la que sentía intima a mí, la persona a la que podía justificar sus actos.

    Mayor sorpresa me causó el segundo hecho, que racionalmente no debía suceder: salió del auto, se dirigió hacia él, se despidió apretándole la mano y dándole dos besos en la mejilla. Con denuedo, sin el mínimo respeto frente a lo que ese gesto podía naturalmente provocarme, se besaron frente a mí.

    En comparación a él que fue pasivo en ese gesto, ella se excedió.

    Tres días antes me había dado el beso de buenos días y en la tarde, saliendo para Siena, me había dicho: "Hola amor, que gentil has sido". Le había comprado los lentes de contacto, porque estaba en retraso, sabía que los había acabado y que hubiera perdido tiempo, porque los necesitaba absolutamente antes de su partida.

    Pocas horas antes me había dicho de estar preocupada por mi estado físico. Se había ofrecido para llamarla si necesitaba ayuda y luego había apagado el celular por horas y horas. Frente a la promesa hecha, de la sincera preocupación que demostraba hacia mí, había salido inmediatamente para estar con él, apagando el celular con el que hubiera recibido mi llamado de auxilio. La idea que me había acompañado en las horas previas, en la cual había creído que le había sucedido algo grave, sentí un gran alivio.

    Me hice fuerte al punto de no sentir nada, además de la sorpresa del momento, nada. Ninguna desilusión o mortificación por esa mirada de aprobación y ese saludo. Fausto se fue, hablamos por pocos minutos. Estaba lúcido, guardaba aún la esperanza que volviera a mí. Era una situación imprevista, no tenía que haber sucedido.

    No obstante, comprendí en ese mismo instante que nada había cambiado en función de mi verdadero objetivo: reconquistarla.

    En el fondo había sido yo, al salir del hotel, quien la había empujado a ese encuentro. Yo le sugerí que aprovechara esos quince días para frecuentar el máximo posible a Fausto y principalmente para reflexionar sobre nuestro futuro. Nunca hubiera imaginado que sólo dos horas después de esa recomendación, en lugar de usar el tiempo para reflexionar, lo hubiese usado inmediatamente para salir con él. Nos despedimos. De regreso a casa, estaba molesto por todo lo que había sucedido. Tenía un pensamiento que me martillaba continuamente: cómo hacía la mujer que había convivido, desde tanto tiempo hasta un día antes a mi lado, a ser tan distante en pocas horas?

    Era de hacía ocho años que me decía Te amo.

    No dormí ni siquiera un minuto esa noche, la primera a la que siguieron muchas otras.

    En esas horas pensaba solo en ella. Oía su voz que seguramente estaba telefoneando a Fausto. Le estaría contando lo que había sucedido después que lo había invitado a dejarnos solos.

    Quizás le estaba diciendo: Fausto no te preocupes, después de lo que pasó esta noche es imposibles volver atrás, estaré contigo, cálmate, le dije que era la primera vez que salíamos juntos y que nos besábamos, sino que cosa le debía haber dicho? No lo habrá creído, seguramente no lo habrá creído…pero que debía haberle dicho?

    Verónica podía haber dicho la verdad, no mentir, lo debía haber hecho al menos por ella, por su dignidad, esa que siempre creí que tenía.

    A veces de una simple frase se comprende la entera vida de una persona: su carácter, sus valores, a veces en un segundo mucho más que en ocho años de convivencia.

    II) EL ENFRENTAMIENTO CON LOS AMIGOS Y FRANCESCO

    Lunes 10 de septiembre pedí inmediatamente, con una humildad que nunca había mostrado antes, ayuda a tres amigos.

    A Mario, el que no es solamente mi mejor amigo. El que es más que eso, el que es como si fuera yo.

    En la llamada que le hice esa mañana lo sorprendí, estupefacto por la noticia que yo conocía de hacía dos días y que creía fuera una de mis usuales burlas por cuanto conocía la fidelidad, la sinceridad de Verónica, la armonía que existía en nuestra familia.

    A Emanuele, otro gran amigo, uno de los más cercanos y con el cual me desahogaba frecuentemente. Inteligente, maduro y sabio. Esposo de Simona, que se había convertido desde hacía unos años en una de las mejores amigas de Verónica, sin duda a la que frecuentaba la mayoría de las veces en Pistoia. Una de las pocas a la que le confiaba todo. A Annalisa, desde siempre la mejor amiga de Verónica, que vivía en Siena, a pocos kilómetros de donde vivía ella antes de mudarse a vivir en la casa que alquilamos juntos en Pistoia.

    Hacía poco había terminado una larga llamada telefónica con Emanuele que no se sorprendió como Mario. Simona había sido contactada por Verónica y los dos estaban ya informados de su decisión de dejarme.

    Estaba en la autopista, salí por el peaje de Siena, era casi medio día. Llamé a Annalisa pidiéndole un encuentro, estaba ya cerca de su casa.

    Y aceptó por la gran persona que era.

    Demostró ser gran

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