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Su excelencia Eugène Rougon
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Libro electrónico501 páginas7 horas

Su excelencia Eugène Rougon

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Antes de que le cesen por su oposición a un proyecto apoyado por la emperatriz Eugenia de Montijo, Eugène Rougon presenta su dimisión como presidente del Consejo de Estado. Conserva su cargo de senador, pero su influencia se resiente considerablemente, para decepción de sus amigos –a los que se les llama «la banda»–, que dependían de él para obtener toda clase de prebendas. Entre ellos destaca Clorinde Balbi, hija de una oscura condesa italiana, más dispuesta que nadie a que Rougon recupere el favor del emperador Luis Napoleón III; no son amantes, él no quiere casarse con ella (de hecho cada uno se casa por su lado), pero entre los dos hay una constante tensión erótica que nunca se sabe cómo se va a resolver. Su excelencia Eugène Rougon (1876), sexta novela del ciclo Los Rougon-Macquart, es ante todo el estudio de una personalidad a la que solo le interesa «poner el pie en la nuca de la multitud». Como dice el narrador, «su única pasión era ser superior», y poco le importan las vanidades y el dinero.

Crónica implacable del gobierno del Segundo Imperio francés, paraíso impune de la represión, el tráfico de influencias, el clientelismo y el enriquecimiento fraudulento, la novela es un magnífico retrato del poder político que Zola parece pintar con su conocida exuberancia no solo para su época sino –en tiempos de democracias falseadas y «ficción de parlamentarismo»– también para la nuestra.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 may 2024
ISBN9788411780643
Su excelencia Eugène Rougon
Autor

Émile Zola

Émile Zola (1840-1902) was a French novelist, journalist, and playwright. Born in Paris to a French mother and Italian father, Zola was raised in Aix-en-Provence. At 18, Zola moved back to Paris, where he befriended Paul Cézanne and began his writing career. During this early period, Zola worked as a clerk for a publisher while writing literary and art reviews as well as political journalism for local newspapers. Following the success of his novel Thérèse Raquin (1867), Zola began a series of twenty novels known as Les Rougon-Macquart, a sprawling collection following the fates of a single family living under the Second Empire of Napoleon III. Zola’s work earned him a reputation as a leading figure in literary naturalism, a style noted for its rejection of Romanticism in favor of detachment, rationalism, and social commentary. Following the infamous Dreyfus affair of 1894, in which a French-Jewish artillery officer was falsely convicted of spying for the German Embassy, Zola wrote a scathing open letter to French President Félix Faure accusing the government and military of antisemitism and obstruction of justice. Having sacrificed his reputation as a writer and intellectual, Zola helped reverse public opinion on the affair, placing pressure on the government that led to Dreyfus’ full exoneration in 1906. Nominated for the Nobel Prize in Literature in 1901 and 1902, Zola is considered one of the most influential and talented writers in French history.

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    Su excelencia Eugène Rougon - Émile Zola

    CubiertaSu excelencia Eugène Rougon

    Índice

    Cubierta

    Portada

    Nota al texto

    Árbol genealógico de los Rougon-Macquart

    Genealogía de los Rougon-Macquart según Zola (1878)

    I

    II

    III

    IV

    V

    VI

    VII

    VIII

    IX

    X

    XI

    XII

    XIII

    XIV

    Notas

    Créditos

    Sobre ALBA

    Nota al texto

    Su excelencia Eugène Rougon (Son Excellence Eugène Rougon) se publicó por entregas en Le Siècle, del 25 de enero al 11 de marzo de 1876. En febrero de ese mismo año salió en forma de libro (Librairie Charpentier, París).

    Árbol genealógico de los Rougon-Macquart

    Genealogía de los Rougon-Macquart según Zola (1878)

    ADÉLAÏDE FOUQUE. Nace en Plassans en 1768; se casa en 1786 con Rougon, jardinero, y tiene con él un hijo [Pierre] en 1787. Se queda viuda en 1788. Comienza en 1789 relaciones con su amante, Macquart; tiene un hijo [Antoine] con él en 1789, y una hija [Ursule] en 1791. Se vuelve loca e ingresa en el manicomio de Les Tulettes en 1851. Neurosis congénita.

    ANTOINE MACQUART. Nace en 1789, soldado en 1809; regresa después de 1815 y se casa en 1826 con Joséphine Gavaudans, con quien tiene tres hijos (Lisa, Gervaise y Jean). Joséphine muere en 1859. Fusión. Predominancia moral del padre y parecido físico con él. La afición a la bebidase va heredando de padres a hijos.

    LISA MACQUART. Nace en 1827. Se casa con Quenu en 1852 y tiene una hija [Pauline Quenu] al año siguiente. Predominancia absoluta de la madre. Parecido físico con la madre. Charcutera.

    GERVAISE MACQUART. Nace en 1828. Tiene dos hijos (Claude y Étienne)¹de un amante, Lantier, con quien se fuga a París y que la abandona. Se casa en 1852 con un obrero, Coupeau, con quien tiene una hija [Anna Coupeau]. Muere de pobreza y de crisis de alcoholismo en 1869. La concibieron durante una borrachera. Es coja. Representación de la madre en el momento de la concepción. Lavandera y planchadora.

    JEAN MACQUART. Nace en 1831. Predominancia absoluta de la madre. Parecido físico con el padre. Soldado.

    PAULINE QUENU. Nace en 1852. Mezcla equilibrada. Parecido moral y físico con la madre y con el padre. Carácter honrado.

    CLAUDE LANTIER. Nace en 1842. Mezcla con fusión. Preponderancia moral de la madre y parecido físico con ella. Hereda una neurosis que se convierte en genialidad. Pintor.

    ÉTIENNE LANTIER. Nace en 1846. Predominancia absoluta de la madre. Parecido físico con la madre y, luego, con el padre. Hereda la afición a la bebida, que degenera en locura homicida. Carácter criminal.

    ANNA COUPEAU. Nace en 1852. Mezcla con fusión. Preponderancia moral del padre y parecido físico con la madre. Hereda la afición a la bebida que degenera en histeria. Carácter vicioso.

    URSULE MACQUART. Nace en 1791. Se casa en 1810 con un sombrerero [Mouret] con quien tiene tres hijos (François, Hélène, y Silvère). Muere tísica en 1840. Mezcla con fusión. Predominancia moral de la madre y parecido físico con ella.

    SILVÈRE MOURET. Nace en 1836 y muere en 1851. Predominancia absoluta de la madre. Parecido físico innato.

    HÉLÈNE MOURET. Nace en 1824. Se casa en 1848 con Grandjean, con quien tiene una hija [Jeanne], y queda viuda en 1850. Parecido físico con el padre.

    JEANNE GRANDJEAN. Nace en 1848. Herencia retroactiva que retrocede dos generaciones. Parecido físico con Adélaïde Fouque.

    FRANÇOIS MOURET. Nace en 1817. Se casa en 1840 con su prima Marthe Rougon, con la que tiene tres hijos (Octave, Serge y Désirée). Predominancia absoluta de el padre. Parecido físico con la madre. Ambos cónyuges se parecen.

    DÉSIRÉE MOURET. Nace en 1844. Predominancia absoluta de la madre. Parecido físico con la madre. Hereda una neurosis que evoluciona hacia la imbecilidad.

    SERGE MOURET. Nace en 1841. Mezcla con dispersión. Parecido físico y moral más marcado con la madre. Mente del padre, que altera la influencia morbosa de una neurosis que degenera en manía religiosa. Sacerdote.

    OCTAVE MOURET. Nace en 1840. Predominancia absoluta de el padre. Parecido físico con el padre.

    PIERRE ROUGON. Nace en 1787. Se casa en 1810 con Félicité Puech, con quien tiene cinco hijos (Eugène, Pascal, Aristide, Sidonie y Marthe). Mezcla equilibrada. Término medio en lo moral y parecido físico con el padre y con la madre.

    MARTHE ROUGON. Nace en 1820. Se casa con su primo François Mouret en 1840 y muere en 1864. Herencia retroactiva que retrocede una generación. Parecido físico y moral con Adélaïde Fouque.

    SIDONIE ROUGON. Nace en 1818. Predominancia absoluta del padre. Parecido físico con la madre.

    PASCAL ROUGON. Nace en 1813. Rasgos innatos. Ningún parecido ni moral ni físico con los padres. Totalmente al margen de la familia. Médico.

    EUGÈNE ROUGON. Nace en 1811. Se casa en 1857 con Véronique Beulin d’Orchères. Mezcla con fusión. Preponderancia moral: ambición de la madre. Parecido físico con el padre. Ministro.

    ARISTIDE ROUGON, conocido por Saccard. Nace en 1815. Se casa en 1836 con Angèle Sicardot, con quien tiene dos hijos (Maxime y Clotilde). Esta fallece en 1854 y él vuelve a casarse en 1855 con Renée Béraud Duchatel, quien muere sin hijos en 1867. Mezcla con fusión. Preponderancia moral del padre y parecido físico con la madre. Los apetitos del padre malogran la ambición de la madre.

    CLOTILDE ROUGON. Nace en 1847. Predominancia absoluta de la madre. Parecido físico a la madre.

    MAXIME ROUGON, conocido por Saccard. Nace en 1840. Tiene un hijo con una sirvienta a quien seduce. Mezcla con dispersión. Preponderancia moral del padre y parecido físico con la madre.

    CHARLES ROUGON, conocido por Saccard. Nace en 1857. Herencia retroactiva que retrocede tres generaciones. Parecido físico y moral con Adélaïde Fouque. Postrera plasmación del agotamiento de una raza.

    I

    El presidente estaba todavía de pie, en medio del ligero alboroto que su entrada acababa de producir. Se sentó y, a media voz, dijo indiferente:

    –Se abre la sesión.

    Ordenó los proyectos de ley que tenía sobre la mesa. A su izquierda, un secretario miope, la nariz pegada al papel, daba lectura al acta de la última sesión con un rápido balbuceo, que ningún diputado escuchaba. En el barullo de la sala, la lectura solo llegaba a los oídos de los ujieres, que se mantenían muy dignos y correctos, en contraste con las descuidadas actitudes de los miembros de la Cámara.

    Apenas había cien diputados. Algunos se echaban hacia atrás en sus escaños de terciopelo rojo, la mirada perdida, ya dormitando. Otros, inclinados sobre el borde de sus pupitres, como abrumados por el tedio de la obligada sesión pública, golpeaban suavemente la caoba con la punta de los dedos. Por el ventanal acristalado, que recortaba una media luna gris, caía a plomo la lluviosa tarde de mayo iluminando uniformemente la pomposa severidad de la sala. La luz descendía por las gradas como un amplio manto enrojecido de tono apagado, arrancando aquí y allá un reflejo rosa en los bordes de los bancos¹ vacíos, mientras que, detrás del presidente, la desnudez de las estatuas y esculturas capturaba retazos de blanquecina claridad.

    En el tercer banco, a la derecha, un diputado estaba de pie en el estrecho pasillo. Se frotaba con la mano la hirsuta barba del cuello, algo gris, con aire preocupado. Un ujier subía. Lo detuvo y le dirigió una pregunta en voz baja.

    –No, señor Kahn –respondió el ujier–. El señor presidente del Consejo de Estado no ha llegado todavía.

    El señor Kahn se sentó. Luego, volviéndose bruscamente hacia el vecino de su izquierda, le preguntó:

    –Oiga, Béjuin, ¿ha visto usted a Rougon esta mañana?

    El señor Béjuin, un hombrecillo delgado, moreno, de aspecto reservado, levantó la cabeza, la mirada parpadeante y el pensamiento en otra parte. Había sacado el tablero de su pupitre. Despachaba la correspondencia en unas hojas azules con un membrete comercial que decía: «Béjuin y CIA, Cristalería de Saint-Florent».

    –¿Rougon? –repitió–. No, no lo he visto. No he tenido tiempo de pasar por el Consejo de Estado.

    Y volvió tranquilamente a su tarea. Consultó un cuadernillo y se puso a escribir la segunda carta, bajo el confuso zumbido del secretario, que terminaba la lectura del acta.

    El señor Kahn se enderezó, los brazos cruzados. Su rostro, de rasgos acentuados, cuya nariz grande y bien hecha delataba su origen judío, continuaba malhumorado. Miró los dorados rosetones del techo, se paró a escuchar el golpeteo del aguacero, que en aquel momento se estrellaba en los cristales del ventanal, y luego, la mirada perdida, pareció examinar atentamente la complicada ornamentación de la extensa pared que tenía enfrente. Se detuvo unos momentos en los colgantes de terciopelo verde, cargados de atributos y de encuadres dorados, que aparecían en los dos extremos. Luego, después de medir con la mirada los pares de columnas, entre los que las estatuas alegóricas de la Libertad y el Orden Público asomaban sus caras de mármol, de órbitas vacías, acabó absorto ante el espectáculo de la cortina de seda verde que ocultaba el fresco en que Luis Felipe aparecía prestando el juramento de la Charte².

    Entretanto, el secretario se había sentado. En la sala continuaba el barullo. El presidente, sin prisas, seguía hojeando papeles. Apoyó mecánicamente la mano en el botón del timbre, cuyo sonido no consiguió interrumpir ninguna conversación, y luego, poniéndose en pie en medio del bullicio, esperó unos instantes.

    –Señores –empezó–, he recibido una carta…

    Se detuvo, expectante, para dar otro timbrazo, dominando con su figura grave y contrariada la monumental mesa elevada sobre paneles de mármol rojo encuadrados por mármol blanco. Su levita abotonada destacaba sobre el bajorrelieve situado detrás de la mesa, cortando con una línea negra los peplos de la Agricultura y la Industria, de perfiles clásicos.

    –Señores –repitió cuando consiguió algo de silencio–, he recibido una carta del señor de Lamberthon, en la que se excusa por no poder asistir a la sesión de hoy.

    Se oyó una risita en un banco, el sexto frente a la tribuna. Era un diputado joven, de no más de veintiocho años, rubio y encantador, que ahogaba en sus manos blancas una alegría de mujer bonita. Uno de sus colegas, enorme, se le aproximó tres asientos y le preguntó al oído:

    –¿Es verdad que Lamberthon ha encontrado a su mujer? Vamos, La Rouquette, cuéntemelo.

    El presidente había cogido un puñado de papeles. Hablaba con voz monótona. Al fondo de la sala solo llegaban jirones de sus frases.

    –Hay algunas solicitudes de licencia… el señor Blanchet, el señor Buquin-Lecomte, el señor de la Villardière…

    Mientras la Cámara concedía las licencias solicitadas, el señor Kahn, cansado sin duda de contemplar la seda verde tendida delante de la imagen sediciosa de Luis Felipe, se volvió para mirar las tribunas. Sobre el basamento de mármol amarillo con venas de laca, una sola fila de tribunas exhibía, entre columna y columna, el terciopelo amaranto de los pasamanos, mientras, en lo alto, una colgadura de cuero estampado no lograba disimular el vacío dejado por la supresión de la segunda fila, reservada a los periodistas y al público antes del Imperio. Entre las gruesas y amarillentas columnas, que desplegaban su pompa algo pesada alrededor del hemiciclo, se hundían los estrechos palcos, llenos de sombra, casi vacíos, apenas alegrados por tres o cuatro vestidos claros de mujer.

    –¡Vaya! –murmuró el señor Kahn–, ha venido el coronel Jobelin. –Y sonrió al coronel, que le estaba mirando.

    El coronel vestía la levita azul oscura que había adoptado como uniforme civil después de retirarse. Se hallaba solo en la tribuna de los cuestores³, con su rosette de oficial de la Legión de Honor⁴, tan grande que parecía el nudo de una corbata.

    Más lejos, a la izquierda, los ojos del señor Kahn acababan de fijarse en dos jóvenes que se abrazaban tiernamente en un rincón de la tribuna del Consejo de Estado. Él se inclinaba a cada momento para hablarle en el cuello a su compañera, que sonreía dulcemente sin mirarle, fijos los ojos en la figura alegórica del Orden Público.

    –Dígame, Béjuin –murmuró el diputado empujando a su colega con la rodilla. El señor Béjuin iba por la quinta carta. Levantó la cabeza, algo pasmado–: ¿No ve usted, allá arriba, al joven d’Escorailles y a la linda señora Bouchard? Apuesto a que le pellizca las caderas. Ella tiene la mirada lánguida… Parece como si todos los amigos de Rougon se hubieran dado cita. Además, allí, en la tribuna del público, se encuentran también la señora Correur y el matrimonio Charbonnel.

    Sonó un timbrazo más prolongado. Un ujier lanzó, con una bella voz de bajo, un «¡Silencio, señores!».

    Le hicieron caso y nadie se perdió una palabra de la frase del presidente:

    –El señor Kahn solicita autorización para imprimir el discurso que pronunció en la discusión del proyecto de ley relativo al establecimiento de un impuesto municipal sobre los vehículos y caballos que circulan en París.

    Un murmullo se extendió por los bancos e inmediatamente se reanudaron las conversaciones. El señor La Rouquette había ido a sentarse junto al señor Kahn.

    –Así que se preocupa por el pueblo –le dijo bromeando. Y, sin esperar respuesta, añadió–: ¿No ha visto usted a Rougon? ¿No se ha enterado? Todo el mundo habla del asunto. Sin embargo, parece que todavía no hay nada seguro. –Se volvió y dijo mirando el reloj–: ¡Las dos y veinte ya! ¡Si no fuera por la lectura de ese informe del diablo, me marcharía! ¿Es de verdad para hoy?

    –Nos lo han avisado a todos –respondió el señor Kahn–. No tengo noticias de que haya habido contraorden. Hará bien en quedarse. Los cuatrocientos mil francos del bautismo se votarán enseguida.

    –Sin duda –dijo el señor La Rouquette–. Al viejo general Legrain, que está tullido de las dos piernas en estos momentos, lo ha traído su criado; se encuentra en la sala de conferencias esperando la votación… El emperador hace bien en contar con la adhesión de todo el Cuerpo Legislativo. En esta solemne ocasión, no debe faltarle ninguno de nuestros votos.

    El joven diputado hacía grandes esfuerzos para adoptar la actitud grave que correspondía a un político. Su cara redonda, alegrada por algunos pelos rubios, se daba importancia meciéndose sobre la corbata. Parecía paladear unos instantes las dos últimas frases de orador que acababa de pronunciar. Luego, de pronto, soltó una carcajada.

    –¡Dios mío –dijo–, qué cara más agradable tienen esos Charbonnel!

    El señor Kahn y él estuvieron bromeando a expensas de la pareja. La mujer llevaba un extravagante chal amarillo y el marido, una de esas levitas provincianas que parecen cortadas a hachazos. Los dos, anchos, congestionados, inclinados hacia delante, casi hasta apoyar el mentón en el terciopelo del antepecho para mejor seguir la sesión, de la que, a juzgar por sus ojos, desmesuradamente abiertos, no parecían comprender nada.

    –Si Rougon sale –murmuró La Rouquette–, no doy dos céntimos por el proceso de los Charbonnel… Es como la señora Correur… –Se inclinó hacia el señor Kahn y le susurró al oído–: En realidad, usted, que conoce a Rougon, dígame qué sería de él si no fuera por la señora Correur. Ella tenía una pensión, ¿verdad? En otros tiempos alojaba a Rougon. Se dice, incluso, que le prestaba dinero… Y ahora ¿a qué se dedica?

    El señor Kahn estaba muy serio. Se acariciaba lentamente la barba del cuello.

    –La señora Correur es una dama muy respetable –dijo con total claridad.

    Estas palabras cortaron en seco la curiosidad de La Rouquette, que frunció los labios con gesto de colegial que acaba de recibir una lección. Por unos momentos, ambos se quedaron mirando en silencio a la señora Correur, que se sentaba cerca de los Charbonnel. Llevaba un vestido de seda malva, muy vistoso, con abundantes encajes y joyas; la cara, demasiado sonrosada; la frente cubierta de ricitos de muñeca rubia y el cuello, mantecoso, todavía hermoso, a pesar de sus cuarenta y ocho años.

    Pero, de pronto, se oyó en el fondo de la sala el ruido de un portazo y un revuelo de faldas que hicieron volver la cabeza a todos los presentes. En la tribuna del Cuerpo Diplomático acababa de entrar una mujer alta, de admirable belleza, vestida de forma extravagante, con un traje de seda verdemar, mal cortado, a la que seguía una señora de edad vestida de negro.

    –¡Vaya, la bella Clorinde! –murmuró el señor La Rouquette, que se levantó para saludar, por si acaso.

    El señor Kahn hizo lo mismo. Luego se inclinó hacia el señor Béjuin, que se hallaba atareado metiendo las cartas en sobres.

    –Oiga, Béjuin –le dijo al oído–, la condesa Balbi y su hija están ahí… Voy a subir a preguntarles si han visto a Rougon.

    En la mesa, el presidente había tomado un nuevo puñado de papeles y, sin dejar de leer, dirigía una rápida mirada a la bella Clorinde Balbi, cuya llegada levantaba cuchicheos en la sala. Luego, mientras pasaba los documentos, uno a uno, a un secretario, dijo de forma monótona, sin puntos ni comas, en una exposición interminable:

    –Presentación de un proyecto de ley al objeto de prorrogar la percepción de una sobretasa por la administración de la ciudad de Lille… Presentación de un proyecto de ley relativo a la unión de los ayuntamientos de Doulevant-le-Petit y de Villeen-Blaisais (Haute-Marne) en un solo.

    Cuando bajó, el señor Kahn estaba consternado.

    –Evidentemente, nadie lo ha visto –dijo a sus colegas Béjuin y La Rouquette, con quienes se reunió en la parte baja del hemiciclo–. Me han asegurado que el emperador mandó llamarlo ayer noche, pero ignoro el resultado de la entrevista… No hay nada tan fastidioso como no saber a qué atenerse.

    En un momento en que el señor Kahn volvía la espalda, La Rouquette murmuró al oído de Béjuin:

    –Este pobre Kahn tiene miedo de que Rougon se ponga a mal con las Tullerías⁵. Como sea así, ya puede correr detrás de su ferrocarril, que…

    El señor Béjuin, que era hombre de pocas palabras, dejó caer en tono grave:

    –El día que Rougon abandone el Consejo de Estado, todo el mundo saldrá perdiendo.

    Y, con un gesto, llamó a un ujier para pedirle que fuera a echar al buzón las cartas que había estado escribiendo.

    Los tres diputados seguían al pie de la mesa, a la izquierda, comentando en voz baja la desgracia que amenazaba a Rougon. Se trataba de una historia complicada. Un pariente lejano de la emperatriz, un tal señor Rodríguez, reclamaba al Gobierno francés, desde 1808, dos millones. Durante la guerra de España, este Rodríguez, que era armador, tenía un barco cargado de azúcar y café, que fue capturado en el golfo de Gascuña y llevado a Brest por una fragata francesa, la Vigilante. Como resultado de la instrucción por la comisión local, el oficial de la administración concedió validez a la captura, sin informar al Consejo de Presas⁶. Entretanto, el señor Rodríguez se apresuró a presentar un recurso ante el Consejo de Estado. Muerto Rodríguez, su hijo intentó, en vano, por todos los medios y ante los sucesivos Gobiernos, que se reabriera el proceso, hasta que un buen día unas palabras de su prima lejana⁷, ahora omnipotente, bastaron para que se admitiera la causa en el registro.

    Por encima de su cabeza, los tres diputados oían la monótona voz del presidente, que proseguía:

    –Presentación de un proyecto de ley autorizando al departamento de Calvados a conceder un préstamo de trescientos mil francos… Presentación de un proyecto de ley autorizando a la ciudad de Amiens a emitir un préstamo de doscientos mil francos para la creación de nuevos paseos… Presentación de un proyecto de ley autorizando al departamento de Côtes-du-Nord a emitir un préstamo de trescientos cuarenta y cinco mil francos, destinado a cubrir el déficit correspondiente a los últimos cinco años…

    –Lo cierto es –dijo el señor Kahn bajando aún más la voz– que el Rodríguez en cuestión había tenido una idea muy ingeniosa. Asociado con uno de sus yernos, establecido en Nueva York, tenía dos barcos gemelos, que navegaban a voluntad bajo pabellón americano o bajo pabellón español, según los peligros de la travesía… Rougon me ha asegurado que el buque capturado era, indudablemente, solo suyo y que, por tanto, no había lugar, en modo alguno, a considerar sus reclamaciones.

    –Y tanto más –añadió el señor Béjuin– cuanto que el procedimiento era inatacable. El oficial de la administración de Brest tenía todo el derecho a decidir su validación, según la costumbre del puerto, sin ponerlo en conocimiento del Consejo de Presas.

    Hubo un silencio. El señor La Rouquette, apoyado contra el basamento de mármol, levantaba la nariz tratando de atraer la atención de la bella Clorinde.

    –Pero –preguntó ingenuamente– ¿por qué no quiere Rougon darle los dos millones a Rodríguez? ¿Qué más le da a él?

    –Hay en ello una cuestión de conciencia –dijo gravemente el señor Kahn.

    El señor La Rouquette miró a sus dos colegas, uno tras otro, pero, viéndolos tan serios, ni siquiera sonrió.

    –Además –prosiguió el señor Kahn, como respondiendo a pensamientos no expresados–, Rougon tiene dificultades desde que Marsy es ministro del Interior. Nunca han podido soportarse… Me decía Rougon que, de no ser por su devoción al emperador, a quien tantos servicios ha prestado, hace tiempo que habría vuelto a la vida privada… En fin, que ya no se encuentra cómodo en las Tullerías y siente la necesidad de cambiar de ambiente.

    –Procede honradamente –repitió el señor Béjuin.

    –Sí –dijo el señor La Rouquette en tono irónico–. Si quiere retirarse, esta es una buena ocasión… Sin embargo, sus amigos quedarán desprotegidos. Vean allá arriba al coronel, está muy inquieto; ¡él, que contaba ya con lucir la banda roja en el cuello el 15 de agosto próximo!… ¡Y la linda señora Bouchard, que había jurado que el digno señor Bouchard sería jefe de división en Interior antes de seis meses!… El pequeño d’Escorailles, niño mimado de Rougon, debía colocar el nombramiento bajo la servilleta del señor Bouchard en la onomástica de su señora. Pero escuchen, ¿dónde se han metido el joven d’Escorailles y la linda señora Bouchard?

    Los buscaron y, por fin, los vieron al fondo de la tribuna, de la que ocupaban el primer banco en la apertura de la sesión. Se habían refugiado allí, en la penumbra, detrás de un anciano calvo; y allí seguían los dos, bien tranquilos y muy colorados.

    En aquel momento, el presidente terminaba su lectura. Pronunció estas últimas palabras con voz apagada, que tropezaba en la bárbara rudeza de la frase:

    –Presentación de un proyecto de ley que tiene por objeto autorizar la elevación del tipo de interés de un empréstito, autorizado por la Ley de 9 de junio de 1853, y una imposición extraordinaria al departamento de la Mancha.

    El señor Kahn había salido al encuentro de un diputado que entraba en la sala. Lo llevó al grupo diciendo:

    –Aquí está el señor de Combelot… Él nos pondrá al corriente de las novedades.

    El señor de Combelot, un chambelán que el departamento de las Landas había nombrado diputado por deseo expreso del emperador, saludó con aire discreto esperando a que le preguntaran. Era un hombre alto y guapo, de tez muy blanca, con barba negra como la tinta, que le valía grandes éxitos entre las mujeres.

    –¿Y bien? –preguntó el señor Kahn–. ¿Qué se dice en palacio? ¿Qué ha decidido el emperador?

    –Dios mío –contestó el señor de Combelot, arrastrando las erres–. Se dicen muchas cosas… El emperador tiene una gran amistad con el señor presidente del Consejo de Estado. No hay duda de que la entrevista ha sido muy cordial… Sí, sí, muy cordial.

    Se detuvo, después de sopesar la palabra, para asegurarse de que no había ido demasiado lejos.

    –Entonces ¿se ha retirado la dimisión? –preguntó el señor Kahn con los ojos brillantes.

    –Yo no he dicho eso –contestó muy inquieto el chambelán–. Yo no sé nada. Compréndanlo, mi situación es delicada…

    No terminó la frase, sonrió y se apresuró a subir a su banco. El señor Kahn se encogió de hombros y dijo al señor La Rouquette:

    –Pero… estoy pensando… ¡Me parece que usted debería estar al tanto del asunto! Su hermana, la señora de Llorentz, ¿no le cuenta nada?

    –¡Oh! Mi hermana es aún más muda que el señor de Combelot –dijo riendo el joven diputado–. Desde que es dama de palacio, tiene la gravedad de un ministro…; sin embargo, ayer me aseguraba que la dimisión sería aceptada… A este respecto, circulaba una buena historia. Por lo visto, enviaron a una señora con la misión de ablandar a Rougon. Y ¿no saben lo que hizo Rougon? La puso en la calle; y eso que la señora era un bombón.

    –Rougon es casto –afirmó solemnemente el señor Béjuin.

    El señor La Rouquette fue presa de una risa loca. No estaba de acuerdo, podría sacar a relucir líos si quisiera.

    –Por ejemplo, la señora Correur… –murmuró.

    –¡Ni hablar! –dijo el señor Kahn–. Usted no conoce esa historia.

    –¡Bueno, entonces la bella Clorinde!

    –¡Vamos, hombre! Rougon es demasiado íntegro para ceder a las pretensiones de esa endemoniada mujer.

    Los caballeros se juntaron sumiéndose en una conversación muy arriesgada y de expresiones muy crudas. Contaron las anécdotas que circulaban sobre las dos italianas, madre e hija, mitad aventureras y mitad grandes señoras, a las que se podía ver por todas partes, en medio de todos los desórdenes: en casa de los ministros, en los proscenios de los teatros, en las playas de moda y al fondo de hoteles perdidos. La madre, aseguraban, procedía de un lecho real; y la hija, con total ignorancia de los convencionalismos franceses, que hacía de ella una «gran diablesa» original y muy mal educada, reventaba caballos a la carrera, enseñaba por las aceras sus medias sucias y sus botines destaconados los días de lluvia y buscaba marido valiéndose de sonrisas audaces de mujer experimentada. El señor La Rouquette explicó que, una noche de baile en casa del caballero Rusconi, legado de Italia, ella se presentó vestida de Diana cazadora, con tan poca ropa que a punto estuvo de pedirla en matrimonio al día siguiente el señor de Nougarède, un senador viejo muy sensual. Mientras se contaba esta historia, los tres diputados lanzaban miradas a la bella Clorinde, quien, a pesar del reglamento, observaba a los miembros de la Cámara, uno tras otro, con unos grandes gemelos de teatro.

    –¡No, no –insistió el señor Kahn–, Rougon no cometería jamás tal locura! Dice que es muy inteligente y, en broma, la llama «señorita Maquiavelo». Le divierte y nada más.

    –No tiene importancia –concluyó el señor Béjuin–, Rougon hace mal en no casarse… Eso da serenidad a un hombre.

    Los tres se pusieron de acuerdo sobre lo que le convendría a Rougon: una mujer de cierta edad, treinta y cinco años por lo menos, rica y que mantuviera su casa sobre un pedestal de honestidad.

    Entretanto, el barullo aumentaba. Inmersos en sus anécdotas escabrosas, no se percataban de lo que sucedía a su alrededor. A lo lejos, al fondo de los pasillos, se oía la voz perdida de los ujieres, que gritaban: «¡En sesión! ¡En sesión!».

    Los diputados llegaban de todas partes por las puertas de caoba maciza, abiertas a dos batientes y luciendo las estrellas doradas de sus paneles. La sala, medio vacía hasta entonces, fue llenándose poco a poco. Los pequeños grupos, charlando con aire de fastidio de un banco a otro, y los durmientes, sofocando bostezos, se vieron sumidos en la marea ascendente, en medio de abundantes apretones de mano. Al sentarse en sus escaños, los diputados sonreían, tanto a la derecha como a la izquierda; tenían un aire de familia, unos rostros penetrados por el deber que iban a cumplir. A uno de ellos, grueso, que en el último banco, a la izquierda, se había dormido profundamente, lo despertó su vecino; y, cuando este le dijo al oído unas palabras, inmediatamente se frotó los ojos y adoptó una postura conveniente. La sesión, después de arrastrarse sobre asuntos muy fastidiosos para aquellos señores, iba a cobrar ahora un interés capital.

    Empujados por la multitud, el señor Kahn y sus dos colegas subieron hasta sus bancos sin darse cuenta. Continuaban su charla, entre risas ahogadas. El señor La Rouquette contó una nueva historia sobre la bella Clorinde. Un día se le ocurrió la extraña fantasía de cubrir las paredes de su habitación con telas negras sembradas de lágrimas de plata y de recibir allí a sus íntimos, acostada en su lecho y sepultada bajo mantas igualmente negras, que solo dejaban asomar la punta de su nariz.

    El señor Kahn se sentaba cuando volvió bruscamente en sí.

    –¡Ese La Rouquette, con sus comadreos, es un idiota! ¡Por su culpa no he visto entrar a Rougon! –Y, volviéndose furibundo hacia su vecino, le dijo–: ¡Oiga, Béjuin, ya podía haberme advertido!

    Rougon, que acababa de ser introducido con el ceremonial de costumbre, estaba ya sentado entre dos consejeros de Estado en el banco de los comisarios del Gobierno, una especie de caja de caoba de enormes dimensiones instalada debajo de la mesa, en el mismo lugar que ocupaba la tribuna suprimida. Reventaba con sus anchos hombros el uniforme de paño verde, cargado de oro en el cuello y las mangas. Con la cabeza vuelta hacia la sala y el espeso y grisáceo cabello caído sobre la frente cuadrada, apagaba la mirada bajo espesos párpados, siempre a medio cerrar; y su gran nariz, sus labios como tallados en carne, sus largas mejillas, en las que sus cuarenta y seis años no dejaban ni una arruga, tenían una ruda vulgaridad, que descubría por momentos la belleza de la fuerza. Siguió sentado, tranquilo, el mentón en el cuello, aparentando no ver a nadie, el aire indiferente y un poco cansado.

    –Tiene el aspecto de siempre –murmuró el señor Béjuin.

    Los diputados, en sus escaños, se inclinaban hacia delante para ver la expresión de su rostro. Un susurro hecho de observaciones discretas circulaba de oído a oído. Pero donde la entrada de Rougon producía sobre todo una viva impresión era en las tribunas. Los Charbonnel, para demostrar que estaban allí, avanzaban sus maravillados rostros, con riesgo de caerse. La señora Correur, tras una ligera tos, sacaba un pañuelo y lo agitaba levemente con el pretexto de llevárselo a la boca. El coronel Jobelin se había atiesado y la linda señora Bouchard volvía rápidamente al primer banco, resoplaba un poco recomponiendo su tocado, mientras el señor d’Escorailles, detrás de ella, estaba mudo, muy contrariado. La bella Clorinde, por su parte, no se cortó. Viendo que Rougon no levantaba la mirada, dio con los gemelos varios golpecitos muy perceptibles en el mármol de la columna en que se apoyaba. Y, como seguía sin mirarla, le dijo a su madre con una voz tan clara que toda la sala pudo oírla:

    –¡Me ignora, el muy hipócrita!

    Varios diputados se volvieron, sonrientes. Rougon decidió, al fin, regalar una mirada a la bella Clorinde. Entonces, mientras él le dedicaba una imperceptible inclinación de cabeza, ella, triunfal, aplaudió, se volvió hacia su madre, riéndose y hablándole en voz alta, sin preocuparse lo más mínimo por todos aquellos hombres que, desde abajo, la contemplaban.

    Rougon, lentamente, antes de entornar de nuevo los párpados, había recorrido las tribunas, donde su ancha mirada envolvió a la vez a la señora Bouchard, al coronel Jobelin, a la señora Correur y a los Charbonnel. Su rostro siguió mudo. Volvió a bajar el mentón hasta el pecho, los ojos entreabiertos, al tiempo que sofocaba un ligero bostezo.

    –Con todo, voy a decirle algo –susurró el señor Kahn al oído del señor Béjuin.

    Pero, en el momento en que se levantaba, el presidente, después de comprobar que todos los diputados se hallaban en sus puestos, dio un timbrazo magistral. Y, bruscamente, un silencio profundo reinó en la sala.

    En el primer banco, hecho de mármol amarillo con repisas de mármol blanco, estaba de pie un hombre rubio. Tenía en la mano un gran papel, que acariciaba con los ojos mientras hablaba.

    –Tengo el honor –dijo con voz cantarina– de presentar un informe sobre el proyecto de ley referente a la apertura, en el Ministerio de Estado, de un crédito de cuatrocientos mil francos, con cargo al ejercicio de 1856, para atender a los gastos de la ceremonia y las fiestas del bautismo del príncipe imperial.

    Hacía ademán de llevarlo a la mesa, con paso lento, cuando los diputados gritaron a coro:

    –¡Que se lea! ¡Que se lea!

    El diputado portavoz esperó a que el presidente decidiera que procedía la lectura. Y empezó, con un tono casi enternecido:

    –Señores, el proyecto de ley que se nos presenta es de esos que hacen que parezcan demasiado lentas las formas ordinarias de voto, por cuanto retrasan el espontáneo impulso del Cuerpo Legislativo.

    –¡Muy bien! –vocearon varios diputados.

    –En las más humildes familias –prosiguió el portavoz modulando cada palabra–, el nacimiento de un hijo, de un heredero, con todas las ideas de transmisión implícitas en ese título, es motivo de tan grande júbilo que se olvidan los sufrimientos pasados y solo la esperanza planea sobre la cuna del recién nacido. Pero ¡qué decir de esa fiesta hogareña cuando, al mismo tiempo, es la de una gran nación y es, también, un acontecimiento europeo!

    Era maravilloso. La pieza de retórica dejó pasmada a la Cámara. Rougon, que parecía dormir, no veía en las gradas más que rostros radiantes. Algunos diputados exageraban la atención, las manos a las orejas, para no perderse nada de aquella esmerada prosa. El diputado, después de una breve pausa, alzó la voz.

    –Aquí, señores, se trata de la gran familia francesa, que invita a todos sus miembros a expresar su alegría. Y ¿qué pompa no haría falta para que las manifestaciones exteriores respondieran a la grandeza de sus legítimas esperanzas?

    El diputado, con intención, alargó la pausa.

    –¡Muy bien! ¡Muy bien! –volvieron a gritar.

    –Está delicadamente expresado –subrayó el señor Kahn–. ¿No le parece, Béjuin?

    El señor Béjuin mecía la cabeza, los ojos puestos en la araña que colgaba del bastidor del ventanal delante de la presidencia. Disfrutaba.

    Desde las tribunas, la bella Clorinde, los gemelos apuntando hacia el orador, no perdía el menor gesto de su rostro; a los Charbonnel se les humedecían los ojos; la señora Correur había adoptado una actitud atenta, de mujer como Dios manda; el coronel hacía movimientos de aprobación con la cabeza y la linda señora Bouchard se abandonaba sobre las rodillas del señor d’Escorailles. Sin embargo, en la mesa, el presidente, los secretarios e incluso los ujieres escuchaban sin un gesto, solemnemente.

    –La cuna del príncipe imperial es –prosiguió el diputado–, a partir de ahora, garantía del futuro, ya que, al perpetuar la dinastía que todos aclamamos, asegura la prosperidad del país, su descanso en la estabilidad y, por la misma razón, la del resto de Europa.

    Algunos siseos evitaron que el entusiasmo se desbordara con la conmovedora imagen de la cuna. El portavoz continuó:

    –En otra época, un vástago de tan ilustre sangre habría tenido un destino marcado por grandes empresas, pero los tiempos no guardan ninguna similitud. La paz actual es el resultado de un reinado prudente y sereno, del que nosotros recogemos los frutos, al igual que el genio de la guerra dictó ese poema épico que constituye el Primer Imperio. Saludado en su nacimiento por el cañón, que desde el Norte al Mediodía proclamaba los triunfos de nuestras armas, el rey de Roma⁸ no tuvo siquiera la fortuna de servir a su patria: tales fueron entonces los designios de la Providencia.

    –¿Qué dice? Lo está estropeando –murmuró el escéptico señor La Rouquette–. Todo ese pasaje es absurdo. Acabará por arruinar su intervención.

    Verdaderamente, los diputados empezaban a inquietarse. ¿Por qué aquel recuerdo histórico, que dañaba su entusiasmo? Algunos se sonaron la nariz. Pero el portavoz, sintiendo el frío lanzado por su última frase, sonrió, elevó el tono de voz y prosiguió con su antítesis, equilibrando las palabras, seguro de su efecto.

    –Pero, llegado uno de esos días solemnes en que el nacimiento de uno solo debe ser considerado como la salvación de todos, el hijo de Francia parece darnos hoy, a nosotros y a las generaciones futuras, el derecho a vivir y a morir en el hogar paterno. Esa es, desde ahora, la garantía de la clemencia divina.

    La frase cayó como un rocío balsámico. Todos los diputados comprendieron y un murmullo de contento recorrió la sala. La seguridad de una paz eterna era realmente dulce. Tranquilizados ya, aquellos señores recobraron la pose segura propia de un político ante un desenfreno literario. Ya podían hablar de lo suyo. Europa era de su dueño.

    –El emperador, convertido en árbitro de Europa –continuaba el portavoz con renovado vuelo–, iba a firmar esa paz generosa que, reuniendo las fuerzas productivas de las naciones, es tanto alianza de pueblos como de reyes, ahora que Dios se complace en colmar su dicha al mismo tiempo que su gloria. ¿No es, pues, natural pensar que, desde este momento, el emperador haya previsto numerosos años de prosperidad, al mirar esa cuna donde reposa, apenas nacido, el continuador de su gran política?

    Muy bonita, también, esta imagen. Estaba, desde luego, permitida; lo afirmaban los diputados asintiendo con lentas cabezadas. Pero el informe empezaba a resultar algo largo. Muchos miembros de la Cámara recobraban su habitual gravedad; algunos, incluso, miraban hacia las tribunas por el rabillo del ojo, como si experimentaran, gente práctica, algún reparo en mostrarse así, en la desnudez de su política.

    Otros se distraían, el rostro terroso, pensando en sus asuntos, dando golpecitos con la punta de los dedos en sus pupitres de caoba; y, vagamente, pasaban por su memoria antiguas sesiones, antiguas devociones, que solicitaban poderes para la cuna. El señor La Rouquette se volvía con frecuencia para mirar la hora; cuando las agujas marcaron las tres menos cuarto, hizo un gesto de desesperación: faltaba a una cita. El señor Kahn y el señor Béjuin, inmóviles, uno al lado del otro, cruzaban los brazos, parpadeando, paseando la mirada desde los grandes colgantes de terciopelo verde hasta el bajorrelieve de mármol blanco, que la levita del presidente manchaba de negro. Y en la tribuna diplomática, la bella Clorinde, siempre con sus gemelos, se había puesto nuevamente a examinar detenidamente a Rougon, quien, en su banco, adoptaba la soberbia actitud de un toro dormitando.

    El portavoz, sin embargo, no se daba prisa, disfrutaba de la lectura con pautados y beatíficos movimientos de hombros.

    –Tengamos, pues, plena y entera confianza y recuerde el Cuerpo Legislativo, en esta grande y solemne ocasión, que su paridad de origen con el emperador le da casi un derecho familiar a unirse a las alegrías del soberano mayor que el de otros organismos del Estado. Hijo, como él, del libre voto del pueblo, el Cuerpo Legislativo se convierte, pues, en esta hora, en la voz misma de la nación, para ofrecer al augusto infante el homenaje de un respeto inalterable, de una devoción a toda prueba y de este amor sin límites, que hace de la fe política una religión cuyos deberes se bendicen.

    El fin debía estar próximo, desde el momento en que se trataba ya de homenajes, de religión y de deberes. Los Charbonnel se arriesgaron a cambiar impresiones en voz baja, mientras la señora Correur sofocaba una ligera tos en su pañuelo. La señora Bouchard subió discretamente al fondo de la tribuna del Consejo de Estado, junto al señor Jules d’Escorailles.

    En efecto, el portavoz, cambiando bruscamente de voz, bajando del tono solemne al familiar, farfulló rápidamente:

    –Les proponemos, señores, la adopción pura y simple del proyecto de ley, tal como ha sido presentado por el Consejo de Estado.

    Y se sentó, en medio de un gran rumor.

    –¡Muy bien! ¡Muy bien! –gritaba toda

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