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Diez rostros ocultos del comunismo
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Libro electrónico417 páginas6 horas

Diez rostros ocultos del comunismo

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El lado oscuro del comunismo desde la década de 1930 hasta nuestros días.  
Un vibrante y riguroso examen de los diez episodios más delirantes del comunismo: el botín del mayor atraco de Stalin, las 510 toneladas de oro robadas al Banco de España; los libros falsificados sobre la Unión Soviética que engañaron a los lectores e historiadores occidentales; los surrealistas viajes del cadáver de Hitler por los meandros del sistema soviético entre 1945 y 1970; la lucha a muerte de los dos «Mariscales Rojos», Tito y Stalin; la crisisde los misiles de octubre de 1962; el explosivo testamento de Nikita Khrushchev; la «deconstrucción» del mito del Che Guevara... hasta llegar a Vladimir Putin, el último avatar de un siglo de comunismo que nunca llegó a rendir cuentas por sus fechorías.
IdiomaEspañol
EditorialMelusina
Fecha de lanzamiento19 mar 2024
ISBN9788418403958
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    Diez rostros ocultos del comunismo - François Kersaudy

    Contenido

    Contenido

    Prefacio

    I. El oro español: el mayor atraco de Stalin

    2. Algunos libros falsos notables sobre la Unión Soviética

    3. Vlassov, ¿traidor o héroe?

    4. La urss y el cadáver errante de Adolf Hitler

    5. Tito y Stalin:

    6. Kennedy y Khrushchev: los esgrimistas del átomo

    7. El testamento explosivo del Señor K

    8. Cuando los rojos lo ven todo negro

    9. ¿Quién eres, Che Guevara?

    10. Putin, el último avatar del comunismo

    Prefacio

    Desde hace un siglo, el fantasma del comunismo recorre el mundo sembrando el caos, la miseria y la muerte por todas partes. Este libro presenta diez de sus aspectos menos conocidos que, sin embargo, merecen tener una mayor difusión: el mayor atraco de Stalin, que consistió en 510 toneladas de oro robadas al Banco de España; los libros falsificados sobre la urss que han engañado hasta hoy a lectores e historiadores occidentales; la historia épica del general Vlassov, héroe y traidor que fue aplastado entre dos dictaduras; los surrealistas viajes del cadáver de Hitler a la guarida del sistema soviético entre 1945 y 1970; la lucha a muerte entre los dos mariscales rojos, Tito y Stalin; el mes en que el mundo estuvo al borde de la destrucción instantánea; el testamento explosivo de Nikita Khrushchev; el negacionismo rojo que despertó El libro negro del comunismo; la «deconstrucción» del mito del Che Guevara; y, por último, la llegada a escena de Vladimir Putin, último avatar de un siglo de comunismo que nunca ha tenido su Núremberg.

    Este viaje a través de la historia se desarrolla cronológicamente: entre la guerra civil española de 1936 y la Guerra de Ucrania de 2023 vemos desfilar sucesivamente la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría, el deshielo posterior y los conflictos en el Tercer Mundo. Cada episodio nos muestra un sistema diseñado para expandirse por el mundo entero utilizando las formidables armas de la propaganda, el secretismo y el terror. Cuando fracasa, suele ser a causa de su rígido dogmatismo, de su inhumanidad y de un fanatismo ciego que, a menudo, desemboca en enfrentamientos internos de una ferocidad inusitada, como atestigua el duelo a muerte entre los dos dictadores comunistas Stalin y Tito. También puede frustrarse cuando se topa con una oposición decidida, como la de Kennedy en 1962 o la de Zelenski en 2022. Por último, puede llegar a derrumbarse gradual o brutalmente, víctima de su propia negligencia: hombres como Nikita Khrushchev y Mijaíl Gorbachov fueron muy conscientes de los vicios inherentes al sistema soviético, pero ambos estaban demasiado apegados al ideal comunista como para ser capaces de ponerles remedio.

    Es precisamente este ideal, que se ha promovido incansablemente durante un siglo a través de la propaganda, el secretismo, la intimidación y la mentira, lo que ha garantizado la supervivencia del comunismo hasta nuestros días: la humanidad sueña con una sociedad perfectamente justa e igualitaria, que sabe muy bien que nunca ha existido, pero que sigue siempre a quienes se la proponen. Y cuando llega la decepción, normalmente ya es demasiado tarde: «El comunismo —escribe Jean-François Revel— oculta su naturaleza tras su utopía. Permite satisfacer el apetito de dominación o de servidumbre bajo el disfraz de la generosidad y del amor a la libertad; la desigualdad bajo el disfraz del igualitarismo y la mentira bajo el disfraz de la sinceridad. La forma más eficaz de totalitarismo, por lo tanto, la única forma presentable, la más duradera, es la que no realiza el Mal en nombre del Mal, sino el Mal en nombre del Bien. Este aspecto es también lo que le hace aún menos excusable que su alternativa, porque su duplicidad le ha permitido engañar a millones de buenas personas que creyeron en sus promesas.»¹

    Nada podría ser más cierto, pero la propaganda y la intimidación, las posturas morales y la violencia desinhibida parecen producir en las personas un efecto paralizante que detiene toda lógica. Que una ideología tan mortífera pueda ejercer tal atracción y suscitar esta devoción fanática es, sin duda, uno de los mayores enigmas de los últimos cien años.

    Este viaje por los oscuros laberintos del comunismo mundial ha requerido el examen de una gran cantidad de documentación en inglés, alemán, español, ruso, italiano y danés, además del francés, que también ha sido útil.

    Este libro no tiene ninguna conclusión: el lector la añadirá por sí mismo, y el destino se encargará de completarla...

    1. Jean-François Revel, La Grande Parade, París, Plon, 2000, pp. 102-103.

    I. El oro español: el mayor atraco de Stalin

    El 18 de julio de 1936, la insurrección contra la república española coge por sorpresa a Stalin. Sin embargo, su nueva política antifascista de apoyo a los Frentes Populares en Europa le obliga a ayudar a los republicanos en su lucha contra los nacionalistas de Franco, que estaban apoyados por Hitler y Mussolini. Además, había una ola de simpatía popular en todo el mundo por los trabajadores españoles que se habían levantado en armas: la Unión Soviética, patria de la revolución proletaria, debía ponerse a la cabeza. La postura contraria hubiera implicado proporcionar excelentes argumentos a los elementos antiestalinistas de la izquierda —los trotskistas, en particular— en un momento en que los grandes procesos que Stalin quería escenificar hacían más necesario que nunca contar con el apoyo activo de todos los comunistas e «idealistas» extranjeros. Por eso, a partir del 21 de julio, la Komintern y la Profintern¹ declararon públicamente su apoyo a la ayuda a Madrid. En todo el mundo, estas dos correas de transmisión de la política soviética empezaron a fundar comités de apoyo, a lanzar colectas y a organizar manifestaciones en favor de la España republicana.

    Pero como todos los grandes depredadores, Stalin fue extremadamente cauto. Una ayuda militar directa a los españoles podía conducir a un enfrentamiento con la Alemania de Hitler, algo que no quería a ningún precio. Además, franceses y británicos acababan de acordar una política de no intervención en la guerra, y no se trataba de enfrentarse a ellos frontalmente. Durante las primeras semanas de la guerra civil, Stalin se limitó a la ayuda humanitaria y a la solidaridad verbal. De este modo, cuando una delegación española llegó a la Unión Soviética para negociar la compra de armamento, fue incomunicada en un hotel de Odessa, donde el 28 de agosto se enteró de que la urss se había sumado a la política franco-británica de no intervención, ¡prohibiendo la exportación a España de todo tipo de armas, municiones y material bélico! Pero Maquiavelo era un simple colegial comparado con Stalin, porque cuando el amo del Kremlin proclamó su neutralidad en la guerra española ya había decidido implicarse.

    ¿Cuáles fueron las razones de este cambio? Por un lado, Stalin envió agentes de la Komintern a Barcelona, Valencia y Madrid para informarse de la situación: el búlgaro Stepanov, el argentino Codovilla,² el checo Otto Katz, el «canadiense» Lazare Stern y el húngaro Ernö Gerö, conocido como «Pedro». Después de mantener conversaciones con miembros del gobierno de Madrid y con camaradas del minúsculo Partido Comunista de España, estos hombres destacaron en sus informes las ventajas que Moscú podría obtener de una participación más activa junto a los republicanos. Estos últimos, que formaban una coalición bastante variopinta de socialistas, centristas, republicanos de izquierdas, anarcosindicalistas, autonomistas y marxistas de diversas tendencias, les parecían bastante vulnerables políticamente, y sin duda incapaces de resistir una toma discreta del poder por parte del Kremlin. Además, las tropas de Franco se acercaban a Madrid y, a fin de cuentas, a Stalin no le interesaba que el conflicto terminara tan rápidamente: si continuaba, podría desembocar en un enfrentamiento directo entre las democracias y Alemania, del que la Unión Soviética no dejaría de sacar provecho. Por último, ciertos informes hablaban de una colosal reserva de oro almacenada en Madrid, que sería una lástima que se echara a perder...

    A principios de septiembre, en una sesión extraordinaria del Politburó, Stalin expuso su plan de intervención: en primer lugar, suministrar, con moderación y de forma muy discreta, material de guerra a los republicanos españoles. Se crearían empresas «independientes» de importación-exportación, financiadas por Moscú, en las principales capitales europeas para comprar viejos stocks de armas y enviarlos a España. Al mismo tiempo, se crearía una «empresa privada» en la Unión Soviética para negociar la entrega directa de ese material bélico ruso a los compradores españoles que seguían esperando en su hotel de Odessa. Como dijo Walter Krivitski, jefe de la inteligencia militar soviética en Europa occidental: «Dado que nadie en la urss puede comprar ni siquiera un revólver al Estado, y que el gobierno es el único fabricante de armas, la idea de que una empresa privada pudiera vender armas en territorio soviético le parecería absurda al ciudadano soviético. Pero la comedia era para consumo externo».³

    Con el mismo propósito se decidió la creación de las «Brigadas Internacionales», formada por voluntarios idealistas de todo el mundo, que lucharían en España sin sospechar nunca que estaban estrechamente supervisados por cientos de agentes de la Komintern. De forma aún más discreta, unos 2.000 soldados, pilotos, artilleros y tanquistas soviéticos fueron enviados, bajo la dirección del general Ian Berzine, para acompañar el material de guerra suministrado a Madrid. Sus oficiales recibieron una instrucción imperativa de Stalin: «Podal’che ot artilereiskovo ognia!» (¡Manténganse fuera del alcance del fuego de artillería!). Finalmente, una delegación del nkvd,

    bajo el mando del coronel Alexander Orlov,⁵ lo controlaba todo: las empresas exportadoras de armas, las Brigadas Internacionales, las unidades del Ejército Rojo, los diplomáticos y los agentes de la Komintern en España, sin olvidar los partidos y el gobierno de la República.

    Durante las semanas siguientes, el gobierno, presidido desde el 5 de septiembre por el socialista Francisco Largo Caballero, vio llegar desde Moscú a un gran número de «expertos», «asesores», «instructores», «técnicos», «periodistas» y otros «diplomáticos». Sin embargo, el material de guerra tardaba mucho en llegar. Al principio, los republicanos consiguieron tomar la iniciativa contra las tropas franquistas, sobre todo en Somosierra y Alcalá, pero pronto se quedaron sin municiones: «España pedía armas a gritos», escribió Jesús Hernández, uno de los dos ministros comunistas del nuevo gobierno. «Nuestros hombres se aferraban a la tierra destrozada por los Junkers, los Capronis, los tanques y los cañones alemanes, italianos, moros y portugueses. ¡Y las armas soviéticas no llegaban!».⁶ Intentaron comprarlas en otros lugares, a Vickers en Gran Bretaña, a Schneider en Francia o a Skoda en Checoslovaquia, pero la política francesa de no intervención, por imperfecta que fuera, era un obstáculo casi insalvable. Además, los escasos suministros militares que se conseguían comprar eran muy caros, y daba la casualidad de que el oro que servía como garantía de la moneda española se guardaba en los sótanos del Banco de España en Madrid,⁷ amenazado en aquel momento por las tropas franquistas. Este hecho explica el proyecto de «decreto reservado» presentado al gobierno por el ministro de Hacienda, Juan Negrín, el 13 de septiembre, que rezaba así: «Se autoriza al ministro de Hacienda para que, en el momento que estime oportuno, asegure el transporte [...] al lugar que considere más seguro de todo el oro, plata y billetes que se encuentren en el establecimiento central del Banco de España.»⁸ El decreto fue aprobado sin oposición, y al día siguiente el director general del Tesoro, Francisco Méndez Aspe, acompañado de imponentes destacamentos de carabineros y milicianos, llegó a la sede del Banco de España para hacerse cargo del preciado cargamento. Se trataba principalmente de luises de oro franceses, soberanos británicos, dólares, pesetas de oro, monedas de a ocho, joyas, bienes eclesiásticos y divisas acumuladas por los comerciantes durante la Gran Guerra: en total, 10.000 cajas de 75 kg cada una... Bien escoltado, el tesoro fue trasladado a la estación de Madrid-Atocha y discretamente cargado en trenes con destino al puerto de Cartagena, donde fue depositado entre el 14 y el 16 de septiembre en el polvorín de La Algameca, una red de túneles excavados en los acantilados que dominan el puerto. Pocos días después se empezaron a enviar las cajas.

    El 26 de septiembre y el 2 de octubre se registraron los primeros envíos de oro: un total de 500 cajas con destino a Marsella. Este envío era perfectamente normal: se trataba de pagar las pocas compras de armas que aún podían hacerse en secreto a través de Francia. No obstante, menos de dos semanas después, Largo Caballero envió la siguiente carta al embajador soviético en Madrid: «En mi calidad de presidente del Consejo, he decidido pedirle que solicite a su gobierno que acepte que una cantidad de oro de unas 500 toneladas sea depositada en el Comisariado Popular de Finanzas de la Unión Soviética.» Posteriormente, ninguno de los ministros españoles, a excepción del presidente del Gobierno y su ministro de Hacienda, aceptó la responsabilidad de una iniciativa tan desastrosa.⁹ Todos ellos, incluso el presidente de la República, Azaña, declararon que la decisión se había tomado sin su conocimiento, aunque esto parece muy poco probable. Lo cierto, sin embargo, es que la propuesta original fue del doctor Juan Negrín. Sin duda hombre peculiar, este profesor de fisiología de la Facultad de Medicina de Madrid carecía por completo de conocimientos financieros, pero el partido socialista le había obligado a ocupar el ministerio de Hacienda un mes antes. Por lo demás, tenía una esposa rusa, simpatías comunistas muy fuertes y se le había visto mucho en las semanas anteriores en compañía de varios agentes soviéticos: Antonov-Ovseenko,¹⁰ el nuevo cónsul general de la Unión Soviética en Barcelona, y sobre todo el polaco Arthur Stachevski, el «agregado comercial» y de hecho el principal agente del nkvd encargado de «controlar» las finanzas del gobierno republicano. ¿Presionaron estos dos hombres y algunos otros¹¹ a Negrín para que convenciera a sus colegas de la necesidad de mantener el oro «a salvo» en la Unión Soviética? Es muy probable. En cualquier caso, esta maniobra puso en marcha un mecanismo infernal, cuyas consecuencias los protagonistas estaban lejos de prever.

    En Moscú, Stalin debió de leer la carta del presidente del Consejo con intensa satisfacción: ¡no todos los días un país capitalista pide al país insignia del comunismo mundial que tenga a bien aceptar un depósito de 500 toneladas de oro! Además, podía presumir de una cierta experiencia en la materia: desde el robo del Banco de Tiflis en 1907 hasta el caso de los 10 millones de dólares en billetes falsos que intentó vender en Estados Unidos entre 1928 y 1934, el «Padrecito de los Pueblos» nunca dejó de interesarse de cerca por las cuestiones monetarias. Es cierto que un historial tan brillante debería haber sido una advertencia para los dirigentes socialistas españoles, pero cuando se trata de juzgar a los comunistas, socialismo rara vez ha rimado con realismo... En cualquier caso Rosenberg, el embajador soviético en Madrid, comunicó a Largo Caballero que su gobierno aceptaba el depósito¹² y las autoridades españolas, deseosas de hacerlo todo bien, redactaron un memorándum de acuerdo en el que se establecían las condiciones de la transferencia y la posterior utilización de las sumas depositadas, en particular para la compra de armamento. Por parte española, la Comisaría de Armamento y Municiones tendría autoridad para formular las solicitudes de armamento y comprobar que se recibían correctamente. Además, se crearía una comisión mixta soviético-española para velar por la aplicación del acuerdo. En resumen, los españoles habían planeado todo hasta el más mínimo detalle, pero habían olvidado lo esencial: el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones…

    El 15 de octubre, el coronel de la ogpu Alexander Orlov, que había llegado a Madrid el mes anterior, recibió un telegrama cifrado de Moscú firmado por «Ivan Vasilievitch» (uno de los nombres en clave de Stalin): «Acompañado por el embajador Rosenberg, se pondrá en contacto con el jefe del gobierno español, Caballero, para organizar el envío de las reservas de oro españolas a la Unión Soviética. Para ello utilizará un barco soviético. Esta operación debe llevarse a cabo con el mayor secreto. Si los españoles le piden un recibo por el envío, niéguese; repito, niéguese a firmar nada y declare que un recibo en debida forma será expedido en Moscú por el Banco del Estado. Le hago personalmente responsable de esta operación. Rosenberg ha recibido las instrucciones correspondientes».¹³

    El ministro de Hacienda Negrín se mostró muy cooperativo y unos días más tarde, acompañado por el secretario del Tesoro Méndez Aspe, Orlov se presentó en el polvorín de Cartagena. Había planeado que las cajas fueran cargadas por las tripulaciones de los tanques soviéticos que finalmente habían desembarcado en el puerto, pero después de echar un vistazo a la montaña de cajas almacenadas en las galerías se convenció de que esa idea era poco práctica, especialmente porque las cajas tendrían que ser descargadas primero de los cuatro barcos soviéticos. Por ello, Orlov solicitó al Almirantazgo español la ayuda de 60 marineros, que fueron puestos inmediatamente a su disposición. Las operaciones se llevaron a cabo por la noche, bajo toque de queda; los camiones cubiertos con lonas se alinearon en los muelles, justo debajo de las grúas de los cargueros soviéticos, y los equipos rusos y españoles, estrechamente supervisados, dormían durante el día sobre las cajas restantes en las galerías. El segundo día, los bombarderos enemigos atacaron la ciudad. También había cientos de toneladas de dinamita en el polvorín... Este hecho fue demasiado para el señor Méndez Aspe, que dio parte de enfermo y desapareció, dejando a un ayudante menos sensible para contar las cajas. Al cabo de tres noches, todo había terminado: se habían cargado 7.800 cajas, 510 toneladas de oro equivalentes a 500 millones de dólares. El 28 de octubre, los cuatro barcos levaron anclas y se dirigieron al este, hacia Odesa, llevando a bordo a cuatro empleados del Tesoro y del Banco de España para hacer el recuento a su llegada.¹⁴

    La travesía por el estrecho de Sicilia y el Bósforo, a través del bloqueo de los barcos franquistas e italianos, era extremadamente arriesgada, y tanto Madrid como Moscú contenían la respiración. Pero el 6 de noviembre, los cargueros llegaron sanos y salvos a Odesa. Lo que ocurrió después fue descrito cuatro años más tarde por Walter Krivitski: «Temiendo que algo pudiera filtrarse, Stalin solo quiso confiar la tarea de descargar el tesoro a los miembros más veteranos de su policía secreta. Pidió a Iejov que eligiera personalmente a los hombres necesarios para la tarea. La operación se llevó a cabo en un secretismo tan absoluto que era la primera vez que yo mismo oía hablar de ella. Uno de mis colaboradores, que había participado en esta extraordinaria expedición, me describió la escena en Odesa. El muelle estaba despejado y rodeado por un cuerpo de tropas especiales. A través del espacio abierto, entre los muelles y la vía férrea, las figuras más importantes de la ogpu cargaban cajas de oro a sus espaldas. Durante días y días lo transportaron en camiones hasta Moscú bajo una fuerte escolta.»¹⁵ Una vez en Moscú, el preciado cargamento se almacenó en los sótanos del Gokhran, la administración central del Tesoro. Poco después, el diario Pravda anunciaba que el coronel de la Seguridad del Estado¹⁶ Nikolski [Alexander Orlov] había sido condecorado con la Orden de Lenin por haber llevado a cabo «una importante misión en nombre del gobierno y del partido.»¹⁷ Más adelante veremos que, bajo el régimen de Stalin, esta distinción no era necesariamente una garantía para gozar de una larga vida.

    Al mismo tiempo, en un banquete en el Kremlin que se había organizado para celebrar la llegada del oro, el propio Stalin lanzó una profecía: «Los españoles no tienen más posibilidades de volver a ver su oro que las que tienen de mirarse sus propias orejas.»¹⁸ Fin del primer acto.

    A finales de octubre de 1936, tras más de tres meses de combates, dos meses de promesas y el compromiso de 510 toneladas de oro, los republicanos españoles vieron, por fin, la llegada del primer convoy de armas soviéticas. El buró político del Partido Comunista de España, presidido por su secretario general José Díaz, pero que en realidad estaba controlado de facto por los «instructores» de la Komintern Stepanov, Codovilla y Togliatti, empezaron a cantar victoria: «Con la llegada de las primeras armas soviéticas», declaró Togliatti, «tenemos en nuestras manos un instrumento de propaganda esencial.» Y Stepanov añadió: «Con toda probabilidad, el Partido Comunista de España se convertirá en el dueño de la situación política.» Pero los líderes comunistas españoles se mostraron mucho más reservados. Así, Pedro Checa dijo: «Quizá podríamos hacer un poco menos de ruido por un convoy tan exiguo.» Su camarada Jesús Hernández también se mostró escéptico. Togliatti le desafió bruscamente: «¿Usted también cree que la urss puede olvidar sus deberes de solidaridad internacional?» «No creo nada en absoluto», respondió Hernández tímidamente.

    Sin embargo, Stepanov tuvo la última palabra: «Nadie debe dudar del camarada Stalin.» Y Hernández concluyó: «El buró político aprendió la lección. En su propaganda ilusionista, seis aviones Chatos soviéticos debían convertirse en seiscientos... una docena de tanques ligeros debían convertirse en una división de tanques pesados; cincuenta ametralladoras debían convertirse en armas bastantes pequeñas para que pudiera hablarse de cinco mil. De este modo, las armas que habían salido de los cielos de Moscú para caer sobre la bendita tierra de España se multiplicaban en sueños, como panes milagrosos.»¹⁹

    De hecho, los más difíciles de convencer eran los propios militantes comunistas, como atestiguaría Antonio Muriel, secretario de la minoría parlamentaria comunista, que había llevado a una delegación de trabajadores españoles a las conmemoraciones de la Revolución de Octubre en Moscú: «Había recibido instrucciones precisas de los camaradas Stepanov y Togliatti: [...] Si se hacía alguna referencia a la cuestión de las armas, debíamos dar la impresión de estar muy contentos con la ayuda desinteresada de la urss. [...] Pero, como en realidad ninguno de los miembros de la delegación había visto armas soviéticas, me hubiera sido muy difícil imponer el silencio a aquellos cuyas voces no eran más que el eco de quejas unánimes. [...] Cuando los trabajadores soviéticos nos preguntaban si estábamos satisfechos con la solidaridad de la urss, era como si se hubiera apretado el gatillo y saliera como un disparo: ¡La estamos esperando! Nuestros interlocutores nos miraban con ojos desconcertados. ¿Qué queréis decir? ¡Para ayudaros hemos duplicado la producción, hacemos horas extraordinarias gratis y damos una parte de nuestros salarios! [...] Para atajar cualquier malentendido, los intérpretes recibieron instrucciones de no traducir al público ninguna frase de los discursos que hiciera referencia al problema de las armas y a la esperanza en la solidaridad soviética.»²⁰

    En realidad, el «problema de las armas» no se limitaba a los retrasos en la entrega; también existía una cuestión de calidad... Estas armas procedían de dos fuentes: las que habían sido compradas de segunda mano por empresas «independientes» de Europa occidental solían dejar mucho que desear, como reconoció Walter Krivitski, el presidente de la ogpu responsable de su envío: «No todos los equipos que compramos eran de primera calidad. Hoy en día, las armas se quedan rápidamente obsoletas. Pero nos aseguramos de suministrar al gobierno de Caballero fusiles que disparaban, y se los suministramos sin demora.»²¹ Así que no importa si estos fusiles databan de antes de la Gran Guerra, como solía ser el caso... Pero el problema de la calidad no debería haber surgido en el caso de las armas suministradas por la segunda fuente, el «consorcio privado» que enviaba armas soviéticas desde Odesa. Por desgracia, no fue así ni mucho menos, como demuestran estas confidencias del ministro Jesús Hernández a sus camaradas del partido: «Vi descargar en el copao de Valencia uno de nuestros barcos que regresaba de Rusia. Traía camiones Natacha, esas tortugas que se ven arrastrándose por las carreteras, media docena de Chatos, esos aviones que no protegen para nada la espalda de los pilotos, 2.000 fusiles desproporcionadamente largos que te queman las manos después de media docena de disparos y, eso sí, 50 ametralladoras Smichs, que eran bastante buenas. ¡Y eso es todo! No, casi se me olvida: había unos cuantos de esos cañones de 150 mm fabricados en 1898, que se estropearon al primer disparo y que se pagaron con buen oro español. ¿Saben cuánto equipo podría haber transportado ese barco? ¡Unas cincuenta veces más! ¿Por qué no lo hicieron? Que alguien me explique este misterio...»²²²³

    Pero antes de tener una explicación, los españoles tenían muchas otras cosas de las que preocuparse. Por un lado, los «asesores» y «técnicos» soviéticos habían conseguido reorganizar las fuerzas republicanas, que hasta entonces habían consistido en milicias autónomas, en un ejército regular disciplinado. Pero, como señala Julián Gorkin,²⁴ las brigadas de este nuevo ejército cayeron una tras otra bajo la influencia soviética, como consecuencia de su «control cada vez mayor sobre las órdenes, la distribución del material e incluso la intendencia, hasta el punto de que la gente ascendía en la jerarquía o caía en desgracia [...] según el grado de sumisión con que aceptaban sus dictados.»²⁵ En cuanto a las Brigadas Internacionales, huelga decir que desde el principio estuvieron supervisadas por oficiales comunistas y dirigidas por el «canadiense» Émile Kléber, cuyo verdadero nombre era Lazare Stern, miembro de la sección militar de la Komintern. Además, los «consejeros amistosos» rusos organizaban la distribución de las armas recién llegadas —pagadas a precio de oro por el gobierno español— solo a unidades dirigidas por comunistas... Mejor aún, en octubre consiguieron que Madrid creara un cuerpo de comisarios para ejercer el control político de las fuerzas combatientes, y gracias a la complicidad de su comisario general, Álvarez del Vayo, pronto se hicieron con el control de este órgano clave. En el ministerio de la Guerra, más del 90 % de los puestos importantes fueron pronto ocupados por comunistas y, como consecuencia de ello, la autoridad del ministro se vio reducida, tal lo explicó claramente el coronel Casado, jefe de la Oficina de Operaciones: «El ministro y sus departamentos ni siquiera conocían la existencia de un gran número de aeródromos controlados secretamente por los asesores amigos rusos y por ciertos oficiales de la fuerza aérea que estaban totalmente comprometidos con ellos. [...] Los consejeros venían a examinar los planes del Estado Mayor [...], a rechazar un gran número de propuestas técnicas y a imponer otras.»²⁶ El secretario general del partido comunista, José Díaz, fue aún más franco: «No se emprendió ninguna operación militar sin el asentimiento de los tovaritchs.» Todo esto lo confirma Luis Araquistain, estrecho colaborador del presidente del Consejo Largo Caballero: «La aviación, dirigida por los rusos, operaba donde y cuando le parecía oportuno, sin coordinación alguna con las fuerzas navales y terrestres. El ministro de Marina y Aire, Indalecio Prieto, [...] declaró que su capacidad era muy limitada: el verdadero ministro del Aire era el general ruso Douglas.»²⁷²⁸ Por supuesto... y el verdadero comandante en jefe del ejército republicano no era otro que el general ruso Berzine, jefe de los «asesores» y «técnicos» del Ejército Rojo en España. Pero en aplicación de las instrucciones secretas dictadas por Stalin, hizo nombrar comandante del sector central al general José Miaja, que aplicaría al pie de la letra las instrucciones del Estado Mayor soviético, transmitidas por su «asesor», el general Goriev. Esta tarea le valió la gloria durante la heroica defensa de Madrid en noviembre de 1936, aunque también muchos reproches durante los sangrientos reveses que siguieron.

    Sin embargo, más allá de las apariencias, más allá incluso de las realidades camufladas tras las apariencias, había otras realidades aún más siniestras. Porque en la España republicana, quienes movían los hilos entre bastidores no eran las principales figuras del Partido Comunista de España, como José Díaz, Vicente Uribe, Pedro Checa, Jesús Hernández o Dolores Ibárruri,²⁹ ni diplomáticos como el embajador soviético Rosenberg, que transmitía los «consejos amistosos» de Stalin al presidente del Consejo, Largo Caballero, ni los «instructores» de la Komintern, que supervisaron la expansión desmesurada del pequeño Partido Comunista de España y su metástasis en todo el aparato del Estado. Y ni siquiera fueron los generales Berzine, Kléber, «Douglas» y sus «asesores amistosos» quienes inspiraron e impulsaron a sus homólogos españoles Miaja, Rojo y aquellos militantes comunistas disfrazados de coroneles Enrique Lister o Valentín González, conocido como «El campesino»; ni siquiera fue el general Vladimir Efimovich Goriev, conocido como «Sancho», agregado militar soviético y Rezident del gru

    ³⁰

    en Madrid. No, en este infernal juego de muñecas rusas que era la política estalinista en España, el poder supremo, el que era temido por todos los demás, era el del nkvd, cuyos agentes estaban por todas partes: en los barcos soviéticos que realizaban misiones ultrasecretas de entrega de armas —conocidas solo por los entendidos por las siglas zpp

    ³¹

    — vigilaban a toda la tripulación, desde el grumete hasta el capitán. Disfrazados de técnicos, tanquistas o aviadores en medio de destacamentos del Ejército Rojo, su misión era impedir cualquier contacto entre los soldados soviéticos y la población española. Disfrazados de oficiales o de simples voluntarios en las Brigadas Internacionales, perseguían sin piedad a los elementos anticomunistas, o a los que podían llegar a serlo. Bajo la apariencia de simples secretarios, espiaban constantemente a los miembros del Partido Comunista de España, ¡e incluso a los «instructores» de la Komintern que los supervisaban! Bajo la apariencia de cónsules o agentes comerciales en Barcelona, Valencia o Madrid vigilaban y se infiltraban en los innumerables partidos, facciones y sindicatos de izquierda, ya fueran marxistas, anarquistas, trotskistas, socialistas o republicanos, que eran desfavorables a la política del Kremlin. Bajo inocentes seudónimos españoles como «Pablo» o «Marcos», sus líderes Alexander Orlov, jefe de la ogpu en España, o incluso Abraham Slutski, jefe de la división exterior del nkvd

    ³²

    en Moscú, visitaban a los ministros españoles para influenciarlos, intimidarlos o amenazarlos.

    Desde principios de 1937, el propio presidente del Consejo, Largo Caballero, se beneficiaría de sus atenciones. Sin embargo, el «Lenin español» fue más bien dócil con Moscú, e hizo poco por obstaculizar la infiltración comunista en todos los niveles de su administración, como él mismo explicaría años más tarde: «El gobierno español [...] se vio obligado a tolerar injerencias extranjeras irresponsables para no comprometer la ayuda que recibíamos de Rusia en forma de material.»³³ Todo eso está muy claro, pero en la primavera de 1937, Largo Caballero se encontró en la desagradable situación de ser el piloto de un avión cuyos mandos ya no respondían o respondían a los de otra persona. No tenía noticias de las 510 toneladas de oro depositadas en Moscú; ¡ni siquiera un recibo! En cuanto a los cajeros del Banco de España que acompañaban el cargamento, llevaban cinco meses detenidos a la fuerza en la urss... Mientras tanto, las tan esperadas armas no llegaban en las mejores condiciones, ya que los soviéticos enviaban lo que querían a donde querían, y no había ningún control sobre la calidad, el precio, el destino o incluso el uso de estos materiales. La «Comisión de Armamento y Municiones» encargada de esa tarea estaba efectivamente paralizada, como explicó su responsable, Indalecio Prieto: «En muchas ocasiones, los subsecretarios de estado de Armamento y Aviación — por lo general comunistas— firmaban recibos de material que ni siquiera había llegado.»³⁴ ¿Y quién firmaba las órdenes de pago elaboradas sobre la base de estos recibos de conveniencia? El propio presidente del Consejo, Largo Caballero, dio la respuesta: «Tuvimos que firmarlas Negrín y yo. Yo firmé dos o tres. Después, Negrín las firmó por su cuenta, sin darme ninguna explicación.»³⁵

    Es cierto que el comportamiento del ministro de Hacienda Negrín era sorprendente: estaba en contacto permanente con los soviéticos, a menudo abandonaba el país inesperadamente sin informar al gobierno, viajaba al extranjero con un nombre falso y amenazaba con dimitir cuando se le pedían cuentas. También entregó la fabulosa suma de 2.500 millones de francos de la época al Partido Comunista Francés, que gestionó el dinero, escribe Julián Gorkin, «sin el menor control, para la compra de material de guerra, para hacer propaganda (su propaganda), la creación del diario Ce soir, la compra de la Casa del Partido, y la adquisición de doce barcos para una agencia llamada France Navigation.»³⁶ Pero también estaba el ministro de Asuntos Exteriores, Álvarez del Vayo, que era un viejo compañero de armas del partido comunista y un admirador rendido de Stalin, al igual que el embajador español en Moscú Marcelino Pascua. Por último, el ministerio del Interior había sido tan cuidadosamente infiltrado como el ministerio de la Guerra, de modo que el jefe y el subjefe de su sección de inteligencia eran ahora comunistas,

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