Clara y las abuelas canguro
Por Tania Kratchsmar
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Una novela feel-good con grandes dosis de humor que cuenta las experiencias de tres nannies de más de cincuenta años que se reúnen cada lunes en un café para compartir sus respectivas historias de desespero.
Tras una conversación con su madre, Clara, cansada de su profesión de secretaria en una escuela, decide probar suerte con una idea: montar una agencia de au-pairs para mujeres a partir de los cincuenta años. Clara percibe que hay muchas mujeres con ganas de adquirir nuevas vivencias, y cuya experiencia con niños puede ser útil para muchas familias.
Sin embargo, antes de enviarlas al extranjero prefiere empezar en Alemania, así que sus tres primeras candidatas pasarán tres meses en Berlín cuidando los niños de tres familias, una experiencia que les cambiará la vida y con la que podrán, por fin, descubrirse a sí mismas.
Tania Kratchsmar
Tania Krätschmar nació en Berlín en 1960. Después de estudiar lengua y literatura alemana en Berlín, Florida y Nueva York, trabajó durante muchos años como scout en Manhattan. Con Clara y las abuelas canguro, una novela que es mucho más que un canto a la amistad, Tania Krätschmar se ha posicionado como una de las autoras más destacadas del género feel-good en Alemania.
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Clara y las abuelas canguro - Tania Kratchsmar
Capítulo 1
—¡Maldita sea!
La tapa de porcelana de la cafetera cayó en el parqué con gran estruendo. El botón en forma de rosa se rompió y rodó imparable bajo el aparador antiguo.
Antes de que ocurriera algo peor, Else Tinkermann dejó enseguida la cafetera. Tenía las dos manos en alto, como si se rindiera ante un enemigo imaginario. Luego, con los dedos hinchados de una mano, se pellizcó la piel de la otra, que, en vez de volver a su sitio con elasticidad, se quedó rígida como un lienzo pálido y translúcido.
—¡Madre mía, mira esto! —exclamó disgustada—. ¡Pero si solo es pellejo! En teoría no tengo nada en contra de hacerme mayor, de que la cifra aumente cada año…, pero en la práctica es un incordio. Primero te vuelves invisible para los hombres, luego ya no puedes tomar decisiones con libertad, y al final te roba la vida. ¡Hasta la fuerza para servir un café decente, como acabas de ver! —Crispada, se retiró un mechón de cabello blanco y ralo de la cara.
Clara Behrens no pudo evitar sonreír mientras se agachaba para recoger la tapa y el botón. Esa manera de reírse de sí misma cuando se enfadaba era muy propia de su madre. De la cabeza estaba en plena forma. Else leía todos los días dos periódicos, uno en alemán y otro en inglés, le gustaba discutir de política («¿Debería votar a los verdes ahora o no? ¡A mí me parece que no hacen lo suficiente! ¡Hay que prohibir lo que los japoneses hacen con las ballenas y los delfines! Si fuera más joven, ¡me encadenaría a uno de esos barcos balleneros!»), y culturalmente siempre estaba al día, tanto sobre lo que ocurría en Hamburgo como en el resto del mundo. Su pequeña debilidad por las casas reales europeas no le parecía del todo políticamente correcta, pero ahí estaba. Sin embargo, su cuerpo de setenta y ocho años imponía unos límites que a su espíritu le encantaría traspasar. Era por las articulaciones, donde la artrosis hacía estragos. Algunos días sentía fuertes dolores al moverse, y aquel era uno de ellos. En esos casos, el bastón con el puño en forma de cabeza de pato, que estaba apoyado en la silla, era su mejor amigo.
—¿Sabes lo que más echo de menos? —preguntó Else, que siguió sirviendo el café, aunque sin la tapa.
A su madre le temblaban las manos, pero Clara la conocía demasiado como para ofrecerse a ayudar. Sacudió la cabeza.
—No poder viajar. ¡Cómo me gustaba viajar sin rumbo fijo! Al mar, a una isla…, pero ahora apenas puedo cargar con mi maletita. —Dejó la cafetera con cuidado—. Y encima es imposible planear viajes más largos porque no sé cómo me encontraré cuando tenga que marcharme. ¡Eso sí que me molesta! ¡Con lo que a mí me gustaba volar! Ahora me duelen los huesos solo de pensar en estar sentada más de una hora en un avión.
Else desvió la mirada hacia el aeropuerto de Hamburgo, cuyas grúas se avistaban a lo lejos. Desde que Clara tenía uso de razón, sus padres habían vivido en el casco antiguo. El instituto donde ella trabajaba de secretaria no estaba lejos, por eso visitaba con frecuencia a su madre de camino a casa. Como aquel día.
—Así que, hija, voy a darte un buen consejo: cumple tus sueños mientras aún estés a tiempo. ¡Disfruta de cada día! El mundo pertenece a aquellos que lo disfrutan. A partir de una determinada edad, cada día cuenta el doble. Llega un momento en que el cuerpo no te acompaña, por mucho que la mente lo desee. Y no me refiero solo a tener la piel fina… ¡Bah! —Else se volvió con resolución hacia su hija—. ¿Qué tal el trabajo? ¿Tu nueva directora se ha moderado o sigue exigiéndoos lo imposible?
Típico de su madre: cambiar de tema. Tenía prohibida la autocompasión por principio. Clara se retiró el pelo liso y castaño detrás de la oreja.
—No, en absoluto. Si tuviera una buena idea, me pondría a trabajar por mi cuenta, mamá. En algo completamente distinto. Ojalá supiera en qué.
—¿Ese es tu sueño? ¿Trabajar por tu cuenta?
Clara asintió.
—Me encantaría trabajar para mí, no para los demás.
—Hija, a veces me pregunto para qué te puse un nombre feminista tan maravilloso. ¡Si es tu sueño, hazlo! Piensa en lo que te gusta hacer, averigua qué le gusta hacer a los demás, deja volar la imaginación y sé valiente. Yo, si pudiera empezar algo nuevo, abriría una agencia de viajes y probaría todos los viajes en persona. Imagínate, te quedan más de veinte años en el instituto…
Clara miró asustada a su madre.
—Madre mía, no lo soportaré tanto tiempo.
—Bueno, entonces tienes que pensar en algo. Hay que admitir que los viejos vamos avanzando, pero, por mucho ímpetu que le pongamos en el camino, no podemos permitirnos dar rodeos, o ya no alcanzaremos nuestro objetivo. Pero tú aún eres lo bastante joven para empezar algo nuevo, aunque implique dar un rodeo. —Suspiró y echó un vistazo al reloj de latón que colgaba de la pared. De pronto, recuperó la energía—. ¡Ya es muy tarde! Hoy dan en el canal 3sat un programa de viajes fantástico sobre el transiberiano. ¡Ay, todo lo que no he visto en esta vida, y cómo lo lamento! ¿Quieres quedarte a verlo?
—No, gracias. Me voy. Tommi estará a punto de llegar a casa.
Clara terminó la taza de café. Su marido trabajaba para una editorial en Hamburgo, donde, por fortuna y en contra del espíritu de la época, aún era normal que los empleados se fueran puntuales.
—¿Y el niño?
—Leon tiene hoy una reunión para preparar su año en el extranjero. Se irá después de las vacaciones de verano. Está muy emocionado. Nosotros no perdemos la esperanza de que con la familia de Estados Unidos aprenda de una vez a ordenar la habitación. El caos no lo voy a echar de menos, pero lo demás… Bueno, lo soportaré.
Cogió la bandeja, la llevó a la cocina y dejó la vajilla sucia en el lavaplatos. Else la siguió, se apoyó en el marco de la puerta y la observó, melancólica.
—Qué rápido pasa todo cuando uno no tiene dolores. Cada vez se me caen más las cosas. Bueno, no pasa nada. De todas formas, todos tenemos demasiados trastos.
—Mamá, puedes tomarte tranquilamente un analgésico de vez en cuando. Seguro que mejoraría tu calidad de vida —dijo Clara, que fue a coger el bolso que había colgado en el perchero.
Else hizo un gesto de indignación.
—¡No quiero depender de esas pastillas! Me preparo una bolsa de agua caliente, que también ayuda. Y, oye, hija, saluda a tu marido de mi parte, ¿me oyes?
—Lo haré.
Una súbita emoción se adueñó de Clara cuando le dio a su madre un abrazo de despedida. De pronto, Else le pareció tan menuda, tan frágil, que se preguntó cuánto tiempo viviría. Quería que se encontrara bien, que siempre estuviera ahí. No podía imaginar la vida sin su inquebrantable optimismo. Se propuso cuidarla más. Conversar más con ella, tal vez en el coche. Podría recoger a Else, pasar un fin de semana con ella fuera de Hamburgo para saciar su sed de aventuras. Por supuesto, debía hacerlo con discreción, pues Else rechazaría todo lo que oliera a preocupación por su persona.
En una heladería junto a la iglesia de San Miguel, Clara se compró un helado para superar el nudo que sentía en la garganta. Desde el puerto soplaba un viento suave. Unas nubes blancas ocupaban el cielo azul. Era uno de esos días que hacían pensar que se acercaba el verano…
Pensó en la conversación con su madre. Era cierto, los viajes siempre habían sido la gran pasión de Else. Había viajado mucho por Europa, pero no había llegado a Estados Unidos, adonde Leon partiría en septiembre.
Con qué naturalidad viajaban los jóvenes por el mundo hoy en día. Intercambios escolares en Estados Unidos, trabajos de temporada en Australia o Canadá, estancias cuidando niños en todo el mundo…, tan jóvenes y ya tan viajados, pensó Clara. Lo veía casi todos los días en el instituto. En cuanto llegaban a secundaria, ya nada los detenía. Eso tenía que cambiar la visión de la vida, algo que los mayores ya no podían permitirse.
¿Por qué no?
Clara se paró con tanta brusquedad que un anciano topó con ella.
—Mira por dónde vas, chiquilla —dijo enfadado, y siguió caminando.
Ella se quedó mirando al hombre sin verlo de verdad. En su cabeza estaba tomando forma una idea.
Clara continuó caminando y aceleró el paso. Intercambios de estudios… Está bien, para eso era demasiado tarde. Los trabajos temporales en el extranjero probablemente tampoco servían ya. ¿Qué mujer de edad avanzada tendría ganas de echarse una oveja díscola a la espalda para esquilarla? ¿O se pondría a recolectar kiwis con un pesado cuévano en la espalda? ¿O se pondría a cortar leña en Canadá?
Pero de niñera… ¡Eso sí funcionaría! Muchas mujeres mayores tenían experiencia en entornos con niños, primero con sus hijos, luego con los nietos. Eran responsables, ya no se enamoraban tan rápido, no se emborrachaban a escondidas, hacían las tareas domésticas con los ojos cerrados… En el fondo, eran mejores cuidadoras que esa savia nueva, ¿no? Tal vez no como jóvenes compañeras de juegos, pero por qué no como… ¿una especie de cariñosa abuela temporal?
De pronto, Clara tuvo mucha prisa por volver a casa.
—¿En realidad existen niñeras mayores que vayan al extranjero? —le preguntó Clara por la noche a Tommi, que estaba poniendo la mesa mientras ella salteaba pollo con verduras para los dos.
—¿De qué edad estamos hablando? —preguntó él, que dejó los platos haciendo ruido—. ¿Veinticinco años, en vez de recién salidas del instituto?
—No, mucho mayores. Cincuenta años o más.
Tommi soltó una carcajada y se le acercó por detrás. Ella notó su aliento en el cuello; los pelillos de la barba le hacían cosquillas en la piel.
—Pero, oye, ¿quién iba a pelearse a esa edad con niños que no son suyos por un poco de dinero? Eso solo lo hacen los jóvenes porque quieren aprender inglés de una vez como es debido o porque no tienen ni idea de qué estudiar.
Cogió el móvil y marcó algo.
—Tommi, no seas tan cínico. La gente mayor va ganando terreno. Hace poco, mientras hacía la compra, vi una lupa en el carrito. ¡Para que puedan ver la letra pequeña de los paquetes! Es una señal de que cada vez hay más gente de la tercera edad. Hay muchas mujeres que aún tienen ganas de ver mundo cuando ya no trabajan o no están ligadas a sus familias. Mujeres que tienen experiencia con niños. Mujeres mayores, pero con ganas de vivir aventuras.
—Vaya, has estado con Else.
—Exacto. Si le hubieran ofrecido algo así hace veinte años, lo habría hecho sin dudarlo. ¡Se habría entusiasmado! —Clara dejó la sartén sobre la mesa y se sentó frente a Tommi—. Pero para mamá es demasiado tarde. La edad la ha atrapado. Me ha dicho que uno debe cumplir sus sueños mientras pueda. Se refería a sí misma, pero también a mí. He estado pensando… ¿No te parece buena idea enviar a mujeres mayores a convivir con familias? Podría abrir una agencia en mi tiempo libre. Si funciona, dejaría el trabajo definitivamente. Y a lo mejor podría ayudar a otras mujeres a cumplir un sueño.
Tommi asintió y miró el móvil, que estaba junto al plato.
—Seguro que ya existen agencias que se ocupan de enviar niñeras mayores. Parece que está de moda. Aunque eso no significa que no pueda sumarse otra agencia de colocación. —Levantó la vista de la pantalla—. Sí, a lo mejor se te da bien. Eres simpática, servicial, comprometida y hablas bien el inglés. —De pronto se distrajo un instante. Siempre lo hacía cuando se le ocurría algo—. Luego podrías llamarla la Agencia de las Abuelas Canguro. Ya pensaremos un buen anuncio para ti y te montaremos una página web. A lo mejor uno de nuestros redactores puede escribir un artículo para el periódico. Lo que necesitas son mujeres que quieran hacerlo, y familias que las quieran tener en casa. Y el formulario de contacto correspondiente que los relacione a unos y a otros.
—¿Y cómo encuentro familias en el extranjero que busquen una abuela canguro?
—Las encontraremos. En Internet. Y escucha: no tienes por qué enviar a las abuelas canguro al extranjero de buenas a primeras. Primero podrías colocarlas en Alemania. Poco a poco.
Clara miró a su marido, entusiasmada.
—¡Tienes razón! Sería menos arriesgado empezar así. —Levantó la copa hacia él—. Bueno, entonces vamos a brindar ahora mismo.
Clara no podía evitarlo: de repente, se sentía muy feliz.
Capítulo 2
S use Hartema no estaba satisfecha. «Este pescado apesta», pensó, y olisqueó con cuidado los arenques que acababa de sacar del paquete. Se apartó asqueada, justo cuando la doble puerta que daba al comedor se abría de golpe tras ella.
—¿Qué es lo que apesta así? —preguntó su hermano Bodo, camarero del restaurante La Foca y, por supuesto, dueño de la mitad del restaurante. La otra mitad era de Suse.
Ella se dio la vuelta.
—Es el pescado que dejaste que te endosara Feersen. ¿No puedes ni mirar lo que te pone?
Bodo se encogió de hombros con serenidad.
—Bueno…, de todos modos, no entiendo por qué tienes que hacer tú los arenques asados. Los venden hechos al por mayor por unos pocos euros.
Suse, irritada, miró a su hermano. Tenía cincuenta y nueve años, cinco años más que ella. Antes se veía a la legua que eran hermanos. Los dos eran altos, rubios, delgados con los rasgos de la cara un tanto duros; tenían los ojos del mismo color azul que el cielo despejado de verano. Gente de su tierra, de Frisia oriental.
Sin embargo, la insana propensión de Bodo a beber con los clientes lo había cambiado visiblemente durante los últimos años. Estaba hinchado, tenía los ojos turbios. Cuando cerraba el restaurante por la noche, a veces estaba borracho como una cuba. El carácter también se le había agriado: Bodo era impaciente, insoportable, insufrible. Probablemente, todos esos «in» se debían a su permanente resaca.
Suse, en cambio, intentaba, por lo menos, mantenerse en forma. Iba mucho en bicicleta por el dique. Por una parte, necesitaba el movimiento para compensar el trabajo en la cocina; por otra, era su válvula de escape para sus discusiones con Bodo. Saltaba a la vista que ya no tenía ni treinta ni cuarenta años, y sí, también había pasado la menopausia. Lo que antes era delgado en su cuerpo ahora… ya no lo era. Pero se repartía en un metro setenta y cuatro; en general, Suse estaba contenta con su aspecto. Ya no le parecía tan mal que hubieran aparecido algunas mechas grises en el cabello rubio, apenas se veían. Ya no era joven, pero tampoco vieja.
—¿Qué pasa con las escalopas? ¿Aún no están hechas? —preguntó Bodo, al tiempo que señalaba los fogones.
—Casi están —dijo Suse, que miró la sartén donde se estaban friendo dos filetes de cerdo.
—¿Por qué tiene que tardar tanto lo que cocinas? Los clientes se están impacientando —se quejó Bodo.
—Pues di a los clientes que estará más rico si los empano a mano y los frío en un buen aceite vegetal, en vez de meterlos precocinados en el microondas —se defendió Suse.
—Pero si ni siquiera se dan cuenta —repuso él.
—¡Claro que lo notan! —le gritó Suse a su hermano—. ¿Cuándo entenderás de una vez que este restaurante solo tendrá futuro si ofrecemos calidad?
Bodo también montó en cólera.
—Alto ahí, hermana. Este negocio funciona desde que lo heredamos de nuestros padres, y de eso hace casi veinte años. De haber sabido que un día convertirías esto en algo tuyo, habría preferido comprar tu parte.
—¿Y de dónde habrías sacado el dinero, Bodo? Además…, ¿es que querías cocinar solo?
—¿Por qué no? ¡Así habría servido las escalopas del microondas! ¡Pero desde que Hauke no está, tienes que sentirte realizada con la cocina! —Bodo hablaba como si sentirse realizada fuera una especie de erupción cutánea contagiosa.
—No metas a Hauke en esto. Eso no te incumbe. Además, ya han pasado tres años —se justificó Suse, que acto seguido se enfadó consigo misma por haberse excusado.
Sacó las escalopas de la sartén, las puso con una piel de limón en forma de barquito cada una, sirvió dos cucharadas grandes de ensalada de patata casera con pepino fresco, rabanitos y cebollino, y le dio a Bodo los platos preparados.
—¡Aquí tienes! ¡Por fin! ¿Estás contento ahora? Y ahora déjame en paz.
Su hermano se fue con los platos, en silencio.
Suse lo siguió con la mirada y suspiró. No sabía qué le generaba más frustración: que no hiciera caso de sus intentos de mejorar la carta del restaurante (o incluso que los boicoteara), el hecho de ganar lo justo con el restaurante (aunque tampoco nadaba en la abundancia) o no saber cómo cambiar la situación. O puede que lo que la molestara más fuera que cada vez se llevaba peor con su hermano. Suse era una cocinera ambiciosa pero sin formación; además, aparte de su hermano, no tenía ni marido ni familia que pudieran mantenerla. Desde que Hauke había desaparecido de su vida, no había hecho más viajes. Los veranos los pasaba en el restaurante porque era la temporada alta. En invierno había menos trabajo, pero nunca sabía muy bien qué hacer entonces. Le gustaba Bensersiel, como le pasaba a todo el mundo con el sitio donde había nacido y había vivido siempre. Pero no había muchas opciones de vivir una vida llena de aventuras. Todo giraba en torno a los veraneantes que pasaban las vacaciones en el mar.
De vez en cuando, aparecía un hombre en su vida, pero la tendencia iba a la baja, y siempre era un cliente del restaurante. En otoño, los desconocidos abandonaban esa población costera de Frisia oriental como los gansos salvajes que alzaban el vuelo sobre el mar. Los hombres también desaparecían, y Suse se quedaba.
Se secó las manos húmedas en el delantal y miró alrededor. ¿Qué estaba haciendo cuando Bodo entró y la puso de los nervios? Exacto: estaba examinando el pescado. Suse se acercó al fregadero y echó un nuevo vistazo. No se podía salvar nada. ¡Feersen la iba a oír! Envolvió de nuevo los arenques en el papel de periódico y sonrió al ver la cabecera. ¿Desde cuándo el viejo leía el Hamburger Abendblatt?
Leyó por encima los titulares, un poco mojados por el pescado húmedo. «Agencia de Abuelas Canguro», leyó. Pero ¿qué era eso? Cogió las gafas de la estantería de encima del fregadero, y se puso a leer:
AGENCIA DE ABUELAS CANGURO
«El cuarenta y ocho por ciento de las mujeres alemanas tienen más de cincuenta años. Muchas ya no trabajan, pero conservan toda su energía y quieren algo más que una jubilación cómoda», dice Clara Behrens, de la agencia Abuelas Canguro de Hamburgo. «A esas mujeres nos dirigimos. Las colocamos temporalmente en familias que desean el cariño y el cuidado que les puede ofrecer la gente mayor a sus hijos. Llevan a los niños a la guardería o al colegio, y hacen los deberes con ellos, les leen en voz alta, etc. Las familias anfitrionas también pueden solicitar que hagan la compra, ayuden un poco con las tareas domésticas y la cocina. Estaría bien disponer de permiso de conducir. A cambio, nuestras abuelas canguro reciben la manutención, el alojamiento y una pequeña remuneración. Y lo más importante: conocen otro tipo de vida. Tenemos previsto primero colocar a las mujeres interesadas en Alemania antes de enviarlas al extranjero».
Para más información sobre la Agencia de Abuelas Canguro, consulte: www.agenciadeabuelascanguro.com
Suse se puso las gafas a modo de diadema y se quedó mirando por la ventana, pensativa. En la terraza, bajo el sol de junio, estaban sentados un hombre y una mujer. Se estaban comiendo las escalopas que acababa de preparar. El hombre había clavado el tenedor en un pedazo y lo miró satisfecho antes de llevárselo a la boca. Parecía gustarle.
Tras la terraza se extendía la llanura verde. Frisia oriental. Luego llegaba el dique; detrás se acababa el mundo.
De pronto, Suse sintió el deseo de conocer el espacio que se extendía por delante, detrás y por encima del dique. Conocer a gente que llevara una vida completamente distinta a la suya. Era una sensación nueva, pero tan potente que se puso a temblar por dentro.
Suse volvió a leer el artículo por encima. ¿Experiencia con niños? Apenas tenía, pero, pese a no tener hijos, le gustaban los niños. Siempre le habían gustado. La hermana de Hauke tenía tres niñas, y a Suse le gustaba hacerles de niñera. ¿Las tareas domésticas? Ningún problema. ¿Permiso de conducir? También lo tenía. Y cocinar…
Decidida, agarró una servilleta y escribió la dirección de la página web que aparecía en aquel periódico empapado.
—Apuesto lo que quieras a que dentro de dos semanas habrás vuelto —vaticinó Bodo a su hermana cuando al cabo de unos días le contó el plan de trabajar como abuela canguro.
En realidad, ya no era un plan: Suse había tomado una decisión. Ya había hablado con Clara Behrens y había rellenado algunos formularios. Ahora esperaba con ilusión entrar en contacto con la familia. Sobre todo estaba impaciente por saber dónde vivían, pues la señora Behrens había sido muy imprecisa al respecto.
—Eso ya lo veremos. Pero aunque solo me quede dos semanas, tendrás que buscarte otra cocinera —repuso Suse, indignada—. Y será mejor que no te pases el día rezongando sobre sus artes culinarias.
—¿Y cuándo te vas? —preguntó Bodo, como si aún no se lo creyera.
La señora Behrens le había dicho que, en principio, a inicios de octubre.
—¿Octubre? En otoño no necesito cocinera, tampoco hay mucho movimiento. Me las arreglaré solo con el negocio. Puedo hacerlo con los ojos cerrados —contestó Bodo, testarudo.
—¿Y en invierno? ¿Los pavos de Navidad los harás solo? ¿La col con salchichas ahumadas? ¿La col lombarda con albóndigas? ¿La fiesta navideña del club de bolos?
—Claro. Me las apañaré.
Suse asintió satisfecha, pues percibió en la voz de Bodo un claro deje de pánico.
Capítulo 3
K aren Parotat giró con ímpetu en la entrada, frenó y apagó el motor. Durante el trayecto del parque de Rosenhöhe hasta Fischbachtal había estado escuchando música con la ventana abierta, cantando a voz en grito. « I am what I am… » No le importaron las miradas escépticas que le lanzó un impertinente que rondaba los cuarenta años en un semáforo. ¡Era libre, libre, libre! ¡Eso merecía una sesión de canto a grito pelado! No le importaba en absoluto que el resto del mundo lo supiera. A sus sesenta y tres años era demasiado mayor para sentir vergüenza.
Karen permaneció sentada en el Polo por un momento, delante de su acogedora casita, donde vivía sola desde su separación, hacía ya dieciocho años. Detrás se abría una suave pendiente. Cuando llovía, el agua se acumulaba en una de las depresiones del terreno y corría en forma de arroyo hacia el pueblo de Fischbachtal, nombre que significa «el valle del arroyo de los peces». En la hierba se erguía un imponente nogal. ¡Por fin este año tendría tiempo para recoger las nueces!
Cogió el gran ramo de flores del asiento del acompañante y salió del coche.
Después de la tercera hora se habían reunido todos en el aula, los colegas y los alumnos. La directora había pronunciado un breve discurso en el escenario, en el que, de vez en cuando, dejaba caer una «nuestra querida señora Parotat». Por lo demás, sus palabras podrían haberse referido a cualquier profesora que iniciara su merecida jubilación. Luego le entregó a Karen el ramo de flores, y todos regresaron en masa a sus clases. Aún tenían que entregar las notas antes de las vacaciones de verano.
Para Karen empezaban unas vacaciones eternas.
Podía decir, con razón, que era uno de los días más bonitos de su vida. ¡Nunca volvería a corregir exámenes de vocabulario ni tendría que oír cómo los alumnos tartamudeaban los verbos irregulares y sus vagas excusas! En cambio podría dormir, viajar, tal vez ir a algún sitio donde por fin pudiera aplicar sus conocimientos de inglés…
Karen abrió la puerta, se quitó los zapatos planos y lanzó sobre el sofá la fina chaqueta de punto que llevaba encima del vestido de verano. Se atusó el cabello moreno, se soltó las horquillas y notó cómo le caía la melena sobre los hombros y se aliviaba la tensión en el cuero cabelludo. Siempre había considerado importante tener un aspecto pulcro en la clase. El castaño oscuro era su color natural, ahora lo encontraba como tinte intenso en las estanterías de las droguerías. «¿Cómo es mi pelo sin tinte?», se preguntaba a veces, pero no sentía curiosidad suficiente como para querer averiguarlo de verdad. El castaño oscuro siempre había formado parte de su vida, era importante. Era morena, y estaba bien así.
Karen puso el ramo en un jarrón, se sirvió una copa de prosecco para celebrar el día y salió descalza al jardín. ¡Por fin tenía tiempo! Tiempo…, la vida no era otra cosa: tener tiempo de la mañana a la noche, y dinero suficiente para aprovecharlo al máximo.
Acababa de arrellanarse en la tumbona del jardín cuando sonó el teléfono. «Que llamen», se dijo Karen, pero la autodisciplina ejercitada durante años le impedía obviar ese molesto ruido. Se levantó con un suspiro y volvió a la casa.
—¿Sí? —dijo.
—Hola, mamá. —Oyó la voz de su hija, que como siempre sonaba un poco nerviosa, sin aliento—. ¡Felicidades por la jubilación! ¿Ha sido bonito tu último día de clase? ¿Han sido cariñosos contigo?
Karen estaba tomando aire para contarle su despedida cuando su hija soltó un grito.
—¡Deja eso, Vincent! ¡Para de darle golpes a Sofía con la flauta! Un momento, mamá.
El auricular cayó al parqué. Karen se alejó el aparato de la oreja. De fondo, se oía un griterío estremecedor, interrumpido por las palabras pacificadoras de su hija.
—Mamá, tienes que ayudarme —rogó Anne cuando se puso de nuevo al teléfono—. La niñera de Sofía está enferma. En la guardería vuelve a haber varicela, no quiero dejar a Vincent y tengo que irme a trabajar.
—¿Y por qué no se toma el día libre tu marido, para variar? —preguntó Karen.
—Bueno, ya sabes que su jefe no lo ve con buenos ojos —se justificó Anne.
«¿Por qué es más importante su jefe que yo?», pensó Karen, disgustada, pero no lo dijo en voz alta.
—Anne, hoy es el primer día de mi jubilación, tenía otros planes…
—Por favor, mamá, si no voy a trabajar, ya no tendré opciones de lograr el ascenso —la interrumpió Anne—, y me encantaría seguir progresando. Necesitamos el dinero, ya lo sabes. Solo esta vez, te lo prometo. No sé qué hacer con los niños.
Karen se quedó callada. Hacía tiempo que había dejado de contar cuántas veces le había prometido Anne que aquella sería la última vez. Durante las vacaciones escolares, siempre surgían emergencias graves.
—Por favor, mamá…
Karen soltó un suspiro.
—Está bien, tráemelos.
—¿No puedes venir tú a casa? Ya voy muy justa de tiempo. Si tengo que meterlos a los dos en el coche y luego ir a tu casa…
Karen miró por la ventana. La copa de prosecco estaba en el reposabrazos de la tumbona, goteando. «Di que no», se dijo, pero luego se oyó decir que sí.
