Paraísos en el mar
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Aferrado a la nostalgia y al recuerdo el autor tritura la Barranquilla de su adolescencia: las largas caminatas sin sombra, el baile como momento culmen de la conquista, el walkman que le dejó su primer trabajo, los besos que nunca dio. Así, se embarca en el extenuante ejercicio de repasar para no olvidar y lo hace narrándolo todo, todo lo que fue y lo que debió ser.
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Paraísos en el mar - Adolfo Zableh Durán
PARAÍSOS
EN EL MAR
Adolfo Zableh Durán
I
el beso más bonito de mi vida lo di el tercer domingo del diciembre de mis veintiún años en la mitad de una calle vacía. Una semana después sería Navidad, una semana después de eso, Año Nuevo, y ya saben el limbo que son esas semanas antes de las fiestas, medio hábiles, medio muertas, donde la gente se pone ansiosa por la cercanía de las vacaciones, los eventos pendientes y la promesa de que el próximo año la vida será mejor. Era uno de esos días de los que no se espera mucho. Llevaba poco tempo viviendo en Bogotá, acababa de jugar fútbol y en vez de irme para la casa pasé por la de la mujer que me gustaba, no solo porque quisiera verla sino porque me resistía a llegar a la mía. En mi juventud nunca quería estar en mi casa, menos en diciembre, cuando de ninguna manera se sentía en ella la calidez y el amor que se supone se debe sentir en un hogar durante esa época. Ella me recibió sin importar que estuviera sudado, me invitó a almorzar y al rato se soltó un aguacero tan fuerte que decidimos salir a ver qué pasaba, o más bien qué no pasaba, porque cuando se vive en una gran ciudad tiene que ocurrir algo extraordinario para poder recorrerla en soledad.
Saltamos a la calle sin paraguas, sin impermeable ni chaqueta, apenas en camiseta, y a los pocos segundos estábamos empapados y exponiéndonos a una neumonía, lo que nos sonaba a poco porque cuando estás enamorado no solo no te importa mojarte, sino que parece una buena idea. Caminamos unas cuadras, nos acomodamos en la mitad de una calle al azar y desde allí no solo veíamos golpear las gotas sobre el pavimento, sino que podíamos oírlas. Nos quedamos viéndolas porque era un espectáculo maravilloso, pero también porque nos daba pena enfrentarnos. Solo estaba el agua, y bajo ella, dos ex adolescentes que, salvo en el gesto de acompañar al otro a ver llover, eran incapaces de demostrarse que se querían. Tomamos fuerzas, nos cogimos de la mano y alzamos las cabezas para mirarnos, pero seguíamos sin ser capaces de pronunciar palabra bajo un aguacero que ya empezaba a ser incómodo. No sé qué estaría haciendo la gente que me importaba ese 17 de diciembre, en ese momento solo existía la calle donde ella y yo tratábamos de encontrar la forma de decir lo que sentíamos por el otro.
No tengo claro lo que pasó alrededor del beso, si fue corto o largo, si me gustaron sus labios, ni si quiera si logramos coordinar, lo único que tengo claro es que no recuerdo haber besado así antes ni después. Sí, el beso más bonito de mi vida lo di el tercer domingo del diciembre de mis veintiún años en la mitad de una calle vacía. Y encima, llovía. Todo un cliché, pero qué sería del amor sin los clichés.
Eso fue lo que debió haber pasado.
La verdad es que todo lo que acabo de contar corresponde a la realidad, menos el beso. No llegamos a besarnos esa tarde ni ninguna otra, y luego de aquel día la vida nunca nos volvió a poner en el mismo lugar. Meses después me llegó una carta suya, más bien como una postal hecha por ella misma, toda en tinta negra con un par de dibujos y un mensaje corto que no recuerdo con claridad, salvo que al final decía que esa tarde, al tenerme al frente suyo mojado bajo la lluvia, pensó en besarme apasionadamente y aún no entendía por qué no lo había hecho. Ninguno de los dos fue capaz de dar el primer paso aquel domingo, pero al menos ella tuvo el coraje de reconocer su deseo, así fuera cobijada por la seguridad que da mirar al pasado desde una ciudad a cinco mil kilómetros del lugar donde ocurrieron los hechos. Durante casi veinte años guardé aquella carta hecha cuidadosamente a mano en un papel grueso que se notaba fino, hasta que un día la boté en un trasteo porque entendí que no valía la pena cargar con ese peso y que las cosas realmente importantes viven en nuestra memoria y no necesitan un documento que las valide.
El beso más bonito de mi vida nunca lo di, lo que constituye una especie de vacío irreparable que me ha acompañado, algo que me hace sentir tan incompleto como banal porque no debería afectarme tanto. La vida es mucho más que un amor juvenil; es cruel y dura, tiene temas serios, decisiones y errores que nos cambian. Tiene la muerte, que es el gran tema y no tenemos idea porque por lo general a los veintiuno nadie cercano se nos ha muerto, tan solo gente de otras generaciones, nombres que has oído a lo lejos, por lo que un beso no dado bien puede estar arriba en la escala de problemas sin resolver.
Empiezo con una anécdota ocurrida en la mitad de mi vida en lugar de ir en orden cronológico porque en ella está resumida buena parte de cómo asumimos las relaciones amorosas. El amor es muchas cosas fascinantes y duras, pero así sea en el triunfo o en el fracaso, es en esencia tímido. Dejamos pasar una oportunidad tras otra no solo porque estemos llenos de miedos, sino porque hemos idealizado tanto el sentimiento que nos decepcionamos cuando descubrimos que tal cosa no existe. Y aunque hubiese sido lindo volver a la casa con ese beso en mis labios, no me arrepiento de que no haya ocurrido, así como tampoco me arrepiento de no haber vivido otras historias de amor. Sabía que aquel no sería el primero de mis besos desperdiciados, aunque sí pensaba que sería el último porque nunca más volvería a enamorarme como lo estaba en ese momento, y si uno no va a besar sintiendo lo que sentía yo en ese momento, mejor no volver a besar nunca. Hoy entiendo que el amor tiene más besos perdidos que dados y que siempre habrá una nueva oportunidad de dar uno. Entiendo también que a veces es mejor el beso que no pasó porque después del primero todo empieza a ir cuesta abajo. Es una visión disfuncional que me ha costado muchas relaciones, pero qué se le va a hacer, todos tenemos nuestras propias formas enfermizas de llevar la vida. Mi problema es que siento mucho y después no siento nada. Cuando conozco a alguien todo es nuevo, todo es vértigo, pero al poco tiempo la sensación decae y termino aburriéndome. El amor, el enamoramiento más bien, te vuelve adicto, pero dura poco, y cuando ya no te mueve te hace buscar un estímulo nuevo y más potente que te haga sentir lleno otra vez, pero esas no son formas de llevar la vida.
No importa quién esté del otro lado porque el problema está en mí. Por mi vida han pasado buenas mujeres y de todas llegué a desinteresarme hasta dejarlas ir sin asomo de dolor o arrepentimiento. Estoy seguro de que también me hubiera aburrido de otras a las que idealicé por no haber tenido nunca posibilidad alguna, y cuando pienso en todas ellas, las que estuvieron y las que no, me preguntó qué pasa conmigo. ¿Cómo es que la gente se enamora? ¿Cómo dos extraños sin aparentemente nada en común terminan compartiendo no solo los fluidos, que ya es lo suficientemente íntimo, sino la vida misma, cenas, viajes y rutinas, incluso hijos y deudas? ¿Cada cuánto pasará que se despiertan por la mañana y piensan quién es esta persona que está a mi lado, cómo terminé aquí? ¿Les ocurrirá? ¿Lo pensarán y serán capaces de enfrentar tal duda, o simplemente la dejarán pasar porque la clave de que dos puedan estar juntos tanto tiempo es ignorar ese tipo de ideas? Tal vez la vida sea mirar hacia otro lado para no tener que responderte preguntas incómodas.
En este punto creo que nunca voy a poder estar con nadie de la forma en que quisiera, que tampoco sé cuál sea. Y no lo digo como queja, más bien con cansancio, como una realidad que tengo que aceptar y de paso como un grito de auxilio. ¿Se puede renunciar voluntariamente al amor? ¿Dejar de amar no porque hayamos sufrido una gran decepción sino porque simplemente nos cansamos de los pequeños contratiempos? ¿Podemos volvernos inmunes por decisión propia al encanto de las personas, al interés que sentimos hacia ellas? Renunciar al amor por decisión propia como quien renuncia a un reino, esa es la cuestión. Hace poco me escribió mi última pareja para contarme que se casaba en unos meses y sentí tristeza y envidia. No porque quisiera casarme con ella más allá de que sea una persona extraordinaria, sino porque lo sentí como otro bus que me dejaba. Yo quiero eso que la llevó a ella a dar tal paso: conocer a alguien que me haga decir acá fue, esto es, y que la sensación se quede, no decaiga. Quiero formar ese pequeño club de dos que tienen los que se quieren de verdad, esa seguridad que los llena cuando van juntos en un carro, o cuando se meten a la cama al final del día y saben que todo está bien porque se encuentran en el lugar donde tendrían que estar con quien deberían estar.
Entre la mujer de mis veintiún años y mi última pareja hubo algunas, varias, muchas, no sé la medida. Tampoco sé quién fue la mejor y la peor, y no creo que esa comparación quepa porque esto no es una competencia. No sé de quién estuve menos o más enamorado, quién fue un amor real, quién apenas un enamoramiento y quién pura atracción física. Si tuviera que escoger a una no sabría cómo hacerlo. El amor es el juego del eterno fluir y los enamorados pasamos por tantas manos que ya todos estamos perdidos, rendidos tal vez en los brazos de quien no correspondía; quizá el mundo es un lugar triste porque muy pocos se quedaron con la persona con la que realmente querían estar. Culpamos a los cuentos de hadas por lograr que idealicemos el amor y por llenarnos la cabeza con ideas falsas, ¿pero no será más bien que