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Disfrutar el arte: Comentario y silencio
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Disfrutar el arte: Comentario y silencio

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El aprendizaje de la contemplación de determinadas obras de arte y la formación del gusto artístico a través de su disfrute pueden suscitar algunas preguntas. ¿Qué se sostendrá dentro de un siglo si la humanidad persiste cien años más? ¿Habrá algún canon fuera del que ordena distinguirse de los demás, de la originalidad? Los contemporáneos, ¿somos capaces de distinguir lo bello de lo bonito, la pintura del diseño? El personal recorrido de Juan-Ramón Capella da pie a reflexiones críticas como estas: sobre la mercantilización de la obra de arte convertida en objeto de inversión, los museos o las tendencias del arte contemporáneo. En su itinerario el autor deja a un lado las materias «poco gratas» a las que ha venido dedicándose (la filosofía del derecho y la filosofía política) para pensar, dice, «en las emociones que han suscitado en mí algunas obras de arte, y así rememorarlas, volver a experimentar, en lo posible, lo que sentí al contemplarlas, y compartirlo». No es este, por tanto, el libro de un especialista en las artes plásticas, sino el de un lego. Pero de un lego que «no puede soportar el mal gusto». Una invitación, en definitiva, a comprobar que no todo vale.
IdiomaEspañol
EditorialTrotta
Fecha de lanzamiento8 abr 2024
ISBN9788413642499
Disfrutar el arte: Comentario y silencio
Autor

Juan-Ramón Capella

(1939-2023) Fue catedrático emérito de Filosofía del Derecho, Moral y Política. En esta misma editorial publicó: Un fin del mundo. Constitución y democracia en el camnio de época (2019); Impolíticos jardines. Ensayos sobre política y cultura (2016); Sin Ítaca. Memorias: 1940-1975 (2011); La práctica de Manuel Sacristán. Una biografía política (2005); Entrada en la barbarie (2007); El crack del año ocho. La crisis. El futuro (con Miguel Ángel Llorente, 2009); Los ciudadanos siervos (1992; 3.ª ed. revisada, 2005); El aprendizaje del aprendizaje (1995; 5.ª ed. revisada, 2017); Grandes esperanzas. Ensayos de análisis político (1996); Fruta prohibida. Una aproximación histórico-teórica al estudio del derecho y del estado (1997; 5.ª ed. revisada y ampliada, 2008); Elementos de análisis jurídico (1999; 5.ª ed. 2008), y, como editor, Las sombras del sistema constitucional español (2003).

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    Disfrutar el arte - Juan-Ramón Capella

    DE DUCCIO A MASACCIO

    DUCCIO

    Duccio Buonisegna fue tal vez el artista en quien culmina la pintura gótica sienesa (por llamarla así: pintura prerrenacentista). Vivió y trabajó en Siena desde 1255 a 1319. Su obra más importante es sin duda La Maestà, encargo popular de un retablo para la catedral (el Duomo) de la ciudad, realizado entre 1308 y 1311 por el pintor más famoso y apreciado de Siena. Se trata de un imponente retablo que no podemos contemplar en su estado original. La imagen sobre tabla(s) estaba pintada, originalmente, por delante y por detrás.

    Illustration

    En la parte central delantera está La Maestà propiamente dicha, la Virgen con el Niño sentada en un trono sobre un estrado hexagonal, rodeada de ángeles y santos, con un fondo de diversos tonos dorados. Esa gran tabla central se apoyaba en una predela con episodios de la historia sagrada. La parte posterior contenía tablas sobre la vida de Jesús de Nazaret, que en algún momento fueron desmontadas, al igual que otras partes de la pintura, y han ido a parar a diversos museos (una de las teselas, Cristo con la samaritana, está en el Museo Thyssen de Madrid). Me temo que la imagen que aparece con estas líneas es en parte una reconstrucción del aspecto original de la obra, cuya parte principal se encuentra ahora en el Museo dell’Opera del Duomo, en Siena.

    Se cuenta que cuando los sieneses se enteraron de que Duccio había terminado por fin la pintura encargada y esta iba a ser trasladada a la catedral, se interpusieron multitudinariamente ante los carreteros, se apoderaron de la obra y la llevaron en triunfo primero a la Piazza del Campo para después pasearla por las calles mientras repicaban todas las campanas, con lo que el pueblo de Siena pudo admirarla con grandes muestras de entusiasmo. Posteriormente fue paseada de nuevo varias veces, como si se tratara de un paso procesional.

    No es para menos. Se trata de una pintura bellísima, grandiosa, emocionante. Duccio logra algunos efectos de relieve mediante los contrastes de colores, las gradaciones de los tamaños de las figuras y la difuminación de las más «lejanas». Cuando digo que la pintura es muy bella es porque produce un gran impacto estético en quien la ve, naturalmente al margen de sus creencias; aunque esto último se debe matizar: cualquier europeo no creyente se halla inmerso en una cultura histórica que en principio le permite comprender, al menos en parte, la iconología de la pintura, a diferencia, por ejemplo, de representaciones de la saga de Gilgamesh, de otra cultura; valdría la pena saber cómo ven La Maestà, por ejemplo, indios de la India, o los miles de japoneses que no pueden evitar fotografiarla. Por otra parte, el rostro de la Virgen María es de una rara belleza. Una belleza que me permitía decirle a mi amiga Anna Adinolfi que seiscientos años atrás había posado para Duccio, afirmación que suscitaba en ella una complacencia expresada como indignación perfectamente napolitana.

    El modelo de la Virgen de Duccio Buonisegna se encuentra en muchas otras pinturas italianas posteriores, y la tabla, en su conjunto, ha ejercido una enorme influencia en el arte de la pintura.

    Pero es todavía arte anterior al Renacimiento. Sin «relieve» vero pese a la enorme habilidad para simularlo del pintor, según se puede apreciar perfectamente en La huida a Egipto del mismo artista, con la Virgen llevando un manto oscuro como en La Maestà. La dificultad para representar el espacio, que solo se logra a veces y desordenadamente cuando se trata de edificaciones, arquitectura, casi desaparece en el caso de las figuras, donde los recursos artísticos son los colores y los tamaños, que no impiden la sensación de que las propias figuras están como adheridas al fondo.

    La Maestà es una cumbre de la pintura, una gran cumbre, como (anacrónicamente) la música de Juan Sebastián Bach es cumbre y final de la música barroca, y cumbre, hasta ahora, de la música universal. Pero aquella es, por muy poco, casi contemporánea de la pintura de Giotto.

    [Por cierto: si el lector acude a Siena a ver esa pintura, no debe descuidar la visita al Museo Cívico del Palazzo Pubblico, en la Piazza del Campo, donde hay pinturas de grandísima calidad, entre ellas algunas de Simone Martini, unos treinta años más joven que Duccio].

    GIOTTO

    No me resisto a hablar de Giotto (1267-1337) a partir de una obra suya que representa uno de los temas artísticos que prefiero: La huida a Egipto, la representación de unos pobres que escapan a la persecución de los poderosos, y que aquí lo hacen en compañía de otros, como suele ocurrir con todos los perseguidos. La pintura es significativa del lirismo de este pintor.

    Illustration

    Hasta muy recientemente se ha creído que los frescos de la basílica superior de San Francisco, en Asís, eran de Giotto. Pero ha aparecido hace poco una duda, pues un especialista cree ver en ellos el pincel de otro pintor del que se conserva poca obra fuera de Asís, Pietro Cavallini, contemporáneo de Giotto. Sus argumentos son serios, sobre todo si los frescos de la basílica de Asís se comparan con los de la Capilla Scrovegni, en Padua, como el de la imagen reproducida, que sin duda son de Giotto. En Asís los colores son más desvaídos, menos intensos.

    Sea como fuere, esos frescos de Asís y los indiscutibles de Giotto en Padua introducen una mutación muy importante en la pintura; una mutación aún imperfecta, pero perfectamente discernible, que les da un gran valor histórico, quizá mayor que el estético. Lo señalo así porque las pinturas de la basílica de Asís no produjeron en mí una emoción especial, sino más bien cierto aburrimiento.

    Y no me produjeron especial emoción porque no supe ver lo que representan en la historia de la pintura. Basta advertir, sin embargo, en la imagen de La huida a Egipto (supra) que las figuras de las personas no son planas, como en Duccio; parecen más naturales, en actitudes diferentes, sin el hieratismo de las de Duccio; y el paisaje, aunque con grandes dificultades, se acerca a la idea de perspectiva. Desde Giotto (o quizá Cavallini) se intenta introducir en la superficie bidimensional una tercera dimensión. Con eso se inicia el período al que llamamos el Renacimiento.

    Por no disminuir el valor estético de las pinturas de la basílica de Asís, he de decir que en mi memoria ha quedado la representación de un episodio de la vida de Francisco: aquella en la que se desprende de sus vestiduras ante varias personas, entre ellas, su padre, un comerciante rico, y tras él alguien trata de cubrirle con un manto. El espacio vacío entre padre e hijo expresa la distancia entre las concepciones del mundo de cada uno, y su distanciamiento, de un modo inmejorable. No es cierto del todo, pues, que no me emocionara el autor de las pinturas, pues esa imagen ha quedado indeleblemente en mi memoria.

    MASACCIO

    La primera vez que intenté ver los frescos de Masaccio, en Florencia, lo hice en compañía del pintor Claudio Silveira Silva, que en el camino me había explicado por qué Masaccio es un punto de inflexión en la historia de la pintura. Pero no pudimos ver los frescos: estaban en restauración y la capilla Brancacci quedaba oculta por unas lonas; apartarlas un poco no nos sirvió de nada —al menos a mí—: esos frescos han de ser contemplados desde el centro de la capilla.

    A lo largo de varios años traté de ver esas pinturas tres o cuatro veces. Imposible. Siempre estaban «en restauración», aunque nunca logré ver a nadie trabajando allí, ni pude preguntarle a nadie cuándo estaría terminada la tal restauración. Mis intentos solo fructificaron, al cruzar el Ponte Vecchio, en paseos por el barrio de Oltrarno, mucho más tranquilo que el centro de Florencia; allí pude conocer la estupenda Rosticceria Lucia, en Piazza Tasso (no hacerse ilusiones: ha desaparecido) y las pequeñas tiendas de artesanía local; de allí me llevé unas sandalias de buen cuero en sí mismas tan hermosas que no las he usado jamás. Solo muchos años más tarde, con ocasión de la celebración en Florencia de un Foro Social Mundial, me acerqué sin grandes esperanzas a la Chiesa del Carmine y, oh, sorpresa, los frescos habían sido restaurados y podían ser visitados; eso sí: previo pago a la Chiesa, que le había hecho al Estado el favor de permitirle que los restaurara.

    La restauración había consistido ante todo en eliminar las hojas de parra u otras que Volterra, para la eternidad «il Braghettone», había añadido a los desnudos de Adán y Eva expulsados del paraíso (y a los aún no expulsados de Masolino, al igual que haría más tarde con los desnudos de Miguelángel en la Sixtina); y también en avivar o devolver color a las pinturas, ennegrecidas por el humo de un incendio. Supongo que la restauración debió resolver otros problemas técnicos para la conservación de los frescos, pero en eso no puedo entrar.

    Masaccio (1401-1428) pasó por la vida como un meteoro, pues no llegó a cumplir los veintisiete años y revolucionó la pintura. Donde mejor se muestra este punto es justamente en la Capilla Brancacci de la Chiesa de la Madonna del Carmine, que decoró junto con un pintor mayor que él, aunque menos audaz en la pintura: Masolino. La capilla fue terminada por Filippo Lippi (Lippi padre) mucho después de la muerte de Masaccio (que en realidad se llamaba Tommaso; Masaccio es un apodo). Su obra se halla sobre todo en la pared izquierda, aunque también acabando una pintura de su compañero. Masaccio y Masolino acordaron concebir las pinturas para ser vistas desde el centro de la capilla. Las pinturas, aparte de Adán y Eva en el paraíso, de Masolino, en la pared derecha, y de su expulsión del edén, de Masaccio, en el muro de la izquierda, tienen por tema a san Pedro, como pescador, o a otras escenas en las que interviene, se supone que por deseo de quien financió la capilla (la Virgen del Carmen, dicho sea de pasada, es patrona de los pescadores y por extensión de quienes viajan por mar, incluso si son comerciantes).

    En la pintura de la Expulsión del paraíso, los cuerpos tienen un espesor, un volumen, que en vano se buscará en las pinturas de Giotto. Masaccio conoce perfectamente las leyes de la perspectiva y con él la pintura logra imágenes representadas en sus tres dimensiones.

    Illustration

    Ello se aprecia incluso más claramente cuando pinta a San Pedro curando a los enfermos con su sombra, donde no solo es manifiesto el volumen de los cuerpos sino también de la calle y los edificios. En esta pintura los contornos de los cuerpos son nítidos, pero las masas de color predominan sobre las líneas. El tema, obviamente legendario, de los Hechos de los Apóstoles, tiene su gracia: Pedro camina tranquilamente por la calle sin preocuparse de que su sombra vaya curando a los enfermos.

    Illustration

    Algunas de las personas representadas en esta pintura fueron amigos de Masaccio en la vida real; los libros dicen que el joven san Juan que sigue a Pedro es el hermano de Masaccio, apodado Scheggia; que el personaje del turbante rojo es Masolino y el de la barba blanca Donatello. Nada impide pensar que el modelo del orante de las manos juntas, recién sanado, pudiera ser el propio Masaccio.

    Al pintor le preocupaba poco el dinero, la fama o su propia apariencia, por lo que se sabe. Lo que le interesaba era pintar. En la Expulsión del paraíso el juvenil cuerpo de Adán destaca sobre el de Eva, cuyo dolor por el castigo y al sentirse engañada se expresan con fuerza en los ojos y en la boca.

    Con Masaccio el arte de pintar resuelve el problema de la representación de los volúmenes. El breve paso por la Tierra de este grandísimo pintor se adelantó unos años a que los tratados de Leon Battista Alberti pusieran al alcance de todos el saber sobre la perspectiva.

    PIERO DELLA FRANCESCA

    IGLESIA DE SAN FRANCISCO, EN AREZZO

    En la semioscuridad rota por la luz de las pinturas, en aquel espacio de la iglesia de San Francisco, en Arezzo, experimenté la mayor conmoción espiritual de mi vida debida a una emoción estética. Tenía ante mí los frescos pintados por Piero della Francesca, a mediados del siglo XV, que representan La invención de la Cruz, narrada en la Leyenda áurea de Iacopo da Varazze o Santiago de la Vorágine. Pero en un larguísimo primer momento yo no me daba cuenta de eso. Mi mirada iba de una escena de batalla a otra, de la hermosa imagen de un profeta (que ni sabía que era un profeta) a las bellísimas y apacibles pinturas del viaje de la reina de Saba y de su visita al gran Salomón. Noté que mi corazón y mi respiración iban muy deprisa, de modo que traté de calmarme, de ver uno a uno, tranquilamente, los frescos. Solo conseguí ver algunos; la impresión estética fue tan intensa que me dejó agotado; saturado, comprendí que tendría que volver a Arezzo en una segunda visita. Que hice un par de meses después, con la intención de ver más, mientras quien me acompañaba experimentaba lo que yo la primera vez.

    Los frescos de Arezzo fueron sagrados para quienes los vieron y los creyeron por primera vez; hoy son sagrados para nosotros, que tenemos la fortuna de poder verlos.

    Mucho después de aquella primera visita, gracias a un amigo, pude hacerme con una enorme colección de reproducciones de los frescos en forma de detalladas tarjetas postales, algunas incluso fotografías en blanco y negro, y di con el magnífico libro de Kenneth Clark sobre Piero della Francesca1.

    Los frescos, en la iglesia de San Francisco, no deben ser fotografiados. No se debe bombardear con los fotones de los flashes unas pinturas únicas: el visitante puede conseguir allí mismo reproducciones de muy buena calidad de los frescos sin necesidad de estropearlos. No siempre se debe hacer lo que se puede hacer: el principio ecológico básico es perfectamente aplicable aquí y ante toda obra de arte del pasado. Los frescos se hallan en bastante buen estado de conservación, dado el paso del tiempo. Son coetáneos de la invención de la imprenta, anteriores al descubrimiento de América. Las pinturas inferiores, las dos grandes escenas de batallas, han sufrido daños de cierta consideración: falta la pintura en partes de algunos caballos y hay más destrozos, seguramente producto de la humedad del subsuelo. Otros frescos situados más arriba en el ábside de la Capilla Bacci, como los que refieren las andanzas de la reina de Saba y de Salomón, también están afectados pero en mejor estado.

    Cuando realicé mis visitas, algunas de las imágenes de profetas parecían algo deslucidas. Con posterioridad se ha realizado una restauración que por desgracia no he podido ver. Dado el esplendor que la restauración le ha devuelto a la Capilla Sixtina, en el Vaticano, sin duda Arezzo habrá conocido la misma maestría, sobre bases científicas, en la restauración de los frescos de la Capilla Bacci.

    Creo que el visitante no debe llegar a Arezzo tan desinformado como lo hice yo, de modo que trataré aquí de hablar sobre el contenido de esas pinturas. El lector puede estar tranquilo: esto no será como contar el desenlace de una película de misterio.

    LA LEYENDA DE LA INVENCIÓN DE LA CRUZ

    La leyenda medieval sobre el hallazgo de la cruz de Jesús, es eso, invención. La palabra procedente del latín tiene al menos dos significados: el de encontrar y el de inventar. La invención de la Cruz, o Leyenda áurea, usa el término en la primera acepción, aunque obviamente le corresponde la segunda, pues se trata de un mito tan religioso como político. Conviene recordar que Constantino, emperador romano de Occidente, declaró al cristianismo religión oficial de un imperio a punto de desmoronarse. La madre de Constantino, Elena (luego santa Elena, que no solo es santa,

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