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Escritos paulinos
Escritos paulinos
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Libro electrónico1012 páginas9 horas

Escritos paulinos

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Las cartas escritas por Pablo o por sus discípulos suponen la mitad del Nuevo Testamento. Su importancia en el naciente cristianismo, así como en la creación del canon bíblico, fue sobresaliente. Su historia de composición nos descubre la vida de los primeros creyentes en Jesús en su riqueza, pluralidad y complejidad. Conocer estas obras en sus dimensiones histórica, literaria y teológica es esencial para poder interpretarlas adecuadamente en el siglo XXI.

Estudiantes de teología, de historia, de filosofía y de exégesis, entre otros, encontrarán en este libro un acceso razonado y justificado a uno de los textos más influyentes de la humanidad.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento12 feb 2024
ISBN9788490739938
Escritos paulinos

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    Escritos paulinos - Carlos Gil Arbiol

    Parte primera

    TEMAS INTRODUCTORIOS

    CAPÍTULO I

    INTRODUCCIÓN

    A LOS ESTUDIOS PAULINOS

    Los últimos decenios del siglo  XX fueron testigos de una ola de publicaciones sobre la figura histórica de Jesús. Algunos la llamaron «tercera ola» o «tercera búsqueda» de Jesús ¹, pero quizá no es muy acertado, puesto que nunca se han dejado de buscar, investigar, releer e interpretar las fuentes sobre Jesús de Nazaret. Esta avalancha de nuevas publicaciones repetía algunas preguntas y búsquedas de años anteriores, pero tenía también nuevas perspectivas, como un enfoque interdisciplinar, la consideración de fuentes extracanónicas, preguntas e intereses de estudiosos de diversas disciplinas y adscripciones confesionales, un mejor conocimiento del contexto judío del tiempo de Jesús, así como una nueva disposición a comprender a Jesús en el marco del judaísmo de su tiempo ². Es precisamente esta última característica la que desencadenó un fenómeno similar, aunque de rasgos y consecuencias muy diferentes, en los estudios sobre Pablo de Tarso y su obra ³.

    En este caso no se ha hablado de «olas», sino de nuevas «perspectivas» que han transformado los estudios paulinos en los últimos decenios del siglo XX y primeros del siglo XXI. Estos cambios han venido determinados, precisamente, por una profunda revisión de la relación de Pablo con el judaísmo de su tiempo, como veremos en las siguientes páginas. Consecuentemente, esos ajustes y acomodos han determinado también la relación de Pablo con el naciente cristianismo y han suscitado nuevos debates que alteran la imagen predominante sobre su lugar y función entre los seguidores de Jesús. Además de los ajustes y correcciones sobre el pasado, la figura de Pablo ha vuelto a la palestra para ser examinada de nuevo sobre temas que siguen generando interés en nuestras sociedades modernas: el antisemitismo⁴, los roles de género, el patriarcado, el liderazgo, la ciudadanía, el universalismo, el diálogo cultural, el tiempo y su final, etc.⁵

    Pablo de Tarso tiene un lugar privilegiado en la memoria cultural de Occidente, puesto que su pensamiento, directa o indirectamente, ha ayudado a configurar algunas de las instituciones humanas que han marcado el devenir de la civilización. Por eso, su figura, su memoria y sus textos siguen generando debate, en un tiempo de crisis de la tradición, de incertidumbre ante el futuro y de una avalancha de propuestas morales, culturales y religiosas que aturden a muchas personas. No es necesario asumir ninguna vinculación confesional para reconocer que la lectura de las cartas de Pablo suscita muchas preguntas. ¿Qué constituye lo específico de la dignidad de la persona? ¿Es posible hablar de persona como una categoría universal? ¿Qué vigencia tienen los modelos culturales heredados? ¿Es posible la experiencia de Dios? ¿Cómo influyen las expectativas en la experiencia religiosa y cómo esta las modifica? ¿Es posible, o acaso deseable, la fidelidad a las tradiciones si estas han dejado de ser relevantes en el presente? ¿Qué nos constituye en comunidad y nos da sentido de pertenencia? ¿Cuál es la relación entre la libertad individual y el bien colectivo? ¿Qué adhesión merecen las leyes, cuáles son sus límites y obligaciones? ¿Cómo se gestiona el conflicto con los más cercanos, los propios? ¿A dónde nos conduce la historia? ¿Existe y podemos esperar una justicia final que reivindique a las víctimas de nuestra historia? ¿Qué fundamenta el poder y su ejercicio? ¿Y la autoridad y el liderazgo?

    Pablo no se propuso, obviamente, responder a estas preguntas directamente, pero, cuando aborda aquellas que sí trató de afrontar, se vislumbra una peculiar comprensión de todas ellas. Y el conjunto de sus respuestas no ha dejado de sorprender, emocionar, repeler, provocar, disgustar o enardecer a muchos lectores a lo largo de la historia. Si bien no existe un consenso sobre la valoración de su propuesta (ni siquiera sobre la formulación), de lo que no cabe duda es de la descomunal influencia que los textos paulinos y las interpretaciones posteriores han tenido hasta nuestro presente y de que la seguirán teniendo. Todo ello da cuenta de la grandeza del personaje histórico.

    1. PABLO, UN PROBLEMA PARA HISTORIADORES,

    EXÉGETAS Y TEÓLOGOS

    El debate más agudo, no obstante, se ha dado estos últimos decenios en torno al papel que Pablo tuvo en el nacimiento del cristianismo y su relación con el judaísmo; pero es una discusión que viene de lejos. El nacimiento del racionalismo y la crítica histórica plantearon la pregunta por el «fundador del cristianismo»⁶; pero estos debates reflejan diversas cuestiones. Gerd Lüdemann, en su obra más representativa sobre el Apóstol de los gentiles, defiende que «el mensaje de Pablo y no la proclamación de Jesús sería la base principal sobre la que se construyó la fe cristiana»⁷. Lüdemann basa su propuesta en una lectura incorrecta de la famosa frase de Alfred Loisy: «Jesús predicó el Reino y lo que vino fue la Iglesia»⁸. Para Loisy, sin embargo, en la Iglesia católica hay elementos reconocibles del mensaje del Reino, en un modo evolucionado propio del acontecer histórico; el autor no quería contraponer Reino e Iglesia como realidades antagónicas, sino como parte de un proceso histórico de evolución que, no obstante, conserva sus rasgos principales⁹. La popularidad actual de la idea de que Pablo fue el fundador del cristianismo¹⁰ puede responder tanto a una cierta ignorancia histórica como a la prevalencia de prejuicios ante el cristianismo.

    Las posturas históricamente más objetivas y desprejuiciadas intentan situar el lugar de Pablo respecto a las diversas coordenadas que marcaron su mundo, y estas fueron, al menos, tres. Por una parte, está el contexto más amplio del Imperio romano que lo permeaba y controlaba todo; por otra, el judaísmo en el que nació y que definió su identidad; y, por último, su propio proyecto de construcción de unas asambleas que reflejaran su visión del mundo a partir de su experiencia. Estos tres ejes determinan el lugar de Pablo en este mapa. Sin embargo, el punto que cada historiador, exégeta o teólogo atribuye a Pablo en relación con cada uno de los tres ejes es diverso, resultando una pluralidad de imágenes de Pablo prácticamente irreconciliable. Y esto genera una enorme confusión a los lectores actuales, creyentes o no. Por ello es necesario que desde el principio orientemos al lector sobre este punto, anticipando lo que más adelante deberá ser justificado y explicado.

    a) Pablo y el Imperio romano

    Es precisamente este contexto más amplio el que, curiosamente, más ausente ha estado en los libros que presentan el lugar e importancia de Pablo en su tiempo. En parte porque los exégetas daban por supuesto este hecho y, en parte también, porque hasta hace poco no se ha considerado que la influencia de este contexto sea determinante en su teología, quizá pensando que su judaísmo era suficiente para explicarlo. Sin embargo, no es posible entender a Pablo si no atendemos también a las condiciones que el Imperio romano ponía para la vida de cualquier habitante, ciudadano o no, del territorio controlado por Roma durante la dinastía Julio-Claudia que gobernó Roma desde el 27 a.C. hasta el 68 d.C.

    La llegada de la pax romana, el nuevo orden impuesto por el vencedor de las guerras civiles que habían asolado las costas del Mediterráneo durante el siglo I a.C., dio paso a un tiempo de estabilidad. Augusto se impuso en las contiendas y extendió un control total sobre todo el territorio que logró someter. Este dominio, concepto fundamental del tiempo que se iniciaba, se logró por medio de diversas estrategias, de las que menciono las cuatro más efectivas. En primer lugar, el ejército y sus armas; en segundo lugar, la organización administrativa, con sus provincias, la recaudación de impuestos y las vías de comunicación; en tercer lugar, las redes de patronazgo y clientelismo que extendían el control político y económico hasta los rincones de las vidas y casas privadas; y, en cuarto lugar, la propaganda imperial, la retórica y la representación visual del mensaje oficial en los templos, plazas y monumentos¹¹. Todas ellas construyeron uno de los aparatos de control más efectivos que ha conocido la humanidad, y estuvo operativo durante varios siglos. Apenas existían espacios que escaparan parcialmente de ese control.

    Veremos a lo largo de este libro ejemplos de cómo funcionaban estas estrategias de control en el caso de las cartas paulinas. Basten ahora un par de ejemplos. Cuando Roma conquistaba una ciudad no aniquilaba los cultos a los dioses del pueblo conquistado, como hacían los griegos, sino que los asimilaba en su propio panteón; era un ejercicio de integración de los nuevos conquistados como parte del nuevo imperio (siempre como vencidos). Esto se representaba por medio de imágenes en monumentos públicos que narraban visualmente las victorias y los valores del nuevo mundo¹². Por encima de todo ello estaba el culto al emperador, que servía como instrumento de cohesión en torno al «padre de la patria» que permitía entender todo el Imperio como una casa que debía su obediencia y respeto al paterfamilias de esa casa. De todos los habitantes, y especialmente de los que tenían la ciudadanía romana, se esperaban muestras de «piedad» hacia el emperador, que se manifestaban mediante devoción, libaciones o sacrificios¹³; esta era la única religio (religión oficial). La propaganda imperial elaboró un cuidado lenguaje que contribuyó a hacer del emperador algo más que un hombre: su nacimiento debía ser celebrado como el del «divino señor» y conmemoraba la creación del mundo y el mantenimiento del orden y la paz; sus gestas debían ser reconocidas como «evangelio» (buena noticia); sus regresos victoriosos de la batalla como «epifanías» y sus visitas a ciudades como esperadas «parusías». Así aparece, por ejemplo, en una inscripción datada el año 9 a.C. en Priene¹⁴. Todo ello pretendía lograr cohesión y sentido de pertenencia al mundo conocido (oikoumenē), cuya paz y seguridad eran mantenidas por el «señor» que lo cuidaba: el emperador. Si bien los romanos eran flexibles y permisivos con los cultos que se habían incorporado al panteón, como los populares a Isis, Osiris o Mitra (religio licita), eran inflexibles cuando se trataba del culto al emperador, puesto que se comprendía como un acto político de adhesión y pertenencia; negarse a ello acarreaba con frecuencia la muerte, como lo muestra la correspondencia de Plinio y Trajano¹⁵. Cualquier culto que supusiera una amenaza al señorío del emperador era considerado superstitio y estaba condenado. Pablo y los primeros seguidores de Jesús debieron ser cautos con este tema.

    Otro ejemplo. Una de las tareas de los magistrados de las ciudades, especialmente de aquellas con mayor tráfico de bienes y personas, era el control de la información. A través de los soldados a su cargo, las autoridades podían registrar a cualquier persona¹⁶. Como el sistema de correos que existía era solo para las autoridades, las cartas particulares que se enviaban de un lugar a otro las debían transcribir escribas en papiros que eran portados bien por uno mismo, bien por un mensajero contratado (tabellario) o bien por un conocido, aprovechando un viaje de negocios, por ejemplo¹⁷. Estas cartas podían ser requisadas y leídas por el magistrado, que valoraba si constituían una amenaza para la estabilidad de la pax romana¹⁸. La fiabilidad del portador era, pues, crucial, así como el cuidado por el contenido. Una carta que hablara de otro «señor» que no fuera el emperador o de otro «evangelio» que no fuese el suyo, por ejemplo, era suficiente para hacer saltar las primeras alarmas y desencadenar una revisión exhaustiva de su contenido y de su portador. Pablo, sin duda, debía ser consciente de ese control. Algunos autores han leído sus cartas preguntándose si pudo utilizar Pablo un lenguaje críptico u oculto para esquivar posibles registros y lecturas¹⁹. De ser cierto, este detalle introduciría una nota de alerta en el lector actual, que debería preguntarse si debe ser entendido todo lo que dice el texto de modo inmediato o, por el contrario, hay que sospechar que el autor pudo ocultar información sensible o aportar datos que confundieran los ojos curiosos.

    Una de las investigaciones que más ha profundizado en esta posibilidad es la iniciada por el antropólogo James Scott, que estudió los mecanismos que utilizan los pueblos o personas dominadas para ofrecer una apariencia de sumisión, pero, a la vez, mantener unos espacios de disidencia y rebeldía subjetiva. Scott distinguía entre el «discurso público» y el «mensaje oculto» para mostrar ese doble juego²⁰. Para ello expuso en su obra algunos ejemplos del «disfraz político» que descubría en el uso del lenguaje, los juegos de palabras, las metáforas, los eufemismos, los gestos rituales, la anonimia o las imágenes del mundo al revés o de su final²¹. Esta perspectiva ofrece algunas herramientas de análisis para valorar hasta qué punto el texto de las cartas de Pablo refleja una doble lectura: aparente y oculta. La imaginería apocalíptica ha sido una de las expresiones literarias que mejor reflejan ese doble juego de apariencia-ocultación²², y Pablo hace uso de ella, de modo más explícito, por ejemplo, en 1 Tes 4,13-18, y de modo más implícito en varios lugares de sus cartas²³.

    Así, por ejemplo, al comienzo de la Primera Carta a los Corintios, Pablo dice: «La predicación de la cruz es una locura para los que se pierden; mas para los que se salvan, para nosotros, es fuerza de Dios» (1 Cor 1,18). Esa predicación de la cruz se presenta como una «locura» para los de fuera, pero como «fuerza de Dios» para los de dentro, los que confían en el Mesías Jesús. Efectivamente, presentar como «Señor» a un crucificado por las autoridades romanas, por muy lejos de Roma que eso hubiera ocurrido, resulta una «necedad» y provoca, generalmente, desprecio y rechazo. En ese texto, el «discurso público» resulta despreciable y sin atractivo: ¿qué amenaza van a causar unos locos que adoran a una víctima del Imperio que murió del modo más vergonzoso? La predicación de la cruz tiene una apariencia de debilidad destinada a los ignorantes y necios. Sin embargo, para los que creen en Jesús es otra cosa, porque han descubierto las posibilidades que Jesús ha abierto para todos aquellos que se identifican como víctimas de los poderes, sean los que sean. Para ellos, el «mensaje oculto» no es de debilidad y fracaso, sino de fuerza, de vida y de esperanza. Quizá esto es lo que Pablo sugiere con la expresión «misterio de Dios», del que habla en 1 Cor 2,1 y 7: «hablamos de una sabiduría de Dios misteriosa, escondida, destinada por Dios desde antes de los siglos para gloria nuestra». Este juego de apariencia-ocultación puede descubrirse en diversos lugares de las cartas y puede ser estudiado con provecho desde esta perspectiva, que permite entender también otras expresiones como, por ejemplo, la de «ciudadanía del cielo» que Pablo utiliza en Flp 3,20²⁴.

    Algunos autores, sin embargo, han querido presentar a Pablo como si fuera un «anti-imperialista», como si su mensaje fuera una declaración de guerra hacia los poderes imperiales: un «evangelio anti-imperial» o «contra-imperial»²⁵. Esta corriente, hoy en retroceso, comprende el evangelio de Pablo «frente» al Imperio, como en otros tiempos se entendió «frente» al judaísmo. El lenguaje y las imágenes que Pablo usa estarían elaboradas teniendo en cuenta las que usaban las estrategias imperiales para imponer su poder y, de ese modo, contrarrestarlas con una alternativa. Si bien esta perspectiva, que es deudora de la hermenéutica poscolonial, ha ofrecido herramientas útiles para comprender algunos textos de Pablo, la visión de conjunto de un mensaje «contra» el Imperio no se sostiene. Pablo, en textos que estos autores no estudian, ofrece también imágenes y modelos aceptados de su entorno, en los que parece que admite el orden y los poderes dominantes, por ejemplo, 1 Cor 11,3 o Rom 13,1-7²⁶. Un desarrollo de esta perspectiva poscolonial ha mostrado que los pueblos y personas colonizados tienden a asumir posturas ambiguas, híbridas en su relación con los poderes imperiales; esta ambigüedad o «hibridación», como lo llaman algunos²⁷, se ajusta más a los datos de las cartas de Pablo²⁸. El Apóstol mantiene una distancia que no busca ni el enfrentamiento ni la oposición, sino el lugar equilibrado entre ocultación y visibilidad que le permite extender su propio mensaje sin que ello desencadene una innecesaria represión que terminaría aniquilando el evangelio.

    El Imperio romano fue para Pablo y para el resto de los creyentes en Cristo de la primera generación el único mundo que existía, pero no el único mundo posible. Roma controlaba todos los aspectos de la existencia y tenía el control de la vida y la muerte de todos sus habitantes; determinaba sus valores, sus comportamientos, sus familias, sus posesiones, su carrera y aspiraciones... Roma y su emperador lo controlaban todo. Pero los creyentes en Jesús fueron construyendo una alternativa desde la confianza en la vida, muerte y resurrección de Jesús, que sentó las bases de otro mundo nuevo que Jesús había iniciado (el «reino de Dios») y que aquellos seguidores de primera generación siguieron construyendo porque los límites que imponía el Imperio no redujeron su libertad y su confianza en superar esas fronteras. Los estudios recientes que leen las cartas de Pablo en el trasfondo del Imperio descubren muchas posibilidades latentes en la experiencia de Pablo, algunas de las cuales todavía siguen inéditas hoy.

    b) Pablo y el judaísmo de su tiempo

    El segundo eje que hemos mencionado respecto del que debemos situar a Pablo es su «judaísmo». Este sustantivo presenta diversas dificultades y los debates actuales sobre cómo definir mejor el carácter judío de Pablo (y de cualquier contemporáneo) dan una idea de la magnitud del problema²⁹. Tradicionalmente, a Pablo, como a Jesús y los demás seguidores galileos que lo acompañaron, los hemos llamado «judíos». Con ello queremos decir que pertenecían al judaísmo. Pero ¿cómo definimos «judaísmo»? ¿Era una religión, una nacionalidad, una raza, una forma de vivir... o todo junto? Si hoy nos acercáramos a una plaza de Jerusalén o de Tel Aviv y preguntáramos qué es el judaísmo, recibiríamos respuestas irreconciliables. Pero no vamos a abordar aquí el significado actual de ese término; vamos a limitarnos al tiempo de Pablo.

    Definir el judaísmo de Pablo como una religión no hace sino complicar las cosas, porque deberíamos definir inmediatamente qué entendemos por religión, y los problemas se acumulan³⁰. Por ejemplo, un lector actual podría dar por hecho que cualquier habitante del Mediterráneo oriental del siglo I d.C. podía cambiar de religión y, por ejemplo, dejar de ser gentil para hacerse judío, o dejar de ser judío para hacerse cristiano. Sin embargo, eso no era posible en la mayoría de los casos. Ser judío, por ejemplo, estaba estrechamente asociado a la nación de pertenencia: Judea (Ioudaia, de donde procede el nombre judío, Ioudaios). Judíos eran los que habían nacido en Judea: los judeos. Sin embargo, la mayoría de los judíos del tiempo de Pablo, como él mismo, no habían nacido en Judea y seguían siendo judíos. Esto era porque consideraban que, aunque nacidos fuera de la «tierra madre», habían nacido de padres judeos (o estos de otros judeos) y eso los hacía judíos. Por lo tanto, ser judío equivalía a ser o considerarse judeo, procedente de la tierra de Judea. Esta era la característica más clara del judaísmo: la étnica. Esto no significa que debemos separar los significados étnico y religioso, sino precisamente lo contrario: son inseparables en tiempo de Pablo, porque ser judeo conllevaba la práctica de las costumbres propias del judaísmo³¹. Sin embargo, como hoy se considera que una persona puede tener la adscripción religiosa que quiera independientemente de su nacionalidad o pueblo al que pertenezca, cada vez más historiadores y exégetas se refieren a Pablo (como a Jesús y sus primeros seguidores) como judeo, mejor que judío³². De este modo se subraya que ser judío no era algo que un habitante del Mediterráneo del siglo I d.C. podía adquirir o rechazar a voluntad, sino que iba indisolublemente unido con su ciudadanía judea, sea esta propia, heredada o adquirida.

    En cualquier caso, como sobre este punto no hay un claro consenso todavía, seguiremos en este libro la costumbre de usar el término «judío» para referirnos a todos aquellos que se identificaban como tales en tiempo de Pablo, reservando el término «judeo» para referirnos a los nacidos en el territorio de Judea³³. El lector habrá captado, no obstante, que el tema es complejo porque incluye aspectos ambiguos de la identidad subjetiva de individuos que vivieron hace mucho tiempo, y de los que tenemos datos parciales. No es, por tanto, un debate sofista o de matices secundarios, sino importante para comprender a Pablo y situarlo en su justo contexto histórico; y, como todos los temas importantes, no está exento de continuo debate.

    Pongamos un ejemplo. A lo largo del cambio de era (s. I a.C. y s. I d.C.) y en el seno del judaísmo existía un debate de enormes consecuencias para lo que ocurrirá entre los seguidores de Jesús. No era una disputa popular ni afectaba al modo cotidiano de vivir de los judíos en ningún lugar, sino que era más bien un debate intelectual y de gran repercusión político-teológica. Esta polémica está marcada por dos posturas opuestas que lo ilustran, pero que determinan los polos extremos entre los que se situaba la mayoría de los judíos (muchos ignorantes de su trascendencia). En un extremo estaba la política anexionista de los Asmoneos; en el otro, la más estricta del autor del Libro de los Jubileos.

    Los primeros, los Asmoneos³⁴, fueron una familia de origen sacerdotal que asumió el reinado del territorio de Palestina³⁵ tras la rebelión de los Macabeos: desde el 167 hasta el 37 a.C. Este largo siglo estuvo marcado por una independencia política respecto de las potencias extranjeras, especialmente por el declive de los reyes Seléucidas del norte; además, proliferaron diversos grupos dentro del judaísmo, sectas que desarrollaron diversos modos de entenderse como judíos. Esta pluralidad creó una enorme riqueza de tradiciones y textos que desarrollaron la identidad judía en diversas direcciones y explica el debate del que hablamos. Los reyes Asmoneos fueron adquiriendo cada vez más poder dentro de su territorio, gracias al aumento del ejército, de los impuestos, del control del templo y de las familias sacerdotales. Aunque su imagen popular se deterioró rápidamente y favoreció la conquista del Imperio romano con Augusto, durante el siglo de dominio desplegaron una política de expansión de fronteras que logró controlar un gran territorio, especialmente bajo el reinado de Hircano. Hacia el 129 a.C. Hircano conquistó por la fuerza diversas ciudades más allá de la frontera de Judea, entre ellas varias de Idumea. En este caso, significativamente, el rey dio a los vencidos la oportunidad de hacerse judíos circuncidándose y obligándose a cumplir la Torah; de este modo evitaban la muerte y podían seguir viviendo en sus tierras, aunque estas pasaran a ser gobernadas por Hircano y ellos a ser judíos³⁶. Esta incorporación del territorio de Idumea a la nación judea refleja la posibilidad de que gentiles de otras naciones pudieran, en determinadas circunstancias, hacerse judíos, es decir, ciudadanos de Judea, si se comprometían con sus tradiciones (el cumplimiento de la Torah) y realizaban la circuncisión de los varones. Para Hircano, era posible hacerse judío sin serlo de nacimiento. Esta postura, sin embargo, era minoritaria; cuando Herodes el Grande llegó al poder, fue acusado de no ser verdaderamente judío porque era idumeo y la mayoría seguían considerando que los idumeos, a pesar de haberse circuncidado, no eran verdaderos judíos³⁷. El partido fariseo se enfrentó abiertamente con Hircano y este canceló las prácticas legales acordadas previamente con ellos, persiguió a sus miembros y se alió con los saduceos³⁸.

    En el otro polo estaban los que pensaban que la nacionalidad judea estaba reservada a los nacidos de padres judíos, es decir, que era hereditaria. Esta era la postura más extendida y está bien representada por el Libro de los Jubileos, escrito probablemente al comienzo del reinado de los Asmoneos³⁹. Su autor (o autores) defiende un estatus hegemónico de Israel entre todas las naciones desde el momento de la creación⁴⁰, no desde la vocación de Abrahán. De este modo, consideran las leyes obligatorias desde ese momento inicial y se aplican ya al tiempo de los patriarcas. La diferencia de trato entre Israel y las demás naciones se refleja en la práctica de la circuncisión, que el autor del libro considera detenidamente (Jubileos 15,24-35) como una práctica que se debe realizar en el octavo día de nacer⁴¹. Y esta crucial característica diferencia a los miembros del pueblo elegido de todos los demás: no bastaba estar circuncidado, sino que era imprescindible hacerlo al octavo día; el circuncidado otro día (por ejemplo, de adulto) permanece fuera de Israel siempre y «estaba abocado a la destrucción». El abandono o equivocación en esta práctica es tratado con mucha severidad por el autor⁴², para quien la pertenencia al pueblo elegido es inamovible, determinada por el nacimiento y asegurada por la circuncisión al octavo día; ello se garantizaba mediante la estrecha relación entre el rito y la pertenencia genealógica. Para quienes pensaban así, era imposible e inaceptable la política de Hircano, que incorporó gentiles a Israel mediante la circuncisión; para el autor de Jubileos no solo seguían siendo gentiles, sino que estaban abocados a la destrucción⁴³. Este autor anónimo no era el único que pensaba así; también los autores de los libros de los Macabeos, compuestos en el mismo período y con claro interés anti-Asmoneo⁴⁴, presentan a los hermanos Macabeos especialmente celosos de las tradiciones de los padres; entre estas destaca la circuncisión de los niños y con ese objetivo lideraban campañas de defensa del judaísmo obligando a las familias a circuncidar a los niños recién nacidos⁴⁵.

    Entre estos dos polos se situaba la mayoría de la gente, muchos de los cuales no tenían especial interés en aclarar el debate ni en posicionarse. Sin embargo, como hemos visto, la controversia era aguda y los judíos con especial inquietud por estas cuestiones que se afiliaban a alguno de los partidos existentes, como el de los fariseos, adoptaban posturas claras y, en muchos casos, beligerantes. Es de esperar que Pablo, vinculado de algún modo al partido fariseo (Flp 3,5) y a la defensa del judaísmo y de las tradiciones de los antepasados (Gal 1,13-14), hubiera participado de este debate. Los datos sugieren que antes de su vocación estaba vinculado con el polo más opuesto a la política asmonea: con la de los autores de los libros de los Jubileos y de los Macabeos⁴⁶. Cuando veamos el contenido de sus cartas, estos temas aparecerán y tendremos que situar sus argumentos en contexto.

    2. PABLO Y EL NACIENTE CRISTIANISMO

    El tercero de los ejes que hemos señalado para localizar a Pablo en el entramado de relaciones en las que tuvo lugar su vida y su proyecto es su trato con el resto de los creyentes en Cristo de su tiempo. Su relación con el Imperio romano fue difícil y, como veremos más adelante, le condenó a períodos de cárcel, como el que pasó en Éfeso o el que sufrió en los últimos años de su vida en Roma. La relación con el resto de sus compatriotas judíos no fue mucho mejor, a juzgar por las veces que lo azotaron en algunas sinagogas (2 Cor 11,24-25). Pero fue la relación con el resto de los seguidores de Jesús lo que, con seguridad, le procuró sus mayores amarguras y problemas (Gal 2,4.11-14; 2 Cor 11,12-15).

    Pablo fue un personaje muy peculiar si tenemos en cuenta su biografía, su empeño y vehemencia en los proyectos que asumía, sus opiniones en temas controvertidos, los conflictos que le asaltaron y los que él creó, o sus complicadas relaciones personales con las asambleas que él fue creando y con otros apóstoles. Era una persona con genio en el doble sentido: genialidad y carácter. En el siguiente capítulo nos adentraremos en los aspectos más importantes de su biografía y veremos los conflictos que le enfrentaron con otros creyentes en Cristo. Para comprenderlos mejor necesitamos antes dibujar unos trazos gruesos del mapa del naciente cristianismo.

    Debemos aclarar, también aquí, un detalle de la terminología. Antes hemos explicado las dificultades para definir el «judaísmo» y por qué algunos estudiosos actuales se inclinan por usar el adjetivo «judeo» en vez de «judío» y evitar así proyectar en el pasado las ideas modernas de religión o del judaísmo actual. El término «cristianismo» o «cristiano» también arrastra algunos problemas si lo utilizamos para definir a los creyentes en Cristo del tiempo de Pablo. En primer lugar, porque durante la primera generación nunca aparece el sustantivo en las fuentes escritas (ni el adjetivo «cristiano»). La primera vez que lo encontramos es en 1 Pe 4,16, carta compuesta, probablemente, en el último cuarto del siglo I d.C.⁴⁷; después aparece dos veces en el libro de los Hechos (Hch 11,26; 26,28), compuesto unos años más tarde, quizá a comienzos del siglo II⁴⁸. A partir de este momento aparece también en otros textos y se extiende rápidamente para identificar al grupo de creyentes en Cristo como una etiqueta despectiva, como refleja la primera referencia en 1 Pe 4,16. Entre ellos se llamaban «hermanos», «santos», «queridos», «elegidos», etc.; a los grupos locales que formaban los llamaban ekklēsia y usaban metáforas familiares para hablar de ello, como «casa», «cuerpo» o «vivir en Cristo»⁴⁹.

    En segundo lugar, el término «cristianismo» o «cristiano» define hoy una religión diferenciada del resto de las religiones, por ejemplo, del judaísmo. Hoy un cristiano no puede ser judío (aunque existen judíos mesiánicos que comparten rasgos de ambas religiones). Sin embargo, en el tiempo de Pablo los creyentes en Cristo a los que nos referimos eran, en su mayoría, judíos; y los que no lo eran, eran considerados por estos como gentiles. Solo a finales del siglo II d.C. el término «cristiano» comienza a identificar a los creyentes en Cristo como una religión con rasgos distintivos frente al judaísmo, un proceso que durará muchos años⁵⁰. Puede ser equívoco, por tanto, usar este término para referirse a judíos piadosos que nunca pensaron que su fe en Jesús fuera otra cosa que una vuelta a las raíces de su propio judaísmo. Por eso, muchos biblistas y exégetas utilizan expresiones como «orígenes del cristianismo» o «naciente cristianismo» para subrayar el carácter incipiente y gradual de un proceso que, durante su primera generación, todavía no se ha desarrollado⁵¹. Para referirnos, pues, a estos judíos o gentiles que creen en Jesús como el Mesías esperado o el Señor, utilizaremos la expresión genérica «creyentes en Cristo», que recoge la preferencia de Pablo por la expresión vivir, estar, esperar, confiar... «en Cristo». De los diversos grupos de creyentes en tiempo de Pablo vamos a hablar brevemente.

    Durante la vida terrena de Jesús, un grupo de galileos se adhirió a su anuncio itinerante y urgente del reino de Dios por las aldeas en torno al lago de Tiberíades, y en su viaje a Jerusalén, hacia el año 30 d.C. La inesperada muerte de Jesús para todos aquellos seguidores y seguidoras inició un proceso de resultados inesperados y sorprendentes. Las experiencias de encuentro con el Resucitado, los testimonios de quienes lo habían visto tras su muerte, el entusiasmo compartido por la confianza en la reivindicación y exaltación del Crucificado por parte de Dios, así como la certeza de haber recibido el don escatológico del Espíritu anunciado por los profetas desencadenaron un enorme fervor entre sus seguidores, que logró revertir el aparente fracaso de Jesús en la cruz y el consecuente naufragio de la llegada del reino de Dios, el centro de su mensaje. Estos testimonios que conservamos en las fuentes fueron el inicio de un complejo y plural proceso que extendió el anuncio de Jesús más allá de las fronteras geográficas de la misión de Jesús. Tenemos constancia en las fuentes de diversos grupos de seguidores de Jesús en diferentes lugares y con rasgos distintivos entre ellos, siempre conservando la referencia identitaria a Jesús como el Mesías, el Señor. Vamos a mencionar brevemente a los tres más importantes en el tiempo de Pablo y durante el desarrollo de su misión.

    a) Los seguidores galileos de Jesús

    En primer lugar, están los seguidores de Jesús que volvieron a Galilea tras la Pascua. De estos creyentes en Cristo tenemos constancia por varios indicios. Primero, la mención casi unánime de las fuentes evangélicas a esta vuelta a Galilea: «Id a decir a sus discípulos y a Pedro que irá delante de vosotros a Galilea; allí le veréis, como os dijo» (Mc 16,7)⁵². Segundo, la escueta pero significativa mención a los creyentes en Galilea (junto a otros en Samaría y Judea) que Lucas cita en Hch 9,31 cuando habla de la expansión de los seguidores de Jesús. Tercero, el contexto galileo que reflejan algunos materiales tradicionales que fueron conservados oralmente y, después, por escrito, y que se consideran las fuentes de los evangelios sinópticos; entre ellos destaca el llamado Documento o Fuente Q⁵³, aunque no es el único que pudo surgir allí⁵⁴. Estos indicios apuntan a la existencia de unos grupos de creyentes en Jesús con características reconocibles. Entre ellas destaca el estilo de vida radical e itinerante⁵⁵, imitando el estilo de vida que Jesús pidió a sus discípulos mientras vivió en Galilea (Mc 6,7-13 y par.). El centro de su anuncio parece estar en la llegada inminente del reino de Dios y no tanto en el acontecimiento de la muerte y resurrección de Jesús, a juzgar por el hecho de que en el Documento Q no hay trazas del anuncio de la resurrección. Probablemente, para este grupo de seguidores, la repetición de los dichos y hechos de Jesús, sus parábolas y sus milagros, era el modo de hacer presente a Jesús, a través de su testimonio encarnado en su vida. Las dificultades que tuvieron con ciertas élites de escribas galileos radicalizaron su mensaje y subrayaron aquellos dichos de Jesús que denunciaban la injusticia de las autoridades judías de su tiempo⁵⁶. El desarrollo de estos grupos fue incierto, aunque parece que había tanto creyentes itinerantes como sedentarios y que estos crecieron más que los otros⁵⁷. La situación histórica se precipitó con la Primera guerra judía en los años 60 d.C. y buena parte de estos Galileos tuvieron que huir como muchos de sus compatriotas, lo que permitió que sus recuerdos sobre Jesús llegaran a otros lugares, por ejemplo, a Siria.

    b) Los Hebreos, creyentes en Jesús de origen palestinense

    En segundo lugar, están los seguidores de Jesús que, bien se quedaron en Jerusalén, bien volvieron al poco tiempo de los acontecimientos pascuales. De ellos tenemos constancia, especialmente, por el libro de los Hechos. Aunque su autor nos hace creer que todos los seguidores se quedaron en la Ciudad Santa, ya hemos visto indicios de otros que se marcharon. Lucas mismo nos refiere la existencia de dos grupos de creyentes en Jesús diferentes y enfrentados, que llama «Helenistas» y «Hebreos»⁵⁸: «Al multiplicarse los discípulos, hubo quejas de los Helenistas contra los Hebreos, porque sus viudas eran desatendidas...» (Hch 6,1). Lucas atribuye el servicio de las mesas a algunos de los primeros y el anuncio de la palabra de Dios a los apóstoles, que están entre los segundos, pero el desarrollo del relato revela que los primeros no se dedican al servicio, sino a la predicación, precisamente. Esto significa que el relato lucano no se basa en un dato histórico sino teológico⁵⁹. La crítica histórica ha encontrado indicios de ambos grupos en las fuentes⁶⁰. Veamos primero lo que sabemos de los Hebreos.

    Su nombre no es claro, pero parece aludir al origen geográfico y la lengua que hablaban (para diferenciarlos de los Helenistas, que se expresaban en griego)⁶¹. Son judeos (o galileos) de lengua aramea que han creído que Jesús es el Mesías de Yahvé; entre ellos podía haber algunos que le conocieron en algún momento de su vida, o que se incorporaron al movimiento tras los acontecimientos pascuales y los testimonios de sus seguidores, o que regresaron de Galilea a Jerusalén con la esperanza de la irrupción definitiva del reino de Dios anunciado por Jesús⁶². Aparecen asentados en la capital y alrededores (Gal 1,22), en comunidades domésticas en torno al liderazgo de algunos de los Doce y de algunos de la familia carnal de Jesús. Pablo menciona a «Santiago, Cefas y Juan» como los «notables» y «columnas» de Jerusalén (Gal 2,9) en los años 40 d.C.; el primero era «el hermano del Señor» (Gal 1,19). Las fuentes describen a estos creyentes asistiendo al templo de Jerusalén para presentar ofrendas (Mt 5,23-24), reuniéndose en casas para la fracción del pan (Hch 2,46), observando las normas alimenticias y de pureza (Hch 11,3), circuncidando a sus niños (Hch 21,21), etc. Estas características reflejan que estaban centrados, probablemente, en la renovación de Israel a partir del mensaje de Jesús y que su horizonte de misión eran otros judíos (Mt 10,5-6), a quienes les hablaban de Jesús como un profeta a quien Dios había reivindicado de la muerte constituyéndole Señor y cuya enseñanza sobre la ley y las propias tradiciones era la que Dios quería⁶³. Estos Hebreos, al igual que los Galileos de los que hemos hablado más arriba, conservaron sus propias tradiciones sobre Jesús, como el relato de la pasión o diversas controversias sobre la ley⁶⁴.

    Con los años, presumiblemente, comenzaron a ser considerados una secta judea, un partido diferente a los ya existentes (fariseos, saduceos, esenios, etc.); Lucas menciona que otros judíos se refieren a ellos como «la secta de los Nazoreos» (Nazōraiōn, Hch 24,5). Lo que los distingue es, en primer lugar, la fe en Jesús el Mesías y, en segundo lugar, el particular modo de entender la ley y el templo. Para estos, Jesús «no ha venido a abolir la ley y los profetas, sino a dar plenitud» (Mt 5,17); por lo tanto, la ley había que cumplirla con radicalidad. Si la ley decía «no matarás», ellos, de acuerdo con la enseñanza de Jesús, no solo no mataban, sino que no insultaban ni se encolerizaban contra el prójimo (Mt 5,22); si la ley decía «no cometerás adulterio», ellos ni se permitían desear hacerlo (Mt 5,28); si la ley pedía «ojo por ojo», ellos ofrecían la otra mejilla (Mt 5,39); si la ley pedía «amar al prójimo», ellos no se contentaban con eso, sino que se proponían «amar al enemigo» (Mt 5,44). Estos ejemplos muestran que no solo eran cumplidores de las exigencias de la Torah, sino que interpretaban algunas de sus normas con mayor radicalidad, yendo a la raíz del sentido de la ley, tal como Jesús había enseñado. Para estos, esa era la voluntad de Dios, no lo que enseñaban otros (los fariseos, por ejemplo). Podríamos concluir diciendo que, por ser creyentes en Jesús, los Hebreos eran más fieles y estrictos cumplidores de aquellos preceptos de la ley que consideraban fundamentales⁶⁵.

    c) Los Helenistas, creyentes en Jesús nacidos en la diáspora

    En tercer lugar, están los que Lucas llama Helenistas. El nombre viene por el uso de la lengua vehicular (el griego) y el lugar en el que habitan regularmente (ciudades de cultura helenística). Estos tienen el mismo origen étnico que los hebreos y por eso son llamados también ioudaioi, aun a pesar de haber nacido fuera de Palestina⁶⁶. Según los estudios de población de aquel tiempo, la proporción de judíos que habitaban fuera de la «tierra madre» era muy superior a la de los nativos: aproximadamente, de cinco a uno⁶⁷. Sin embargo, aunque los judíos helenistas habían nacido y vivían en ciudades de la diáspora –la mayoría con un buen nivel de inculturación– su atracción por la Ciudad santa nunca decayó, puesto que era el lugar del único templo de Yahvé. Todos los que podían viajaban alguna vez en la vida (algunos con más frecuencia) para visitar el templo, ofrecer sacrificios, acercarse a la presencia de Yahvé o a pasar sus últimos días y ser enterrados allí⁶⁸. Muchos hebreos, es decir, judíos de lengua aramea, veían a estos helenistas como contaminados, porque se relacionaban cotidianamente con gentiles y habían adoptado algunas de sus costumbres, abandonando prácticas tradicionales que se conservaban en la tierra madre. Por esta razón y por el hecho de que hablaban otra lengua, tenían sus propias sinagogas, donde se reunían durante el tiempo que pasaban en Jerusalén. Algunos de estos judíos de la diáspora debieron de entrar en contacto con los seguidores de Jesús porque pronto creyeron en él. Lucas explica esta aproximación mediante el pasaje de Pentecostés (Hch 2,1-13), en el que el Espíritu logra superar las barreras lingüísticas y culturales haciendo que los apóstoles hablen en las lenguas de aquellos judíos llegados de la diáspora y que estos les entiendan⁶⁹.

    Fuese como fuese, es claro que muy pronto existieron en Jerusalén un número indeterminado de judíos creyentes en Jesús de lengua griega (los Helenistas de Hch 6,1). El contacto con los de lengua aramea (los Hebreos) no debía de ser muy fluido y parece que surgieron tensiones que Lucas presenta como un conflicto por la atención de las viudas, como hemos visto. Esas tensiones se extendieron hacia los demás helenistas (judíos de lengua griega no creyentes en Jesús) que habían ido a la ciudad y con los que se reunían en las mismas sinagogas. Lucas cuenta que ahí, en una de esas sinagogas (Hch 6,8-9), hubo un problema, una discusión sobre el significado y el valor del templo en la vida judía. Las críticas se centran en Esteban, uno de estos Helenistas creyentes en Jesús, al que acusan de «hablar en contra del lugar santo y de la ley» (Hch 6,13). El discurso que Lucas pone en boca de Esteban es muy crítico con la función del templo y afirma que «el Altísimo no habita en casas fabricadas por manos humanas», citando a Is 66,1-2: «El cielo es mi trono y la tierra el escabel de mis pies. Dice el Señor: ¿Qué casa me vais a construir? o ¿Cuál será el lugar de mi descanso? ¿Es que no ha hecho mi mano todas estas cosas?». Si Dios habita en cualquier lugar de la tierra, donde quiere, la exclusividad del templo queda cuestionada. Aquellos judíos devotos del templo llegados de la diáspora a Jerusalén porque creían que ese era el único lugar que Yahvé habitaba, debieron interpretarlo como un desafío al mismo templo. Aunque el relato lucano es fuertemente teológico y es difícil atribuirle a este discurso un valor histórico, es muy posible que los Helenistas a los que representa Esteban tuvieran una postura crítica con el templo y que esta desencadenara hostilidad contra ellos (quizá la muerte de alguno) y su huida de la Ciudad Santa. Esta hostilidad no se dirigió, sin embargo, contra los Hebreos, que según Lucas siguieron desempeñando su tarea con tranquilidad: «las iglesias por entonces gozaban de paz en toda Judea, Galilea y Samaría» (Hch 9,31)⁷⁰.

    ¿Cómo podemos explicar que unos judíos de la diáspora, de visita en Jerusalén, hayan creído en Jesús y tan pronto tengan una postura crítica hacia el templo? La respuesta no es clara ni fácil, porque las fuentes son elusivas respecto de muchas preguntas del intérprete actual, como esta. Sin embargo, como hemos dicho⁷¹, los exégetas han encontrado indicios en el libro de los Hechos y es posible vislumbrar algunos rasgos teológicos de estos Helenistas entre las fuentes de Lucas⁷². Además del discurso de Esteban mencionado, según algunos autores, la historia de Felipe y el eunuco conserva indicios de la respuesta de los Helenistas creyentes en Jesús a esa pregunta⁷³. En este fragmento (Hch 8,26-40), un eunuco etíope le pregunta a Felipe, uno de los Helenistas, por el sentido del pasaje de Is 53,7-8 que va leyendo: «Fue llevado como una oveja al matadero; y como cordero, mudo delante del que lo trasquila, así él no abre la boca. En su humillación le fue negada la justicia; ¿quién podrá contar su descendencia? Porque su vida fue arrancada de la tierra». La cita pertenece al cuarto cántico del Siervo de Yahvé, que habla de una enigmática figura de la tradición judía que sufre vicariamente por el pueblo y así este se ve liberado. Felipe, sigue la cita, «partiendo de este texto de la Escritura, se puso a anunciarle la buena nueva de Jesús» (Hch 8,35). Este fragmento recoge una interpretación cristológica muy antigua que explica la muerte de Jesús como la del Siervo de Isaías⁷⁴. La cita del profeta no recoge el sentido expiatorio⁷⁵, pero este se debió unir pronto, cuando otras interpretaciones completaron aquella, como las alusiones al Sal 22 y 69 en el relato de la pasión, o el rito de la expiación (como el de Yom Kippur en Lv 16) que resuena en tradiciones prepaulinas⁷⁶.

    La muerte de Jesús fue, sin lugar a dudas, un duro golpe para los discípulos que habían puesto sus esperanzas en él. Su resurrección por parte de Dios, sin embargo, cambió aquella frustración y supuso un impulso extraordinario para aquellos atemorizados seguidores. Nada fue igual para ellos y, como hemos visto, se extendieron y crecieron mucho. Una de las cuestiones que tuvieron que resolver en este momento fue explicar la muerte de Jesús; la resurrección, como veremos en capítulos posteriores, no ocultó u olvidó su pasión y muerte, sino que la hizo teológicamente relevante. Es decir, precisamente porque Dios había resucitado a un crucificado, la pregunta por el sentido de aquella muerte tan vergonzosa y horrorosa resultaba más acuciante. El relato de Felipe y el eunuco ofrecen una de las respuestas al porqué de su muerte: Jesús había muerto como el Siervo de Yahvé. Del mismo modo que al final del exilio de Babilonia el Deuteroisaías reveló que aquella figura misteriosa había cargado sobre sí los pecados y castigos del pueblo para que este volviera del destierro, tuviera vida y su descendencia fuera incontable, así ahora, en el momento final de la historia, Dios había elegido a su Siervo para una misión aún mayor: «Este lleva nuestros pecados y sufre por nosotros y nosotros pensamos que estaba en apuros, atribulado y maltratado [...]. Todos anduvimos errantes como ovejas, cada uno se ha extraviado en su camino. Y el Señor lo entregó a nuestros pecados [...] y quiere librarlo de la fatiga de su alma, mostrarle luz y moldearle con inteligencia, hacer justicia al justo que sirve bien a muchos...» (Is 53,4.6.12)⁷⁷. Dicho esto de Jesús, su muerte vergonzosa pudo tener un sentido expiatorio porque, como el Siervo, Jesús llevó «nuestros pecados», los de «todos» los que andan errantes; pero Dios quiso hacerle justicia porque «sirve a muchos». Con esta lectura, los primeros seguidores de Jesús pudieron comprender que aquella muerte no solo entraba en el plan de Dios, sino que tenía una finalidad beneficiosa para «todos».

    Esta interpretación resultaba una liberación para los seguidores de Jesús en muchos sentidos; pero también arrastraba algunas consecuencias difíciles de abordar. Veamos dos ejemplos. En primer lugar, si la muerte de Jesús cargaba los pecados de todos y servía al bien de muchos, ¿era necesario frecuentar la liturgia de la expiación en el templo? ¿Era necesario siquiera un templo tras la muerte de Jesús? Esta reflexión no se nos conserva en las fuentes, pero explica por qué aquellos seguidores de Jesús pudieron plantear algunas de las dudas y problemas respecto del templo y la ley que Lucas recoge en el discurso de Esteban. En segundo lugar, si el alcance expiatorio de aquella muerte podía ir más allá del Israel genealógico, porque «todos erraban» y necesitaban de perdón, ¿por qué no salir de las fronteras étnicas y anunciar esta buena noticia también a los que no son judíos? ¿Por qué no acelerar la misión en este tiempo final anunciando a Jesús directamente a los gentiles sin que tengan que circuncidarse y hacerse judíos?

    Todas estas preguntas son hipotéticas y no reflejan el complejo debate que, a buen seguro, protagonizaron aquellos primeros seguidores. Solo sirven para dar cuenta de cómo la fe en Jesús, interpretada desde categorías teológicas de la propia tradición judía, fue abriendo grietas en los modos hegemónicos y mayoritarios de pensar e identificarse como judío. Los Helenistas contribuyeron en buena medida a esta evolución⁷⁸.

    Efectivamente, esta tradición dentro del naciente cristianismo va a ser muy fecunda y va a dejar huella en casi todos los textos que conservamos de las primeras generaciones. De todo ello tendremos que hablar más adelante, porque es Pablo quien mejor conserva en sus cartas esta reflexión teológica. Sin embargo, hay un consenso actual para afirmar que Pablo no formuló sus creencias de la nada, sino que partió de la tradición que recibió en sus contactos con otros creyentes, especialmente en Damasco y Antioquía, aunque también en Jerusalén⁷⁹.

    Como veremos, Pablo no es un representante «central» o de consenso en los agitados años en que desarrolló su misión. Las tres corrientes de seguidores de Jesús que hemos mencionado compartían muchas más semejanzas que diferencias. De aquellas, la más importante era la fe en Jesús Mesías e Hijo de Dios, aunque sacaran consecuencias diferentes de ello. Pablo participó de esta fe común y la desarrolló quizá más que ningún otro. Precisamente por este impulso, por las implicaciones y consecuencias de su modo de creer en Jesús, su lugar en el naciente cristianismo fue controvertido. Pablo compartió con Pedro, con Santiago, con Juan y con otros apóstoles su fe en Jesús, pero esto no le libró de muchos, agudos y continuos conflictos con ellos o con otros creyentes en Jesús que buscaban deshacer o corregir su proyecto. Los galileos expresaban su fe en Jesús predicando sus dichos y reproduciendo sus hechos, intentando que el reino de Dios que él había predicado se extendiera antes del tiempo final. Los Hebreos seguían acudiendo al templo, observando las normas de pureza alimenticia y demás prácticas tradicionales, porque entendían que Jesús no había abolido nada de aquello. Los Helenistas, por su parte, no tenían muy claro el valor que debían darle a algunas de aquellas costumbres cuando entendían la muerte de Jesús como la del Siervo de Yahvé. Pablo, como veremos en los próximos capítulos, entra en escena en este mapa a través de estos últimos, pero pronto superará sus primeras decisiones, cuando sean causa de conflicto con algunos de los Hebreos.

    Su misión no se puede explicar sin la idea de que muchos de sus oponentes eran también seguidores de Jesús con razones tan legítimas como las de Pablo para defender su postura y deslegitimar la contraria. Sus cartas ofrecen la opinión de Pablo; y cuando insulte a aquellos llamándoles irónicamente «superapóstoles», debemos recordar que no tenemos claridad sobre lo que estos pensaban; de saberlo, quizá nos alinearíamos con ellos. En cualquier caso, esta pluralidad sitúa a Pablo en un cruce de caminos complejo en el que las posturas no están claras ni son fácilmente catalogables. No sirve etiquetar a Pedro como «tradicional» y a Pablo como «liberal», aunque lo hagan algunos exégetas⁸⁰. Pablo es un creyente mucho más complejo y matizado, ambiguo a veces, de lo que las etiquetas al uso nos hacen creer. Una breve historia por las perspectivas actuales de los estudios de Pablo nos lo va a confirmar.

    3. INTERPRETACIONES Y PERSPECTIVAS PAULINAS

    HASTA HOY

    El mundo en el que vivimos evoluciona muy rápido. Los procesos de globalización, los desplazamientos de personas, los medios de comunicación, las redes sociales, la inteligencia artificial, los conflictos y crisis particulares que se extienden de una zona a otra del planeta con enorme rapidez..., todo ello produce la impresión de que el mundo evoluciona a velocidad exponencial. El comienzo del nuevo milenio ha traído muchos cambios en este sentido; uno de ellos ha sido un claro desplazamiento del peso cultural de Europa, que se ha diversificado hacia otros continentes tradicionalmente comprendidos como colonias. Europa, o algunos países europeos más precisamente, «conquistó» territorios de otros continentes (desde el siglo XV hasta el XIX) y los utilizó como despensas de productos, mano de obra y lugares estratégicos para el control geopolítico de las regiones. Eso supuso una invasión cultural que extendió muchas características de la cultura europea a otros continentes, creando subculturas híbridas en la mayoría de estos lugares colonizados. El final del siglo XX y comienzo del siglo XXI ha traído una profunda crisis a Europa que descubre sorprendida que su antigua hegemonía cultural está siendo sobrepasada por una compleja y mixta realidad donde rasgos culturales híbridos de muchos orígenes convergen en nuevos lugares generando nuevas expresiones culturales.

    Esta situación ha tenido su efecto directo en los estudios bíblicos y paulinos. Hasta hace poco, Pablo y sus cartas han sido estudiados en Europa o con preguntas y métodos desarrollados en la Europa ilustrada. Desde finales del siglo XX, sin embargo, esa hegemonía ha dado paso a intérpretes, preguntas y métodos que surgen en otros continentes (o en Europa, pero asumiendo perspectivas diversas), con sus propias preocupaciones e intereses⁸¹. Esto ha supuesto una auténtica renovación de los estudios paulinos; nuevas preguntas y métodos han ofrecido una avalancha de perspectivas de diverso valor, tanto por el grado de seriedad y rigor como por sus consecuencias y efectos.

    Esta mirada renovada ha puesto encima de la mesa un problema que se ha repetido en el pasado y se sigue repitiendo en el presente: con frecuencia los intérpretes pretenden que las cartas de Pablo respondan a sus propias preguntas e inquietudes, y no siempre han tomado la necesaria distancia para respetar la naturaleza propia del texto sin proyectar en él su propia cosmovisión. Se podría trazar una historia de la teología a partir de las interpretaciones que se han hecho del corpus paulino a lo largo de los siglos⁸². Cada época ha formulado diferentes preguntas a los textos, en función de los intereses de los intérpretes y de la época en la que vivían; algunos momentos de esta historia destacan sobre los demás y los vamos a recoger muy brevemente.

    a) Las interpretaciones tradicionales

    Desde la muerte de Pablo, su memoria y autoridad no pararon de crecer; sus discípulos siguieron escribiendo en su nombre y los autores cristianos de los primeros cuatro siglos se refirieron a sus escritos mayormente con gran aprecio, leyéndolos como fuente para una eclesiología apologética en un tiempo en el que la Gran Iglesia debía construir y defender su identidad frente al judaísmo rabínico y al Imperio romano. Los casos de Marción y del texto llamado Kerygmata Petrou son dos ejemplos extremos de aprecio y desprecio, respectivamente, que muestran la pluralidad de lecturas en el seno del naciente cristianismo⁸³. Agustín de Hipona (a finales del siglo IV y comienzos del V) es uno de los teólogos cristianos de mayor repercusión posterior y basó su elaborada reflexión en las cartas paulinas. Su antropología estuvo marcada por la controversia pelagiana ante la que desarrolló la centralidad de la redención acontecida en la cruz de Cristo, que consideraba necesaria, objetiva y universal. El ser humano necesita la gracia de Dios, un don gratuito y eficaz sin el que la libertad no alcanza para la salvación porque aquella ayuda a la voluntad a resistir la tentación⁸⁴. El misterio de Dios y de la liberalidad de su gracia, tal como la presenta Pablo en Rom 9–11, influyó determinantemente en su respuesta a Pelagio, que defendía que la libertad era suficiente para la salvación; Agustín subrayó a partir de Pablo la soberanía de Dios que «usa misericordia con quien quiere y endurece a quien quiere» (Rom 9,18). Así lo explica: «[Dios] se apiada por gracia, de balde se da lo que no es por mérito; endurece con justicia, según los méritos. Hacer de una masa de condenación un vaso de honor es gracia manifiesta; hacer un vaso de ignominia es justo juicio de Dios»⁸⁵.

    Tras Agustín, el intérprete que más ha determinado las lecturas posteriores de Pablo ha sido Martín Lutero (1483-1546). Del mismo modo que la polémica antipelagiana condicionó la lectura paulina de Agustín, la que hace Lutero está determinada por su propia formación y experiencia biográfica, que tan elocuentemente dejó escrita en la introducción a la edición completa de sus obras en latín en 1545⁸⁶. Lutero «odiaba», dice, la idea de la «justicia divina» porque la entendía como el «castigo de los pecadores» y, a pesar de que consideraba su vida «irreprochable», se sentía pecador ante Dios. La concatenación de dos ideas que Pablo recoge juntas al inicio de la Carta a los Romanos desencadenó en el que fue agustino una nueva comprensión de Dios y de su modo de actuar en la historia: «en el evangelio se revela la justicia de Dios» y «el justo vive de la fe» (Rom 1,17). Lutero desarrolló su programa de reforma sobre este pilar: la justicia de Dios actúa, es decir, justifica al creyente en Cristo únicamente por medio de su fe y no por ninguna voluntad, mérito o mecanismo que establezcan las autoridades eclesiásticas. La Iglesia pre-tridentina estaba empobrecida por la proliferación de indulgencias que se podían comprar y que funcionaban como atajos para conseguir beneficios o reducción de penas del purgatorio. Lutero encontró en los textos paulinos la motivación para iluminar su oposición y sostener su principio de la sola fide. Solo la fe, y por tanto, no las obras de ningún tipo (como las bulas), podía operar esa justicia de Dios. Lutero vio en la Iglesia de su tiempo el mismo problema que creyó descubrir en el contexto de Pablo. A partir de ese momento, tanto los intérpretes reformados como los católicos, se concentraron en una disputa que tenía como centro la lectura luterana de Pablo, más que a Pablo mismo.

    Todavía a inicios del siglo XX esta obsesión por leer a Pablo con o contra los ojos de Lutero seguía marcando las interpretaciones del Apóstol. La «justificación por la fe» era la idea o eslogan que más se repetía para explicar su propuesta teológica. Ahora bien, esta perspectiva desde la que se mira a Pablo, como veremos inmediatamente, tiene dos problemas fundamentales. El primero es que está profundamente condicionada por la interpretación luterana, que, entre otros problemas, acarreaba una deplorable idea del judaísmo⁸⁷. El segundo es que oculta o borra del pensamiento paulino otras ideas o perspectivas teológicas que son tan importantes o más que aquella, impidiendo así descubrir la riqueza de su propuesta y sus múltiples posibilidades y desarrollos en contextos diversos al de Lutero. Estos dos problemas se han arrastrado hasta hace relativamente poco tiempo, determinando una mirada de Pablo polémica y restrictiva. Pablo era, desde esta perspectiva, un judío que descubrió el problema del judaísmo, una religión basada en las obras, y fundó el cristianismo, una fe basada en la gracia.

    b) La «nueva perspectiva»

    La renovación de los estudios paulinos vino de la mano de varios pioneros cuyos trabajos se centraron en reconsiderar la visión simplificada del judaísmo (especialmente entre cristianos) y la aportación de Pablo en su propio contexto. Una primera sacudida llegó con Krister Stendahl cuando propuso que la idea luterana de la «justificación por la fe» no debía entenderse como expresión de la relación del creyente con Dios sino como respuesta a la pregunta de la convivencia de judíos y gentiles en el tiempo final inaugurado por Cristo⁸⁸. Stendahl mostró que los intérpretes de Pablo estaban condicionados por su propio contexto y prejuicios y era necesario recuperar el propio de Pablo.

    El descubrimiento de los manuscritos del Mar Muerto en las cuevas alrededor del asentamiento de Qumrán⁸⁹ fue determinante en este proceso, porque obligó a considerar el judaísmo del período del segundo templo⁹⁰ como una realidad más plural de lo que se pensaba. A partir de estos nuevos descubrimientos, Ed P. Sanders ofreció una nueva lectura que se ajustaba más a los textos y menos a los prejuicios luteranos. Sanders presentó la alianza como idea central que definía el judaísmo, mejor que la justificación por las obras, como resultaba de la visión luterana; llamó a esta idea central «nomismo de la alianza»⁹¹. En contraposición al «antinomismo», expresión usada por Lutero, influenciado a su vez por Juan Agrícola (1492-1566) y que expresaba la oposición a cualquier papel de la Torah en la salvación del creyente, Sanders subrayó que la Torah debe entenderse como una respuesta a la gratuita elección de Yahvé, no como una condición para lograr la salvación. El argumento teológico con el que describe esta idea tiene estas ocho partes:

    (1) Dios ha elegido a Israel y (2) le ha dado la ley. La ley supone que (3) la promesa de Dios mantiene la alianza y que (4) pide obediencia. (5) Dios recompensa la obediencia y castiga la transgresión. (6) La ley provee lo necesario para la expiación y (7) la expiación mantiene o re-establece la elección. (8) Todos los que se mantienen en la alianza por obediencia, por la expiación y por la misericordia de Dios, pertenecen al grupo de los que se salvarán. Una interpretación importante del primer y último

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