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Padre nuestro - Octavio Crespo
Octavio Crespo
Padre nuestro
Novela
Ril%20-%202006%20-%20Logo%20general.tifPadre nuestro
Primera edición: diciembre de 2009
© Octavio Crespo, 2009
Registro de Propiedad Intelectual
Nº 165.605
© RIL® editores, 2009
Los Leones 2258
7511055 Providencia
Santiago de Chile
Tel. (56-2) 22238100
ril@rileditores.com • www.rileditores.com
Composición, diseño de portada e impresión: RIL® editores
Fotografía de portada: Rodrigo Adonis (www.rodrigoadonis.com)
Hecho en Chile • Made in Chile
ISBN 978-956-284-709-4
Derechos reservados.
Para todos los que han pasado por aquí
porque de alguna manera me han sobrevivido.
Es el ejercicio el que engendra el arte.
Jan Fabre
«El emperador de la pérdida»
1
Disfunciones del mercado
Aunque ninguno de ellos podía distanciarse lo suficiente como para verlo, lo cierto es que todo lo que iba a suceder sería culpa de la Coca-Cola y la Mastercard. Meses más tarde, cuando ya todo hubiera pasado, Andrónico K dedicaría horas enteras de su insomnio y botellas enteras de whisky barato a tratar de entender lo que había sucedido en esas semanas, en esos días cruzados de aviones y vuelos transatlánticos, que habrían de dejarlo, finalmente, solo en aquella cabaña, respirando frío y fumando entre las rocas húmedas que desde siempre han limitado al lago. Algunas noches el responsable terminaba siendo su padre, o sea Javier M. Otras noches fijaba las culpas en Amanda F, esa mujer de ojos negros que se había atrevido a decirle a él, a un hombre al que le gusta concebirse a sí mismo como un niño, que estaba bien, que podía quedarse.
A veces la culpa era de Andrónico C. Otras veces, de la puta editorial que le había facilitado el pasaje aéreo o de las caderas sinuosas de Tanya. Y siempre, todas y cada una de esas madrugadas, cuando el sueño se acercaba grácil y tintineante, cuando su conciencia estaba justo al límite de la disolución, la culpa era de esos enormes ojos azules que parecían reflejarse brillantes en todas las superficies que se cruzaban a su paso. De esos ojos, de una sonrisa perfecta y del recuerdo de esa gota siempre amenazante, alba, balanceándose en la humedad de unos labios cereza y perfectamente delineados por la blancura que se desenvolvía a su alrededor.
Por la mañana, cuando estaba más lúcido, se lo imputaba todo a sí mismo. Fumaba algo de tabaco mezclado con marihuana, caminaba por el borde del Caburga y comía salmón crudo con salsa de soya en absoluto silencio. Podía hacerlo, era invierno y no había nadie que lo interrumpiera.
Sin embargo, la responsabilidad real seguiría siendo de la Coca-Cola y la Mastercard. Y de tantos otros por supuesto. No hay que pensar que estas compañías trabajan solas o particularmente asociadas. Solo coexisten y operan en un sistema que las relaciona con las agencias de publicidad, las cadenas de supermercados, las multitiendas, los canales de televisión, las emisoras de radio, los bancos internacionales, las redes informáticas, los grandes diseñadores, las divas del cine – o lo que queda de ellas-, los cirujanos plásticos, los servicios de impuestos internos, las legislaciones vigentes, los legisladores y los presidentes, entre tantos otros, sin los cuales habría sido imposible que Edmundo, un niño regordete, definitivamente lento y no agraciado, que bordeaba los diez años, se cruzara con Andrónico K aquella mañana de diciembre.
Sobre las calles de Santiago caía el sol con una intensidad ineluctable. No tenía ningún sentido tratar de protegerse bajo la sombra de los árboles o abrir las ventanas de los autos. Solo aquellos que podían solventarse el aire acondicionado o una piscina tenían derecho a disfrutar de la infinidad que le otorga a un día llevar el apelativo de domingo. Andrónico K se defendía como podía bajando todo lo posible las ventanas de su pequeño automóvil rojo mientras bebía Coca-Cola light tratando de despertar y de llegar a la casa que Javier M tenía medio perdida entre los cerros que están detrás de San Carlos de Apoquindo.
A esa altura, con la cooperación de las redes eléctricas, informáticas y telefónicas, Andrónico C –un madrileño de 23 años del que sólo había escuchado comentarios casi mitológicos y algo fantasmagóricos– lo había contactado, llamándolo directamente a su teléfono móvil. Andrónico K ya había conseguido lo que este le había pedido y debía decidir si aprovecharía la oportunidad para cruzar gratis el Atlántico, o si se desentendería del asunto enviando los papeles por courier.
Pero mientras conducía por las nuevas calles de Los Dominicos, que hace un par de años se había convertido en una nueva comuna, Andrónico K solamente pensaba en cómo enfrentar lo que, a sus ojos, era evidente que estaba sucediendo entre él y Amanda F.
La noche anterior, contrariamente a lo que podría pensarse por el tamaño de las bolsas de debajo de sus ojos, Andrónico K no había salido. No había asistido a ninguna cena, discotheque, bar o restaurante. Tampoco había compartido con amigos, no había bebido y no había consumido ninguna droga fuera de café, cigarrillos y el aire dulcemente corrompido de Santiago. No había tenido sexo, pese a no haber dormido solo. Amanda F durmió a su lado y ninguno de los dos había intentado llegar al apareamiento. Se habían dado un beso de buenas noches y Amanda se había dormido. Andrónico casi, casi, lo había logrado. Luego pensó, y sus ojos volvieron a abrirse. Se quedaron abiertos.
Pensó en que quizás ya había llegado el momento en que se acaba el deseo y una relación solo es capaz de declinar. Tuvo miedo y casi no durmió caminando por el pasillo que unía el dormitorio con el estar, pensando en qué pasaría si ahora, con poco más de treinta años, perdía a Amanda F. Al despertar sentía en el cuerpo cada café y cada cigarrillo que lo había acompañado en su angustia. Sin quererlo esquivaba la mirada negra de los ojos de Amanda. Agradeció que ella tuviera cosas que hacer y se hubiera retirado temprano.
La ducha había durado más de lo acostumbrado. Andrónico K no podía dejar de pensar en que Amanda había comenzado, muy lentamente, a irse. Podía ser, si así lo pactaban, que antes de que ella se fuera del todo, se casaran, tuvieran uno o dos hijos y pudieran terminar sus días diciendo que lo habían intentado. O podía no ser. Había pensado mucho en ello mientras sentía el agua –que bien podría haber estado hirviendo o congelada– cayendo por su espalda y por la línea entre sus nalgas. El tiempo parecía no transcurrir. El sonido de las gotas chocando contra las baldosas bloqueaba cualquier línea de pensamiento racional que intentara abrirse paso por las confusas y enmarañadas concatenaciones de su mente. El estomago terminó por enredársele y salió de la ducha con nudo doloroso en los abdominales superiores. Se fumó un caño, un cigarrillo y cuando comenzaba a llenar la cafetera se dio cuenta de que ya era tarde y se cambió a una Coca-Cola light con mucho hielo.
Estaba en eso cuando sonó el teléfono. No contestó porque no tenía ningún sentido hacerlo. El aparato emitía distintas melodías según quién fuera el que llamaba. La melodía árabe correspondía al celular de su viejo. Era domingo 26 de diciembre y se suponía que haría algo parecido a celebrar la navidad con Javier M, quien biológicamente no era su padre pero lo había criado. Eran algo más de la dos de la tarde y se suponía que se verían a la una y media.
A las dos y veinte Andrónico K aceleraba en su pequeño automóvil, subiendo por Providencia. Recién a las dos y cuarenta se encontraría frontalmente con Edmundo. Sólo entonces se harían culpables la Coca-Cola y la Mastercard.
Edmundo era un niño redondo, pecoso, lento y algo ciego. Los últimos meses de su vida se habían dividido en sufrir por las cosas que su padres y sus médicos le prohibían comer; el tratar de acostumbrarse a la extremadamente leve, pero no por eso menos insoportable, sensación de llevar puestos lentes de contacto; tratar de dominar algún deporte, al menos a los ojos de sus padres –objetivo siempre esquivo, por supuesto– y, como todo preadolescente, trataba de saber quién era él o, peor aún, cuál vendría siendo la razón de la existencia.
Hace dos días, en medio de una fiesta que al propio Edmundo le parecía servil a los intereses del crédito y pagana en toda su simbología, le habían regalado una bicicleta, que desde su aún escasa estatura le pareció enorme. Jamás comprendió para qué servía tener toda esa variedad de cambios, ni ese enorme casco rojo que, estaba seguro, lo convertiría en el hazmerreír de sus compañeros de curso. Hasta las dos y media de esa tarde había logrado, diplomáticamente, no tener que hacer uso de semejante utensilio.
Pero existía Eduardo, su padre, un tipo más acostumbrado a los niños ruidosos y atléticos de la televisión que al ritmo lento y pausado de sus propios hijos. No podía comprender esa tendencia que tenían sus tres pequeños a perderse mirando el cielo estrellado; a leer esos gruesos libros que jamás supo cómo habían llegado hasta su casa; a preferir los documentales del cable a los dibujos animados en los que terminaba todo lleno de sangre; a mantener el silencio frente a las burlas en lugar de golpear como él lo hubiera hecho. Al final se aburrió de esperar la iniciativa de su hijo y de un solo golpe sobre la mesa lo tenía ataviado con el ridiculísimo casco rojo y haciendo equilibrio sobre una bicicleta que era, evidentemente, demasiado alta para él.
Lo obligó andar por las calles que se pierden entre los cerros, pero como desconfiaba de que en cuanto Edmundito doblara la esquina se pusiera a leer o a llorar, lo acompañó metro a metro montado sobre la inmensidad de su camioneta familiar. Como un público móvil asistió al triste espectáculo de su hijo tratando de dominar la máquina con los ojos llorosos y obligándose a esbozar una sonrisa. Él, a un metro de distancia, avanzando muy lentamente para un vehículo motorizado y fumando, trataba de alentarlo, aunque con eso solo aumentaba la ansiedad de su hijo. Era tan similar ser alentado a ser presionado. Edmundo solo quería tirar la bicicleta a la basura, subir la música y perderse entre el sabor del chocolate y lo que alcanzaba a comprender de las ideas de Nietzsche. Su padre estaba ahí para hacerlo imposible.
A las dos y cuarenta, cuando Andrónico K se cruzó con Eduardo y Edmundo; su cabeza todavía estaba enredada en Amanda F. Sin embargo, en cuanto vio la imagen de este niño regordete y sudoroso que fingía una sonrisa para su instigador (que, lo supo de inmediato, era su padre), Andrónico comprendió que él, que todos menos los huérfanos, que todos y cada uno de nosotros, éramos o habíamos sido un Edmundo. Era cierto que él nunca fue regordete ni nadie lo había presionado con algo tan insulso como una bicicleta y un horroroso casco rojo, pero todos los que habían, habíamos sido hijos, sabíamos lo que era soportar la sombra, solo a veces maquillada de cariño, que proyectaba sobre cada uno de nosotros el respectivo padre. Siempre supo que no se detendría, que no haría nada para intentar rescatar a ese niño de semejantes garras psicológicas. Se tomó un segundo para desear que cuando el chico llegara a la adolescencia encontrara, al menos, un buen psiquiatra. Recordó que iba a encontrarse con su padre y decidió que aprovecharía la ocasión que le presentaban esos papeles para viajar a Europa. Se lo mencionaría a Javier M después de haber terminado su celebración de navidad, para no empantanar todo el almuerzo de quejas y recuerdos amargos. No habría compasión ni duda, dijese lo que dijese. No podía rescatar al sudoroso niño de la bicicleta, pero todavía podía intentar rescatarse a sí mismo.
Al doblar en la esquina siguiente su cabeza ya estaba de nuevo pensando en Amanda F: se preguntaba qué diría ella respecto del viaje.
Antes de girar el volante había bebido Coca Cola light para intentar estimularse y había pensado en que había sido una suerte no haber cerrado su Mastercard.
Eduardo pensaba en que todo era culpa del exceso del Coca Cola que bebía su hijo y que lo mantenía con problemas de sobrepeso. Agradeció contar con Mastercard para poder comprarle todo tipo de objetos deportivos que lo sacaran de sus libros eternos y lo ayudaran a quemar la Coca Cola que, esto no lo pensó, le compraba con la misma tarjeta de crédito.
Caía el sol vertical y crudo sobre Santiago. Ambos hijos, a pesar de su diferencia de edad, conducían sus vehículos pensando en cómo liberarse de la sombra de sus padres. Andrónico K se subiría a un avión por una venganza silenciosa, casi imperceptible, aunque tratara de convencerse de otra cosa. Edmundo N por algunos años más, sólo sabría esconderse en el sabor de la Coca Cola que manaba a raudales en el refrigerador de su casa. No… que manaba a raudales en el refrigerador de la casa de su padre.
2
Disquisiciones sobre los héroes
…durante mucho tiempo creí que Mao era un héroe, y en mis visiones infantiles lo veía montado sobre un imponente dragón, dirigiendo aquella gran marcha de la que mi madre tanto hablaba. Mucho tiempo después, descubrí que el dragón era de plástico y que, en realidad, la columna de la gran marcha se movía hacia atrás.
Por supuesto ya no puedo darme el lujo de creer en la existencia de los héroes. O, al menos, en la de los buenos. Esa sola posibilidad se da por descontada. Al final las cosas se han hecho sencillas: cada uno rasguña su propia piedra, y bien por ti si encuentras algo de valor en ella. A nadie le importa si mueres de hambre o si te desangras los dedos raspando pedazos de roca debido a que nadie tuvo la amabilidad de entregarte alguna herramienta.
Evidentemente, la idea de rasguñar piedras es una metáfora y, en mi caso, una muy lejana. Nunca le he trabajado un día a nadie, ni tampoco pretendo hacerlo. Dentro de la misma lógica, tengo la suerte de haber nacido entre los capataces. Basta con saber administrar el trabajo del resto para hacerse de lo que se necesite. Basta con mantener a los rasguñadores divididos y tranquilos. Basta con recordar que no hay que hablar demasiado alto.
No siempre me gusta haber nacido en este medio, pero tengo las manos demasiado frágiles como para otra cosa. La historia nos ha demostrado que no hay manera de moverse hacia adelante: nos hemos hecho de un vehículo que solo tiene reversa.
Mi cuerpo, bien acostumbrado a los vicios que tácitamente se nos imponen, me exige un cigarrillo. Pienso en el cáncer al pulmón. Por supuesto, es un recuerdo meramente ornamental. Apenas quince segundos después, ya estoy aspirando el cigarrillo cancerígeno. Debo asumir que, a pesar de todo, tiene muy buen sabor.
El teléfono suena en mi mochila, y lo escucho pese a todo el ruido que hay a mi alrededor. Los automóviles se cruzan al sentido de mi caminar. Corren aceleradamente dirigiéndose a ninguna parte. Como siempre, fiel a Murphy, la cremallera de mi mochila se atasca. El teléfono no deja de sonar. El siguiente medio minuto de mi vida se limita a luchar contra una cremallera con carácter fuerte. La decreciente superioridad de la especie sobre los objetos todavía es lo suficientemente fuerte como para lograr abrir mi mochila. Contesto el cuerno medular de mi comunicación con el mundo. El ruido exterior me obliga a gritar:
–¿Aló?
–¿Benja? ¿Dónde mierda estái?
Reconozco una voz mil veces escuchada. Diego pregunta por mi ubicación desde el otro lado de la línea virtual que nos une. Realmente espero que se preocupe por algo más que mi ubicación. Antes de responderle, miro un reloj en la calle y, solo entonces, me percato de que llevo dos horas de retraso. Nadie me va a estar esperando con una sonrisa en la cara.
–A tres cuadras de tu casa –mentí–, estoy allá en cinco minutos.
–Más te vale, si no la
