La vida de Burak Mansour
Por Farah Mohamed
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La vida de Burak Mansour - Farah Mohamed
© Derechos de edición reservados.
Letrame Editorial.
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© Farah Mohamed
Diseño de edición: Letrame Editorial.
Maquetación: Juan Muñoz Céspedes
Diseño de portada: Rubén García
Supervisión de corrección: Ana Castañeda
ISBN: 978-84-1181-962-6
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.
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También es muy sano renunciar a personas que ya no te aportan nada. Recuerda: todo lo bueno que es para ti, no va a causarte inseguridad, ni mucho menos tristezas. Deja atrás lo que no te permite avanzar y vuelve a sonreír; así, como si nada doliera.
Jairo Guerrero.
PRÓLOGO
La vida me enseñó que, a veces, puedes tener todo lo que te propongas. Me enseñó que, por muy fuerte que sea el golpe o la herida, nada duele para siempre, y que las penas no matan. Que hay que ser positivo. Que las tormentas forjan el carácter. Que la soledad no es mala. Que tratar bien a la gente tiene su recompensa divina. Y que el mayor amor es el proveniente de los hijos. Y que los pájaros nacidos en una jaula siempre verán la libertad como un crimen.
1
KETAMA
Nací el 2 de marzo de 1988 en Málaga, pero mi origen es de Ketama, Marruecos. Y era hijo único. Mis padres, Abdelhakim y Nuria, habían llegado a España en 1980, justo después de casarse. El dinero que usaron para venir a España provenía todo del tráfico de drogas. Y era dinero que mi padre había ahorrado tras cuatro años trabajando para narcotraficantes. Sí, desde los dieciséis hasta los veinte, mi padre fue un pequeño delincuente.
Cuando era pequeño, mis padres me llevaron de viaje por toda España y nos hacíamos muchas fotos juntos; fotos que después mi madre mandaba a sacar en un estudio de fotografía. Cumplí los diez años y, por fin, nos dieron a mis padres y a mí la residencia española. Desde ese momento, empezamos a viajar por toda Europa prácticamente.
A mis dieciséis años, empecé primero de bachillerato y conocí a María Ángeles, quien se convirtió en pocos minutos en mi mejor cómplice para gastar bromas. Los días pasaban y mis amigos chicos me presionaban para salir con chicas y ser, como ellos decían, «un hombre». Es decir, querían que estuviera por primera vez con alguna chica.
—En mi religión, estar con chicas sin estar casados es ilícito, Hugo —le dije a mi amigo desde preescolar.
Hugo y yo siempre habíamos elegido las mismas optativas en el instituto para estar en las mismas clases.
—Bueno, pues sal del armario, perra —me dijo él en broma.
—Y tú eres una puta asquerosa, maricón. Que te falta maquillarte y depilarte las cejas —le respondí.
—Que sepas que te quiero. De hecho, me gustas, chaval —me contestó él bromeando y fingiendo ser gay.
—Me tiraré a M.A. ¿Qué te parece? —le dije al final.
—Esa es fácil, porque ya es tu amiga. Ve por algo más difícil, chaval —me contestó casi en susurros, ya que el profesor de Economía había entrado en el aula.
—No, no conozco a ninguna chavala. Prefiero a M.A —le declaré a Hugo, y él se encogió de hombros.
Así fue como, a mis dieciséis, perdí mi inocencia y le robé a María Ángeles su flor empujado por la sociedad. No tenía conciencia de lo que hacía, ya que era solo un crío.
María Ángeles era gitana, así que ya no podía casarse ni juntarse con un gitano. Yo había deshonrado a su familia. Es más, unos meses después de que empezáramos a quedar, a ella le vinieron a pedir su mano unos gitanos, y ella, que estaba enamorada de mí, se negó a casarse. Lo peor es que yo no la quería y la usaba solo para tener con quien relacionarme.
Cumplí los diecisiete años y me dieron por fin la nacionalidad española. A mis padres ya se la habían dado un par de años antes. Ese año, fuimos a Marruecos a pasar el verano con nuestros familiares de Ketama. En concreto, nos quedamos en casa de mis abuelos paternos. La casa era de barro y tenía un patio interior. Era muy humilde y, aunque tenían luz, no tenían agua corriente. Mis abuelos iban encima de su burro una vez a la semana a la fuente a llenar agua. Tras tres semanas en Ketama conociendo a mis tíos paternos y maternos, mi padre decidió hacer turismo por Marruecos. Así que cogimos carretera y manta y nos fuimos a Alhucemas, Fez, Tánger, Marrakech y al Sáhara. Tras llegar septiembre, volvimos a Málaga, España.
Empecé las clases de segundo de bachillerato y, cuando cumplí los dieciocho, mi padre me dio dinero para sacarme el carné de conducir. Me lo saqué y, al mes siguiente, me gradué en bachillerato.
—Enhorabuena —me dijo María Ángeles a la vez que me saludaba con dos besos cuando bajamos del escenario.
—Enhorabuena a ti también. Qué bien que nos hayamos graduado juntos —le respondí yo, ya que ella también se graduaba.
María Ángeles y yo seguíamos juntos y, para ella, éramos novios secretos, pero para mí no éramos nada más que amigos.
Tras la graduación, fuimos Hugo y yo, por primera vez, a un botellón, y nos quedamos ahí toda la noche. Al regresar a casa, encontré que mi madre se había quedado despierta esperándome. Estaba sentada en el salón estilo marroquí de nuestra casa.
—¡¿Dónde estabas?! —me gritó al ver que estaba bien y entero.
—Solo fuimos de fiesta —le respondí, tras lo que me propinó una bofetada.
—Nosotros somos musulmanes, no vamos de fiesta, no bebemos, no tomamos drogas, no fumamos y no fornicamos —me susurró. Y luego añadió—; ¿Lo entiendes? Ahora vete a dormir. Estás castigado.
Me fui a mi cuarto y, literalmente, me desmayé sobre mi cama. Me desperté a las seis de la tarde, me duché y fui a la cocina a buscar algo de comer. Mis padres estaban en el salón viendo la televisión.
—Hijo, ya has crecido, ahora tienes que casarte. Y conozco a la chica perfecta para que sea tu esposa. Ella es de Ketama, son vecinos de tus abuelos y el año pasado falleció su padre. Le dejó muchas tierras, porque ella es hija única. Hijo, es la mujer perfecta para ti —me anunció mi padre, a lo que yo me negué. Apenas tenía dieciocho años, no tenía la edad para casarme.
—Papá, yo todavía soy joven para casarme.
—Yo me casé con dieciocho y con veinte vine a España acompañado de tu madre. Imagínate, éramos jóvenes y estábamos solos e indocumentados en un país del que no conocíamos ni el idioma —me dijo mi padre.
—Papá, yo no puedo casarme con una chica que no conozco —le manifesté casi en susurros, ya que me dolía la cabeza.
—Mira, si no te casas con quien yo quiero, no heredarás ni el restaurante ni la casa, hijo —me dijo papá cabreadísimo.
—Vale, me casaré —accedí, porque sabía que me desheredaría si no le hacía caso.
Le conté todo a Maria Ángeles, ya que siempre nos lo contábamos todo.
—¿Y conmigo que pasará? Ya me desfloraste y no me puedo casar. ¿Qué hago? Que sepas que soy gitana y me hiciste deshonrar a mi familia —me expresó llorando.
Estábamos en mi coche parados en un descampado y ella empezó a pegarme. Salí del coche para respirar y la tóxica me siguió. Iba a ser muy difícil romper la no relación que teníamos. Y yo no quería dejar de quedar con ella, así que debía buscar una manera para arreglar esto.
—Mira, yo soy musulmán, y los musulmanes tenemos más de una esposa —le dije en voz baja intentando persuadirla.
—El problema es que yo no soy tu esposa —me contestó gritando histérica.
—Amor, tú serás mi primer amor siempre, aunque no haya anillo. Además, yo estoy esperando que termines la universidad para ir a hablar con tus padres —mentí.
—¿En serio? —preguntó, creyéndose el cuento. Y luego añadió—; Pero no te casarás con nadie más. Aunque los árabes tengáis cinco esposas. Burak, tú eres mío y solo mío.
—Los hombres musulmanes solo pueden tener cuatro esposas. Y yo no seré solamente tuyo nunca, porque si no me caso, mi padre me desheredará —le expliqué con suma paciencia, intentando sonar persuasivo.
—Pues trabajaremos para ganarnos lo nuestro y así no necesitaremos el dinero de tu padre —dijo ella decidida.
—¿Dónde trabajaremos? ¿Venderemos en el mercadillo? —Quise saber cabreado.
A ella eso le ofendió y se montó en el coche. La llevé hasta su calle, hicimos el trayecto en silencio y, cuando bajó del coche, no dijo nada.
Ese verano, fuimos a Ketama, Marruecos, en coche y pasamos por Algeciras para ir en barco a Tánger. Una vez en Tánger, mi madre compró telas y joyas de oro para mi futura novia. También compró para esta perfumes, maquillaje y cosmética de la tienda de Yves Rocher. Una vez llegamos en coche a Ketama, nos paramos y compramos un ramo de flores. Al llegar al lugar donde vivían mis abuelos, los saludamos y luego entramos en su casa para descansar. Al día siguiente por la tarde, cogimos carretera hacia la finca de los padres de la chica con quien me casaría. Llegamos en cuarenta minutos.
—Esta finca tiene cincuenta y siete hectáreas, de los cuales siete conforman los establos, los corrales y la casa. Lo demás está todo cultivado —me explicaba mi madre llevando en la mano el ramo de flores que compramos. Vestía con una preciosa jilaba.
La casa de los padres de mi futura esposa era de barro, como la casa de mis abuelos, pero esta, a diferencia, tenía agua corriente. Al entrar a la casa, los hombres nos sentamos en el patio y las mujeres se sentaron dentro de los humildes salones. Pasamos la tarde conociendo a la familia de la chica. Llegó la noche y me llevaron a otra casa que estaba a unas dos hectáreas. La casa de planta baja era de barro. Al entrar, había un salón que tenía tres puertas: la primera daba a una cocina moderna y bien equipada; tras la segunda había un baño también moderno y equipado; y la tercera era la puerta del dormitorio, también equipado con muebles modernos.
Mi novia estaba sentada en la cama, a la tenue luz de la lámpara que había en la mesilla de noche.
—¿Se han ido todos? —me preguntó la chica, que vestía un kaftan blanco y tenía un velo blanco tapando su cabello.
—Sí —le respondí, tras lo que ella se levantó para acercarse a mí.
Entonces, me di cuenta de que estaba embarazada.
—¿Estás embarazada? —le pregunté.
—Sí. Creí que lo sabías —me dijo.
Samira, que es como se llamaba, era guapísima, aunque sus manos estaban dañadas por las tareas del hogar.
—Nuestro matrimonio no es válido. ¿Por qué no te casaste con el padre de tu criatura? —le pregunté con curiosidad.
—Falleció intentando cruzar el mar hacia España hace unos meses. Entonces, mi madre le preguntó a tus padres si estarían de acuerdo en que nos casáramos para que me protejas del que dirá la gente.
—¿Estabas casada con él?
—Sí. No iba a estar con un hombre sin estar casada —me afirmó ella.
—Entonces, haremos esto. Yo me iré y, después de que des a luz, nos casaremos —le dije. Luego, salí de la habitación, fui directo hacia el coche de mis padres y me quedé a esperarlos ahí.
—¿Qué haces aquí? —me preguntó mi padre cabreado.
—Papá, he hablado con la novia y hemos acordado que nos casaríamos cuando ella de a luz.
—¿Está embarazada? —le preguntó estupefacto mi padre a mi madre.
—Sí, y su marido falleció cuando ella estaba de pocos meses. Fue cuando su madre le dijo a mi hermana lo que había pasado y mi hermana me preguntó si quería casar con ella a nuestro hijo —le contó mi madre.
—Hijo, no eres ni el primero ni el último que se casa con una viuda —dijo mi padre.
Sabía que, pasara lo