Relato de un milagro: Los cuatro niños que volvieron del Amazonas
Por Varios autores
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Relato de un milagro - Varios autores
RELATO 1
Lesly comenzó a ver el espíritu de Magdalena.
Al parecer, la madre muerta se le aparecía viva en el reflejo de los espejos, en la transparencia de las ventanas, en la hondura de los charcos, en la oscuridad de los rincones. La familia le pidió a Eliécer Muñoz, el chamán murui que participó en la búsqueda y rescate de Lesly, Tien, Solenny y Cristin, que los visitara en la Casa Hogar a la que los habían llevado, en el norte de Bogotá, internados con otros sesenta niños. Querían que les sacara el susto. Algo debió quedar pendiente cuando los encontraron moribundos de hambre y de cansancio. Por eso la madre venía desde tan lejos y les hablaba en sueños. Para los indígenas los hilos terrenales que atan a los muertos con los vivos deben ser cortados con firmeza, igual que se cortan los cordones umbilicales de los recién nacidos.
Nada ocurre en la Amazonía sin que los espíritus lo sepan.
Sus bosques, que desde el aire se ven como si fueran uno, en realidad son muchos. Los indígenas creen que cada uno pertenece a espíritus distintos, todos poderosos e implacables. Los animales parecen saberlo. Los monos titíes, por ejemplo, que saltan en tremolina, se plantan de súbito en las copas de los árboles y después de anunciarse esperan. Los uitotos —la comunidad a la que pertenecen Lesly y sus hermanos— dicen que hasta los jaguares, los reyes de todo lo que allí se mueve, renuncian a presas a su alcance cuando están del otro lado de bosques que no conocen, en los que no han cazado. Ellos se plantan, huelen el viento, después se echan con la cabeza baja. En su huida, los tapires buscan esos límites, y también los venados, las guaguas, los armadillos…
Los espíritus no son ficción, tampoco metáfora.
Cuando se camina en la selva profunda algo se presiente allá, aquí. Es posible que el sendero de hojas de las hormigas arrieras sea uno de los modos en que ellos demarcan sus dominios, también el vuelo errático y a trompicones de la morpho azul, la mariposa más grande de la Amazonía. ¿Qué divide los ríos en dos colores sino la imposición de un límite? Una línea del grosor de un hilo separa sus cauces: a la derecha aguas amarillas, torrentosas; a la izquierda aguas negras, oscurísimas por la concentración de ácidos húmicos, la materia orgánica del suelo. Y así fluyen esos torrentes hasta disolverse, cuando ya no es menester que corran separados. Los indígenas amazónicos creen que los espíritus ya estaban allí cuando las raíces brotaron de las primeras semillas y los tallos se alargaron como atirantados desde el cielo.
Para quitarles el susto debían conjurarlos.
Y había que hacerlo pronto, dijo Eliécer. Así que un viernes de mediados de septiembre, casi cuatro meses después de su rescate milagroso, el chamán llegó al hogar del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar y pidió ver a los cuatro hermanos. Una sombra en sus ojos se lo dijo: los espíritus que los habían retenido tantos días, ocultándolos de quienes los buscaban —que pasaban junto a ellos sin verlos ni oírlos— seguían acechándolos, complaciéndose en la posibilidad de hacerlos suyos. La madre no se le aparecía a la hija para espantarla sino para prevenirla. Algo vivo de esos bosques al sur del río Apaporis seguía en los niños y debía extirparse, como se hace con la larva de un gusano dentro de una herida, antes de que crezca y se oculte más adentro.
Fue un conjuro breve.
Eliécer les sopló tabaco a los hermanos juntos, empuñados como dedos y entre tanto les susurró oraciones en español y en uitoto, una lengua enraizada allá, en el corazón de la Amazonía. Eran rezos para apartar lo indeseado y acercar lo más amado: que se fuera lo muerto, que permaneciera lo vivo, que se desataran los nudos en sus tobillos, en sus muñecas, y que se revirtiera la opacidad en sus ojos, que brillara en ellos la luz de la alegría. El chamán les sopló humo en los pies, las rodillas, el pecho, la espalda, el cuello, las orejas, la frente, los ojos, la nariz. Con Lesly lo hizo varias veces. Ella era la más deseada por los duendes, y a punto estuvieron de robársela. Después los palmeó con hojas de albahaca y el humo blanco del tabaco se mezcló con ese olor bienaventurado, de un verde tan intenso.
El relato que los trajo de vuelta comienza allá, muy lejos.
RELATO 2
La avioneta se atascó en el barro maloliente.
Magdalena Mucutuy había llegado al aeropuerto a las 5:00 a.m., con los insectos de la noche todavía despiertos. Lo hizo con sus cuatro hijos, una maleta pequeña y dos morrales; lo suficiente para comenzar una vida nueva allá tan lejos, en la capital del país. Eso le dijo su esposo, Miller Manuel Ranoque. El plan era subirse a la avioneta como fuera, no dejarse ganar de nadie, insistir, llorar si era necesario. El aparato, una Cessna monomotor con capacidad para seis ocupantes, aterrizaba en la pista de Araracuara una vez por semana.
Miller Manuel quería que llegaran a Bogotá el día siguiente.
Esa noche le había repetido el orden del viaje a Magdalena: aterrizarían en San José del Guaviare pasadas las ocho de la mañana, tomarían un taxi hasta la calle de las empresas de transporte y se subirían en el primer bus hacia Bogotá. Con suerte llegarían antes de las seis de la tarde. Allá los esperaría él. Era un viaje de doce horas y setecientos cincuenta kilómetros, agotador a pesar de que trescientos cincuenta de ellos los recorrerían en avioneta.
Magdalena iba de negro, sus hijos de gris.
El único color vivo en el vestuario de la madre era el borde rosado de sus medias. Llevaba a Cristin en los brazos. La bebé, de once meses, iba con una piyama de corazones; Tien, de cuatro años, con una camisa de mangas largas abotonada hasta el cuello; Solenny, de nueve años, con una blusa de mangas cortas y un estampado de lentejuelas; Lesly, de trece años, con un jean a la moda, medio roto, heredado de su tía Damarys. Uno de los policías del aeropuerto recuerda que Magdalena llegó con el afán de los perseguidos y que, antes de preguntar si había puestos libres, rogó que la dejaran subir a la avioneta.
Era cuestión de vida o muerte, dijo con voz suplicante.
Esa última frase resultó una sentencia involuntaria. A lo que se refería la mujer era a las amenazas que la guerrilla le había hecho a su esposo, padre de sus dos hijos menores y padrastro de sus dos hijos mayores. Herman Mendoza, un líder indígena que tenía asegurado su puesto en ese vuelo, intercedió para que otros pasajeros que habían llegado antes renunciaran a viajar. No fue fácil convencerlos, recuerda el policía. Magdalena pagó dos millones cien mil pesos por tres puestos, unos seiscientos dólares al cambio de esos días.
Lo hizo en efectivo, billete tras billete, con gesto apresurado.
Parecía temer que alguno de los primeros pasajeros pudiera arrepentirse. Nadie supo con certeza de dónde sacó el dinero. Unos dicen que Ranoque dejó unos fajos de billetes escondidos en su casa, adonde no podía regresar, y que la razón del viaje de la esposa con los hijos era llevárselos. Otros dicen que una mujer llamada Martha le entregó el dinero a Magdalena en el aeropuerto, por orden del esposo. Pero hay quienes dicen que todo eso es mentira, que ni siquiera es cierta la escena de la madre contando los billetes, y que fueron las autoridades indígenas y la Policía quienes cubrieron los gastos de ese viaje intempestivo, obligados por la orden de privilegiar a los amenazados por la guerrilla, la fiera más peligrosa de esas selvas.
El padre y la madre de Magdalena cuentan otra historia.
Ellos creen que ese dinero, que no era tanto aunque fuese mucho, eran los ahorros de su hija. Y algo más cuentan, porque uno que lo vio se los dijo: que después de que pagó los pasajes le quedaron quinientos mil pesos y que ella, allí mismo, delante de los policías, antes de subirse a la avioneta, los guardó en la funda de su teléfono celular. El registro de los ocupantes quedó asentado en un cuaderno en el aeropuerto: Primero de mayo de 2023. Piloto: Hernando Murcia. Pasajeros: Herman Mendoza, líder indígena; Magdalena Mucutuy Valencia, madre de Cristin Neriman Ranoque Mucutuy, Tien Noriel Ronoque Mucutuy, Solenny Jacobombaire Mucutuy y Lesly Jacobombaire Mucutuy
.
La avioneta estuvo lista a las 6:35 a.m.
Sin embargo, como las llantas se enterraron en el barro, los policías tuvieron que empujarla. Nadie entendió aquello como un mal presagio y a las 6:42 a.m. la vieja Cessna corrió por la pista salpicando lodo y al fin se elevó. Que tengas buen viaje mi amor
, le escribió Ranoque a Magdalena. Despegamos
, fue la respuesta de la esposa. La suerte de todos pendía ya en el aire. Unos minutos después, la HK-2803 apareció en el horizonte. Estaba de regreso, descendiendo despacio, como si se aproximara para aterrizar. Pero antes de cruzar el Cañón del Diablo, una cicatriz de roca de ochenta metros de altura que irrumpe sobre la escarpa del río Caquetá, la avioneta giró a la derecha, esquivó los riscos y volvió alejarse.
No la vieron más.
A las 7:15 a.m. el piloto reportó que estaba a ciento cuarenta millas náuticas de San José del Guaviare y que ascendería a ocho mil quinientos pies. A las 7:17 pidió auxilio. Mayday, mayday, mayday, 2803, mayday, mayday, mayday, tengo el motor en mínimas, voy a buscar un campo
. El controlador aéreo le informó que tenía dos pistas cercanas: la de Morichal y la de Miraflores y a continuación alertó a la Fuerza Aérea para que activara el protocolo de registro y salvamento. Aunque la comunicación con el piloto se había perdido, la traza de la avioneta seguía palpitando en el radar. Entonces el controlador le solicitó al piloto de otra avioneta que volaba cerca, una Piper de matrícula HK1884, que hiciera un puente de comunicación con el piloto de la HK2803.
Lo intentaron tres veces pero no hubo respuesta.
A las 7:32 a.m. el controlador escuchó de nuevo la voz de Murcia Morales. El motor volvió a coger potencia, estoy a ciento veinte Este Nordeste de San José, en ascenso para ocho mil quinientos
. Un instante después el piloto informó: 2803, seis personas a bordo y autonomía para tres horas
. Ocho minutos más tarde el piloto anunció: Al momento me encuentro a ciento nueve Este Nordeste de San José, en condiciones visuales. Solicito mantener cinco mil quinientos pies
.
Iba a comenzar el descenso de aproximación.
Según el radar que siguió su rumbo, la avioneta avanzaba a una velocidad de setenta y nueve nudos, casi ciento cincuenta kilómetros por hora. Tres minutos después el controlador escuchó: Mayday, mayday, mayday, 2803, 2803, el motor me volvió a fallar, voy a buscar un río, aquí tengo un río a la derecha
. El controlador preguntó la posición de la aeronave. El piloto respondió lacónico: Ciento tres millas fuera de San José, voy a acuatizar
. Ese fue el último mensaje de Murcia Morales y la traza de la vieja avioneta Cessna desapareció del radar.
A partir de ese instante las autoridades la dieron por perdida.
El río que avistó el piloto y que no alcanzó a identificar resultó ser el Apaporis, uno de los más extensos de Colombia, de casi mil kilómetros. Su curso fluye entre los departamentos de Guaviare, Caquetá, Vaupés y Amazonas. Se trata de una zona de bosques muy antiguos, cuyo dosel se eleva decenas de metros y de un modo tan denso, que la media luz cubre sus suelos, sin importar la hora del día ni cuánto brille el sol.
Ese vuelo era el primero de Magdalena y