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Los días de la ira: De cómo está siendo asesinado el periodismo en México
Los días de la ira: De cómo está siendo asesinado el periodismo en México
Los días de la ira: De cómo está siendo asesinado el periodismo en México
Libro electrónico429 páginas6 horas

Los días de la ira: De cómo está siendo asesinado el periodismo en México

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En este libro, Lemus cuenta las historias de agravios y asesinatos de periodistas porque consider que aun cuando ya se ha hablado de este tema, no se ha dicho con absoluta verdad todo lo que hay dentro y detr s de é l. “ Quise emprender este trabajo para contar, con estricto rigor period stico, la historia de la violencia contra los verdaderos portadores de la libertad de expresi n en nuestro pa s. Para hablar no solo de los datos estad sticos que refieren cifras, fechas, lugares y modos de ejecuci n e intimidaci n, sino para darles rostro y alma a cada una de las tantas historias de periodistas recabadas a lo largo de los ltimos a os en todo el territorio nacional, donde es evidente que el Estado no nos protege.” Este libro es un testimonio del trabajo m s peligroso que se puede hacer en Mé xico: ser un periodista independiente.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento31 oct 2023
ISBN9786077135982
Los días de la ira: De cómo está siendo asesinado el periodismo en México

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    Los días de la ira - J. Jesús Lemus

    P_Los_dias_de_la_ira_FINAL__96.jpg

    A nuestros perseguidores, porque con cada bala, con cada asesinato, con cada amenaza, con cada encarcelamiento, nos liberaron del miedo.

    A René Cosme Ramos Limón y Xóchitl Beatriz de la O Yerenas, que con cada letra, cada palabra y cada acto judicial ayudan a construir un México más amable para el periodismo, y empujan a un periodismo más comprometido con la verdad, la democracia y la ley. Porque salvaron mi vida.

    A Viridiana Baena, porque su ejemplo de lucha, tenacidad y valor nos ha iluminado. Porque su defensa de los derechos humanos es imprescindible para México. Porque yo no sé qué sería de mi periodismo sin la luz de su ayuda.

    A Diego Tonatihu Sevilla Ortiz y Jennifer Montzerrat Tejeda Salas, como una muestra de gratitud por todo su profesionalismo en la defensa de la libertad de expresión y del libre ejercicio del periodismo. Porque lo que hacen por mí, lo hacen por el periodismo.

    A Roberto Carlos Ibarra Pimentel, humanista, filántropo, excepcional ser humano, ensayo de Dios de lo que debe ser el hombre para el hombre.

    A Boris y Martha, metálicas y radiantes luces de esperanza. Amor insondable. Por ayudarme con el costal de preocupaciones, y por el buche de café en las madrugadas.

    Morelia, Michoacán, septiembre de 2023

    Los días de la ira

    Portada: María Elisa Orozco Ramírez

    Primera edición: octubre 2023

    © 2023, J. Jesús Lemus

    © 2023, Editorial Terracota

    ISBN: 978-607-713-598-2

    Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento.

    DR © 2023, Editorial Terracota, SA de CV

    Av. Cuauhtémoc 1430

    Col. Santa Cruz Atoyac

    03310 Ciudad de México

    Tel. +52 55 5335 0090

    www.terradelibros.com

    Índice

    A manera de prólogo

    Capítulo 1 El apostolado

    Capítulo 2 El gremio invisible

    Capítulo 3 ¿Activistas o periodistas?

    Capítulo 4 Periodistas sí, pero periodistas no

    Capítulo 5 Cuando el diablo da entrevistas

    Capítulo 6 La precariedad, la otra agresión

    Capítulo 7 La autocensura, el espíritu del periodismo mudo

    Capítulo 8 Zonas de silencio, oportunidad para las redes sociales

    Capítulo 9 Periodismo de a pie

    Capítulo 10 Ni vistos ni oídos

    Capítulo 11 Organismos obsoletos

    Capítulo 12 La cárcel, el otro bozal

    Capítulo 13 ¿Hasta dónde somos responsables de nuestra desgracia?

    Epílogo

    Bibliografía

    Acerca del autor

    A manera de prólogo

    jercer el periodismo libre, comprometido solo con la verdad y alejado de todos los poderes oficiales y fácticos, en México se ha convertido en un oficio de muerte. No es una exageración. Tampoco es retórica ni es recurrir al discurso trillado que con frecuencia muchos dicen a la ligera solo para victimizarse. El riesgo de ser periodista en México es una realidad ineludible: hacer periodismo de verdad y denunciar desde la independencia los cánceres que laceran a la sociedad es pisar los linderos de la muerte, de la desaparición forzada, del destierro o del encarcelamiento.

    Si bien es cierto que en México la mayor parte de las agresiones a los activos de la prensa libre provienen de los miembros del crimen organizado, sobre todo de los cárteles de las drogas —que actúan siempre en venganza por la exhibición de sus actos de corrupción o de violencia—, no se puede ignorar el papel transgresor que también ejerce el Estado mexicano; nunca como ahora, desde la Primera Magistratura del país, desde la cabeza del Estado, se había agredido tanto a periodistas y reporteros que no aplauden las políticas del gobierno.

    La cobarde agresión contra periodistas y reporteros independientes, generalizados como la prensa, solo obedece a una razón: al desconocimiento que se tiene sobre la verdadera naturaleza y función del periodismo. Desde esa ignorancia, el Estado mexicano, a través de algunos que lo conducen o sus asociados criminales, se ha convertido en un vulgar ente delictivo que desde la oscuridad —porque no existe ninguna legitimidad para ello— busca silenciar aquellas voces que le resultan incómodas.

    En su estado más puro, el periodismo se finca en un principio básico: no servir ni aplaudir al poder en cualquiera de sus manifestaciones. Eso es para no darle más poder al poder y no hacerlo más aplastante, como lo reclama la misma naturaleza del poder. En consecuencia la función básica del periodismo, a través de sus agentes, los periodistas y reporteros, es informar —aquello que alguien no quiere se informe— para con ello contribuir a que el grueso social forme su propio criterio, su opinión pública, sobre las cosas que suceden. Esa es la razón del periodismo.

    La anterior es también la razón por la que los periodistas y reporteros libres, cuando no aplauden al poder y tienden a cuestionar los actos y las políticas del Estado, son vistos como enemigos del sistema. Es entonces cuando la prensa libre se convierte, por apegarse a la sola naturaleza del periodismo, en blanco de las agresiones institucionales totalizadoras o parciales. Ambos tipos de agresiones pueden ser en dos vías: mediante la participación del crimen organizado, aliado frecuente de funcionarios públicos, o por acción directa del propio Estado, que por lo general se manifiesta mediante campañas directas de desprestigio público, lanzadas directamente desde el discurso oficial.

    Las agresiones totalizadoras contra los miembros activos de la prensa verdadera son aquellas como el asesinato o la desaparición forzada, que terminan en definitiva por alejar a los periodistas de su trabajo. El encarcelamiento y el desplazamiento forzado también son acciones totalizadoras, porque llevan a los periodistas y reporteros a separarse de sus actividades informativas al menos por un período muy largo.

    Las agresiones parciales, como las amenazas de muerte, campañas de violencia o desprestigio que se vierten mayormente en las redes sociales, contribuyen de forma importante para que los periodistas o reporteros, aun sin alejarse de su labor informativa a causa del miedo, se autocensuren y se alejen de la investigación.

    Como efecto de la autocensura resulta el surgimiento cada vez mayor de las llamadas zonas de silencio informativo, en donde no hay trabajo de investigación y por lo tanto no hay periodismo, además de que el supuesto periodismo que pervive solo se limita a la publicación de actos de gobierno o boletines institucionales. Eso, en el mejor de los casos es ser voceros del poder o publirrelacionistas de los entes gobernantes. Y esa es unas de las principales razones por las que ahora el periodismo mexicano se encuentra en grave crisis.

    Las agresiones a periodistas y reporteros que conducen a la autocensura son las que mayormente ejerce el Estado mexicano, desde la institucionalidad o desde los grupos afines al crimen organizado. Esa es la técnica de la que se valen para anular la denuncia, la crítica y en general el trabajo informativo del periodismo libre. Además, a final de cuentas la Fiscalía General de la República (fgr), la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (cndh) o las Fiscalías y Comisiones de Derechos Humanos en los estados nunca investigan, mucho menos llegan a judicializar aquellos casos de periodistas afectados por amenazas de muerte, campañas de desprestigio o agresiones a través de las redes sociales.

    Es un hecho real que las muchas agresiones totalizadoras y parciales que buscan anular el periodismo libre se diseñan y se ejecutan en México desde el propio Estado. Es difícil hacer periodismo si no se está vivo o si se ha perdido la credibilidad. El Estado y el crimen organizado lo saben, por eso la recurrencia de esas dos formas de silenciar a los activos de la prensa independiente, para evitar que la prensa cumpla con su cometido social de informar para generar opinión pública.

    En ningún país del mundo democrático los periodistas y reporteros enfrentan las condiciones de violencia que se viven en México, solo por actuar en el ejercicio del periodismo con libertad de conciencia. El menor de los riesgos que se corre en México cuando se ejerce el periodismo vertical, con ética y sin entreguismos al poder, son las amenazas a la integridad física, el descrédito social y las campañas de odio a través de las redes sociales.

    Duele decirlo, pero en México, en términos de libertad para informar, no hemos avanzado. Más bien parece que vamos en retroceso. Cada vez son más frecuentes los ataques que desde el poder se lanzan contra la prensa libre. La administración del presidente Andrés Manuel López Obrador ha resultado tan violenta para los periodistas independientes como en su momento fueron los gobiernos de Enrique Peña Nieto, Felipe Calderón o Vicente Fox. Las cifras de periodistas asesinados o desaparecidos no dan pauta a la mentira.

    De enero de 2000 a octubre de 2023 han sido asesinados en México un total de 264 periodistas o reporteros, y otros 21 se encuentran en calidad de desaparecidos. Las cifras oficiales no hablan de tal cantidad. Como siempre, tienden a ocultar la realidad: la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, el Mecanismo de Protección de Personas Defensoras de Derechos Humanos y Periodistas, y la propia Fiscalía Especial para la Atención de Delitos cometidos contra la Libertad de Expresión (feadle) de la fgr, reconocen que solo 75 por ciento de esos asesinatos y desapariciones son atentados a la libertad de expresión y agresiones al libre periodismo.

    A pesar de ello, es innegable que en México, en los últimos 23 años, desde enero de 2000 a octubre de 2023, la violencia contra los periodistas y reporteros no ha cesado; se ha incrementado. Las agresiones parecen sistemáticas. Se ha institucionalizado la violencia contra la prensa. Hasta se podría considerar que los ataques a la prensa libre son parte de una agenda de políticas públicas ejercida por el gobierno federal y muchos de los gobiernos estatales y municipales de todo el país, sin importar la procedencia de partidos políticos. Todo sea con el fin de reducir los cuestionamientos al poder desde el plano de la información.

    Producto del mismo gobierno oligárquico que padece México, desde 2000 al menos hasta 2023, han ido en aumento las agresiones contra los miembros activos de la prensa independiente, los periodistas y reporteros que no trabajan para los mass media corporativos. Ese incremento en agresiones no solo obedece a la cada vez mayor relación que existe entre el crimen organizado y los funcionarios de gobierno en cualquiera de sus tres niveles, también se debe a la intolerancia institucional de la clase gobernante que cada vez se muestra con una piel más sensible respecto a los señalamientos de la prensa libre.

    El desprecio del Estado por el trabajo periodístico nunca había quedado tan claro como con la postura pública manifiesta por el presidente Andrés Manuel López Obrador, quien desde su supuesta línea de izquierda se ha convertido en el Jefe del Ejecutivo mexicano con mayor cantidad de agresiones cometidas no solo a periodistas y reporteros, sino también a presentadores de noticias, comunicadores, opinadores y usuarios de las redes sociales.

    La llamada conferencia mañanera, un modelo híbrido de comunicación institucional, utilizado por el régimen de la cuarta transformación (4T) como aparato propagandístico bajo el disfraz de fuente informativa, se ha convertido en el principal instrumento de agresión para diversos actores de la prensa, tanto del sector libre —sin compromiso con los medios corporativos— como de la prensa militante, que tienen obligaciones con sectores sociales y partidos políticos opuestos a los que apoyan al presidente Andrés Manuel López Obrador. Desde ahí, todos los días se fustiga a los periodistas y comunicadores que cuestionan, con razón o sin ella la honestidad pública del gobierno en funciones.

    Si bien es cierto que las agresiones que emanan de la conferencia mañanera contra los actores de la prensa libre y la prensa militante opuesta a la 4T podrían considerarse agresiones blandas, por tratarse de falacias verbales que incitan al descrédito público y a las campañas de odio contra algunos periodistas, reporteros, presentadores de noticias, comunicadores, opinadores y usuarios de las redes sociales, también resulta que esas agresiones —que en cualquier Estado democrático habrían causado sanciones al titular del Poder Ejecutivo— se tornan peligrosas, por el peso de la palabra del presidente Andrés Manuel López Obrador entre sus seguidores.

    Esa podría ser una de las razones por las que los ataques, como amenazas de muerte, campañas de desprestigio y agresiones en las redes sociales han aumentado en forma considerable en los últimos años en contra de los agentes de la prensa libre y la prensa militante de centro derecha. A ello se puede atribuir el incremento en el número de solicitudes de inscripción dentro del Mecanismo de Protección para Personas Defensoras de Derechos Humanos y Periodistas, el órgano que creó el Estado para proteger a los periodistas y defensores de derechos humanos de las agresiones que muchas veces salen desde el mismo Estado.

    El que vayan en aumento los ataques a los agentes de la prensa, y que eso mismo empuje al alza el número de solicitudes de incorporación al Mecanismo de Protección para Personas Defensoras de Derechos Humanos y Periodistas, no quiere decir que este acepte todas esas solicitudes. Ese es otro gran tema que revela no solo la corrupción dentro del Mecanismo y sus directivos, sino la falsa política de protección a los periodistas que sigue el gobierno federal.

    La estrategia es clara: el Estado mexicano convertido en uno de los principales agresores de la libertad de expresión y el libre periodismo, intenta negar esa posición ganada a pulso con el solo hecho de querer demostrar que no van en aumento las incorporaciones de agentes de la prensa al Mecanismo de Protección. Por esa razón los directivos de esta instancia niegan de manera sistemática la incorporación de más agentes de la prensa libre agredidos, bajo el argumento de la sinrazón para solicitar la protección oficial, aunque después muchos de esos que solicitaron la protección hayan sido ejecutados.

    Solo por lo anterior, queda más que demostrado que hoy, en México, hacer periodismo de verdad es un ejercicio de muerte. Es ponerse una diana en el pecho y esperar a que llegue la bala. Después de todo, como dijo en una ocasión el periodista Javier Valdez Cárdenas, siempre hay una bala que tiene tu nombre, la cuestión —según añadió el periodista aquella tarde de diciembre, en Guadalajara— es saber cuándo y quién disparará esa bala.

    La última vez que sostuve una plática con el periodista Javier Valdez, sin siquiera sospechar su trágico final, fue en Guadalajara un año antes de su asesinato. Nos encontramos en ocasión de la presentación respectiva de los que eran entonces nuestros más recientes libros en la Feria Internacional del Libro en la capital de Jalisco. Javier Valdez presentaba su libro Narcoperiodismo y yo había logrado El último infierno, ambos textos relacionados con el poderío del narcotráfico y su estrecha relación con el mundo del periodismo. Nos encontramos y desayunamos.

    En aquella ocasión Javier Valdez me habló de la necesidad de hacer un libro que explicara a fondo las razones por las que nos están asesinando —con esas palabras exactas me lo dijo—. Coincidí en que era un texto urgente, no solo para evidenciar los poderes que se ciernen sobre el ejercicio de cientos de mujeres y hombres comprometidos con la verdad, sino también para no dejar en la impunidad y en el olvido tantos homicidios de periodistas que convenientemente el Estado mexicano estaba olvidando.

    Hablamos en un desayuno que se prolongó por espacio de dos horas. En esa ocasión Javier Valdez me habló de una novela que acababa de terminar de leer: Las uvas de la ira (The Grapes of Wrath) de John Steinbeck, una narración dramática de una familia de granjeros de Oklahoma que, huyendo de la sequía y el acoso de los bancos, decide buscar una nueva vida en California. El trayecto es de penurias, hambre y hostilidad. Ni siquiera las advertencias de los que regresaban de aquel viaje, pobres y desengañados, o las muertes que había costado la aventura para algunos, hicieron que la familia desistiera.

    Nosotros los periodistas —recuerdo que me dijo Javier Valdez— somos como esa familia de granjeros; no desistimos de nuestra misión a pesar de tanta violencia y muerte que desde hace sexenios nos acosa. Nosotros estamos viviendo nuestras propias uvas de la ira. Solo que en este caso, añadió, son los días de la ira. Quedamos de sentarnos a platicar a la mayor brevedad para planear un texto que revelara a la sociedad en general el sentir de los periodistas y reporteros sobre la ola de agresiones que desde entonces ya existía. Nunca nos volvimos a reunir.

    La muerte de Javier Valdez me dolió tanto como las otras de decenas de compañeros y compañeras periodistas y reporteros que aquí se relatan. Por eso decidí que este texto llevara en su título la idea primigenia de Javier Valdez, más que como una alegoría de la esperanza de que un día cese la historia de violencia y odio que se cierne sobre todo el gremio informativo, como un tributo a la necesidad de todos los periodistas de verdad que, sin filias ni fobias, solo hacen el trabajo al que están llamados en forma puntual para servir a la gente.

    Nota bene: Este es un trabajo de periodismo independiente. En ningún momento de la investigación se utilizaron fondos o recursos públicos u oficiales. Tampoco se aceptó dinero de personas con intereses en el tema. Esta investigación fue financiada con fondos propios del autor y con ayuda de algunos particulares que —sin saber de qué iba el trabajo— decidieron apoyar con sus aportaciones, que sirvieron mucho.

    A ellas y ellos mi agradecimiento Lulab Lilia Zeman, Moy-Kusanagi, Hortensia Olvera, Olga Ponce, Félix López, Alejandra Bravo, Edgar Orozco, Atilano Tiago, Rendón Rendón, Rayo McQueen, Zenaida Barbosa, Margarita Rodríguez Guerrero, Inna Paola Plaza Reséndiz, María Rojas Hernández, Monserrat Chaparro, Sonia López de Worner, Anaid Castelán, Consultor 42, Michel Ada, Adriana del Pilar y Carlos Rodríguez.

    1 El apostolado

    No le digas a mi madre que soy periodista, ella piensa que soy pianista en un burdel.

    Thomas Kennerly Wolfe

    Como un nómada, he recorrido el país de lado a lado. Desde que alguien en la clandestinidad ordenó mi muerte me convertí en un periodista desplazado. Esa desgracia —lo puedo ver ahora— se tornó para mí en una oportunidad; creo que haciendo trabajos de periodismo, en por lo menos dos o hasta tres ocasiones, he caminado de costa a costa y de frontera a frontera este inmenso territorio que llamamos México.

    La dolorosa travesía de periodista desplazado, que comenzó en 2011 —y que hasta 2023 aún seguía—, me ha llevado no solo a conocer, sino a explorar y a hurgar debajo de las capas de la sociedad, temas que de otra forma nunca hubiera conocido. Problemáticas que allí están y que desde mi concepción están siendo olvidadas y dejadas de lado por los grandes medios corporativos y tradicionales de comunicación, que en la vorágine del diarismo (la información del día a día) solo decoran con nimiedades la memoria histórica de nuestra sociedad.

    Ser un periodista implica mucho, pero significa más cuando se te obliga al desarraigo: no es solo padecer el dolor contenido por el abandono de la tierra y de la gente que uno quiere. No es solo vivir todos los días a salto de mata, pensando en el momento en que la bala perdida que ya tiene nombre te encuentre. Ni tampoco son solo las dudas nocturnas lacerantes sobre qué es lo que uno hizo para llegar a esta situación. Como periodista desplazado siempre hay algo más que igualmente aniquila y ya no te deja vivir en paz.

    En mi caso, este obligado desplazamiento ha desembocado también en el surgimiento de una conciencia social, que empuja más allá de los sentidos; ha sido la maduración de un pensamiento que obliga a ver el mundo —por pequeño que sea— con otros ojos, donde la transformación de la perspectiva periodística reclama un hecho inevitable: denunciar para transformar.

    Este correr de un lado para otro, tratando de preservar la vida, ha sido combustible y fermento que me ha llevado al sentimiento constante de la necesidad de la denuncia para lograr un cambio. Un cambio que, pienso, se debe construir con las herramientas que uno tiene a la mano. Como periodista, siempre pisando los terrenos del desahucio social, la única herramienta con la que me he forjado y con la que hoy me sostengo en esta necesidad de transformación del mundo —de mi pequeño mundo—, es la de la denuncia periodística.

    Con ella me he armado. He caminado en los últimos años por las regiones más apartadas, a veces las más inhóspitas, del país, no solo para darle un sentido al destierro al que he sido obligado, sino para demostrarme y demostrar que mientras nos queden la palabra y la voluntad, no habrá fuerza, por oscura que sea, que nos limite en esta profesión, la que considero es una gracia de Dios con la que hemos sido tocados unos cuantos.

    El periodismo como una gracia de Dios es un término que acuñé allá por 1988, cuando me inicié en estas labores. Se lo escuché decir a Roberto Murillo Rocha, el director del periódico El Cruzado, de Uruapan, que fue mi primera casa editorial. Aquel periodista que fue el que me dio la oportunidad de ser reportero, en alguna ocasión me dijo que el periodismo no era solo un trabajo; es una forma de vida, me explicó mientras compaginábamos manualmente el tabloide monocromático, de 16 páginas, impreso con linotipo.

    Roberto Murillo Rocha, un hombre profundamente religioso, me dijo —con aquella forma simpática que tenía de enseñar—, que el periodismo era una bendición de Dios que se manifestaba en forma de tinta. Que habría que tener mucho cuidado de no mancharse las manos de tinta, porque la tinta se mete por la piel, se va a las venas y se anida en el corazón: después ya nadie puede ser el mismo. Ya nada puede ser igual. Porque del corazón, la tinta pasa a la cabeza. Y entonces uno comienza a pensar de una forma distinta al resto de la gente.

    —Eso —me dijo mirándome fijamente a los ojos— se llama denuncia social y es el esqueleto que sostiene a cualquier periodista—. Es lo único que nutre al verdadero periodismo —sentenció.

    Las palabras de Roberto Murillo Rocha las he atesorado desde entonces. Han estado conmigo todos estos años de trabajo. Pero comenzaron a calar con mayor fuerza desde que me convertí en un periodista en riesgo de muerte. Cuando, igual que decenas, tal vez cientos de periodistas más, a causa de las amenazas de muerte, comencé a asumir la conciencia de que siempre se puede estar escribiendo el último artículo y, por eso, se debe poner todo en la redacción, como si fuera el último aliento de vida, para no dejar de decir la realidad por cruda y difícil que sea.

    La certeza de la denuncia periodística ha caminado inquebrantable a mi lado en los últimos años. Con ella como fundamento de esto que soy he pretendido desvelar desde el underground algunos de los principales problemas que nos aquejan como sociedad y como gremio informativo. Las dificultades han sido cada vez mayores, no tanto en el plano de la investigación, sino más bien en el de la publicación. Por increíble que sea, es cierto: en México cuesta más trabajo publicar que investigar. De ese nivel son los poderes fácticos que se oponen a la exposición de la verdad.

    En México cada vez es más difícil publicar temas de coyuntura. Cada vez son menos los medios de comunicación que quieren asumir el riesgo de la publicación de temas de denuncia, que se alejan de la cómoda agenda rentable en ingresos económicos y en armonía con los poderes fácticos, por eso cada vez hay menos periodistas de planta en las redacciones de los grandes medios corporativos. Por eso el boom de los periodistas independientes y del surgimiento de portales informativos que apenas sobreviven.

    Muchos de los medios de comunicación corporativos —incluidos aquellos que se regodean en ser los paladines de la libertad de expresión— a los que he tocado en busca de un espacio para publicar mis trabajos, me han dado, igual que a otros periodistas de investigación y desplazados, con la puerta en la nariz: simplemente no les interesa —pese a la relevancia de la información— la publicación de temas que tienen que ver con despojos, desplazamientos, violación de derechos humanos o violencias del Estado que afectan a los mexicanos más pobres y abandonados.

    Esa realidad, la del periodista de investigación tocado en la conciencia por el desplazamiento y con la necesidad del ejercicio de la denuncia social, pero sin un medio que quiera hacer eco a su trabajo, me ha llevado —igual que a otros periodistas en circunstancias similares— a otra situación, la de publicar por cuenta propia; a veces en portales independientes, a veces en libros o medios internacionales, pero siempre fuera de los medios tradicionales y malamente llamados nacionales, hasta donde ha llegado no solo la censura oficial, sino la más peligrosa de todas las prácticas: la autocensura por intereses económicos.

    Después de todo, ¿qué es el periodismo? Solo un acto permanente de denuncia. Quien diga lo contrario, no está pensando en la transformación de la sociedad a través del servicio de la información, sino en las relaciones públicas para beneficio personal, que se puede lograr de manera lucrativa mediante la venta del silencio. Un silencio altamente cotizado en este México de la barbarie y el despojo, en el que se han instalado cómodamente cientos, miles de comunicadores, que ni idea tienen del daño que ocasionan con su omisión a cambio de unos cuantos, a veces de muchos, cientos, miles, millones de pesos.

    Como decía, el desplazamiento, al que me obligaron las amenazas de muerte para dejar mi natal Michoacán desde hace ya ocho años, me ha llevado a conocer y a querer más el periodismo. Me ha abierto a la posibilidad de un periodismo verdaderamente libre, sin concesiones; que escudriña en todos los rincones de la sociedad para exponer la verdad del otro México, el que no sale en las noticias, el que no es visto desde las esferas del gobierno, el que es despreciado por los poderes económicos, pero que late fuerte y que reclama ser visto y quiere tener voz.

    En esta condición, en la que primordialmente lucho por preservar la vida, he visto un México como un mosaico de historias y hechos que pasan desapercibidos para el grueso de los comunicadores mal llamados periodistas; donde —he palpado con tristeza— muchos de esos que se hacen llamar periodistas, fascinados por el brillo del dinero, prefieren voltear la mirada hacia cualquier lado, para no ver, y menos denunciar, el llanto y el dolor de una sociedad lacerada a causa del dominio del poder en cualquiera de sus manifestaciones.

    En la travesía del destierro lo mismo me ha dolido el despojo del agua y el suelo en las poblaciones del norte, que los desplazamientos de pueblos originarios a causa de la violencia en el cuerno sur de la república mexicana. Los asesinatos y las historias de vida de defensores de derechos humanos y del medio ambiente más de una vez me hicieron flaquear en el camino. La trata de personas, el elevado índice de feminicidios, las madres cavando en los llanos en busca de sus hijos desaparecidos, los inmigrantes con su inmenso dolor sobre sus espaldas, me han invitado en más de una ocasión a dejar de lado el periodismo —ante lo inútil que es en este México el acto de denuncia— para sumarme al activismo social.

    Si acaso me he resistido a cruzar la tenue línea que divide el activismo social del periodismo, es porque —en mi convicción— el periodismo también es una forma de activismo: el periodismo denuncia. Y la denuncia tiene como único fin la activación de alguien para remediar lo denunciado. El periodismo no precisa marchas o movilizaciones públicas. La sola denuncia ya es en sí una manifestación pública que reclama un cambio. Hacer activismo y periodismo es una redundancia social.

    En este andar errante, en el México de carne y hueso, el que se encuentra cada vez más alejado del discurso oficial de progreso, armonía y desarrollo que se machaca todos los días desde los púlpitos de los representantes de los tres órdenes de gobierno, lo que más me ha dolido es el padecimiento de los periodistas, los de a pie, los que viven lejos de la capital del país, allende los grandes centros urbanos, los que tienen que lidiar todos los días no solo con las amenazas y la autocensura, sino con la pobreza y el miedo, para poder ejercer su apostolado.

    En este andar, he conocido y me ha dolido una realidad insoslayable: un conjunto de historias que además de otras cosas evidencian las dificultades que encaran los verdaderos agentes de la prensa libre para poder ejercer esta vocación que solo nace del alma. Porque una cosa es cierta: en México solo hay dos tipos de periodistas, los que se abrazan a la profesión y dan todo —a veces hasta la vida— para ejercer, y los que —de manera cómoda, sin ningún tipo de riesgo— se dicen periodistas marcados por el signo del dinero.

    Los primeros son los que a diario salen a reportear. A los que no les importa nada, solo reflejar en sus textos la realidad convulsa que se extiende ancha por todo el territorio nacional y que urge denunciar. Estos son los periodistas sobre los que principalmente está cayendo la embestida nocturna y anónima que los poderes fácticos han decretado, a manera de sentencia silenciadora, la intención de no permitirles dar voz a esta sociedad que quiere despertar, pero que intereses oscuros —económicos y políticos— tratan de impedírselo.

    Los otros, los periodistas —sí, así, entre comillas— que desde sus cómodas oficinas, en una relación armoniosa con los poderes fácticos, políticos y económicos del país, son los que con descaro y sin poner en riesgo su integridad —mediante un falso trabajo periodístico— intentan dibujar en sus esquemas diarios de información un país en el que no pasa nada, donde se pretende circunscribir la agenda nacional de información solo a eventos triviales, oficialistas, haciendo eco de la voz del presidente y gobernantes en turno, valiéndose para ello de la resonancia que permiten las redes sociales, con lo que se logra ilusoriamente concentrar la atención de sus lectores, televidentes o radioescuchas, para hacer sentir que eso es lo más importante que pasa en el país.

    De todas las historias que me han calado fuerte en el ánimo, en este transitar de un lado a otro viendo cómo se desgaja nuestra sociedad, sin duda la que más me ha dolido —tal vez por vivirla en carne propia— ha sido la de los periodistas orillados al silencio. Los que viven bajo amenaza, los perseguidos, los desterrados, los que a pesar de llevar una vida con los días contados, siguen firmes en su decisión de informar a través de la denuncia y, por supuesto, los que a causa de un ejercicio vertical, congruente, han perdido la vida.

    Eso fue lo que me llevó, luego de pensarlo mucho, a escribir este texto. Lo pensé no tanto por el miedo inherente a nuestra condición humana, sino por el temor de colocar en mayor riesgo a los periodistas que hablaron conmigo y a las familias de los asesinados, que con un destello de esperanza de justicia en sus rostros me fueron contando sus historias. Me alentó, sin embargo, el brillo en los ojos de muchos que al dispensarme sus historias de vida y de muerte no solo acariciaron la posibilidad de visibilizar la situación que enfrentan, además de que sus narraciones las sentí como una descarga emocional porque se niegan a ceder ante el cerco de la censura que los acecha.

    Me decidí a contar estas historias, de agravios y asesinatos de periodistas, porque considero que aun cuando ya se ha hablado de este tema, no se ha dicho con absoluta verdad todo lo que hay dentro y detrás de él. Los días de la ira que vive el gremio periodístico han sido contados hasta el día de hoy solo desde la parcial visión de las organizaciones defensoras de los derechos de periodistas, tanto oficiales como no gubernamentales, las que, llámense como se llamen, mantienen implícito siempre un interés económico que capitaliza la desgracia de todo un gremio para el beneficio de esas organizaciones que —duele decirlo— se nutren de fondos económicos del propio gobierno mexicano y de algunas organizaciones internacionales, para hacer como que protegen a los comunicadores, cuando en realidad se han convertido en clubes de amigos que medran con la desgracia de los periodistas perseguidos o asesinados.

    Quise emprender este trabajo para contar, con estricto rigor periodístico, la historia de la violencia contra los verdaderos periodistas en nuestro país. Para hablar no solo de los datos estadísticos que refieren cifras, fechas, lugares y modos de ejecución e intimidación, sino para darles rostro y alma a cada una de las tantas historias de periodistas recabadas a lo largo de ocho años en todo el territorio nacional, donde es evidente el sufrimiento en el que se envuelven los verdaderos informadores, crucificados por una violencia que no cesa, castigados por un Estado que no protege y un aparato de organizaciones que no cumplen con su cometido de proteger a todos los periodistas por igual.

    Esta necesidad me la plantó en el centro del alma el periodista Raúl Domínguez Pinto, de Coatzacoalcos, Veracruz, quien ha sido también víctima de persecución y que por su propia condición de abandono a su suerte incidió en la urgencia de exponer, con veracidad y riguroso ángulo informativo, todo el dolor y miedo que punza en torno a las familias de cada uno de los periodistas asesinados o desaparecidos, y de aquellos que viven su propio calvario de persecución y amenazas de muerte.

    Es necesario —me dijo Domínguez Pinto, una mañana sentados en una mesa del hotel Best Western Brisa— que se cuente la verdad completa de todo lo que está sucediendo en nuestro país en torno al periodismo y su persecución, y no para exigir justicia, porque sabemos que eso nunca se dará, sino como un acto de expiación, que al menos nos brinde un poco de tranquilidad a los que no encontramos justicia por nuestras agresiones.

    El sentimiento de Domínguez Pinto tiene fundamento. Percibí el abandono en su rostro. La región de Coatzacoalcos, Veracruz, en donde él ejerce el periodismo, se ha convertido si no en la

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