Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Eureka: Un verano para encontrarte
Eureka: Un verano para encontrarte
Eureka: Un verano para encontrarte
Libro electrónico788 páginas11 horas

Eureka: Un verano para encontrarte

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Dinero, placer, fiestas y, mi pasión: las apuestas. Esa es la mundana vida que llevo en Miami, una que podría definirse como un desmadre en todo su esplendor, pero así me gusta a mí. Sin embargo, de un momento a otro mi padre me obliga a pasar el verano lejos de todo eso, en un maldito pueblo que no he pisado en más de una década. Soportarlo tendrá que bastar para poder conservar todos los beneficios que disfruto por ser el hijo de un político exitoso y millonario. Sí, el sacrificio lo vale. Mi padre me embarcó en este viaje con el discursito de «encontrarme a mí mismo», pero en realidad hallé algo mucho peor allí: el recuerdo de una promesa rota y a la única chica de mi pasado que puede acabar con todas mis defensas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento9 jun 2022
ISBN9786287642591
Eureka: Un verano para encontrarte

Relacionado con Eureka

Libros electrónicos relacionados

Ficción literaria para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Eureka

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Eureka - Pao Molina

    CAPÍTULO 1

    «Nunca invoques a los dioses griegos»

    EMMA

    ¿Qué hay de cierto en ese dicho que reza: «Escucha a tu voz interior»?

    Si mi sueño no fuera convertirme en una excelente psicóloga algún día, diría que no es más que la propaganda barata que nos venden en los retiros espirituales, libros de autoayuda y sesiones terapéuticas. Una completa falacia.

    Sin embargo, hace apenas unas horas, yo escuché a la mía.

    Fue una simple advertencia: «Quédate en casa». Si hubiera escuchado ese consejo, me hubiese ahorrado muchos problemas, pero hoy, por primera vez, decidí mandar a la mierda mi lado sensato.

    Y es que cuando Lisa Jones me dijo que esta noche iba a ser inolvidable no mentía.

    Jamás podré olvidar cómo estos animales que caminan en dos patas y osan llamarse civilizados frotan sus cuerpos sudorosos contra el mío, propinándome un par de codazos y al menos cinco pisotones en el trascurso de unos pocos minutos. ¿Será que al menos lo notan? Por supuesto que no, pues están demasiado ocupados disfrutando de la música, el alcohol y el ambiente electrizante de este increíble lugar. Sí, es sarcasmo.

    Y es que, siendo completamente sincera, preferiría haberme quedado encerrada en mi habitación, leyendo algún fanfic de Harry Styles, a soportar esta tortura a la que me está sometiendo Lisa.

    No sé si quedarme otro rato o largarme ya mismo de aquí. Lo medito durante medio minuto y al final decido darle una oportunidad a Savage’s Club. Y no porque me apetezca, sino porque hace apenas veinte minutos que logramos entrar. Y, a decir verdad, Lisa se emocionó tanto cuando acepté pasar una «noche salvaje» a su lado que no deseo arruinarle tan pronto la diversión.

    Ser buena amiga a veces apesta, lo sé.

    —Oye, Lis, quiero ir al baño —le digo cerca al oído. Necesito alejarme del estruendo de los altavoces al menos durante algunos minutos.

    Me quedo esperando a que ella me devuelva un «muy bien, te acompaño», pero eso no sucede porque las amigas no son como las pintan en las novelas y no siempre vamos a los lavabos en combo.

    O, bueno, Lisa no es de esas.

    Ella es de las que me obliga a venir bajo la amenaza de que, si no lo hago, mis braguitas de gatito, mi melena de Mérida (la protagonista de Valiente) y mi escasa dentadura de cuando tenía cinco años terminarán en su cuenta de Instagram con más de un millón de seguidores. Porque, claro, subir fotos con un outfit diferente cada día y dar consejos de maquillaje definitivamente da resultados. Pero al final siempre termina ignorándome mientras baila y tararea una canción de Ariana Grande frente a la pantalla de su celular.

    Resoplo y, como no quiero rogarle, me doy media vuelta y la dejo vivir su postureo en paz.

    Estoy segura de que, si me quedo más tiempo, voy a terminar sufriendo un ataque de ansiedad. Y el último que tuve fue un jodido infierno por el que no pienso volver a pasar.

    Me abro paso entre la gente hasta dar con la puerta correcta. La empujo con fuerza y, cuando lo hago, escucho el chillido de una mujer.

    —Por Dios, búsquense un hotel —le sugiero a la pareja a la que acabo de golpear con la puerta.

    La chica se baja de inmediato el vestido rojo por los muslos y el hombre, alto y despeinado, se da vuelta para subir la cremallera de su pantalón. O para intentarlo.

    Ni siquiera me molesto en disculparme por haber arruinado sus once minutos de placer. Y tampoco habría podido hacerlo porque los dos salen del lugar a toda prisa.

    Niego con la cabeza, apoyo las manos sobre uno de los lavabos y observo durante un momento mi rostro reflejado en el espejo.

    Un segundo después entran un par de chicas riendo y hablando como si todo el mundo necesitara escucharlas. Sus voces son tan agudas que ocasionan una punzada de dolor en mi cabeza. A través del espejo, veo cómo se acomodan los senos para que luzcan más pronunciados sobre sus escotes.

    —Lo que no se exhibe no se vende, Tracy. ¿Quieres llevarte a ese bombón a la cama o no? —le dice la rubia a la morena, animándola a que sea más provocativa.

    Porque llevar unos shorts que dejan ver la mitad de las nalgas y un minúsculo top no parece ser suficiente.

    —¡Por supuesto que quiero! —exclama la morena con indignación—. Es más, ese chico ya es mío —agrega, risueña—. Oh, por Dios, ¿te fijaste en sus ojos?

    —No —responde la rubia artificial haciendo una mueca—, lo único que vi fue su reloj. Se nota que está forrado. Niño de papi y mami, seguro.

    —Sí. Eso también lo noté. Pero ¿en serio crees que sea un mantenido?

    —Claro. Me parece que es demasiado joven como para ser dueño de un imperio a lo Christian Grey. Eso solo pasa en las novelas.

    La chica no me agrada, pero al menos en eso lleva la razón. Sin embargo, ya cansada de escucharlas, dejo de prestarles atención y me centro en mi pálido reflejo.

    Las pecas que adornan mis mejillas, y que traté de cubrir con base antes de salir de casa, quedan al descubierto después de que me echo agua en el rostro para intentar espabilarme.

    Respiro profundo, quiero llenarme de paciencia.

    —Cálmate —me ordeno—, tú aceptaste venir, así que sonríe y diviértete como la adolescente que eres. No es el fin del jodido mundo. Es solo una noche.

    Casi me río de mí misma porque siempre exagero demasiado. No es como si alguien estuviera intentando asesinarme. Es solo música, baile, chicos, alcohol y drogas... muchas drogas, seguro.

    Me seco la cara con un trozo de papel y me dispongo a salir del baño. Quiero divertirme, disfrutar. A fin de cuentas, es mi último verano en el pueblo.

    Una vez que atravieso la puerta y me enfrento de nuevo al desmadre del exterior me siento perdida. Lo único que veo son muchas pieles descubiertas que brillan con un montón de pintura fluorescente.

    Incluso empinándome no veo más que cabellos sudados, cervezas en alto y mucho descontrol.

    El sitio es enorme. Antes estaba tan desesperada por encontrar un lugar que me diera al menos un poquito de paz que ni siquiera me fijé en dónde había estado con Lisa.

    Doy muchas vueltas hasta que, como una revelación divina, encuentro algo que puede ayudarme.

    Es una idea loca y descabellada, lo sé, pero aun así me subo sobre el mármol e inspecciono todo desde arriba de la barra.

    Tengo suerte de que el barman esté distraído con una castaña de piernas largas que le regala miraditas pícaras con la intención de obtener una borrachera gratuita.

    —¡Qué maravilla! ¡Aquí tenemos a la primera chica salvaje y atrevida de la noche! —grita un hombre desde el suelo, sonriendo con malicia. Lo ignoro de forma deliberada y me obligo buscar una cabellera rubia que me resulte familiar. No encuentro más que caos, brillo y luces titilantes—. Vamos, preciosa, ¿a qué esperas? Mueve ese culito y comienza a bailar.

    La insistencia del hombre llama la atención de otros tantos pares de ojos. Hago una mueca de asco cuando noto el brillo desquiciado que se apodera de su mirada.

    —¡¿Te importaría dejarme en paz, baboso?! No me subí aquí para bailar.

    —¿Qué pasa, pequeña? ¿Acaso te hace falta más público?

    Sin darme tiempo a responder, el imbécil grita con más fuerza, llamando la atención de casi todas las personas cercanas a la barra. Dice cosas como:

    —¿Quieren que esta belleza roja baile?

    A lo que la mayor parte del público masculino responde con una afirmación ensordecedora.

    —Ahí tienes a tu público, ahora baila.

    —¡Eres un puerco! —le gruño, pero no se inmuta—. ¡Ya te dije que no pienso bailar y mucho menos para ti!

    Él se relame los labios ante mi negativa y me mira fijamente desde abajo. Aquí es cuando agradezco no haberme puesto un vestido hoy.

    —Vamos, pequeña, tienes a tu público esperando, no seas tan mojigata. —Señala con la cabeza a quienes siguen atentos a cada movimiento que hago.

    —Ya te advertí que me dejaras en paz —le recuerdo en un siseo, pero el tipo, como el borracho necio y abusivo que es, comete el mortal error de tocarme una pierna.

    —Vamos, te prometo que si te mueves bien esta noche te llevo a casa conmigo y... —La violenta sacudida que le doy a mi pierna impide que el malnacido termine esa frase.

    Consigo estabilizarme antes de caer estrepitosamente de la barra.

    Se me acelera el corazón por el susto, así que no soy consciente de lo que causé hasta que veo de nuevo al hombre ahí, en el suelo, con una mano sobre la nariz y un brillo de incredulidad en la mirada. No puede creer que yo, con el tacón de diez centímetros de mi sandalia, acabo de reventársela.

    Sin dejar de mirarme retira la mano y comprueba que, en efecto, el líquido que baña su boca y su barbilla es sangre. Mucha sangre.

    —Te advertí más de una vez que me dejaras en paz, pedazo de imbécil —le suelto fingiendo una valentía que no estoy segura de poseer—. Ahí tienes tu merecido.

    —¿Mi merecido? —repite él con una sonrisa ensangrentada—. Tienes suerte de ser quien eres, niña estúpida.

    —¿De ser quien soy? —Enarco una ceja.

    —Te crees intocable, ¿eh? —inquiere, ignorándome—. Solo espera a que llegue el día en el que te lleve conmigo y quien te dé tu merecido sea yo, maldita mocosa.

    Me río y esta vez parezco tan desquiciada como él.

    —Por favor, no seas iluso —le suelto con sarcasmo, llenándome repentinamente de un valor que solo puede ser el resultado de la adrenalina que me produce la amenaza de este matón—. Primero tendría que caer un jodido dios griego directo a mis pies antes de que pudieras llevarme contigo a alguna parte, ¿te queda claro? ¿O te hago dibujitos?

    Veo que aprieta la mandíbula, pero no me responde.

    Lo siguiente que oigo, aparte de la contagiosa música latina que está llenando el lugar, son los gritos y vítores que le siguen a mi ataque:

    Así se hace, nena.

    Patéalo de nuevo.

    Más fuerte.

    —En las pelotas.

    —¡Dame tu número!

    —¡Esta me la pagas! —sisea el tipo y me señala como una advertencia—. Y, créeme, yo jamás prometo algo en vano.

    Su amenaza consigue erizarme la piel. Y no porque antes no creyera que no fuera capaz de cumplirla, aunque su aspecto de exconvicto no deja muchas dudas, sino porque, al señalarme, pude reconocer un tatuaje que adorna la tez morena de su antebrazo.

    No había visto un diseño como ese antes, pero sí que he escuchado hablar muchas veces de La Cobra. Y nada ha sido muy bueno.

    Estoy tan consternada que apenas noto cuando el tipo se da media vuelta y se pierde entre el montón de cuerpos fluorescentes.

    —¿Vas a bailar o no? —Escucho que pregunta alguien entre la multitud, pero de inmediato suelta un quejido porque seguramente alguien le dio una colleja—. Lo siento. Las mujeres son amigas, no comida.

    —Eres imbécil —le responde entre risas otra voz masculina—. Vamos, linda, baja de ahí antes de que otro neandertal acabe con una contusión cerebral gracias a tus tacones.

    Eso me recuerda que sigo de pie sobre la barra.

    —Mierda —mascullo y me fijo en el barman. Por suerte ahora está entretenido con una rubia de senos prominentes.

    No sé cuánto tiempo más seguirá hipnotizado por sus atributos, así que busco de nuevo a mi mejor amiga entre la multitud, barriendo cada centímetro del lugar con la mirada, hasta que, de pronto, como si mis propias palabras fueran un castigo divino, sucede...

    Lo veo.

    Al final de la barra.

    Unos rasgos marcados y muy masculinos.

    Cabello oscuro como el ébano.

    Ojos brillantes.

    Sonrisa sensual… casi divertida.

    Y, finalmente, un brindis en mi dirección.

    «Nunca invoques a los dioses griegos si no estás lista para ver a uno en carne y hueso, Emma».

    CAPÍTULO 2

    «Eres un ligón de primera clase»

    OLIVER

    Cuando finalmente su mirada se encuentra con la mía, atravesando las luces y la multitud que nos rodean, la salvaje parpadea muchas veces. Es como si no fuera capaz de creer lo que sus ojos están viendo.

    Sonrío de lado. No porque sea un arrogante de mierda (aunque sí lo soy) y me divierta la reacción que estoy consiguiendo de la chica que se robó toda mi jodida atención desde que se subió a la barra, sino porque me complace saber que no soy el único de los dos que parece haber caído en un hechizo.

    No sé cuánto tiempo transcurre mientras su mirada y la mía siguen conectadas, solo sé que, en cierto punto, la mano con la que sostengo mi trago se levanta sola y ofrece un brindis en su honor.

    Ella enarca una ceja, interrogante y altiva, y sé que acaba de joderme la noche con ese simple gesto. Solo la he mirado un par de minutos, pero tengo la certeza de que son suficientes como para que no consiga sacármela de la cabeza en lo que queda de esa noche.

    No sé qué cojones tiene esta chica, pero, además de estar buenísima, en definitiva hay algo en su mirada que me resulta demasiado familiar.

    Quisiera tener más tiempo para averiguar de qué se trata, pero justo en ese momento el barman abandona su flirteo con la rubia de senos enormes y se acerca rápidamente a ella para agarrarle el brazo.

    No escucho qué le dice, pero, sea lo que sea, consigue que el contacto entre nosotros se rompa. El tipo de chaleco luce molesto, pero la salvaje lo parece aún más cuando le grita que es capaz de bajarse por su propia cuenta.

    No me sorprende. Después de ver cómo se defendía del imbécil al que le partió la nariz con su tacón, ni siquiera debería estar considerando acercarme a ella.

    Pero pienso también en la forma en la que me miró, como si no hubiera nadie más a nuestro alrededor, como si todo el maldito mundo se esfumara y, para ella, solo quedara yo.

    No es que eso me resulte nuevo. Suelo recibir ese tipo de miradas de forma constante. Me va bien con la comunidad femenina y disfruto estando con ellas. Sí, soy esa clase de chico y no me da vergüenza admitirlo.

    Pero esto… esto es desconocido para mí. Que una chica consiga aislarme del resto del mundo de una manera tan abrupta e irrevocable, el no ser capaz de apartar la mirada ni un segundo de ella, el sentir un hormigueo en las palmas de las manos, el querer tocarla para comprobar que sea real… esto sí que no suele pasarme.

    Es nuevo. Y muy estúpido.

    Lo sé porque, cuando veo que finalmente se baja de la barra y no me dedica ni una sola mirada, siento una punzada en el pecho que me obliga a coger mi trago y el coctel que había pedido para la morena que me está esperando en un reservado y, como un imbécil, avanzar entre la multitud para acercarme a ella.

    Y de verdad lo intento. En medio de la estridente música latina, las luces y el calor de los cuerpos danzantes, busco su melena rojiza y sus ojos mordaces. Pero, tras varios minutos vagando sin rumbo, me doy por vencido.

    El lugar es una puta locura y la salvaje parece contar con la habilidad especial de camuflarse entre el gentío.

    Aprieto los labios y regreso a ese reservado que nunca debí haber dejado.

    Tracy, la morena con la que llevo compartiendo un buen rato, sigue ahí, esperándome. Me siento a su lado, le beso el hombro y luego le susurro al oído:

    —Tu coctel, preciosa.

    Ella se gira hacia a mí con una sonrisa y recibe su trago sin quitarme los ojos de encima.

    —Ya empezaba a creer que te habías perdido —dice, coqueta, llevándose el coctel a los labios.

    «Pues casi lo hago por una chica altiva, pelirroja y con unos tacones capaces de asesinar a cualquiera, bonita».

    Sonrío ante ese pensamiento, aunque no soy tan cabrón como para verbalizarlo, así que me limito a lo básico: inventar una excusa.

    —Demasiada gente en la barra.

    —Te dije que le pidieras los tragos al camarero, princesa. —Me recuerda Ed, que está desparramado en el sofá frente a nosotros. Uno de sus brazos descansa sobre el respaldo y con el otro sostiene la cerveza que se lleva a los labios.

    Michelle, la amiga de Tracy, está junto a él y lo mira con ojos soñadores y lujuriosos.

    —Tú siempre tan sabio —le respondo con una mueca que lo hace reír.

    No me arrepiento de haberle pedido a mi mejor amigo que me acompañara a vivir esta puta tortura por la que mi padre me ha obligado a pasar. Solo un idiota como él es capaz de sacrificarse y pasar el verano en un pueblito de mierda como este con tal de no dejarme solo. Y por eso lo quiero. Aunque nunca vaya a admitírselo en voz alta, claro.

    El punto es que esta tarde, cuando mi padre me sorprendió con la noticia de mi viaje, el cabreo le dio el paso al orgullo y este, a su vez, a la indisciplina.

    Si se supone que estoy aquí por ser el «hijo problema» del candidato Jackson y si no me quedaba más opción que cumplir con sus malditas reglas, entonces al menos lo iba a hacer a mi modo.

    Lo primero en mi lista fue hacer las maletas. Lo segundo fue ir a por mi mejor amigo y rogarle que dejara tirada su vida en Miami y viviera esta tortura conmigo.

    No discutí cuando me tachó de «niño mimado» y «exagerado» porque, al final, accedió ante mis súplicas. Menos de veinte minutos después, su equipaje ya estaba en la cajuela y su culito aplastado contra la tapicería de cuero de mi Camaro.

    Papá esperaba que, además de dejar la ciudad, también abandonara mi coche, pero eso era algo que no estaba dispuesto a hacer ni de coña.

    No fue fácil salir de la mansión sin que el equipo de seguridad lo notara, pero tener un amigo hacker como Ed a veces tiene sus ventajas. Me bastó con una llamada para tenerlos a todos estudiando una falla en el sistema, cosa que los mantuvo distraídos el tiempo suficiente como para que yo pudiera abandonar la propiedad.

    Se suponía que mi llegada al pueblo estaba planeada para mañana y que me llevarían escoltado, como una maldita reina, los hombres de seguridad. Probablemente para asegurarse de que no terminara desviándome y conduciendo durante un par de días hasta Las Vegas.

    Después de todo, no sería la primera vez que lo hiciera.

    Sin embargo, y aunque pude haberlo hecho, no fue así. Algo en el tono de voz de papá me advirtió que, esta vez, había algo serio detrás de todo. Que no dudaría en congelar mi dinero y mis activos. Y, aunque está claro que sigo muy cabreado con él y con su explicación tan vaga para sacarme tan desesperadamente de la ciudad, no fue sino hasta que vi el cartel de «Bienvenidos», al entrar al pueblo, cuando en realidad supe que la pesadilla había comenzado.

    Aun así, aquí estoy, acatando sus órdenes o… bueno, al menos la más importante de ellas: venir a pasar el verano con mi tía.

    Sin embargo, antes de tocar a su puerta, decidimos parar en la primera (y tal vez única) discoteca que nos encontramos por el camino.

    Admito que me sorprendió encontrarme con un antro tan… moderno en un pueblito que no debe tener más de veinte mil habitantes, pero al parecer mi padre tenía razón cuando dijo que por aquí las cosas también habían evolucionado.

    Lo cual es una suerte, pues lo único que quiero desde que salí de Miami es llenarme las venas de alcohol para que no me importe nada más.

    De cualquier forma, si siguiera allí, es lo que estaría haciendo en la fiesta de Alessa. Eso, claro, además de follar con ella en algún rincón de la casa mientras los fuegos artificiales estallan en el exterior.

    Estoy seguro de que, cuando encienda mi teléfono, me encontraré con un montón de llamadas y mensajes suyos, pero lo mejor es dejarlo apagado por esta noche. No quiero correr el riesgo de recibir una llamada de mi padre, gritándome por lo irresponsable que he sido al largarme sin avisar y bla, bla, bla.

    Antes de salir me aseguré de decirle a Lupita (nuestra ama de llaves y mi nana de toda la vida) que me acostaría a dormir temprano y que no quería que nadie me molestara. La forma en la que me miró me dejó claro que no me creía, pero al menos espero que no me haya delatado.

    Ella nunca lo hace y yo se lo agradezco soltándole una que otra adulación en español cada que tengo la oportunidad.

    —¿En qué piensas, guapo? —inquiere la chica que está a mi lado, trayéndome de vuelta.

    La miro y le dedico una sonrisa canalla.

    —En lo hermosa que eres —le suelto con un guiño que la hace reír.

    —Por Dios, eres un ligón de primera clase.

    Me encojo de hombros.

    —Puede que sí, pero está claro que a ti te gusta que lo sea, ¿verdad?

    —Puede que sí —me imita—. Aunque también puede que las palabras bonitas me parezcan… muy innecesarias ahora.

    —Casi siempre lo son, cariño —le digo. Es un hecho.

    He estado con chicas antes de pronunciar siquiera una palabra. A veces todo se resume en una mirada.

    Como la que la salvaje y yo compartimos unos minutos atrás. Tan intensa que…

    Maldición, lo sabía. Sabía que no me la podría arrancar de la cabeza hasta que mi cuerpo consiguiera aquello que parece haber comenzado a anhelar desde el mismo momento en el que mis ojos la vieron en lo alto de la barra.

    Sonrojada. Salvaje. Sexy. Muy sexy.

    —En ese caso creo que podemos hacer algo al respecto —dice Tracy, acercándose más a mi cuerpo, besándome el cuello y usando sus manos para estudiar cada centímetro de mi abdomen. La agarro de la cadera, más por costumbre que por deseo, y la escucho jadear contra mi oído—. Sabes, me encantaría que pudiéramos continuar esto en un lugar más… privado —ronronea y me incita con un pequeño mordisco en el lóbulo de la oreja.

    —Y a mí me encantaría que lo hiciéramos, bonita —le respondo, pues una parte de mí está intentando responder a sus caricias mientras la otra solo quiere ahogarse en alcohol para dejar de pensar en la chica de la barra—. Pero, con toda esta gente, dudo que los baños estén disponibles.

    Ella se separa y sus ojos oscuros me miran con una lujuria que adoraría en otro momento.

    —Entonces vayamos a mi casa —propone—. Mis padres no estarán en toda la noche y tendremos el lugar solo para los cuatro, ¿qué dices?

    Le lanzo una mirada inquisitiva a Ed, pero él niega con la cabeza y me sonríe como diciendo que se lava las manos de este asunto. Será cabrón.

    —¿Sabes qué, Tracy? Ed y yo pasaremos el verano en el pueblo.

    —¿En serio? —La chica parece muy emocionada con la idea.

    —Sí, claro que sí. Pero el viaje hasta aquí nos ha dejado agotados. —Le acaricio la cadera y bajo suavemente por la piel desnuda de su muslo. Ella se estremece—. ¿Te parece si mejor dejamos esto para otro día?

    La morena hace un puchero triste, pero en menos de un segundo la tengo encima de mí.

    —¿De verdad que no quieres pasar la noche conmigo, bombón?

    —Por supuesto que quiero —le digo después de mirar su escote. Ni yo mismo me creo esto—. Pero, como te dije, nuestro verano apenas está comenzando en el pueblo, bonita. Más adelante tendremos tiempo para esto.

    —Ya, pero yo lo quiero ahora. —Juguetea con los bordes de mi cazadora y me acaricia el pecho en el proceso.

    Le dedico una sonrisa y sujeto su mano con disimulo.

    —Algo dicen de que lo bueno se hace esperar, ¿no es así?

    La chica se ríe de una forma tan alta y exagerada que mi tímpano sufre las consecuencias del alcohol que está corriendo por sus venas, pero ni siquiera tengo tiempo para quejarme porque, de repente, siento una corriente fría recorriéndome la columna.

    Es como esa sensación que te llega cuando alguien te mira fijamente desde la distancia. Puedes sentirla en todo el cuerpo.

    Y sé que podría ser la mirada de cualquiera, después de todo estamos rodeados de gente, pero, por alguna razón que no puedo explicar, sé que se trata de ella. De la salvaje.

    Mis ojos, sin pedirme permiso, la buscan y es casi como si supieran el lugar exacto en el que deben detenerse.

    Y entonces, finalmente, la veo. A pesar de la multitud y de los metros que no separan, la veo ahí, de pie, mirándome también.

    Sus ojos primero se fijan en los míos y luego en la chica que se encuentra sobre mi regazo. La salvaje hace lo mismo un par de veces y después, como si al fin entendiera lo que está pasando, se da la vuelta y vuelve a perderse entre la multitud.

    Maldigo para mis adentros mientras me quito a Tracy de encima con un movimiento brusco.

    —¿Qué pasa? —pregunta ella, confundida.

    —Nada. Solo tengo que… hacer algo.

    —¿Ahora?

    —Sí, ahora. —Ni de coña dejo que esta chica se me vuelva a escapar—. Déjame tu número con Ed, ¿vale? Y luego… luego puedes ir a divertirte con tu amiga por ahí. Ya te llamaré.

    No tengo idea de si ella escuchó eso porque yo ya estoy yendo hacia la pista de baile. Sin embargo, cuando me giro un momento para decirle a Ed que no me tardo, veo su mueca de indignación. Creo que no le ha gustado nada que haya decidido pasar de ella. Y, sinceramente, a mí tampoco.

    Tracy está dispuesta y buenísima. Es todo lo que un chico podría desear, joder. Pero aquí estoy yo, abriéndome paso a empujones entre la gente, yendo tras una chica a la que ni siquiera conozco.

    No sé qué cojones me pasa esta noche. Quizás el puto aire del pueblo tiene la capacidad de atrofiar las neuronas. Pero, sea como sea, dejo de pensar en ello cuando la encuentro, en medio de la pista de baile, intentando quitarse de encima a un friki que baila frente a ella como si estuviera sufriendo un puto ataque epiléptico.

    Sonrío porque, al parecer, ha llegado el momento de hacerme el héroe con ella.

    CAPÍTULO 3

    «Como en un clásico cliché»

    EMMA

    Intento escabullirme entre la multitud con la esperanza de borrar de mi mente la imagen que acabo de ver y, de una vez por todas, encontrar a mi amiga en este maldito antro del infierno.

    Sin embargo, la suerte no parece estar de mi lado porque, en medio de la pista, un chico, aparentemente borracho y con ganas de que le clave mi tacón en la cara, me bloquea el camino con unos pasos de baile que le harían sangrar los ojos a Bruno Mars si pudiera verlo moverse al ritmo de That’s What I Like.

    —Dame permiso, por favor —le pido con la poca amabilidad que me queda.

    —Vamos, linda, baila conmigo —me pide con otro de sus atroces pasos de baile.

    Resoplo y me pregunto si es que hoy tengo un cartelito en la frente que diga «bailarina». Primero el puerco del tatuaje y ahora este… chico espagueti.

    —No te lo voy a repetir —siseo entre dientes—. Déjame pasar o te parto las jodidas pelotas.

    El chico me sonríe con unos dientes amarillos que estarían perfectos para el «antes» en un comercial de dentífricos.

    —Me gustan las chicas rudas —dice e intenta guiñar un ojo, pero se le cierran los dos.

    —Que conste que te lo pedí con amabilidad la primera vez. —Le pego un empujón, se le derrama toda su bebida y yo sigo mi camino, harta ya de intentar dialogar con imbéciles.

    Pero cuando creo que ya me he librado de él, siento que me rodea la cintura y me gira hasta que quedamos frente a frente.

    —Solo te estoy pidiendo que bailes una maldita canción conmigo —gruñe con la mandíbula apretada—. No es necesario que seas tan perra.

    Abro la boca por la indignación, pero, antes de que pueda atacarlo (esta vez con algo más que palabras), escucho una voz detrás de mí.

    —Oye, ¿te está molestando? —pregunta. Dios, es como en un clásico cliché.

    El chico espagueti mira por encima de mi cabeza. No sé con qué se encuentran sus ojos, pero aquello basta para que me suelte como si mi piel le quemara.

    —Lo… lo siento —murmura antes de largarse.

    Me quedo tan aturdida que no puedo ni moverme. De pronto la música cambia y escucho la versión tecno de Diamonds de Rihanna.

    —¿Estás bien? —dice «mi héroe» otra vez. Y no sé por qué, pero algo en mi interior me advierte sobre lo que me voy a encontrar cuando me gire para mirarlo.

    Pero lo hago, no puedo evitarlo. Cuando veo un rostro que parece haber sido genéticamente alterado para alcanzar la perfección, mi mente solo es capaz de repetir un trozo de la canción que está sonando por los altavoces:

    At first sight I felt the energy of sun rays,

    I saw the life inside your eyes ¹.

    Y es que, vaya ironía, es eso lo que consigue captar toda mi atención: sus ojos.

    Son tan azules que, por un momento, siento que navego por unos mares que podrían llevarme a naufragar.

    Y es que, por Dios, sería capaz de perderme dentro de ellos. A pesar de todas las promesas que me he hecho a mí misma podría…

    —Oye… te he preguntado si te encuentras bien. ¿Ese imbécil te ha lastimado…?

    —No —lo corto y me aclaro la garganta—. Estoy bien. Gracias.

    Doy un paso hacia atrás y me pregunto cómo es que he tenido el valor de retar a los dioses, pues está claro que respondieron al llamado y dejaron a uno plantado frente a mí como si se tratase de una maldición.

    Y es que el chico podría definirse como la personificación de un dios del Olimpo. Tiene un cabello oscuro y despeinado que luce atractivo de una forma desastrosa y crea un contraste perfecto con la tonalidad clara de su piel; una nariz perfilada; una barbilla que se parte justo a la mitad y le da un toque jodidamente sexy a sus demás atributos y, para finalizar, unos ojos que ya han demostrado ser capaces de dejarme sin palabras.

    Estoy segura de que no lo había visto en la vida, pero aun así percibo cierta familiaridad en su mirada que consigue erizarme la piel.

    O quizás solo sea esa aura de chico malo que lo rodea, junto con su porte y altura, su cazadora de cuero y su sonrisita arrogante, lo que provoca este efecto en mi sistema.

    No es que conozca a demasiados chicos como él, pero sí que he leído un millón de veces sobre ellos, así que tengo claro lo que este héroe quiere obtener esta noche.

    Todos son iguales. Lo sé. Y, a pesar de eso, me está costando muchísimo que la adolescente hormonal que habita dentro de mí no tome el control de mi cuerpo y me deje en ridículo, pues el chico ha dado un paso hacia adelante. Ya no nos separa mucho espacio.

    —A mí no me parece que estés muy bien —susurra sin perder la sonrisa—. Incluso apostaría a que luces… nerviosa.

    —Estoy bien —repito, negándome a retroceder como una cobarde, pues a este juego podemos jugar los dos—. Y si crees que estoy nerviosa, entonces es que no viste nada de lo que hice arriba de aquella barra.

    Su sonrisa se agranda. Justo cuando creo que va a salir con algo parecido a lo que dijo el rarito sobre que le gustaban las chicas rudas y esas tonterías, me toma desprevenida con algo completamente diferente:

    —¿Sabes? Me da la impresión de que tú y yo ya nos conocemos.

    Se me escapa un bufido.

    —No te había visto en la vida. —«Créeme, lo recordaría».

    —¿Estás segura? Porque a mí me resultas muy familiar.

    —Pues debes estar confundiéndome. —Él niega ligeramente con la cabeza.

    —No eres la clase de chica a la que uno podría confundir con otra.

    Pongo los ojos en blanco.

    —Por favor, dime que esa frase no te funciona. Me sentiría muy decepcionada de la población femenina si ese fuera el caso.

    El chico se ríe y lo hace de verdad.

    —Lo dicho: no eres la clase de chica que uno podría confundir con otra —reitera con un tono más suave, más íntimo.

    —Lo que tú digas. Me tengo que ir —pronuncio y, luchando contra mi espíritu competitivo, doy un paso hacia atrás y huyo de la intensidad de su mirada.

    —Ey, espera, ¿por qué tanta prisa? —Me agarra con suavidad la muñeca para que no me aleje y yo, por dentro, siento que el roce de sus dedos contra mi piel envía una oleada de calor por todas mis venas.

    —Porque ya no tengo nada más que hacer aquí —respondo con el corazón a mil.

    —¿Te liberé de ese friki y ni siquiera vas a decirme tu nombre? ¿Así es como me pagas? —Parece tomárselo con humor, pero también veo que está algo cabreado.

    —¿Qué pasa, chico Rolex? ¿Es que te has quedado cortito de dinero? —le respondo mirando el reloj que adorna su muñeca.

    —Muy observadora —me felicita—. Pero no quiero que me pagues con dinero. ¡Eh! Pero no te enloquezcas, tampoco con lo que te estás imaginando —agrega al notar mis cejas alzadas.

    —Ah, ¿no?

    —No —repone muy firme—. Con tu compañía podría bastarme.

    —Lo siento, pero lo único que tengo para ofrecer es el «gracias» que te di hace un momento. Aunque no es como si tu intervención hubiera sido muy necesaria. Creo que está de más que te diga que sé defenderme yo solita.

    —Eso no lo pongo en duda —dice y tira de mi muñeca para acercarme un poco más—. ¿Te parece si brindamos por eso? En mi reservado.

    Reúno todo mi autocontrol para no poner los ojos en blanco como la niña de El exorcista.

    Y es que este chico, como sea que se llame, está usando el mismo patrón que el resto: primero te invitan un trago, luego a otro y otro más hasta que comienzan a escaparse las risitas tontas seguidas de los toqueteos inocentes. Más tarde llegan los besos robados, cortos y superficiales, esos que le dan paso a los dientes que abren heridas que sólo podrán ser sanadas por lenguas ávidas. Después ya se ha agotado el oxígeno entre los labios del otro y, cuando te das cuenta, estás bajo las sábanas con el chico malo.

    O, en este caso, con el remedo de uno.

    Pero no es su propuesta lo que en realidad me molesta, sino que la haga cuando sabe que ya lo vi en compañía de otra chica. La misma a la que escuché parloteando en los lavabos sobre llevarse a un «niño rico» a la cama.

    «¿Qué es lo que pretende? ¿Un trío?».

    —¿Te crees que tu entradita de «Oye, ¿te está molestando?» al estilo de las películas clichés de los noventas basta para que me vaya contigo a pasar la noche? —Me llevo la mano libre a los labios para ocultar mi sonrisa—. Hazte un favor, ¿quieres? Deja de hacer el tonto conmigo, no te va a funcionar.

    Su mandíbula se tensa, pero, en lugar de dejarme ir, afianza su agarre.

    —¿Por qué será que no me creo ni un poco tu indiferencia? Ah, cierto, porque te vi mirándome desde la barra como si desearas comerme con todo y envoltorio.

    Se me escapa una carcajada que intenta parecer sarcástica, pero que me sale terriblemente nerviosa.

    —¿Sabes? Te aconsejo que intentes disminuir los niveles de egocentrismo en tu sistema. Matan neuronas. Mi prueba: las que a ti ya te faltan.

    —Y yo te aconsejo a ti que dejes de tentar a tu suerte —me gruñe—. Te estoy dando una oportunidad, así que aprovéchala.

    Verlo perder los papeles me hace suspirar de puro placer.

    —Perdona, tienes razón. Te estaba mirando porque me resultaste muy atractivo —admito y lo miro a los ojos—. Y si ahora estoy intentando poner alguna distancia entre nosotros, debe ser porque sigo alterada después de mi encuentro con ese par de imbéciles. Lo siento mucho.

    Él deja escapar un suspiro que se pierde entre el mar de cuerpos que nos rodean y el sonido de la música.

    —No pasa nada, preciosa —dice y, con su mano libre, me acaricia un mechón de cabello—. Pero conmigo no necesitas estar tan a la defensiva, ¿sabes? Yo solo quiero que disfrutemos los dos. Que pasemos un rato divertido juntos.

    —¿Y qué pasa con ella? Con la chica que estaba sobre tus piernas cuando…

    —No es nadie —se apresura a decir—. Hace menos de una hora que la conozco y antes de venir por ti le pedí que abandonara mi reservado. Te lo juro.

    —Ya. —Asiento.

    Está claro que el muy imbécil cambia de chicas como si fueran barajas de póker, pero intento ocultar con una sonrisa lo mucho que ese hecho me molesta.

    El gesto parece ser suficiente porque él me imita.

    —¿Entonces? ¿Vienes conmigo…? —Su mano deja mi muñeca para encontrarse con la mía.

    Un contacto tan íntimo con alguien a quien apenas conozco debería aterrorizarme, pero la verdad es que siento un hormigueo por todo el cuerpo. Y no me gusta nada.

    —Está bien, iré contigo —le digo y me aclaro la garganta—. Pero primero quiero que me digas si lo decías en serio.

    —¿Qué cosa? —inquiere él, acercándose más.

    —Eso de que puedo aprovecharme… —digo, deshaciéndome de su agarre y tomándome la libertad de llevar mis manos hasta su torso, oculto bajo el grueso cuero de su cazadora— de todo esto.

    Su pecho se siente tan duro y marcado que tengo que contenerme para no jadear. Me muerdo el labio inferior, juguetona, mientras veo que sus ojos se iluminan como los de un niño que acaba de recibir la última PlayStation como regalo de navidad.

    El chico se acerca a mi oído y, por encima de la música, susurra:

    —Te doy permiso para que te aproveches de absolutamente todo lo que encuentres aquí. —Sus manos se posan sobre las mías para reafirmarlo.

    Estando tan cerca, el aroma de su colonia casi consigue distraerme, pero contengo la respiración y sigo recorriendo con la punta de mis dedos la tela que oculta todos sus abdominales aparentemente perfectos.

    Lo hago con un gesto sensual y provocativo que parece surtir el efecto deseado, pues su pecho se eleva con una profunda inhalación.

    —¿Entonces también me das permiso...?

    —Sí.

    —¿...para patearte las pelotas, idiota?

    Justo cuando termino de hablar le doy un rodillazo en la entrepierna seguido de un pisotón. Porque sí. Porque se lo merece. Y porque hacerlo acaba de darme cien años más de vida.

    —¡Joder! —gruñe y se retuerce de dolor—. Pero ¿a ti que coño te pasa?

    No le respondo, pero tampoco soy capaz de ocultar la sonrisa de satisfacción que tengo en la cara.

    —No soy maestra, pero espero haberte dado una buena lección.

    Me doy media vuelta cuando veo que se está recuperando, pero el muy maldito me alcanza cojeando y me cierra el paso.

    —No —dice, tomándome de las muñecas y llevando mis manos a la altura de mi pecho—. Ni creas que vas a salir huyendo ahora.

    Su mandíbula está tan apretada que estoy segura de que le falta poco para hacerse el mismo daño que me está haciendo su agarre a mí.

    —Me estás lastimando —siseo mientras lucho para no mirarlo a los ojos.

    —¡Pues vaya! No tenía idea de que un jodido bloque de hielo tuviera la capacidad de sentir dolor —me responde, mordaz.

    —Y yo no tenía ni idea de que los perros hablaran —replico con una ceja enarcada y veo cómo rabia.

    Incluso ahora, cuando parece querer abrirme el cuello como un lobo lo haría, su jodida belleza consigue dominar todos mis sentidos porque, por alguna razón que no entiendo, no estoy luchando para soltarme.

    —Conque así te gusta jugar... —dice y se acerca peligrosamente a mi rostro, pero yo inclino la cabeza hacia atrás por instinto—. ¿Sabes una cosa, salvaje? Conozco un par de juegos que podría enseñarte.

    Trago grueso.

    —A mí no me van los juegos de niños y menos si son mimados.

    —No tienes idea de cómo me gusta jugar a mí, preciosa. Ni idea.

    —Ya. Pues no me interesa saberlo —le digo y siento que se me están agotando las frases ingeniosas—. Así que haz el favor de quitarme las manos de encima y apartarte de mi camino. A no ser que quieras poner a prueba de nuevo la puntería de mi rodilla, guapo.

    —¿En serio? —inquiere y suelta un bufido cargado de fastidio—. ¿Todas las chicas de pueblo son como tú?

    —¿Como yo? —le pregunto de vuelta con las cejas enarcadas.

    —Sí, como tú. Locas y salvajes —dice y luego me suelta con brusquedad.

    Si antes me sentía enfadada, ahora estoy entrando en modo Chernóbil. Detesto muchísimo que me llamen loca. Esa palabra se asocia a demasiadas partes de mi vida que ahora mismo no quiero traer a colación.

    —¿Sabes qué? —inquiero y alzo las manos para englobar el lugar—. Aquí están prácticamente todas las chicas de este pueblo, te las presento. Así que ve y compruébalo por ti mismo, pero conmigo ni te la creas, modelito de pacotilla.

    Dibujo en mi rostro una sonrisa que intenta esconder el dolor que me atenaza el pecho y luego, con toda la dignidad que poseo, me doy media vuelta y comienzo a alejarme de él.

    Esta vez no me detiene.

    Me pierdo de nuevo entre la multitud y no ha pasado más de un minuto cuando, como si de un mal cliché se tratase, mis ojos encuentran por fin esa melena dorada y rizada que tanto estuve buscando.

    Me detengo y observo a mi amiga con una punzada de envidia en el centro del pecho.

    Y es que Lisa Jones, ataviada en ese corto vestido azul en el que se le marcan hasta las estrías, es muy capaz de bailar sola sin temor a las miradas, sin tener que esconderse, simplemente porque le apetece hacerlo y ya está. Ella sola se sobra y se basta. Aunque, claro, nunca está sola. Es tan dueña de sí misma que no le teme a disfrutar de cada jodido momento como nunca soy capaz de hacerlo yo.

    Suspiro y me odio un poquito por ser como soy. Y por fin, después de haber sido acechada por dos cerdos y un idiota en menos de veinte minutos, me acerco al sitio del que nunca debí alejarme sola. Quiero culminar esta noche, mi noche, pasándola bien.

    —¡Mierda, Em! —exclama cuando me ve—. ¡¿En dónde estuviste metida todo este tiempo?!

    «En el baño, querida. Pero cuando salí me perdí y tuve que subirme a la jodida barra para buscarte. Desde allí invoqué a los dioses griegos y le partí la nariz a un exconvicto depravado con mi tacón. Luego un friki decidió acosarme en la pista de baile. Pero no temas porque finalmente fui rescatada por un arrogante de mierda con cara de modelo de revista». Quiero decirle eso, pero…

    —Te dije que estaría en el baño, Lisa —respondo y finjo mi mejor sonrisa. Después de todo me sale bastante bien.

    —¡¿Qué?! ¿Tanto tiempo en el baño? ¡¿Es que tienes diarrea?! —Se ríe antes de que yo le responda; es evidente que está borracha. La miro mal y me hace un puchero—. Vamos, no te enojes. Toma esto, nena. —Me entrega un shot de tequila—. Tómatelo y quita esa cara de espanto, hoy es tu día.

    Me lo bebo de un solo trago y hago una mueca. El líquido me quema la garganta, pero…

    —¡Quiero otro! —le grito. Ella suelta una risita traviesa y me complace.

    —¡Así se hace, baby! —exclama, celebrando mi segundo trago de la noche, y también levanta el suyo para brindar—. ¡Feliz cumpleaños, muñeca!

    —¿Y mi regalo? —le pregunto de broma e imito su puchero.

    Pero no hace falta que me responda, estoy segura de que la mueca de dolor que vi reflejada en la cara de cierto modelito arrogante ha sido el mejor de la noche.

    Y sí, se me sale una sonrisa estúpida por eso.

    CAPÍTULO 4

    «Pueblo chico, infierno grande»

    OLIVER

    Las últimas palabras que me dijo la salvaje se repiten en mi mente una y otra vez.

    «…conmigo ni te la creas, modelito de pacotilla».

    No me hace falta ser un genio para interpretarlas como un «vete a la mierda» muy educado. A decir verdad, no sé qué esperaba recibir cuando fui tras ella, pero claramente no era esto.

    No cuando estaba seguro de haber visto reflejados en sus ojos el mismo deseo que sentían los míos en el momento en el que la vieron en lo alto de la barra.

    Es imposible que me haya equivocado tanto, lo sé. Pero tampoco entiendo qué pude haber hecho tan mal para que ella, como sea que se llame, terminara despreciándome así.

    «¿Existir?».

    No sé cuánto tiempo transcurre desde que la veo perderse entre la gente hasta que al final dejo escapar un suspiro y me doy media vuelta para volver por donde vine. Lo único que ha cambiado es que me duelen las pelotas, el pie y siento el peso de su rechazo sobre los hombros.

    El puto primer rechazo que recibo en la vida.

    Pero, como no basta con eso, cuando me giro, me tropiezo con una chica y parte de su bebida rosa termina encima de su vestido blanco.

    —¡Mierda! Lo siento. Lo siento mucho. Estaba distraído y... —«Y mi maldita noche no para de ir de mal a peor».

    Eso último solo lo pienso, claro, porque cuando levanto la mirada veo que quizás estoy equivocado. Se trata de una rubia tan preciosa como una jodida muñeca de porcelana. Aunque parece triste. Muy triste. Y un poquito borracha, eso también.

    —No pasa nada. —Me sonríe con timidez—. Yo también estaba distraída.

    —No parece que lo estés pasando muy bien. —Ella niega con la cabeza aunque sigue sonriendo.

    —No. La verdad es que no, pero tal vez eso sea algo que tú puedas solucionar —pronuncia con una coquetería tímida—. Después de todo, me debes un trago.

    —Tienes razón. —Asiento e imito su gesto—. ¿No te extrañarán tus amigos si te vienes conmigo al reservado?

    Un destello de tristeza aparece en su mirada, pero lo oculta muy rápido.

    —No te preocupes por eso. He venido sola.

    Todas mis alarmas se activan. Una chica como ella, que vino sola a la discoteca, que ha bebido al menos dos cocteles y que tiene unas ganas claras de ligar, solo puede significar una cosa: despecho. Y a mí no me gusta ser el que borra las penas de nadie. Pero… mierda, es hermosísima.

    Aunque no tanto como…

    —Soy Oliver —le digo antes de que mis pensamientos regresen a esa jodida pelirroja del infierno—. Y estoy seguro de que esta noche tú y yo nos vamos a divertir.

    La rubia se muerde el labio.

    —Yo también lo estoy. —Me extiende la mano en un gesto formal pero divertido—. Mi nombre es Elizabeth, por cierto.

    —Elizabeth —repito con lentitud y la acerco a mi cuerpo para dejarle claras mis intenciones—. Tienes un nombre de abeja reina.

    —Y tú un acento de ciudad inconfundible —repone ella muy cerca de mi oído—. ¿De dónde eres?

    —Aquí lo importante no es de dónde soy, sino a dónde te voy a llevar.

    —Ah, ¿sí? —Me mira, arqueando una ceja, y el destello blanco de las luces me permite apreciar con claridad el tono verde de sus ojos—. A ver, Oliver, ¿a dónde pretendes llevarme?

    —Al puto cielo, preciosa. —Le guiño un ojo y aprovecho su silencio para guiarla hasta mi reservado.

    Lo que no me esperaba cuando hice esa promesa fue que, después de un tiempo, volando en medio de charlas banales, risas tontas, caricias inocentes y besos apasionados, me darían ganas de dejarla caer desde lo más alto del firmamento.

    Y es que esta noche no solo he sido rechazado por una maldita salvaje que seguro colonizará mis pesadillas a partir de ahora, sino que acabo de enredarme con una psicópata que, después de tres cocteles y un par de tequilas, me está lanzando veneno con los ojos mientras me riñe por mirarle el culo a una pelirroja que, según ella, acaba de pasar frente a nuestro reservado.

    «¡Pelirroja! Como si no existiera otro jodido color de cabello».

    Eso sin mencionar que sus acusaciones son completamente infundadas, pues desde que me topé con ella en medio de la pista de baile no he tenido ojos para nadie más.

    No puedo decir lo mismo de mis pensamientos, claro. Pero, por el bien de mi propia integridad, no se lo digo.

    —Vamos, preciosa, estás viendo cosas que no son. Yo no estaba mirando a nadie —digo en un intento por calmarla y le acaricio el hombro.

    Ella se libra de mi mano con un movimiento brusco y orgulloso.

    —¡No me toques! —Escupe cada palabra con una mezcla de ira y dolor—. ¡Siempre me dices lo mismo! Estoy cansada de que intentes verme la cara de estúpida. ¿Crees que no me doy cuenta de cómo se te iluminan los ojos cuando la miras?

    —Vamos, Elizabeth —le digo, comenzando a perder la paciencia—. No tengo ni puta idea de lo que me estás hablando.

    —¡Ja! —exclama con ironía y se levanta—. ¿Ahora quieres hacerte el desentendido? ¿Ahora me dices que no estás jodidamente loco por ella? ¡Soy rubia, pero no tonta, Ezra!

    —¿Ezra? —repito, arrugando la frente—. ¿Quién cojones es Ezra?

    Elizabeth se queda paralizada, parpadeando una y otra vez. Entonces, cuando al fin parece caer en cuenta de que la persona que está frente a ella no es quien su mente alcoholizada se está imaginando, hace algo para lo que un hombre jamás en la vida estará preparado: llora.

    —Joder —mascullo y me levanto para abrazarla—. ¿Qué pasa, bonita? ¿Por qué lloras?

    —Lo… lo siento —gimotea, aferrándose a mi cazadora—. Soy tan… patética.

    —Ey, ey, ey, no digas eso. —Tomo su rostro entre mis manos y la miro a los ojos—. No eres patética. Eres una chica hermosa, inteligente y con un humor de puta madre. Es solo que ahora mismo…

    —Estoy siendo patética —repite ella con una risita que se mezcla con sus sollozos. Le ofrezco un pañuelo de papel para que se limpie y ella lo usa con el cuidado de una princesa. Luego me mira—. Me veo horrible, ¿verdad?

    —Como un mapache. —Le sonrío—. Un mapache rubio y muy bonito.

    La chica suelta una carcajada y niega con la cabeza.

    —Perdóname por el numerito, ¿vale? Se me fueron por completo las luces. Yo… no sé qué me…

    —No pasa nada —la corto, aunque claramente pasa de todo. Esta chica tiene toda la pinta de ser bipolar… y hablo desde el punto clínico de la palabra—. ¿Puedo saber quién es Ezra?

    Sus labios hacen un puchero que me invita a mordisquearlos, pero me contengo porque no creo que me convenga demasiado continuar con los planes que tenía para nosotros esta noche. Esos que nos dejaban a ambos desnudos y sudorosos sobre una cama. No me quiero arriesgar a que, en mitad de la diversión, ella saque un cuchillo de la nada y acabe con mi vida. Odiaría darle a la prensa el placer de publicar en primera plana la historia del hijo del candidato Jackson siendo asesinado por una rubia psicópata.

    —Es mi ex —dice entonces y me da toda la razón. Una ex loca siempre suele ser peligrosa, por eso yo no tengo ninguna—. Ya hace un tiempo que terminamos, pero…

    —Sigues enamorada de él —completo y le pongo un mechón de cabello detrás de la oreja.

    Ella asiente con suavidad.

    —Y él sigue enamorado de su ex.

    —Qué culebrón.

    Elizabeth se ríe y luce tan preciosa que, aunque sé que yo nunca podría enamorarme de ella, ni de nadie, me pregunto por qué ese imbécil de Ezra no la querrá. Y es que, dejando de lado lo de su posible bipolaridad, la chica resulta ser bastante agradable, aunque un poquito engreída y mimada. Todo hay que decirlo.

    —Ya sabes lo que dicen: pueblo chico, infierno grande.

    Sonrío, pues tiene razón. Durante las pocas horas que he estado aquí, ya he vivido más dramas que en todo un mes en la ciudad.

    Y, sinceramente, creo que ha sido suficiente por esta noche.

    —Vamos, te llevo a casa. No estás en condiciones de conducir.

    Ella me mira con una tristeza que no es capaz de ocultar bajo esa sonrisa tímida y ladina que se forma en sus labios.

    —Te he espantado, ¿verdad?

    —Joder, no. Por supuesto que no —le miento—. Pero tú no estás bien, bonita. Y yo no quiero ser el cabrón que se aprovecha de eso.

    —Estás hecho todo un príncipe, Oliver Jackson. —Su sonrisa crece.

    —Eh, eh, no te equivoques. Que en casa todos me conocen como el chico malo de la ciudad —bromeo con ella y le acaricio los labios.

    Ella se los muerde tras mi contacto.

    —¿Me llamarás algún día? —pregunta entonces y, esta vez, parece nerviosa—. Durante tu estadía en el pueblo.

    —Solo si prometes no volver a llamarme por el nombre de tu ex —le respondo con diversión y ella se avergüenza.

    —Te lo prometo. —Asiente y se inclina para dejar un casto beso sobre mis labios.

    La miro a los ojos y casi siento pena por no estar siendo sincero. No tengo intenciones de llamarla. Nunca lo hago.

    —Vale, entonces andando. —La muevo para hablar con Ed, pero descubro que el muy cabrón ya no está en el reservado—. Mierda.

    —¿Qué pasa? —me pregunta y sigue el camino de mi mirada

    —Que antes de poder largarnos tendremos que encontrar a mi amigo en medio de todo este desmadre.

    EMMA

    —¡Lo siento! —le grito al chico con el que me tropiezo en mi camino al callejón lateral de la discoteca.

    Antes dije que ser buena amiga apestaba y ahora, cuando Lisa se encuentra en medio de una crisis vomitiva, lo confirmo.

    El chico no me responde, pero lo escucho toser el humo de su cigarrillo mientras voy casi arrastrando a Lisa hacia el basurero más cercano. El pobre no tiene la culpa de que mi mejor amiga tolere tan mal el alcohol.

    Son alrededor de las tres de la madrugada, estoy agotada hasta la mierda, me siento un poquito (muy) borracha y tener que escuchar las arcadas de Lisa mientras lo expulsa todo no me está ayudando a sobrellevar nada. Especialmente cuando tengo que sostener su cabello en una coleta y sentir ciertas gotitas salpicando mis pies.

    —Por Dios, qué asco, vas a hacer que me vomite yo también —le digo, conteniendo mi propia arcada.

    Ella se disculpa entre lágrimas y sonidos guturales, pero un segundo después vuelve a vomitar. Solo cuando termina me intereso por mirar a nuestro alrededor. Y, una vez que lo hago, maldigo para mis adentros.

    Todo está tan solo y oscuro que apenas distingo, gracias al destello de luz que nos llega de una vieja farola en la esquina, a la silueta que se nos acerca.

    —Hola, chicas, ¿está todo bien por acá? —Escuchar una voz masculina después del enfrentamiento que tuve antes con el cerdo de La Cobra y, además, rodeada de un escenario tan lúgubre, por poco me hace entrar en pánico.

    Pero descarto la idea de que nuevamente se trate de ese imbécil cuando la luz amarillenta ilumina el rostro del chico con el que me tropecé antes.

    Me quedo inmóvil durante un segundo, no porque su cara me genere alguna clase de terror, sino porque los halos de luz que lo rodean forman una especie de alas en su espalda, dándole el aspecto de un ángel que está muy bueno.

    Tiene tez morena, cabello ondulado y oscuro, ojos que parecen de un verde más tenue que los de mi amiga, pero muchísimo más brillantes, y una sonrisa perfecta que bien sería capaz de derretirme si no hubiera sido por los desastrosos encuentros que ya tuve esta noche con la especie masculina.

    Ahora me resultará difícil fiarme de un chico y mucho más si es guapo.

    —Sí, todo bien —me obligo a responder y fuerzo una pequeña sonrisa.

    —¿Segura? Porque esa chica se ve mal —dice señalando a mi amiga, que sigue medio encorvada sobre el basurero.

    —Ah, ¿esto? No es nada. Solo se pasó de tragos. Las mezclas no son lo suyo —agrego eso último como una reprimenda para ella.

    Lisa me lanza un manotazo para defenderse, luego escupe por última vez y se limpia los labios con el dorso de la mano.

    —Oye, ¿te sientes bien? —pregunta el chico y, para mi sorpresa, su preocupación parece genuina.

    Ella se gira y, cuando lo ve, se queda paralizada en el sentido literal de la palabra. Lo único que mueve son los párpados, es como si necesitara enfocar al moreno para convencerse de que es real.

    —Ahora me siento mucho mejor —dice finalmente. Le brillan los ojos y le doy un codazo.

    Ella aprieta los labios para reprimir un quejido, pero eso no impide que le eche un repaso de la cabeza a los pies.

    —¿Segura? —inquiere él y da un paso más hacia nosotras—. Luces muy pálida.

    —Solo… solo necesito un poco de agua. Es todo.

    —Ten. —El moreno le extiende una botella de agua sellada que no había notado que traía en la mano—.

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1