Stefan Zweig está de pie frente al espejo. Se siente fatigado. Envejecido y cansado. Acaba de cumplir 60 años. No tiene fuerzas para seguir. Observa su mirada. Arrugada y triste. Unos ojos que han visto mundo. India. Rusia. Estados Unidos. En sus viajes cree haber conocido el alma humana. Al menos, ha tratado de explicarlo, con sus sombras y con sus luces, a través de la pluma. Extiende los dedos. Los observa. Son manos de un escritor viejo y agotado. Biografías. Novelas. Relatos. Poemas. Ensayos. Libretos. Conferencias. Estudios. Sus obras han sido traducidas a lo largo del mundo. Ha sido un escritor de éxito. Dedicado exclusivamente a divulgar sus ideas humanistas. Pacifistas e intelectuales. Su obra se ha enfrentado a la estupidez humana en muchas ocasiones. Pero ahora, se resigna, ha perdido. El mundo se derrumba. Stefan está saturado. Harto de exilios. De guerras. De muerte. De huir. Plucky le observa sin entender. Stefan le acaricia. Es un gran perro fox-terrier. Stefan se ajusta camisa y corbata. «Ha llegado el momento», piensa, «Mi hoy difiere tanto de cada uno de mis ayeres, mis ascensiones y mis caídas, que a veces me da la impresión de haber vivido no una sola, sino varias existencias», escribió en su autobiografía.
Son los de Charlotte Elisabeth Altmann. Son los de Lotte, como la llama todo el que la quiere. Ambos se miran a los ojos. Están preparados. Ella es la persona en la