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Los placeres perdidos y lo que queda del paraíso
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Los placeres perdidos y lo que queda del paraíso
Libro electrónico371 páginas5 horas

Los placeres perdidos y lo que queda del paraíso

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Sobre esta obra el escritor Edmundo Valadés escribió: "Novela de sátira delirante, desenfrenada y poética, Los placeres perdidos se propone bajarle los calzones a una sociedad conservadora e hipócrita y a la ciudad que la cobija, Cali, una de las ciudades más eróticas y gozonas del mundo. La ciudad de Cali que nos presenta el autor semeja una Sodoma y Gomorra en la cual Adolfo Montaño-Vivas, una especie de ángel extraviado en la tierra y un hombre del renacimiento que domina todas las artes, personaje central de la historia, se enfrenta a unos cuantos imbéciles que están convencidos de ser los justos bíblicos a quienes corresponde la potestad de oprimir y eliminar a la gran masa de los criminales, los pervertidos y los violentos, o sea los diferentes. Quizás esta obra podría incluirse en la tradición picaresca, de una picaresca trascendental, al lado de Rabelais, que sirve para plantear las preguntas esenciales ante lo extraño de la vida".

Adolfo Montaño-Vivas es sin duda uno de los personajes más atractivos de la literatura contemporánea, un espíritu tan transparente y particular como el famoso Ignatius Reilly de La conjura de los necios.

La ciudad de Cali en esta obra aparece en todo su esplendor, pero aquí no con las limitaciones culturales maniqueas que plantea Andrés Caicedo, sino con una riqueza de matices que convierten al territorio en un sitio de pusiones universales. La Universidad del Valle, las calles violentas, la salsa, el paisaje, la multiplicidad de tipos humanos presentados en esta obra convierten la lectura en un auténtico carnaval en el que están presentes las mejores manifestaciones del espíritu humano.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 jun 2024
ISBN9786287683433
Los placeres perdidos y lo que queda del paraíso

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    Los placeres perdidos y lo que queda del paraíso - Marco Tulio Aguilera Garramuño

    Marco Tulio Aguilera Garramuño – Los placeres perdidos y Lo que queda del paraíso – Universidad del Valle e Programa Editorial

    LOS

    PLACERES

    PERDIDOS

    Y

    LO QUE

    QUEDA

    DEL

    PARAÍSO

    Universidad del Valle

    Programa Editorial

    Título: Los placeres perdidos y Lo que queda del paraíso

    Autor: Marco Tulio Aguilera Garramuño

    ISBN:

    ISBN-PDF:

    DOI:

    Colección:

    Primera edición

    © Universidad del Valle

    © Marco Tulio Aguilera Garramuño

    Diseño y diagramación: Hugo H. Ordóñez Nievas

    _______

    Este libro

    El contenido

    Diseño epub:

    Hipertexto – Netizen Digital Solutions

    Los placeres perdidos y Lo que queda del paraísoLos placeres perdidos y Lo que queda del paraíso

    Un Aristóteles no fue sino los

    escombros de Adán, y Atenas, los

    rudimentos del Paraíso.

    Robert South

    PRIMERA

    PARTE

    I.

    PRESENTACIÓN DEL FRENÁPTERO Y DE SU EQUIPO DE CAZADOR METAFÍSICO. SUEÑOS DE UN NOVELISTA QUE QUIERE COMPRAR PIANO. EL ESPINOSO ASUNTO DE LAS SEDUCCIONES

    Si alguna vez ha habido en Cali, ciudad que se prestigia de albergar especímenes humanos en los que el esplendor es costumbre y espectáculo, un mancebo digno de ser amado por todos, todas, siempre sin tacha, sin pausa, sin reposo, ese ser magnífico es Adolfo Montañovivas. Su cuerpo de adolescente tierno, flexible y firme a la vez, iluminado por una piel de bronce bajo el sol, es campo propicio para la hierba rubia de su vello que lanza destellos a la menor provocación.

    Cuando Adolfo, Dolfin, Dolfo, parpadea y sonríe, caen todas las murallas. Imposible inventar contra él suspicacias, hallar segundas intenciones, reñirle. Sus razones y sin razones son tan irrefutables como la alternancia del día y la noche. Improbable descubrir en él una mirada de odio, un gesto de asco, cualquier ademán digno de lástima, indiferencia o menosprecio. Hacia Adolfo solo se puede sentir admiración, que al poco tiempo de frecuentarlo se transforma en amor. Amor sin atenuantes y sin adjetivos, puro y sin mácula, si es que tal sentimiento existe. Que algunos o algunas quieran tergiversarlo, es asunto muy diferente.

    Adolfo porta en la espalda un maletín de tela basta y trajinada que quizá en tiempo no muy remoto fuera azul. Sus tías, las adoratrices, son implacables en lo que se refiere a la limpieza de cuanto forma parte del atuendo del frenáptero. Aunque el sobrino amado no vive en casa de ellas, aunque prefiera disipar las horas jugando con los hijos de Pura y escoja dormir en el lecho que le tiene tendido su propia madre allá en las alturas del barrio San Fernando, ellas, las adoratrices, mantienen vivo el fuego del hogar, impecables las sábanas, bruñidos los vidrios del magno ventanal que da a un jardín de monjas, platos y cubiertos dispuestos sobre la mesa, para que Adolfo llegue en cualquier momento, acelerado y volátil como siempre, y monte la utilería de los únicos días felices del año. Las adoratrices no piden más. La espera también es parte de la dicha. Noventa de cada cien visitas vendrá por ropa limpia, la bendición y el beso en la frente nada más. Luego, adiós. Adolfo les concede el don de su presencia, sin largueza y sin avaricia.

    Y no es que gasten las adoratrices demasiado en las celebraciones. Un vinillo de frutas basta para los brindis. Y hasta dura para dos visitas si lo tapan bien y lo guardan en el refrigerador. A cambio de tanto beneficio ellas solo tienen que lavarle con unción papal los tenis, los pantalones vaqueros y las camisetas blancas, sin olvidar el maletín de tela, que dejan impecable por el derecho y el revés, con todo y su cordón blanco, y si Dolfo se los permitiera le lavarían el propio cuerpo con el que sueñan sin malicia y que bañaron desde niño sin poder hasta hoy olvidar. Tal vez por eso se quedaron solteronas. Ningún infante, aunque salieran de las propias entrañas de Nina y Vero, podría alcanzar un trono en sus corazones.

    Las tías conocen y respetan las cosas de Adolfo. Saben que Adolfo transporta en su maletín no solo cuanto halla en sus travesías alucinadas por Cali, Pance y los lugares circunvecinos, cosas que le parecen dignas de atención o estudio, sino una serie de objetos accidentales que fácilmente podrían dar cuenta de su vida, de su rumbo:

    —Un cornetín de lata para dar lata,

    —un rapidógrafo, lapicero fino de arquitecto, de tinta verde imperial, su anzuelo para fijar los destellos de un mundo que se escapa sin remedio,

    —una flauta dulce que nadie como él sabe tañer cuando está enamorado, feliz situación de la que Adolfo es habitante perpetuo,

    —una campanilla de sacristán para desorientar al enemigo,

    —un frasco de mermelada azul (Uno nunca sabe cuándo un frasco de mermelada azul puede ser decisivo) que lo mismo le sirve para engatusar a las hormigas, paliar el sabor a los venenos a los cuales es adicto, o arrojar a manera de bomba molotov,

    —varios cuadernos en los que están escritas las seis o siete novelas que, desde que tiene memoria de las vocales, ha venido elaborando, en caracteres góticos y con viñetas medievales, y que le han granjeado fama de genio, lo que, naturalmente, lo tiene sin cuidado,

    —partituras de su propia invención, generalmente inconclusas como sus novelas y definitivamente imposibles de interpretar (coros de veinte millones de sopranos, acompañamientos de ecos intermontanos, clarinetes y trompetas de ángeles auténticos),

    —un banquito con fondo de lona y armazón metálica plegable, que extrae del maletín en situaciones difíciles y que se llama el Banco de las reflexiones.

    Y, sin embargo, Adolfo tiene sueños modestos y a corto plazo. Uno de ellos es poseer un piano que a la vez sea doméstico como un perro de aguas, de gran calidad y negro retinto brillante, a semejanza de un corcel árabe, es decir, que sea origen de la música y reflejo del entorno. Con él cumplirá su viejo proyecto de ponerle música al mundo. Sabe que no podrá portarlo en su maletín, pero confía en su ingenio. Cuatro ruedas y una bicicleta de ejes bien aceitados bastan, dice.

    Si Adolfo escribe, no lo hace pensando en la posteridad (la posteridad: que otros se coman el postre que uno prepara con tanto trabajo) ni en la trascendencia, sino en un fin más inmediato y divertido: ganar un enorme concurso de novela y con el importe pagar la cuota inicial del Steinway que está echando raíces en la sala de la mansión de madame Renard. Una vez propietario del lujoso mueble, aguzar la industria y buscar la asesoría de un bicicletero maestro. Como el piano es de cola y le arrastra, Adolfo dice que se la cortará. Ya munido con todo el aparato, frotará sus muslos con ungüentos caloríficos, hará ejercicios de estiramiento, montará en el vehículo y comenzará su carrera de aedo de piano portátil. Inicialmente piensa instalarse en el corazón de Cali, la plaza de Caicedo y Cuero para, por una parte, cumplir con su divina misión de llevar el arte al pueblo, por otra, recaudar lo necesario con el objetivo de satisfacer las demandas financieras de madame Renard.

    También quiere, si se dan las condiciones económicas necesarias, importar un peregrino instrumento musical llamado cromorno, que yace desde el siglo XVIII en una tienda de anticuarios en Rotterdam.

    Adolfo por lo pronto se ha planteado algunos problemas que su singular vehículo causaría a su propia persona y al tránsito automotor. ¿Necesitaría el pianomóvil placa de circulación, documentos de identidad, luces direccionales? ¿Alcanzaría la velocidad requerida en las vías rápidas? ¿Afectarían los baches la afinación? ¿Quién recaudaría las contribuciones si el intérprete se ocupara fundamentalmente de fruncir el ceño del teclado? Tal vez fuera indispensable agregar al equipo un mecánico de cabecera, un tesorero confiable, un secretario, un explorador, un geógrafo, un ciclista suplente para los casos frecuentes, sin duda, de giras artísticas. Los muslos de Adolfo son firmes, bien proporcionados, eficientes, pero no incansables.

    El mayor problema que le ocasiona a Adolfo la armonía catastrófica entre su alma hermosa y su cuerpo perfecto es el de las seducciones. Hombres, mujeres y bestias caen abatidos fulminantemente por su encanto y sienten la necesidad angustiosa de hincar el diente real o figuradamente en su carne de ave celestial. Donde quiera que esté Adolfo nunca falta algún inoportuno que lo mire con ojos usureros. Los recursos para llegar hasta Adolfo han sido tan diversos como los matices del verde en la selva amazónica al amanecer.

    Memorable y bochornoso, por público, fue el abordaje del profesor Paz, poeta él y algo deschavetado. Fue hace algunos años en el San Luis Gonzaga —dice Adolfo—. "Emprendió un discurso sobre Proust con esa elegante y soñadora retórica que lo mantenía en la cuerda floja que separa lo ridículo de lo sublime. Contó esta historia:

    —Un día antes de casarse Marcel Proust estaba asomado a la ventana de su casa en Balbec. Una melancolía inexplicable le aplastaba el alma. El otoño, bello y fugaz, había alcanzado su máximo esplendor.

    El profesor Paz aspiró aire por la nariz, elevó las cejas y frunció el ceño, en lo que quiso ser un suspiro de alta gravedad.

    —La alegría de su próximo matrimonio había comenzado a ensombrecerse —continuó el profesor Paz—. La idea de que estaba a punto de prometer su persona, tan ávida de mundo, a una sola mujer…

    En ese momento la voz del profesor se detuvo trémula. Los estudiantes fingían un delirio lacrimógeno. El profesor, inmune a la burla, agitó las alas de sus pestañas rizadas con cucharilla e hizo descender su mirada desde el empíreo hasta posarla en la humanidad de Adolfo.

    Adolfo se hallaba sentado en la fila de atrás, el pupitre en ángulo de 45 grados y el alma cabalgando en vilo de la fantasía: soñaba que con el tiempo, gran esfuerzo y unas noches de vela, el frenáptero podría a llegar a ser asmático, novelista de la gracia caleña e invitado perpetuo de alguna madame Vedurin.

    —Estando en semejante situación —agregó el profesor Paz— Proust vio pasar por el sendero, bajo los álamos, como una visión, a un adolescente.

    Nuevo suspiro despiadado del profesor Paz. Y al pronunciar la palabra adolescente los ojos del profesor se abatieron sobre los de Adolfo como garras de águila en cuellos de gorriones mientras se paseaba la punta de la lengua rosadita y obscena por el bigotillo trasparente. Adolfo se puso rojo como un semáforo en rojo entre los murmurillos y carcajadas contenidas de sus compañeros. El profesor Paz agitó velozmente la cabeza, como el famoso perro de aguas, pero que ahora se sacude el exceso de humedad intentando, supongo, continua Adolfo, desprenderse del bochorno: era pública su afición a los culitos rosaditos, rosaditos, pero nunca se había descarado a tal extremo; gracias a las leyes gravitacionales, la inercia o rotación cefalea, arrió las velas de la retórica y concluyó humildemente, con los puños cerrados bajo su barbilla débil, de hombre de poco carácter según Gall, y los ojos bajos, como quien termina su monólogo y espera el aplauso. Solo faltó que hubiera caído de hinojos, con lo difícil que es en la actualidad conseguir tales hierbas (y aquí Adolfo derrapa su historia hacia las virtudes calmantes del agua de hinojos, hierbecilla prácticamente desaparecida de la faz de la tierra por culpa de ciertos depredadores sobre quienes es mejor no hablar para que el frenáptero termine con el asunto de la declaración de Paz).

    —Y el gran Proust — la voz de Paz era casi inaudible— sintió que había una relación profunda, tal vez una armonía misteriosa, cósmica, entre el paisaje otoñal, el dolor de saber que pronto iba a perder su libertad y la gentil coquetería del paso del muchacho.

    Pero el mal ya estaba hecho, concluye Adolfo. No puede volver a gozar de las clases del profesor Paz sin tener presente su mirada de ave carnívora y sin temer el alboroto de mis compañeros.

    Hay que aclarar que, en este caso, como en la mayoría de los demás que puedan clasificarse bajo el rubro de seducciones o declaratorias de amor, Adolfo no sintió temor por sí mismo ni odio al postulante, sino únicamente pena por las consecuencias que la sociedad haría pagar al osado y especialmente por los remordimientos, quemaduras del alma y desastres íntimos que su incapacidad de corresponder a tantos novicios, ocasionaría. Yo haría de mi cuerpo y todos sus accesorios, espíritu y orificios incluidos, una fuente en la que todos abrevaran, si supiera que eso los haría felices. Pero sé que sucedería exactamente lo contrario.

    Adolfo, cuando habla de negocios que conciernen al comercio de su cuerpo y todo lo que contiene con el mundo y sus habitantes, mira al cielo desde donde se siente protegido por su Padre. Hay quienes afirman que el frenáptero es el último de los que tienen comunicación directa con los de allá arriba. Un extemporáneo habitante del Paraíso.

    Como todo frenáptero que se respete, Adolfo hace filosofía. Pero su filosofía es asistemática, caprichosa, poética y depende generalmente del objeto que se halle entre sus manos, la persona que se interponga entre él y un paisaje, o el mismo paisaje que siempre tiene para él algo digno para ser corregido. La filosofía de Adolfo no se puede escribir en libros ni estudiar en universidades. Para comprenderla hay que seguir al frenáptero por las calles, estar dispuesto y preparado para ocho o más horas de ascenso interrumpido rumbo a las cimas de Los Farallones, hay que degustar sus gestos y estar pendientes de sus instantes de iluminación o descubrimiento. Todo lo anterior forma parte del equipo indispensable, más a ello hay que agregar una gran dosis de paciencia, noches de vela a granel y, sobre todo, una piel de rinoceronte que ayude a soportar las palizas que pueden llover de cualquier parte en el momento más impensable.

    Acostarse con la hermana de uno es como cometer el pecado original dice. Luego se retracta. No, no puede ser tan original si muchos lo han hecho. Y concluye: Pero debe ser sabroso, ¿no es cierto?

    Adolfo dice que tiene un paisaje que siempre lo acompaña y en él vive innumerables aventuras. También afirma tener amigos invisibles de los que nunca se separa. Por eso, cuando cuenta un hecho acaecido en el famoso paisaje, lo que hace con gran deleite, invariablemente lo relata en plural. Cuando vimos al toro en medio de la isla, nos dirigimos hacia él. La noble bestia tornó la cabeza para rascarse el lomo con el hocico y adoptó una actitud cubista. Yo grité, mira la Guernica y Pedro El Ermitaño asintió. De modo que a partir de entonces fue Guernica nuestro punto de referencia en el paisaje.

    Adolfo tiene también varias amigas entre las mil veces citadas señoras que rigen la ciudad. Ellas lo necesitan aparentemente porque en la conversación del frenáptero aparecen personajes exóticos, sugerentes y olvidados como J. Ladrón de Cegama, Clermont de Auvernia, Abd-Allatif y ciudades que ya no existen en las guías de turismo convencionales, verbigracia Ratisbona, Barricorrimorena y Fuenteclara del Ebro. A ellas (las señoras, a fuerzas de cursos intensivos, mujeres cultas, pero con caries culturales insuperables) les asombra la capacidad de embutir tantas palabras raras, lugares desconocidos y personajes presuntamente célebres en una sola frase y, además, con una gracia tan sin afeites. Adolfo sabe que las hace rabiar de gusto con sus peroratas y no ignora que tras los ojos de admiración mística hay bestezuelas golosas que más vale no convocar. Por eso elude las horas del acoso y es asiduo de las propicias y cuando escucha el tintineo de la vajilla de plata en el comedor, se prepara para recibir con indiferencia mal disimulada la pregunta que ha estado esperando desde que franqueó el umbral:

    —¿Quieres la magdalena mojada en té?

    Eso basta para que se ponga a temblar. Ellas saben que solo el Magnificat podrá calmarlo. En esos momentos —dice— siento ganas de caer muerto de la emoción, de abrir los brazos y que me nazca una flor en el corazón.

    Adolfo le lanzó un directo a la mandíbula de su madre y la noqueó. No quiere decir a nadie por qué. Como autocastigo se encerró en su habitación y de allí no ha querido salir en dos días. Parece que su propósito era convertirse en un monstruo insecto. Ni las tías adoratrices ni Pura ni los sobrinos amados Loreta y Tato, han logrado que abra la puerta.

    Durmió mucho, tuvo bellos sueños, y cuando despertó halló que la mano agresora estaba arrugada. Era un trapo viejo prendido de su muñeca. Inmediatamente se sentó en el Banquito de las Reflexiones, se ocupó enjundiosamente de pensar el caso, y concluyó que para curar a la agresora debía ponerla a tomar agua. Llenó el lavamanos y metió la mano. Allí la dejó hasta que quedó satisfecha, rebosante, como una manzana de naturaleza viva entroncada en mi muñeca, dijo.

    Preguntando sobre el asunto del golpe meses más tarde, Adolfo respondió con toda indiferencia: Lo hice porque se lo merecía.

    En ocasiones el rapidógrafo de tinta verde imperial se niega a escribir sobre los cuadernos pautados y se empeña en manchar caprichosamente la camiseta blanca de Adolfo. Los viajes al paisaje y las aventuras que allí tiene con sus amigos reales o imaginarios dan motivo, muchas veces, para bajar las colinas rodando ya sea en alas del pasto gigante humedecido por el rocío o en brazos de un sendero de barro bermejo tejido por generaciones de bestias de carga. Cuando regresa a la ciudad, es decir, a lo que llama el antipaisaje, Adolfo porta varias noches de lucidez interrumpida, un hambre de ogro inhumano y suciedad en toda la expresión y profundidad de su cuerpo. Solo se salvan del desastre el blanco de una sonrisa llena de felicidad y el cristalino de sus ojos. Entonces, en esos grandes regresos, es cuando la ciencia lavadora de las adoratrices logra retornar al mundo un Adolfo renovado, parpadeante de asombro, que después de dormir 48 horas seguidas abrazado a sí mismo y a sus sueños, puede recopilar fuerzas para volver a la casa de su madre.

    Ni las tías amantes ni Adolfo revelarán el destino del frenáptero durante los días y noches que se eclipsó de su órbita convencional.

    Desgraciadamente el orden de las cosas no obedece a los caprichos de Adolfo. Los hombres no reconocen su originalidad sin par. Generalmente los jueces no están dispuestos a descifrar doscientas páginas de literatura alada que hay que paladear palabra por palabra, que hay que tratar de entender superando el asombro creciente, los límites de lo imposible por bello y recursivo, creando una nueva lógica que, a pesar de su radical diferencia de todas las conocidas, se instala con naturalidad como la única verdadera, verosímil y definitiva. Y menos comprenderán los jueces, si los escritos del frenáptero están fijados sobre el papel con esa tinta verde pálida y de caracteres arcaicos, aunque quizá las viñetas si les llamen la atención.

    Además, ellos siempre piden original y tres copias.

    Posiblemente algún juez curioso, para descansar del aburrimiento que le ocasionan las novelas de amores desaventurados, hombres muy braguetones o rocanroleros perniciosos, haya leído con dificultad y regocijo esas historias en las que los personajes metiéndose un dedo a una ventanilla de la nariz sueltan a quemarropa una sentencia irrefutable, espléndida, que dejaría a cualquiera pasmado y con el lápiz de subrayar la realidad tembloroso entre las manos. Tal vez el mismo lector judicioso haya hecho una marca al lado de la página o doblado una esquina en ella para rememorar ante sus pares, a manera de caso exótico esos paisajes que se antojan únicos y que se rasgan como papel de utilería teatral y que luego son recompuestos minuciosamente con cinta trasparente, no sin antes dejar el atisbo de otro miraje aún más impensable, imagen sin duda rebajada de un infinito esplendor que yace muy a transpaisaje. Acaso el mismo juez, extremando su benevolencia y abusando de su ocio, se haya reído de las bandadas de ángeles de mala calidad que pasan por el cielo y se deshojan de sus alas al menor golpe de viento. Incluso es probable que el hipotético juez comente con sus compañeros la excentricidad rabiosa del texto de Adolfo. Pero las cosas no pasaran de ahí. El hecho es que Adolfo no ha ganado ningún concurso de novela y que el íngrimo piano de madame Renard sigue aferrado con sus cuatro platas al piso de la sala de su casa de sustos, sin que las ruedas y el aparato biciclal lo pongan a cantar para el pueblo.

    En cierta ocasión estuvo considerando la posibilidad de hacerse ministro del Señor. A ello lo impulsaba la fácil confianza con que trata a su Padre. También, no hay que ocultarlo, la creencia de que en el acto de ordenación le sería entregado para su custodia, cuidado y goce un gigantesco órgano de largos tubos brillantes en el que podría interpretar a su antojo todo lo de Juan Sebastián. Cuando supo que aquello era posible, considerando el paso de los años y la suma de méritos que alcanzará, pero no necesario, puesto que en Colombia acaso sumarán apenas diez los órganos monumentales en funcionamiento, Adolfo se arrepintió. Pero sus mañas le quedaron. Ahora, como castigo al Señor, que le pone las cosas difíciles, el frenáptero habla a su padre omnipotente en cualquier circunstancia y le impone la solución de los problemas más cotidianos. Le dice papi con aires de primogénito y a menudo enlaza los dedos en actitud patriarcal como si estuviera acunando una gran barriga, y hace girar rápidamente sus dedos pulgares mientras tiembla su imaginaria papada doble.

    Quizás también de los tiempos en que quiso ser obispo le quede el voto de castidad que han amenazado tantos y tantas con tan desdichada suerte.

    Otro problema que afronta el frenáptero a cada instante de su vida es no haberse acostumbrado por completo a las leyes de la física, a los comportamientos usuales de los seres móviles y a los hábitos sedentarios de las plantas. Para él la realidad es infinitamente bella, recursiva y siempre lo sorprende. Que los cuerpos caigan hacia abajo y que ello tenga relación con los majestuosos saltos de agua, con las cagarrutas sorpresivas de las golondrinas o los derrumbes en los Andes, sigue siendo motivo de maravilla y alborozo. Para Adolfo un perro que se muerde la cola no es un perro que se muerde la cola, sino una trampa puesta en medio del camino para que nos detengamos a contemplar una imagen viva del infinito. Y un árbol abrumado por el asfalto, el smog y los enamorados, no es tal, sin una encarnación perfecta de la vida: bajo él está el reino de la muerte, en las ramas se encuentran las hojas y en cada hoja está escrita la existencia de un habitante de la ciudad o, por lo menos, del barrio; el suave viento que mueve las ramas configura los sentimientos leves y amables; los vendavales cifran pasiones intensas, crímenes, catástrofes. La suma de todos los árboles, con sus troncos, ramas, hojas y raíces, forma el tejido secreto de la historia de la ciudad con su presente, pasado y futuro. Una vez que se conoce lo anterior, es perfectamente explicable la afición desmedida de Adolfo por bosques, alamedas y jardines, también sus súbitas ausencias de lo que ha llamado el antipasaje. La realidad es, dice, una obra de arte que está ahí, esperando el ojo iluminado, el parpadeo al instante, aguardando el corte violento del tiempo y el espacio. La realidad es modesta: no lleva firma de artista alguno, no se envanece de sus colores, formas y astucias. Está ahí, simplemente. Adolfo aprecia también las inmodestas obras de arte que sí llevan firma. Le cuesta mucho trabajo leer la media docena de libros que considera fundamentales. Por eso lleva cinco años leyendo En busca del tiempo perdido y no puede pasar del primer volumen. Una de las razones de ello es que en cada página encuentra rincones de pasmo, frases afortunadas, maridaje de sustantivos con adjetivos que le parecen exquisitos y que exigen largos períodos de paladeo, degustación, uso y archivamiento. El frenáptero da cuenta de otro obstáculo que se opone a una lectura fluida: Estoy leyendo una frase y de pronto escuchó el tic-tac del reloj que reafirma intermitentemente la presencia de los objetos y de un fantasma que se llama tiempo. Adolfo medita mordiéndose la falange primera del dedo gordo de su mano derecha. El codo de la rodilla doblada, el pie girando sobre el tobillo, el ceño fruncido en fiero y bello pensamiento. Se trata, dice, de una lucha entre las obras de arte con firma y la obra de arte sin firma. Y yo estoy en medio de los fieros espadazos, los golpes de lanzas aguzadas, el vuelo de las esferas de hierros armadas con pinchos terribles, el polvo, el sudor y las bárbaras maldiciones. Estoy en medio, solo y sin armadura. Cómo no vivir apabullado por semejante choque de mundos. Lo que es un padecimiento, pero también puede ser un goce perpetuo. Le basta ir de una habitación a otra para descubrir que ha pasado de un Vermeer a un Georges de La Tour. La luz de una vela de cinco pesos le proporciona un Rembrandt, la penumbra de un desván y dos otros cachivaches de modista, un Goya, el choque del sol contra los cuerpos en la playa de La Bocana, un Matisse. Adolfo se ríe de quienes desgastan cinco mil dólares para visitar museos. Caminar al lado de él enseña más sobre la belleza del mundo que una vida entera de viajes y estudios.

    He aquí una nueva imagen de la eternidad: una vaca lamiendo una roca de sal del tamaño de la Tierra; cuando le reste solamente un fragmento tan pequeño como una semilla de trigo, dice Adolfo, habrá transcurrido la primera fracción del primer instante de la eternidad. Hay quien sospecha que este argumento no es suyo, pero en sus labios suena original. Adolfo sentado en el Banquillo de las Reflexiones alcanza vertiginosas alturas.

    * * *

    II.

    MANUAL PRÁCTICO DEL SUICIDA DOMÉSTICO. LA ORGANIZACIÓN CALABAZA NO. ADOLFO CONTRA CONSTANCITA FERNÁNDEZ DE LA HOZ Y LA TELEVISIÓN

    Cuando ve anunciado algún concierto en el Teatro Municipal Adolfo se pone furibundo. ¡Qué es esto! ¡El arte enlatado como las sardinas! Si Adolfo dispusiera de su pianociclo con certeza haría un contra-concierto en plena calle. No sin antes, claro está, pedir la cooperación del maestro de los insultadores, Roberto conde de Flandes, y quizás, de unos cuantos efectos terroríficos de parte de Zorobabel, quien a su paso allana montañas y las transforma en valles. Sin embargo, Adolfo nunca dejará de asistir a las presentaciones de los grandes músicos que llegan a la provincia. Y no se le ve en el gallinero del Municipal, particularmente proletario, deplorable y averiado, desde donde se ven las coronillas de los artistas en escorzo, como desde un globo aerostático. No. El frenáptero siempre están en platea, primera fila, entre golas, encajes, buena bisutería y hasta pieles de damas tropicales y llamativas. Nadie puede decir que compró el boleto: uno de los principios a los cuales se aferra el frenáptero es que el dinero carece de valor real, razón por la cual se niega a contaminar su persona con semejante bazofia. Si él ha de conseguir algo, no lo logrará a cambio de papeles, de monedas, sino gracias a su ingenio, a su lengua, a su encanto.

    Y sucede que alguien le impide entrar al teatro porque sus ropas no son adecuadas o porque ya están vendidas las localidades y ocupados los sitios, las consecuencias serán desastrosas, según el decir de las señoras cultas. Dolfo improvisa una tribuna, introduce una mano en el maletín ecuménico, extrae su ya célebre cornetín de la lata, hace sonar una desacompasada diana (pues así como es virtuoso de la flauta dulce, el pito o las ocarinas indígenas, el piano y otros diez instrumentos y hace fluir de ellos sonidos solo concebibles en una armonía superior y divina, también es un intérprete incomparable de la estridencia, la cacofonía y la náusia, variación aun más perniciosa que la náusea, dice) y en medio de las cultas y bien vestidas damas y de los ceñudos y carraspeantes caballeros, suelta una arenga cuyo tema principal es la indiscreta vulgaridad, la flaca soberbia y la risible utilería de quienes confunden una sonata con un soneto y un soneto con una herramienta de fontanería.

    El frenáptero tiene diversos métodos para entrar al templo de la música en Cali. Entre otros, lucir máscaras horripilantes y obscenas —la de Condonazo es una de ellas—, hablar del próximo cataclismo, de los ladrones del paisaje o los enlatadores del arte, emprenderla a patadas contra los porteros, o en su defecto, mirarlos con ojos de coneja extranjera y prometerles una cita a la salida.

    Y cuando logra entrar sortea los varios umbrales interiores hasta llegar a su sitio y si halla a una jovencita besable usurpando el asiento, se le posa en el regazo con una gran gentileza y le dice palabras de ternura, y si es mujer gorda, le dice mamá y le echa los brazos al cuello, y si es señor de fuerte mandíbula y velludo pecho, lo increpa con graves y concertadas razones, lo pone en vergüenza, hasta lo enamora

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