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Cielo raso
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Libro electrónico493 páginas7 horas

Cielo raso

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Información de este libro electrónico

Jorge Triana lleva más de siete años residiendo fuera de Cuba, primero en Chicago y ahora en Barcelona. Su existencia es anodina, solitaria, carente de las ambiciones habituales del emigrado. Pero de pronto todo alrededor, —sus propios sueños, la inesperada llamada de su antigua suegra, los mensajes de los amigos—, comienza a confabularse para revivir el recuerdo de Maya, su ex, una mujer que creía enterrada para siempre en el olvido. Y con ella, el pasado irrumpe en la vida rutinaria de Triana: pasajes de su difícil relación con Maya en Cuba, la traumática travesía emprendida por ambos para alcanzar la frontera norte de México, la posterior bifurcación de sus destinos. Estas señales parecen anunciarle que sus vidas están a punto de cruzarse de nuevo. Una característica interesante de esta novela es su insistencia en trascender el ámbito íntimo de los personajes, que andan en busca de sus propios sueños, para asomarse a los conflictos de su tiempo, los cuales muchas veces condicionan la existencia de estos, porque sin importar el lugar de residencia se encontrarán una y otra vez ante las mismas dificultades.
IdiomaEspañol
EditorialRUTH Casa Editorial
Fecha de lanzamiento10 dic 2024
ISBN9789591027009
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    Cielo raso - Lázaro Zamora Jo

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    Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España. Este y otros libros puede encontrarlos en ruthtienda.com

    Cielo raso

    Edición y corrección: Ruby Ruiz Bencomo

    Dirección artística: Suney Noriega Ruiz

    Diseño de cubierta: Marcel Zamora Martínez

    Emplane: Yuliett Marín Vidian

    Conversión a E-book: Rafael Lago

    © Lázaro Zamora Jo, 2024

    © Sobre la presente edición:

    Editorial Letras Cubanas, 2024

    ISBN obra impresa: 9789591026828

    ISBN E-book ePub: 9789591027009

    Instituto Cubano del Libro

    Editorial Letras Cubanas

    Obispo No. 302, esquina a Aguiar

    La Habana, Cuba

    E-mail: elc@icl.cult.cu

    QR_RUTH

    Índice

    Sinopsis

    I. La vida debería ser un ocio perpetuo

    II. Solo el comienzo

    III. Aroma de mujer

    IV. Chicago blues

    V. El dios de la buena suerte

    VI. The girl next door

    VII. Sí, los milagros existen

    VIII. El sentido oculto de las cosas

    ix. Te traigo un regalito

    X. El camino es ese

    XI. Lejos, bien lejos

    XII. Una puerta que se abre

    XIII. Noches de Moscú

    XIV. La última frontera

    XV. Los gorriones de Taganskaya

    XVI. Palabras en el viento

    XVII. El rumor de los abedules

    XVIII. Cielo raso

    Sobre el autor

    Sinopsis

    Jorge Triana lleva más de siete años residiendo fuera de Cuba, primero en Chicago y ahora en Barcelona. Su existencia es anodina, solitaria, carente de las ambiciones habituales del emigrado. Pero de pronto todo alrededor, —sus propios sueños, la inesperada llamada de su antigua suegra, los mensajes de los amigos—, comienza a confabularse para revivir el recuerdo de Maya, su ex, una mujer que creía enterrada para siempre en el olvido. Y con ella, el pasado irrumpe en la vida rutinaria de Triana: pasajes de su difícil relación con Maya en Cuba, la traumática travesía emprendida por ambos para alcanzar la frontera norte de México, la posterior bifurcación de sus destinos. Estas señales parecen anunciarle que sus vidas están a punto de cruzarse de nuevo. Una característica interesante de esta novela es su insistencia en trascender el ámbito íntimo de los personajes, que andan en busca de sus propios sueños, para asomarse a los conflictos de su tiempo, los cuales muchas veces condicionan la existencia de estos, porque sin importar el lugar de residencia se encontrarán una y otra vez ante las mismas dificultades.

    A Zenia, una vez más

    Mi agradecimiento a Héctor García

    y Themis Chávez por sus testimonios.

    El adolescente padecía como nunca, en aquel momento,

    la sensación de encierro que produce vivir en una isla;

    estar en una tierra sin caminos hacia otras tierras…

    El siglo de las luces

    Alejo Carpentier

    I. La vida debería ser un ocio perpetuo

    1.

    No soporto el cielo raso, volvió a decirle Maya con idéntico desdén, con la misma expresión hosca y todavía soñolienta de aquella lejana mañana de abril, tan calurosa y húmeda como una tarde de julio o agosto. Pero él no sintió esta vez el aguijonazo de entonces, la rabia súbita que lo había ofuscado, sino que revivió la escena como si fuera ajeno a ella, con la tranquila curiosidad de quien mira un cuadro o los peces en un acuario. Maya estaba sentada en la taza del inodoro, desgreñada, medio dormida aún, con el short por debajo de las rodillas, la marca de la sábana en la mejilla, los tirantes de la blusa cayéndole sobre los brazos. Desde afuera llegaba el olor a tierra húmeda que levantaba la llovizna. Era una llovizna remisa que no lograba llevarse el fogaje, el tipo de tiempo que él no soportaba. Lo vio todo como si hubiera regresado al pasado, con una nitidez que lo asombró. No se trataba de un sueño —era consciente de haber despertado ya, aunque seguía sin despegar los párpados— ni de las fantasías de la duermevela, sino de algo que parecía totalmente real. Temió abrir los ojos y hallarse en la casa del tío Alberto, en la nave que había convertido en hogar allá en La Habana, pero el ruido que en ese instante llegó desde algún lugar impreciso, un sonido semejante al del aleteo de un pájaro, deshizo de golpe la imagen. Despegó los párpados y percibió que era de día y los primeros rayos de sol alcanzaban la ventana. Se sentó en el borde de la cama, extrañado de aquella experiencia con su ex —hacía meses que no se acordaba de ella—, de haber visto con pasmosa exactitud la escena final de su relación. ¿Cuánto tiempo había pasado? Seis años, se dijo y al instante rectificó: No, siete. Movió la cabeza esbozando un gesto de sorpresa. Mientras se calzaba las chancletas descubrió lo que producía el sonido: era la cortina de la ventana, sacudida por la brisa.

    Cerró la ventana y se dirigió al baño. Montse había pasado ya por allí, a juzgar por el olor a jabón —el de ella tenía una fragancia dulzona— y por los vellitos en la bañadera. Se habrá ido para el trabajo —trabajaba ese sábado—, se dijo contento de disponer del baño y de la cocina libremente. Se cepilló los dientes y se metió en la ducha, algo que no podía faltar en su ceremonia de aseo matinal. El agua caliente le provocó un conato de erección, un repentino deseo de irse a la cama con una buena hembra. Llevaba dos meses sin la caricia de una mujer, desde la vez que lo hizo en la fiesta de Roly con la rumana aquella, ¿cómo se llamaba? Trató de recordar los detalles de la escena, pero no lo consiguió: había estado demasiado ebrio esa noche. Solo recordaba que había sido en el baño y que ella usaba un blúmer rojo —no se acostumbraba a llamarlo bragas— y que su boca sabía a cigarrillo mentolado. Lo demás era confusión. Se encaprichó en imaginársela con el glamour de las chicas Playboy; sin embargo, pese a la fabulosa imagen que acababa de construir —una imagen que difícilmente se correspondiera con la chica real—, no sintió especial entusiasmo esta vez. Sin proponérselo, empezaron a surgir de sus recuerdos otras mujeres de su biografía erótica —no eran muchas ciertamente—, algunas muy bien formadas como Olivia, su infausta amante de Humboldt Park, y la dominicana culoncita de Englewood. Y de pronto se vio recordando a Maya, desnuda, con su cuerpo delgado y sus pechos pequeños y anodinos. No exhibía ninguno de los atractivos de las chicas Playboy, y a pesar de ello lo había enloquecido en la cama. ¿Pero a qué coño venía eso ahora?

    En el refrigerador no encontró mucho para el desayuno. Por lo visto Montse había arramblado con el queso y el jamón. Se preparó una taza de café y encendió la tele. Tras un rápido zapping se detuvo en un programa que comentaba la celebración de cierto evento deportivo en Montreal. Triana se preguntó si por casualidad Maya viviría allí. Sabía que se había ligado con un belga bastante mayor que ella y que residía en Canadá, pero no recordaba en qué ciudad. ¿Cómo se las arreglaría con el frío? Era muy friolenta. Titiritaba con cualquier vientecito mierdero, recordó, se forraba en invierno con cuanto trapo hallaba para dormir. Lo contrario de él, que adoraba el invierno y había soñado desde niño con que un día el tiempo se volviera loco y nevara en La Habana. ¡Uf, hasta en eso eran diferentes!, se dijo y alzó las cejas en gesto de perplejidad para preguntarse cómo habían podido convivir casi diez años juntos. Terminó de tomarse el café y salió a fumar al balcón. Soplaba una brisa suave a intervalos y la niebla desdibujaba los contornos de los edificios a lo lejos, ¿o era smog? Soltó una larga bocanada de humo, con fruición, con esa grata sensación que lo embargaba a menudo al despertar, y pensó que, después de todo, le gustaba Barcelona, era un buen lugar para vivir.

    Nada mejor para un sábado que dormir la mañana, pero él había perdido ya la capacidad de dormirse cuando le viniera en ganas. Se sirvió otra taza de café y tomó el móvil para revisar los correos. Llevaba más de una semana que no lo hacía. Halló dos mensajes de la biblioteca a la que solía asistir allá en Chicago, que le informaban sobre el plazo para la reinscripción de los usuarios. Vio también uno de su amigo Ezell, un mensaje raro en el que le anunciaba que estaba renaciendo espiritualmente y que había descubierto la verdadera paz que siempre había anhelado, al verdadero Dios. Su mensaje retornaba una y otra vez a esa idea sin ofrecer otros detalles. ¿Se habría fumado un pitillo? ¿Le estaba fallando la cabeza? También le había escrito Adoum, quien se había empeñado en rastrear a cada miembro de la Banda —así llamaba al grupito de amigos de la Universidad al que ambos habían pertenecido— con el afán de mantenerla unida, o más bien de resucitarla. Pero la vida había cambiado, los había empujado por rumbos diferentes, convertido en personas muy distintas de los jovencitos soñadores que habían sido, y la amistad a esas alturas, pensaba Triana, ya no podía ser la misma. De modo que, a pesar de que Adoum le había enviado sus respectivas direcciones de correo un mes atrás, Triana no se animaba a escribirles a Nerey, residente ahora en México, ni a Jessica Puig, recién llegada a New Yersey. En su mensaje Adoum le preguntaba si había contactado por fin con ellos y le informaba sobre el posible paradero de Álvaro el Loco: había abandonado su empleo en el Instituto Pedagógico donde daba clases para irse a trabajar a los cayos en algo relacionado con el turismo. Pero no sabía nada de Quintanilla ni de Yoandri Labastida.

    Había también un correo cuyo remitente no conocía. A menudo le llegaban mensajes desconocidos, que él simplemente eliminaba sin abrirlos. Ahora quiso hacer lo mismo, pero en el último momento cambió de idea. ¡No puede ser!, exclamó al descubrir que era de Dalia, la madre de Maya. No imaginaba de dónde diablos habría sacado ella su dirección de correo. Que él recordara, jamás se la había dado. ¡Y a santo de qué le escribía, si él había dejado de hablarle antes de abandonar su casa! Había llegado a cogerle tirria, por enredadora, por intrigante. Le echaba buena parte de la culpa de sus problemas con Maya. Leyó el mensaje con una mezcla de sorpresa y malhumor. Su exsuegra le escribía que Maya le había regalado un teléfono móvil y ella se estaba dedicando ahora a comunicarse con todos sus amigos y conocidos, quería tener sus contactos de correo y de Facebook. Por cierto, no lo había encontrado a él en Facebook. Triana emitió un chasquido para manifestar su desagrado y pensó en no contestarle, pero temió que Dalia fuera a seguir insistiendo al ver que no le respondía, de modo que le escribió unas líneas escuetas. Le mintió diciéndole que se alegraba de su mensaje y, con relación a Facebook, le aseguró que no tenía cuenta allí. En realidad sí la tenía —eso, desde luego, no se lo iba a decir a Dalia—, aunque con su nombre ligeramente cambiado: Jorge F. Trinald. La había abierto por una situación puntual, cuando vivía en Chicago, y desde entonces la mantenía por inercia. Pero no le interesaba Facebook: quería vivir de la manera más anónima posible.

    Salió a la calle y se olvidó pronto del mensaje de Dalia. Se dirigió al centro de la ciudad y, una vez allí, entró en una librería y compró una novela de John Cheever. No era ya el lector voraz que había llegado a ser al terminar la Universidad, pero seguía leyendo con regularidad, se resistía a abandonar la cada vez más reducida cofradía de lectores del planeta, condenada a una pronta extinción según algunos pronósticos. Al salir de la librería subió por las Ramblas, sin prisa, confundido en la multitud, contento de disponer ese día de su tiempo como se le antojara. ¡Oh, la vida debería ser un ocio perpetuo!, se dijo y en ese momento sus ojos repararon en la trigueña hermosísima, alta, que venía en dirección contraria a la suya. Tuvo ganas de improvisar un piropo, de decir algo bonito y original, pero el impulso quedó en un simple suspiro a causa de su timidez. Además, la frase más bella o la mirada más tierna podría resultar ofensiva, lo que lamentaba, pues consideraba que la belleza existía para ser admirada y alabada, como una obra de Miguel Ángel o de Tiziano, como un hermoso paisaje, como la majestuosidad del pavo real. Dominado por aquel temor, ni siquiera se atrevió a mirar a la chica cuando pasó por su lado, cosa que deseaba para completar su imagen con una ojeada a su retaguarda. Se limitó a aspirar el perfume que dejaba a su paso, una fragancia suave de flores que no supo identificar, ¿rosa?, ¿jazmín?, ¿azahar? —en materia de olores estaba perdido—, y a recordarse una vez más que llevaba bastante tiempo de abstinencia total. Ni una caricia, ni un beso, ni el triste consuelo de Onán. ¡Oh, qué triste es vivir sin mujer!, musitó melodramático y volvió a suspirar. No era un mujeriego, sino un hombre sensible a la belleza femenina, más bien a la gracia misteriosa que irradiaban muchas chicas, algunas incluso sin ser físicamente hermosas. También, claro, como todo hombre sin pareja, necesitaba de vez en cuando una aventurita sexual.

    En la siguiente esquina se detuvo a observar el performance de un artista callejero, semidesnudo, pintado de blanco de pies a cabeza, que se movía como en cámara lenta interpretando algo demasiado abstracto para su gusto, pero capaz de despertar la curiosidad de la gente, a juzgar por la cantidad de transeúntes que se apiñaban a su alrededor.

    2.

    La escala en el Bar de Lola era parte de la rutina del fin de semana. Le gustaba el lugar, su ambiente. Conocía a la mayoría de los clientes asiduos, muchos de ellos inmigrantes como él. También lo era Lola, la dueña, puertorriqueña de padre colombiano y madre dominicana. Había poca gente a esa hora: tres tíos cincuentones que Triana nunca había visto allí, la parejita de lesbianas que él había tomado en cierta ocasión por hermanas, y Roly, su coterráneo. ¡Ya te estábamos extrañando, cubano!, exclamó Lola a modo de bienvenida desde el otro lado de la barra. Triana la saludó levantando la mano y fue a sentarse a la mesa que ocupaba Roly.

    Le decían el Sapo, no sabía él por qué, quizás por la boca grande. Pese a ello, las mujeres lo consideraban un tipo atractivo. Triana jamás lo hubiera creído si no hubiera presenciado con sus propios ojos algunas de sus innumerables conquistas. Bebía una cerveza con aire abstraído. Su cara se animó cuando vio a Triana. ¿Qué hay, mi hermano?, saludó el Sapo estrechándole la mano. Todo bien, respondió Triana, ¿y a ti cómo te va? Roly se encogió de hombros. Igual que siempre, dijo y añadió dos o tres trivialidades sobre su trabajo por decir algo. Luego se puso a hablar de los sinsabores de su vida —trabajaba de vigilante en una empresa inmobiliaria—, se quejó de las horas que tenía que pasar parado a la intemperie y del frío de las noches, echó pestes contra sus jefes, unos puñeteros fascistas, unos hijos de puta de primer orden, y aseguró que un día los mandaría al mismísimo carajo. Antes de que prosiguiera, Triana pidió una hamburguesa con papas fritas y una cerveza para asimilar mejor la larga diatriba contra sus jefes y la perorata de siempre sobre sus fantasiosos proyectos. Uno de esos proyectos era el negocio del carbón, su más reciente quimera. La idea de Roly era comprar carbón vegetal en Cuba y venderlo en Europa. Aseguraba que era una oportunidad única, pues se trataba de un negocio que apenas empezaba y ofrecía grandes posibilidades en el mercado europeo. El carbón en la Isla se obtenía del marabú y era muy bueno, según él, producía una llama azul sin mucho humo ni ceniza y generaba más calor que el que se vendía en Europa, pero eso lo sabía poca gente, al menos en España. Cuando lo supieran, la demanda se dispararía. Ya en esos momentos se cotizaba en otros países de Europa a cuatrocientos dólares la tonelada, después el precio subiría. Volvió a hablarle del proyecto y a repetirle su propuesta. ¿Qué me dices? ¿No te gustaría unirte a mi futura empresa? Triana soltó una risita. Le daba gracia la ingenuidad de Roly, su ilusión de hacerse rico de una manera tan rápida y expedita. ¡Oh, la gente se devanaba los sesos sin sospechar que existía a su alcance una fórmula mágica sencillísima para ganar dinero, je!, ironizó para sí y comenzó a sospechar que tendría que aguantar las fantasías de Roly la noche entera.

    Curiosamente también su primo Leo siempre se había empecinado en meterlo en sus negocios. ¿Por qué aquella insistencia, si él era un desastre en materia de negocios? ¡No era capaz de vender nada! Lo había comprobado infinidad de veces en Cuba. Se preguntó cuál era la razón en el fondo, qué le habrían visto Leo y Roly. ¿Acaso solo porque hablaba inglés y ruso? Triana agradecía haber aprendido esos idiomas a una edad en que toda lengua extranjera se aprende casi como la materna. Las hablaba con fluidez gracias a que había pasado parte de su infancia y adolescencia en Canadá, Rusia, y San Vicente, países en los que su padre trabajó como cónsul. Sin embargo, nunca había sabido aprovechar convenientemente sus habilidades lingüísticas para otra cosa que no fuera la lectura: le gustaba leer a los clásicos rusos y del mundo angloparlante en sus respectivos idiomas.

    Le trajeron el pedido. Antes de darle el primer mordisco a la hamburguesa, miró a su amigo a los ojos con aire condescendiente y le preguntó de dónde sacaría el capital para montar el negocio. Voy a convencer a alguien que tenga dinero, le voy a proponer fifty-fifty en las ganancias, dijo el Sapo. No jodas, el tipo pone el dinero y tú te quedas con la mitad por tu linda cara, se burló Triana asombrado de su candidez. Por mi linda cara no, se defendió Roly, sino porque voy a manejar el negocio yo, que tengo los contactos, y él es el que va a recibir su mitad sin hacer nada. Triana no pudo evitar una carcajada ante el desatino de su amigo. Ciertamente era un iluso de marca mayor. ¿Y yo qué pinto en tu empresa?, quiso saber Triana en broma. Tú me vas a ayudar en todo, en la publicidad del negocio, en contactar con los clientes, para eso sabes idiomas, ¿no? Triana sacudió la cabeza y volvió a reír. A lo mejor te pido también que me acompañes a Cuba para contactar con los proveedores, añadió el Sapo. ¡Bah, no jodas, en Cuba no se puede hacer negocios. Roly apuró lo que quedaba de cerveza en su botella y replicó: Ya eso cambió, brother, las cosas han cambiado allá. ¡Vamos, Roly, han cambiado algunas cosas, pero eso no, así que mejor piensa en otro país! ¿En qué país? No sé, en Brasil, en Colombia, seguro que también allá hay marabú. En ningún otro lugar hay tanto como en Cuba, crece sin parar, ha invadido todo el campo, es una plaga.

    Durante un rato, Roly siguió charlando de negocios, hablaba ahora del éxito que cosechaban algunos emprendedores españoles en Rusia, pero con la llegada de Rosales la conversación tomó otro rumbo. Después de pedir una botella de Valdepeñas y tres vasos, Rosales se puso a escuchar al Sapo atentamente. Exprofesor de la Universidad Autónoma de Barcelona, no le era fácil desembarazarse de sus poses doctorales ni de su manía de disertar sobre cualquier asunto que se tocara, aunque era evidente que el alcohol apagaba su lucidez. De vez en cuando, no obstante, decía algunas cosas interesantes, y en momentos así a Triana no le desagradaba su charla. Incluso trataba de azuzarlo, polemizando con él.

    Hablando de Rusia, es un caso curioso, un caso digno de estudio, dijo Rosales aprovechando el pie dado por el Sapo. Se lo comentaba a un amigo hoy por la mañana: a pesar de las apariencias, la caída del comunismo no ha traído un cambio esencial en la mentalidad del ciudadano ruso común. En general los rusos siguen aferrados al mundo soviético en muchos aspectos. Triana se asombró al oír aquello: siempre había creído lo contrario, que los exsoviéticos habían realizado un cambio radical, sorprendente —impensable para quienes habían conocido de cerca el país en tiempos del socialismo—, al desmontar tan rápidamente el modelo colectivista para abrazar el neoliberal. En su opinión ningún país había cambiado tanto y en tan breve tiempo, era la metamorfosis más brusca y radical en la historia reciente de Europa. Y así lo dijo. Rosales replicó que quizás en el plano económico había sido de ese modo, pero él hablaba de otra cosa, de la mente, que es lo último en cambiar. Según él, en la sociedad rusa afloraba una gran nostalgia por el pasado, por los tiempos en que vivían bajo el ala protectora del Estado y en que todo se decidía arriba por un reducido grupo de funcionarios. Yo diría que por un solo hombre, el secretario general, je, je, lo interrumpió el Sapo. Rosales hizo un gesto de conformidad y prosiguió con su idea. Para él aquella nostalgia no era un fenómeno sin consecuencias, sino que generaba modos de comportamiento y hasta repercutía en la propia estructura y funcionamiento del Estado. Y puso como ejemplo esa necesidad de tener siempre un jefe que pensara y decidiera por la gente: el efecto era una organización del Estado muy parecida a la soviética, con su centralismo rígido y la subordinación absoluta al máximo líder.

    En ese momento la camarera llegó con la botella y los vasos. Rosales sirvió un generoso trago en cada uno. Triana esbozó un gesto con las cejas para mostrar sus dudas sobre lo que afirmaba Rosales y le preguntó por qué entonces no había pasado lo mismo en otros países de Europa del Este. Con una sonrisa de complacencia, Rosales le contestó que no era lo mismo, por una sencilla razón, porque el comunismo nunca había calado a fondo ni en los polacos, ni en los checos, ni en los países bálticos. En la sociedad rusa, por el contrario, el comunismo sí había llegado a enraizarse con el tiempo, a ser como el catolicismo en la España medieval. Además, quizás allí hubieran existido otros ingredientes, tal vez hasta la herencia de aquel sistema de servidumbre padecido durante el zarismo. Triana movió la cabeza sonriendo con ironía y pensando que su amigo estaba hablando una gran bazofia esa noche. No sé en qué tú te basas para decir eso, le contestó, pero lo que se ha visto hasta ahora es una conversión inmediata y masiva de los rusos al capitalismo. Rosales le objetó que no todos habían aplaudido, había todavía muchísimos inconformes, sobre todo los comunistas, que seguían conservando un peso muy grande en la política rusa, por algo Putin había tenido que apelar a políticas conciliatorias, de consenso con ellos, en el plano interno y también en el internacional. Deseoso de poner una, el Sapo replicó a Rosales: ¡Ve y haz una encuesta en Rusia a ver cuántos quieren volver de verdad al comunismo, je!

    Rosales nunca dejaba que la conversación tomara matices marcadamente políticos. Quería hablar como un filósofo, como un científico, como alguien que está más allá del bien y del mal. Así que se extravió en un extenso razonamiento, citando a pensadores tan dispares como Habermas y Nietzsche, que solo interrumpió media hora después a causa de la presión de su vejiga.

    Entretanto, el bar se había ido llenando. Se veían caras nuevas, entre ellas las de tres chicas muy risueñas que empinaban el codo al final de la barra. El Sapo se emocionó con las dos rubias, hermosas de cuerpo y cara, pero terminó decantándose por la más alta diciendo, a la manera en que los muchachos suelen repartirse las beldades del cine y de la música: La mía es la de la blusa negra. Triana recordó aquella disputa con su hermano Felo por Mariah Carey, a quien cada uno reclamaba como suya cuando ambos tenían poco más de diez años. La otra rubia está buena también, la del lunar, añadió Roly probablemente para consolar a Triana, que sin embargo miraba a la trigueña delgada del pelito corto, la menos agraciada de las tres conforme con los criterios de belleza que tenía el Sapo. Tal vez lo que lo atraía era la mirada, esos ojos vivarachos que se movían sin cesar en busca de algún motivo de mofa, su risa natural, espontánea, pícara a ratos. De acuerdo, convino Triana en jarana y en ese instante sus ojos tropezaron con los de la trigueña, que de inmediato los desvió y les susurró algo a sus amigas. Las tres rieron y miraron hacia ellos con disimulo. Roly tomó aquello como una señal propicia y con un cabeceo jactancioso, observando de soslayo a la que le interesaba, comenzó a fanfarronear bajito, a susurrarle piropos que ella no podía escuchar. Quizás al advertir la actitud impetuosa del Sapo, las chicas se aconsejaron y no volvieron a mirarlos.

    Cuando Rosales estuvo de regreso, Triana notó que la cabeza del profesor clareaba cada vez más y las sienes se cubrían de canas. En las últimas semanas había envejecido bastante. No llegaba a los cuarenta y cinco y, sin embargo, daba la impresión de tener más de cincuenta. Rosales apuró un sorbo de vino y retomó el tema de la inconformidad. Habló de las revoluciones de los noventa en Europa del Este y de las protestas actuales en la Occidental, dijo algo sobre las burlas de la historia y la ridícula pretensión de los hombres al suponer que la conducían a su antojo, y dirigió una larga alabanza a Hegel entre tartamudeos y reiteraciones que indicaban a las claras que el vino empezaba a perturbarlo. Un tanto preocupado —por nada del mundo quería que Rosales terminara borracho y hubiera que llevárselo a rastras, como había sucedido la última vez—, Triana le guiñó un ojo a Roly insinuándole que bebiera lo más posible para evitar que Rosales se tomara la botella solo. El profesor, en tanto, proseguía su discurso. Una de las cosas que le cuestiono a Hegel es la ingenuidad esa del desarrollo ascendente de la historia, dijo. No hay tal ascenso si uno la analiza en esencia. La historia se repite, desde la Antigüedad hasta los tiempos actuales. Sísifo sigue levantando la misma piedra una y otra vez sin un mínimo progreso. Veo a los jóvenes en la Puerta del Sol con sus consignas libertarias y me parece estar viendo las protestas del sesenta y ocho. Oigo a Biden hablar de la amenaza rusa y creo estar oyendo a Truman en el cuarenta y siete. Escucho hablar del choque de civilizaciones y enseguida me vienen a la mente las guerras medievales entre cristianos y musulmanes. En fin, la historia es un permanente déjà vu, se repite mucho más de lo que pensaban los estoicos y el propio Nietzsche. Triana lo había escuchado a medias sin hallar en lo que decía nada original, le prestaba más atención a la chica del pelito corto que a él—, pero de pronto aquellas palabras adquirieron otro sentido, un sentido personal y concreto, y se preguntó para sus adentros si su propia vida no era una eterna repetición también, si La Habana, Chicago y Barcelona no marcaban tres comienzos destinados a reproducir el mismo ciclo. Sí, creyó descubrir recurrencias, sospechosas constantes. Sonrió, observó el vaso y se dijo que el vino le estaba dando por filosofar.

    Lejos de lo que temían, Rosales no perdió en toda la noche el control, aun cuando continuó bebiendo —el Sapo bebía aprisa, pero la botella no acababa de vaciarse—, aun cuando su mirada erraba a ratos. Evidentemente había encontrado un segundo aire, y ese segundo aire desataba más su locuacidad y hasta su buen humor. Se burló ahora de quienes buscaban una singularidad en los tiempos que corrían, una singularidad de fondo, no superficial, claro estaba, como los que hablaban de la crisis total y definitiva de la civilización occidental, je, o del fin de la Historia y otras chorradas por el estilo. No se han agotado las utopías de la izquierda, afirmó, como no se han agotado los viejos discursos de la extrema derecha, ni los desatinos del anarquismo, ni el fantasma del fascismo: siguen a la vista, si uno se fija bien. Triana atajó un bostezo y pensó que el hombre tal vez se imaginaba en esos momentos frente a sus alumnos. Recordó que hubo una etapa en que también él, Triana, creía tener respuestas para todo, en que el mundo le parecía absolutamente diáfano y comprensible, sujeto a leyes inexorables como los de la mecánica clásica. Pero, desde su salida de la Isla, las certezas se habían ido esfumando para dejar solo preguntas en su cabeza. Hasta que se cansó de preguntar, hasta que supo que era una tarea inútil, pues la realidad estaba llena de espejismos y de falsas pistas. Ahora se limitaba a vivir su pequeña vida sin devanarse los sesos, apegándose a un puñado de principios elementales, a unas pocas ideas.

    Cuando Rosales terminó su disertación, cerca de las doce de la noche, se puso de pie y anunció que se marchaba. Y salió del bar, asombrosamente derechito, sin tambalearse. El Sapo, en cambio, se veía mal, no cesaba de reír, de repetir lo mismo una y otra vez con la lengua traposa, verás cómo vamos a ganar dinero, socio, ¡va a ser un negociazo de pinga! Triana se alegró de haberse mantenido sobrio, al menos de no haber perdido el dominio sobre su lengua. No soportaba verse haciendo un papelazo en un sitio que visitaba con frecuencia. Por suerte rara vez llegaba a tal estado: su organismo era sabio, se las ingeniaba casi siempre para detenerlo a tiempo.

    Logró convencer al Sapo de que era hora de irse a casa. Lo condujo afuera oyendo la misma cantinela del gran negocio que los catapultaría a la riqueza, y lo montó en un taxi. Él, por su parte, no deseaba marcharse aún. La noche era joven todavía. Regresó adentro, pero en vez de dirigirse a su mesa se fue a la barra. Pidió un whisky —de repente había percibido que necesitaba un trago más fuerte— y buscó su imagen en el espejo que cubría la pared frente a él para comprobar que a sus treinta y siete seguía conservando su aire juvenil, su pelo tupido y negro. Temía descubrir un día ese aspecto lamentable que muchos de sus conocidos comenzaban a exhibir después de los cuarenta, los indicios de una calvicie inminente, por ejemplo, como la que ya se vislumbraba en Rosales. Le gustaban los espejos porque no le mentían, reflejaban con fidelidad su imagen. A las fotografías, en cambio, les tenía tirria: mostraban siempre a un tipo que no era él, más viejo, con cara de tarado. ¿Era el rostro que de verdad le veía la gente? Ladeó la cabeza, se alisó un poco el pelo sobre la oreja izquierda, se arregló el cuello de la camisa y advirtió que la trigueña lo miraba a través del espejo con una risita burlona, con una expresión sarcástica que insinuaba: ¡Oh, qué enamorado de sí mismo está Narciso, ja, ja! Las otras dos reían también, aunque con mayor discreción. En circunstancias diferentes, Triana se hubiese turbado, sentido en ridículo, pero, con la buena dosis de alcohol que corría por sus venas, le dio gracia. Le dedicó una sonrisa a la del pelo corto, levantó su vaso como para un brindis y bebió un sorbo. La chica desvió de inmediato la vista mascullando posiblemente un nuevo sarcasmo, alguna jocosidad, y él aprovechó para observarla mejor y constatar su acentuada delgadez, la angulosidad de sus facciones, su nariz huesuda, que no le impedían hallar cierto encanto en ella, un encanto que no sabía ya si era el de sus ojos y su risa o si había algo más.

    Triana rara vez tomaba la iniciativa con las mujeres. Sin embargo, en esta ocasión se sintió inspirado y aguardó a que la trigueña estuviera sola. Encontró su oportunidad a los pocos minutos, cuando las otras dos se dirigieron al baño. No le fue difícil entablar conversación: tras unos segundos de perplejidad —al parecer no esperaba ella ser el objeto de atención de ningún hombre mientras se encontrara entre aquellas bellezas rubias que la acompañaban—, la muchacha aceptó la charla de muy buena gana. Se llamaba Pilar y según ella venía a menudo al bar. Nunca te había visto, dijo él. Bueno, nunca hemos coincidido, respondió ella y añadió: No eres de acá, ¿no? Triana demoró en contestar. Bebió un poco de whisky con expresión risueña, juguetona, y negó con la cabeza. ¿De dónde eres?, quiso saber ella. ¿Puerto Rico? Él volvió a negar. ¿Dominicano? Era obvio que intentaba adivinar a tontas y a locas. Cuando al fin Triana se lo dijo, el rostro de la muchacha no dio muestras de asombro. Él pensó que si le hubiera dicho que era taiwanés, noruego o bosquimano no hubiera suscitado una reacción diferente. Bueno, yo tampoco soy de aquí, confesó Pilar. ¿No eres española?, se extrañó él. No soy de Barcelona, quiero decir, ni siquiera de Cataluña. Nací en Mérida, pero me trajeron acá cuando era todavía una chavala. En previsión de que sus amigas retornaran de un momento a otro, él se apresuró a lanzar el anzuelo: le soltó sin más protocolo que le gustaría invitarla a salir al día siguiente. ¿A mí?, exclamó ella. Triana lanzó una mirada en derredor como si buscara a alguien y dijo: No veo a nadie más aquí. La chica se echó a reír por toda respuesta. Sacudía la cabeza y reía. ¿No te gustaría?, insistió él. Sin abandonar su hilaridad, Pilar bebió un sorbo y objetó que era una mujer muy ocupada, demasiado ocupada, tenía que trabajar también los domingos. Él propuso entonces salir el lunes. Ella colocó el vaso sobre la barra y por primera vez lo observó con detenimiento, con ojos escrutadores, mientras su boca permanecía a medio abrir en un mohín calculador. No, el lunes no puede ser tampoco, pero tal vez otro día, lo voy a pensar, dijo y rio de nuevo. En eso regresaron las dos rubias dirigiéndole a la amiga miradas y gestos de maliciosa complicidad. Os presento a un amigo cubano, dijo Pilar.

    Durante media hora o más, Triana compartió con las tres ansiando encontrar una oportunidad para llegar a un acuerdo con Pilar. En ese tiempo agregó otro trago sin percatarse de que rebasaba la dosis que toleraba su organismo. Vino a saberlo cuando las chicas anunciaron su retirada y él trató de levantarse para acompañarlas hasta la calle: las piernas le flaquearon y sintió que no tenía pleno dominio de sus movimientos. Por miedo a hacer el ridículo, se quedó sentado. Aguardó una hora más en la barra sin volver a beber, y cuando supo que se hallaba mejor, se marchó del bar. ¡Qué estúpido eres!, se reprochó. ¿Por qué la dejaste ir?

    3.

    El lunes salió a trabajar antes de la hora acostumbrada. Trabajaba en un pequeño locutorio en El Raval. Le pagaban una miseria, pero no podía esperar otra cosa: el locutorio estaba al borde de la quiebra, a punto del cierre definitivo. Ya casi nadie acudía a esos sitios para llamar por teléfono o conectarse a Internet, pues la gente lo hacía a través del móvil. Los escasos clientes del locutorio eran inmigrantes recién llegados que no hablaban español y no habían podido comprarse un teléfono. Pese a todo, Triana no se lamentaba. Aquel salario, por muy mísero que fuera, le alcanzaba a una persona para cubrir las necesidades básicas. Por otro lado, él era el único empleado, lo cual le permitía mantener una relación amistosa con el dueño, un búlgaro de su misma edad. Se quejaba solo de que Petar —era el nombre del búlgaro— nada hiciera para evitar que el locutorio se fuera a pique o, al menos, para demorar lo más posible su quiebra.

    Vio a Petar enfrascado en la revisión de la mercancía —para obtener alguna ganancia extra, aparte de los servicios de telefonía e Internet, el locutorio ofertaba confituras, refrescos, materiales escolares y de oficina—, escuchando la cancioncita bobalicona que salía de su móvil y que a Triana le parecía música de caballitos. El hombre tenía cierto aire rústico, de campesino, que no podía disimular por mucho que se esforzara en vestirse a la moda. No hablaba con nadie, pero con Triana se mostraba más sociable. Procedía de un pueblito remoto de los Balcanes. Curiosamente eso era lo único que Triana conocía de su vida allá, pues Petar jamás se refería a su pasado ni a su familia en Bulgaria. En general se mostraba asaz reservado respecto a todo lo relacionado con su país. Respondía con parquedad y de manera ambigua a las preguntas que le hacía Triana al respecto, o cambiaba de tema. Triana pensaba a ratos que tal vez había algo oscuro en su biografía, algo que no deseaba que se supiera.

    Petar corrigió la posición de los paquetes de caramelos en los anaqueles, trajo

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