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Guerras plebeyas: Luchas políticas en la Germanía, 1519-1522
Guerras plebeyas: Luchas políticas en la Germanía, 1519-1522
Guerras plebeyas: Luchas políticas en la Germanía, 1519-1522
Libro electrónico747 páginas11 horas

Guerras plebeyas: Luchas políticas en la Germanía, 1519-1522

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La Germanía de Valencia (1519-1522), el conflicto sociopolítico más relevante de la historia valenciana, es analizado desde el campo temático de las revueltas y revoluciones medievales y modernas centrando la mirada en un momento particular de esta: la dramática etapa originada a partir de su radicalización. Este estudio de historia política, que considera la guerra y la violencia como instrumentos de acción política agermanados, recupera la trayectoria de los "capitans dels avalots i de la guerra", tal como los definió Joan Fuster. Sus acciones fueron denostadas como irracionales y bárbaras por cronistas y vencedores; sin embargo, las distintas luchas que instrumentaron los plebeyos bajo estas formas violentas cobran una relevancia significativa desde el análisis histórico retrospectivo. El libro analiza el desarrollo de múltiples luchas políticas en el devenir del conflicto, por medio del despliegue de distintas guerras plebeyas cuya racionalidad, capacidad creativa y praxis se ponen de manifiesto. Estas pequeñas guerras lograron, en su conjunto, alumbrar un intenso proceso de politización plebeya, marcar a fuego la memoria de los subalternos y convertir a la propia Germanía en parte del repertorio cultural de los futuros mundos en lucha.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 nov 2023
ISBN9788411182478
Guerras plebeyas: Luchas políticas en la Germanía, 1519-1522

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    Guerras plebeyas - Mariana Valeria Parma

    1. TEORÍA Y METODOLOGÍA DEL CONFLICTO SOCIAL

    El asalto a la Bastilla

    Fuente: Jean-Pierre Houël (1789), acuarela. Bibliothèque Nationale de France. Imagen de dominio público.

    La acción popular fue el símbolo del proceso revolucionario francés, modelo de referencia por excelencia para la interpretación del conflicto social en la modernidad.

    1794. La violencia revolucionaria domina la arena pública francesa. Robespierre interpela al mundo elogiando la pasión que nace del «amor sublime y sagrado por la humanidad, sin el que una gran revolución es solo un ruidoso crimen que destruye otro crimen».¹ La virtud y el terror se entremezclan, lo excelso y lo execrable, que no solo competen a aquella lucha social y política, sino que también darán origen a una de las más perdurables polémicas dentro y fuera del campo de las Ciencias Sociales. La problemática hace mella en la temática general de las revueltas y revoluciones, cuyas interpretaciones divergentes han permitido la gestación de un amplio corpus teórico, que constituye el punto de partida de nuestro análisis. En este nudo problemático que compone la materia de este capítulo, apostamos por perfilar el primer acercamiento teórico y metodológico a la dinámica del conflicto social, para la comprensión de la Germanía en armas.

    1.1 L OS PARADIGMAS TEÓRICOS DE LAS REVUELTAS Y LAS REVOLUCIONES

    La violencia subjetiva se experimenta como tal, en contraste con un fondo de nivel cero de violencia, se ve como una perturbación del estado de cosas normal y pacífico. La violencia objetiva es invisible, pero debe tomarse en cuenta, porque de otra manera parecen ser explosiones irracionales de violencia.²

    SLAVOJ ŽIŽEK

    La conflictividad y sus múltiples expresiones dieron origen a diversas teorías que han intentado e intentan su conceptualización. Rod Aya señaló que los hechos no hablan por sí solos, sino que es necesario hablar por ellos; proporcionan los problemas en los que indagar, pero no las soluciones que solo brindan las teorías. Toda reconstrucción procede de supuestos teóricos y no existe una base empírica libre de teoría para el conocimiento. Las interpretaciones gobiernan la elección de los datos y las experiencias consideradas relevantes y, por lo tanto, se comprende siempre a la luz de una teoría, aunque sus supuestos permanezcan implícitos. En ocasiones, los marcos teóricos de análisis han tiranizado las interpretaciones, dictando a priori los resultados de la investigación.³ Evitando calificaciones apresuradas, la indagación actual tiende a no distinguir en el análisis la revolución de otras formas de acción política colectiva, dado que ni la intención manifestada por los actores ni el resultado institucional constituyen elementos seguros para una tajante separación. Asimismo, actualmente ya no se concibe al conflicto como un acontecimiento excepcional. Por el contrario, fue un recurso de lucha ordinario, inserto en las relaciones de poder de su tiempo. Puede rastrearse en las distintas geografías una continuidad entre las protestas por la vía legal y las disputas que involucraron formas de violencia de los subalternos. Con todo, los primeros aportes a la reflexión sobre la conflictividad dieron cuenta de las grandes revoluciones triunfantes.

    La revolución, en tanto cambio radical de las estructuras político-sociales, es un fenómeno relativamente nuevo, que cristalizó en los tiempos modernos y contemporáneos. En el orden medieval, no había casi espacio para la rebeldía, dado que se aceptaban las divisiones sociales como naturales y dispuestas por voluntad divina; la revolución resultaba criminalizada moral y políticamente. El concepto se aplicaba entonces como sinónimo de la vuelta completa a un punto de partida, al equilibrio, la circularidad temporal perfecta.⁴ En la Baja Edad Media, cuando entró en crisis el entramado intelectual, político y socioeconómico dominante, comenzaron a emerger planteos igualitarios de cambio y a reconocerse la rebelión como derecho de los súbditos, bajo ciertas circunstancias. Pero fue la Ilustración la corriente que convirtió al conflicto social en punto de referencia básico para la evolución de la humanidad, y la Revolución Francesa la primera en conocer la aplicación del concepto como cambio político radical, según afirmó Arendt.⁵ A posteriori del proceso francés, comenzaron las investigaciones acerca del fenómeno revolucionario, frontera geográfica de todo sistema e hilo conductor de los tres siglos de modernidad, a través de los sucesivos modelos holandés, inglés y francés. Las revoluciones del siglo XX (rusa y china, principalmente) mantuvieron la vigencia de este tipo de indagación histórica, que también se benefició con los avances del conocimiento producidos por las nuevas ciencias sociales. El debate atravesó y conmovió al conjunto de las disciplinas, con múltiples aportes desde la antropología social y cultural, la sociología, la psicología social y las ciencias políticas.

    Este renovado interés desde tan variados campos obedeció a que la revolución como objeto de estudio ha tenido una historia muy particular desde sus orígenes. La decisión de abordar su estudio nació antes que nada como apuesta política y no como temática de ámbitos académicos. Se estudió la revolución para impulsar o impedir su repetición, para dar ejemplo o para criminalizarla, y estas primarias intenciones dieron lugar a la formación de las primeras matrices de pensamiento en torno al tema. Las controversias posteriores fueron delineando paradigmas explicativos aún vigentes, pese a los enormes cambios que acontecieron desde finales del siglo XIX hasta la actualidad.

    Cuatro grandes momentos se distinguieron en torno a las teorías de la revolución. Hasta 1950, la investigación no superó los límites de las apuestas políticas y se enfocó, en líneas generales, a la mera descripción de los acontecimientos a la luz de las grandes interpretaciones generales de la sociedad. La bibliografía en la materia permaneció en niveles estables. Pero en los años sesenta y setenta, se produjo un incremento inusitado de aportes, aparecieron fuertes revisionismos al interior de los grandes paradigmas y nuevas corrientes teóricas impactaron en el análisis. Fueron momentos marcados por la desilusión de la experiencia soviética desde la década de los cincuenta, pero también por el entusiasmo que despertaron los nuevos movimientos sociales en los años sesenta. A ello se sumaron los aportes desde la psicología conductiva, el funcionalismo y el marxismo que alimentaron nuevas ciencias sociales, enfocadas más a la conceptualización que al estudio histórico específico. En la década de los sesenta, el impacto de la sociología norteamericana, a través de la relectura de Tocqueville y, en los setenta, la emergencia de la teoría de la movilización de recursos, renovaron la indagación sobre la conflictividad. Los años ochenta demarcaron una nueva etapa, cuando en el contexto mundial se desplegaron políticas neoliberales (Reagan, Tatcher) y la revolución como campo de estudio sufrió un retroceso. El bicentenario de la Revolución francesa marcó el inicio de la última etapa del debate, cuando se recuperó el interés por el actor a partir de los estudios sociológicos racionalistas y el rescate de los elementos cognitivos, identitarios y culturales tanto en la indagación de los procesos del pasado como en los movimientos sociales presentes.⁶ De conjunto, la reflexión histórico social sobre el conflicto partió de la consideración de la sociedad que hizo posible que la acción se desarrolle (elemento objetivo) o bien pudo partir de las calidades propias de la propia acción (elemento subjetivo). Las teorías se diferenciaron también por la atribución o no de racionalidad al actor o sujeto del proceso de cambio. En la intersección entre estos dos grandes ejes se inscribieron las diversas interpretaciones del fenómeno revolucionario y se definió el espacio de la acción colectiva.

    Matrices teóricas de pensamiento

    La primera matriz de interpretación se encuentra en el marxismo. Dicha corriente fue ante todo una apuesta teórica y política que concibió la sociedad con características antagónicas y postuló una acción irreductible a la institucionalización existente. Según esta concepción, el contexto histórico nutre el cambio social. Marx formuló dos conceptos diferentes para interpretar la revolución. Esta fue entendida como una fase de la lucha de clases, según El manifiesto comunista:

    El opresor y el oprimido permanecen en constante oposición el uno respecto del otro. Son llevados a una lucha ininterrumpida, ora escondida, ora abierta. Una lucha que en todo tiempo ha terminado o en una reconstitución revolucionaria de la sociedad en toda su amplitud o en la ruina común de las clases contendientes, de las clases enfrentadas.

    Sin embargo, en su Introducción a la crítica de la economía política, presentó una visión estructural del concepto de revolución, como producto necesario de la dialéctica interna al modo de producción. El sujeto no puede acelerar con su acción el desarrollo de las fuerzas productivas, dado que es necesario el despliegue de estas dentro del sistema hasta su límite de posibilidad. Marx escribió:

    Jamás expira una sociedad antes de que se hayan desarrollado todas las fuerzas productivas que ella pueda contener. Jamás relaciones superiores de producción se instalan antes de que las condiciones materiales de su existencia no hayan hecho eclosión en el seno mismo de la vieja sociedad.

    Ambos conceptos no eran incompatibles ni contradictorios, pero cambiaba el acento con respecto a la voluntad; en la definición estructural, la toma de conciencia tenía un papel ínfimo, mientras que en la revolución como lucha de clase no se minimizaba y a su vez daba un mayor margen para la política.

    La tradición clásica marxista se completa con los aportes de Lenin y Trotsky. En el leninismo, la revolución supone la destrucción violenta del poder estatal preexistente que lleva a la liberación de la clase oprimida, tras la etapa de transición representada por la dictadura del proletariado. Así, Lenin reafirmó el carácter violento y de lucha política de la revolución: «la violencia desempeña otro papel diferente al de agente del mal, la violencia desempeña un papel revolucionario, […] es el instrumento con la ayuda del cual, el movimiento social se abre camino y rompe las formas políticas fosilizadas».⁹ Por su parte, Trotsky delimitó un rasgo clave en torno al conflicto: la acción de masas. «La historia de las revoluciones es, para nosotros, por encima de todo, la historia de la irrupción violenta de las masas en el gobierno de sus propios destinos». Acerca del problema de la conciencia, señaló que las masas no tienen un plan preconcebido, sino que poseen un sentimiento de imposibilidad de seguir soportando la sociedad vieja, lo que se convierte en un elemento esencial del proceso revolucionario. Asimismo, postuló la necesariedad de la contrarrevolución, cuando aparecen obstáculos objetivos y cierta decepción ante los resultados alcanzados, engendrando o alimentando las fuerzas contrarrevolucionarias o antagónicas al conflicto.¹⁰

    Contemporáneo a los fundadores del materialismo histórico, surgió la otra gran matriz de pensamiento, forjada también en la intersección entre teoría política y lucha social: la apuesta anarquista, resultado de una suma de reflexiones individuales y a veces contradictorias. El anarquismo fue, ante todo, una filosofía de la praxis, y la subjetividad revolucionaria aparece como elemento primordial del proceso histórico. Así, La revolución de Gustave Landauer la vinculó al ejercicio de la fantasía y de la imaginación humana, más que a cualquier racionalidad. Si la historia es «un sucederse de topías» o formas de convivencia, al entrar en crisis, se abre el camino de las revoluciones utópicas. La crisis de la topia medieval cristiana dio origen a una época convulsa con utopías de reforma religiosa y revolución política, pero, según señaló Landauer, la paradoja de las revoluciones modernas es que, en lugar de conquistar el triunfo de la topía de la libertad, reforzaron las formas coercitivas del Estado.¹¹ Mijail Bakunin aportó una visión romántica de la revolución como «liquidación completa del mundo político, religioso, jurídico y social actualmente existente, así como su reemplazo por un mundo económico, filosófico y social nuevo». La revolución fue el acontecimiento que «electrizó» la historia hacia lo radicalmente inédito. Nacía del anhelo de libertad y este no surgió de la miseria, sino de la conciencia del derecho que asiste a los hombres y de su confianza en una posible nueva sociedad. El actor eran los desheredados, la gran canalla popular que, escribió, «Marx y Engels pretenden someter al gobierno del más fuerte», al Estado.¹² Malatesta definió a la revolución como «hazaña de la libertad creadora» contra los mecanismos de opresión por la fuerza (poder político), de sustracción económica (poder económico) y de sujeción del entendimiento y la emoción (poder religioso). La conducta humana en este planteo se hallaba condicionada, pero no determinada socialmente y la revolución no surge por necesidad natural, sino que la realiza la voluntad.¹³ Se impugnó el reforzamiento del Estado como resultante de la acción política. La revolución dura mientras dura la libertad, hasta que se construye un poder que detiene el movimiento y en ese punto comienza la reacción. El anarquismo es un llamado de resistencia contra la reinstalación de la opresión. Así, a través de un relato ficcional, George Orwell reveló una sociedad posrevolucionaria que vigila constantemente el pensamiento y persigue al enemigo que construye para imponer la verdad oficial; la libertad que pretendió instalar la revolución se clausuró al convertirse en poder.¹⁴ Por ello, Albert Camus elogió al hombre rebelde:

    La rebelión le dice y le dirá a cualquier orden en el futuro, cada vez más fuertemente, qué hay que tratar de hacer, no para comenzar a ser algún día en el futuro a los ojos de un mundo reducido al consentimiento, sino en función de ese ser oscuro que se descubre ya en el propio movimiento de insurrección.

    Como Sísifo, condenado por los dioses griegos a mover la roca hasta el vértice para dejarla caer y recomenzar su sacrificio, el anarquista se hallaba obligado a impulsar la rebeldía hasta el punto en que esta triunfa e instaura un nuevo poder para recomenzar su labor.¹⁵ Estas disimiles consideraciones sobre la acción política ganaron en complejidad con la emergencia de los paradigmas explicativos en el terreno científico.

    El paradigma de la identidad

    El primer paradigma parte de la sociedad para la exégesis de la acción revolucionaria y reconoce racionalidad al actor. Proponiendo una lectura de lo social, en los años ochenta algunas contribuciones recuperaron una perspectiva estructural para la interpretación comparada de los conflictos sociales. Así, Manfred Kossok aportó una formalización de hechos empíricos que dio lugar a una tipología sobre las revoluciones, en correspondencia con el modo de producción dominante. Puntualizó la historicidad de la revolución burguesa y sus principales controversias en torno a las clases sociales y al papel de los movimientos populares.¹⁶ Theda Skocpol definió las revoluciones como «transformaciones rápidas y fundamentales de la situación de una sociedad y de sus estructuras de clase, acompañadas y llevadas por las revueltas iniciadas desde abajo». Partiendo de esta conceptualización, comparó los procesos francés, ruso y chino y los diferenció claramente de otras rebeliones que no operaron cambios, a nivel tanto de la estructura de clases como de la estructura del Estado. Atribuyó una lógica propia a esta organización coercitiva-administrativa, cuyos intereses consideró que no se fusionan con los de la clase dominante, pudiendo en momentos críticos entrar en colisión por la extracción del excedente. Esta fue la situación de crisis en la que se desarrollaron las revoluciones en el modelo de Skocpol y en el marco de un sistema de Estados competitivos internacional que actuó como catalizador. Destacó asimismo la importancia de la presión desde abajo para la revolución, porque de lo contrario se asistiría a un simple reacomodamiento de la clase dominante.¹⁷

    Sin embargo, estos aportes estructuralistas apenas dejan espacio para la construcción revolucionaria, para los sujetos, sus intereses, perspectivas e ideologías que no forman parte de la indagación y que constituyen temáticas centrales en este paradigma. Este postula una relación de identidad en la ecuación entre revolución y conciencia del sujeto, esto es, la revolución solo existe si se desarrolla una conciencia revolucionaria o conciencia de clase: en el leninismo, a partir de la teoría de la sustitución por el rol de la vanguardia; en Gramsci, a través de la figura del intelectual orgánico; en Lukàcs, problematizando la identidad revolucionaria. Los aportes posteriores a los fundacionales del marxismo tuvieron profunda influencia desde los sesenta hasta los ochenta, particularmente en estudios sociológicos, como los de Touraine y Melucci. La acción política fue concebida por Touraine de la siguiente forma:

    (Como) culturalmente orientada y socialmente conflictiva, de una clase social definida por su posición dominante o dependiente en el modo de apropiación de la historicidad, de los modelos culturales de inversión, de conocimiento y moralidad, hacia los cuales él mismo se orienta.¹⁸

    Si bien la interpretación de la acción política es compleja y gana en riqueza el análisis, aún conservaba ciertas limitaciones, dado que la identidad aparece como algo dado y no construido. Alberto Melucci intentó matizar esta definición estableciendo que la acción política se produce cuando se rompe con los límites de compatibilidad del sistema de referencia. La identidad colectiva se construye en función de los medios, los fines y los valores de la acción y en interacción con el adversario, señaló. Se trata de una nueva conciencia teórica que concibió el fenómeno colectivo como resultante de múltiples procesos, orientaciones de la acción y elementos de estructura y motivación. La acción colectiva era el resultado y no el punto de partida del análisis, un hecho que explicar y no una evidencia.¹⁹

    En el campo histórico, la corriente marxista inglesa fue relevante en la problematización de la relación entre sujeto y conciencia, a través de los aportes de Hobsbawm, Hill y Thompson. La lectura dicotómica de Hobsbawm, entre formas arcaicas prepolíticas y modernas o políticas de organización social en Rebeldes primitivos, estableció una primaria distinción. Definidos como el conjunto de episodios concentrados en el tiempo que producen un cambio de sistema o de formación socioeconómica, en su artículo «La Revolución» identificó los rasgos del proceso revolucionario: una ruptura política violenta, súbita e intempestiva; la movilización social con acciones de resistencia y enfrentamientos violentos; la emergencia de una ideología programática sistémica. La «incontrolabilidad de la revolución» aparece como característica fundamental en esta argumentación. El historiador inglés señaló que una revolución termina cuando se consolidan los nuevos marcos estatales y ya no crea efectos subjetivos inmediatos: una generación ya no tiene experiencia directa de la convulsión y se gesta la memoria histórica del proceso.²⁰ Cristopher Hill centró su atención en episodios e ideas secundarias de la revolución inglesa y afirmó la existencia de dos revoluciones. Una exitosa, que estableció los derechos de propiedad y confirió a los propietarios el poder político, pero también rastreó la presencia de otra revolución que nunca estalló, pero que pudo establecer las bases de una propiedad comunal más democrática. Examinó «la revuelta dentro de la revolución», por el flujo de ideas radicales, para dar mayor profundidad a la visión de la sociedad inglesa previa y posterior al acontecimiento revolucionario. Se trata de un estudio sobre el sujeto y el programa de la revolución, propuesta que han ensayado otros autores como Rodney Hilton en torno al levantamiento inglés de 1381, donde la combinación de pensamiento y acción como manifestación de rechazo al concepto de sociedad, basado en el equilibrio de estamentos jerárquicamente organizados, reafirmó el papel de las ideas en la historia de la rebelión.²¹ Edward P. Thompson aportó elementos clave para la interpretación del conflicto, al dar cuenta del proceso de formación de la clase obrera inglesa. En su estudio de caso, reveló que la conciencia de clase se construyó a través de la experiencia, donde jugaron un rol clave los modelos culturales. La economía moral refiere a la forma en que se negocian las relaciones de clase, se articula cotidianamente la hegemonía y se reconoce el espacio político en que la multitud actúa y negocia. Thompson trató de revelar el significado social de las luchas a partir del análisis de los modelos de comportamiento y los supuestos morales que los alimentaron. La cultura política, las expectativas, las tradiciones y las supersticiones de la clase trabajadora se constituyeron en objetos de estudio. De tal forma, reafirmó la significación de la cultura en el estudio de la acción política.²²

    Esta resignificación fue también el objetivo de la otra gran corriente integrante de este paradigma: la historia social francesa. Michel Vovelle estudió la originalidad del momento revolucionario, dando cuenta de la sensibilidad colectiva del menu peuple y de la ideología popular en las jornadas de 1789. Frente a la leyenda de las atrocidades de la violencia revolucionaria, destacó los aspectos «niveladores» de la acción y de «tabla rasa» para el surgimiento de «lo nuevo». El historiador afirmó la originalidad del episodio revolucionario, como giro irreversible en la mentalidad y sociabilidad, a partir de esta lectura de actitudes y comportamientos. La revolución funcionó como acelerador o catalizador de procesos de cambio y desacralización en el caso francés.²³ George Rudé estudió la ideología revolucionaria, cuestionando la noción de «falsa conciencia». A partir del concepto gramsciano de ideología de la clase subalterna (con rasgos interclasistas e inorgánicos), intentó captar la identidad del pueblo llano, partícipe en manifestaciones y revoluciones sociales preindustriales entre los siglos XIV y XIX, rastreando la «ideología popular de la protesta»: el conjunto de creencias subyacentes en la acción. La revolución se produjo cuando la difusión de ideas derivadas, que impregnaban la ideología popular, adquirió sistematicidad y se transformó en un programa político.²⁴ Finalmente, Albert Soboul en Los sanculottes reconstruyó el desarrollo, detención y declive del movimiento popular parisino que marcó a su vez la ruina del gobierno revolucionario, a través del estudio de la sans culotterie. Como una fuerza social central en la lucha contra el Antiguo Régimen, con origen en un mundo artesanal movilizado ante las crisis de subsistencia, Soboul le reconoció objetivos propios y una particular tendencia organizativa descentralizada y autónoma que conspiró contra las tendencias centralizadoras de la guerra y del Gobierno. El autor indagó sus aspiraciones, comportamientos, tendencias políticas, formas organizativas y de sociabilidad hasta su agotamiento.²⁵

    El paradigma funcionalista

    En este segundo paradigma explicativo, la racionalidad del actor que construye la acción política se encuentra ausente del análisis. El modelo replica las premisas de las «historias naturales», al estilo de la propuesta de Crane Brinton, quien consideró los fenómenos sociales como regidos por causas que actúan como leyes naturales. Brinton describió dicho proceso:

    Un tiempo en que todos los síntomas se revelan, y es cuando podemos decir que ha comenzado la fiebre de la revolución. Ésta se desarrolla, no regularmente, sino con avances y retrocesos, hasta llegar a una crisis, frecuentemente acompañada por delirio, el gobierno de los revolucionarios más violentos, el Reino del Terror. Tras la crisis viene un período de convalecencia, habitualmente marcado por una o dos recaídas. Finalmente, la fiebre pasa, y el paciente nuevamente es el mismo, quizás en algunos aspectos, en realidad, vigorizado por la experiencia o al menos inmunizado durante un tiempo contra todo ataque similar.²⁶

    La visión del proceso revolucionario resultaba claramente negativa, asimilable a una patología de la sociedad considerada en equilibrio imperfecto que, ante cambios en ciertas condiciones, sin modificación en las instituciones, generaba desequilibrio y ruptura hasta la vuelta al orden como estado de salud social. Las historias naturales asignaban retrospectivamente principio, desarrollo y final a la violencia por el poder, suponiendo lo que en realidad les correspondía explicar.²⁷

    Del mismo modo, en el funcionalismo, la sociedad apareció como una estructura integrada en la cual toda institución existe, porque satisface una necesidad social. Sistema, estructura y función alimentaron este modelo basado en los principios teóricos de unidad funcional, indispensabilidad y sistema normativo. A partir de este andamiaje, el conflicto social fue minusvalorado científicamente y criminalizado éticamente. El orden era el fundamento del sistema social; el conflicto, una desviación al modelo normativo, que atentaba contra los intereses colectivos. El paradigma nació con la obra de Parsons, El sistema social, según la cual las revoluciones derivaban de desequilibrios sistémicos y se asociaba la revuelta política con desórdenes psíquicos sociales (sentimientos alienantes y comportamientos desviados como las fantasías o el crimen). El control de estos desórdenes por las instituciones con el tiempo perdía eficacia y la sociedad se encontraba sujeta a un estatus de protesta, que daba lugar a conductas desviadas, como la formación de grupos o movimientos contraculturales. Ante tal desequilibrio, la pérdida de legitimidad del poder y la ineficacia de la represión, junto a aceleradores como la guerra, se originaban las revoluciones. Así, la violencia colectiva no oficial se convierte en acción antisocial que viola los códigos de expectativas recíprocos que hacen posible el orden. El funcionalismo rehabilitó todo el folklore reaccionario que impregnó las crónicas condenatorias de los sucesos revolucionarios.

    Chalmers Johnson partió de la sociedad como sistema, basado en la comunidad de valores y coerción, derivadas de la distribución de propiedad y poder. Las estructuras aseguraban la pervivencia del sistema, bajo un estado natural de equilibrio, aunque existían fuerzas exógenas y endógenas que producen cambios, siendo inevitables tanto la fragmentación social, como la pérdida de consenso, a partir de ideologías basadas en valores alternativos. La convergencia de estas ideologías y fenómenos como la deflación de poder y la pérdida de autoridad llevaron al triunfo de la revolución y a un nuevo equilibrio social con la sustitución del régimen político. La revolución tendría por objeto reequilibrar el sistema.²⁸ Este modelo inspiró a historiadores como Lawrence Stone, quien indagó las precondiciones, causas y aceleradores revolucionarios en torno al caso inglés; y a Stephen Haliczer en su análisis sobre el movimiento comunero.²⁹ En estos aportes, más que funcionalistas, deberíamos conceptuarlos como estructuralfuncionalistas, a partir de la sociología de Durkheim, ya que diferenciaron en un sistema social fases de equilibrio y de revolución, cuando fallaban los mecanismos adaptadores o reguladores del cambio y se impuso la violencia para un nuevo orden o para el restablecimiento represivo del antiguo.

    Dentro de este paradigma, el llamado «modelo de sociedad de masas» concibió la acción política como resultado de la simple manipulación, reproduciendo el modelo del agitador externo como causa revolucionaria que encontramos en las fuentes. Una lectura aristocrática no privativa de las revoluciones, sino también presente en la indagación de otros fenómenos sociales como los llamados «populismos» en América Latina. Terreno de estudio privilegiado de la politología, desde una lectura institucionalista, se piensa en el problema del «desborde social» y en las causas psicosociales de motivación que permiten la manipulación de las masas en sentido disruptivo. Así, Hannah Arendt, en Sobre la revolución a partir de una concepción de la política como intercambio de opiniones para el gobierno de los intereses comunes, abordó particularmente el problema de la fundación de un nuevo orden por la acción revolucionaria. En el caso norteamericano, señaló que el «pathos de la novedad se asoció a la idea de libertad», pero en la Revolución francesa la necesidad sustituyó a la libertad como categoría principal del pensamiento. Bajo el imperio de la necesidad, la multitud de pobres apareció en la escena política y la revolución cambió de dirección, ya que no apuntó a la libertad, sino a la felicidad del pueblo. El «error fatal de las revoluciones» lo encontró en que estallaron en situaciones de pobreza, porque la multitud es inestable y la violencia no puede ser limitada por el poder institucionalizado. Arendt escribió:

    Donde se derrumbó la autoridad tradicional y los pobres de la tierra se pusieron en marcha, donde abandonaron las tinieblas de su desgracia y descendieron a la plaza pública, su furor pareció tan irresistible como el movimiento de las estrellas, un torrente que se lanzaba con fuerza elemental y que arrastraba consigo al mundo entero.

    Su lectura maniquea de la revolución (casos norteamericano y francés) tenía como foco de preocupación las instituciones y se adivina una lectura prejuiciosa de la multitud como fuerza natural y prepolítica preñada de violencia.³⁰ El carácter social del caso francés pospone, conforme a la lectura de Arendt, la revolución política; en ella, se aspiró a la unanimidad y no al acuerdo de mayorías o contrato que es la fórmula que lleva implícita esta interpretación.

    La preocupación por la institucionalidad como garantía de la libertad se reflejó en varios trabajos de politólogos sobre el conflicto social. Jesse Goldhammer examinó el papel de la violencia en la fundación política, a través del estudio de la significación teórica y práctica del sacrificio en la Revolución francesa.³¹ Dada la inexistencia de una autoridad trascendente en la cual fundar la política moderna, señaló, fue la violencia el mecanismo llamado a conferirle carácter sagrado. Goldhammer indagó su evolución en el contexto de la Francia revolucionaria y a través de los discursos de autores críticos de este proceso como Maistre, Sorel o Bataille. Pero esta «lógica sacrificial» fue atribuida por el autor a partir de los clichés de las fuentes hostiles, sin explorar otras explicaciones posibles. De tal modo, resultan conclusiones de antemano sobre la violencia desde abajo, ignorando la violencia desde el poder, no solo en el origen sino también como ejercicio cotidiano en las relaciones sociales. Pierre Rosanvallon, centrado en las contradicciones que enfrentó la Francia revolucionaria, dio cuenta de la «cultura política de la generalidad», que exploró en tres dimensiones como forma social, cualidad política y procedimiento de regulación. Propuso una asociación entre fraternidad y radicalización política y estableció que la revolución fundó un tipo de lazo no contractual que remite al imperativo moral, hundía sus raíces en el viejo universo corporativo y ejerció un papel esencial en la constitución de lo social.³² El análisis reafirma que la ficción del contrato social es una construcción con eficacia jurídica que terminó por ser confundida con la realidad en la arena política, una frecuente confusión en la comprensión del fenómeno revolucionario.

    El «modelo volcánico»

    Algunas teorías centradas en analizar la conducta colectiva consideraron la revolución como punto culminante de una escalada de tensión, provocada por procesos de diferente tipo. Se relacionó al conflicto y a la violencia política con desastres naturales, empleando metáforas comparativas en términos de explosiones, erupciones y terremotos. Se trata de una visión episódica del conflicto que irrumpe al alcanzar los grupos sociales un nivel insostenible de crispación. En lugar de concebir los procesos como fenómenos políticos, se los despreció como erupciones irracionales de agresión indiscriminada. Roland Mousnier los concibió como furores espontáneos e incontrolados, al bosquejar un cuadro de las revueltas del siglo XVII, confrontando los casos francés, ruso y chino.³³ En este y en otros trabajos, se aplicaron conceptos de la psicología social para explicar la violencia política, aludiendo al resentimiento o a la indignación.

    El «modelo de conducta colectiva» analizó la movilización a partir de una creencia en fuerzas extraordinarias que redefinen la acción social. La preocupación del investigador radicaba en establecer las condiciones que favorecían esta aparición, para evitar que se reiteren. Neil Smelser afirmó que la causa final de la acción social se halla en la esfera de los valores, estableció modos de comportamiento colectivo que culminan en una acción que restaura, protege, modifica o crea valores en nombre de una creencia generalizada. Identificó comportamientos como el pánico, la locura, la explosión hostil (el motín), el movimiento originado por normas (la revuelta) y el movimiento orientado por valores (la revolución).³⁴ De esta forma, más que la extensión violenta de la lucha política normal entre quienes detentaban y quienes desafiaban al poder, la revolución aparece como convulsión de algún sector movilizado a partir de una creencia fantástica que condujo al paroxismo de la violencia. La acción colectiva se reducía a un mero epifenómeno de tensiones sociopsicológicas. A partir de la argumentación de Smelser, se desarrolló la «teoría de la privación relativa» o «modelo de violencia política», según el cual las tensiones socioestructurales conllevan sentimientos de agravio que devienen en movilización activa. El conflicto aparece como resultado automático del distanciamiento intolerable entre las expectativas de un grupo social y la realidad que enfrentaban en determinado momento histórico. A tales fines, se introducían nuevamente componentes psicológicos y se presuponía la existencia de un umbral de lo tolerable, que difícilmente puede ser identificado. La revolución era pensada como parte del fenómeno más general de la violencia política, cuando los cambios y el relajamiento del control favorecieron la aparición de expectativas crecientes o ilimitadas en los grupos sociales sobre su derecho y posibilidad de mejorar sus condiciones de vida. El estado de frustración resultante de la confrontación con el grado de satisfacción real de estas expectativas era interpretado por los actores como privación relativa, y desencadenó la violencia de masas. La revolución adquiere un carácter patológico.

    James Davies señaló que la frustración de expectativas busca salida en la acción violenta y estimula el estado mental revolucionario que, en algunos, engendra agresividad y deseo de sangre y, en otros, perplejidad, apatía y desprecio por el Gobierno. De la misma forma, Ted Gurr señaló las potencialidades de la violencia en la sociedad y recurrió a la privación relativa para referir a los casos a gran escala. El potencial para la violencia política en esta argumentación variaba según la intensidad y el alcance de esta privación entre los miembros de una colectividad. Estas argumentaciones parten de un conflicto dado y rastrean hacia atrás señales del descontento, pero que también se encuentran en situaciones de estabilidad política. Queda fuera del análisis cómo la insatisfacción se transforma en acción colectiva, y tampoco se consideran las relaciones de poder en las cuales se inscriben los conflictos. Se psicologiza la violencia revolucionaria, y se convierte en aberración transitoria de la conciencia colectiva, producto de privaciones, desequilibrios o frustraciones. El comportamiento colectivo calificado de antisocial presupone una visión de la sociedad basada en el consenso, acorde con la lógica de la ideología dominante.³⁵

    El paradigma de la acción colectiva

    Desde el campo sociológico, otras teorías han buscado la causalidad revolucionaria en otros factores, restituyendo la plena racionalidad al actor. El «paradigma de interacción estratégico» o «modelo de acción colectiva» constituye la corriente norteamericana dominante en el estudio del conflicto, con representantes tales como McAdam, McCarthy y Zald.³⁶ La acción colectiva es definida como todo desafío orientado contra un oponente, que se inserta en la confrontación política, buscando su inscripción en el sistema. Este paradigma marca una continuidad entre acción institucional y no institucional, brindando un análisis más acabado de las relaciones de poder en las que el conflicto tuvo o tiene lugar. Desde una visión estrecha reducida al plano político, esta corriente evolucionó con la incorporación de conceptos operativos, que lograron reintegrar los aspectos culturales de la acción. Las condiciones económicas y sociales en dichas teorías no constituyeron las causales del conflicto, sino los factores que condicionaban los recursos disponibles y contribuían a generar oportunidades políticas para la movilización. El interés se dirige a las oportunidades políticas que se hallan en el origen de la acción colectiva. No existen aquí actores estructurados a la protesta, sino que es la oportunidad la que permite el disenso, poniendo énfasis en la organización y no en la manipulación de los grupos.³⁷ A partir de la Lógica de acción colectiva de Olson, no se consideró a la participación como algo dado o evidente, sino que se la problematizó, buscando su explicación en el cálculo estratégico de los actores.³⁸ Tres elementos son fundamentales en este paradigma: los recursos disponibles, las expectativas de éxito y la dinámica del conflicto, bajo la premisa de que todo movimiento social supone una acción racional, basada en un planteamiento estratégico que se interpreta en clave política.

    Inscripto en los aportes racionalistas, Charles Tilly propuso un modelo de explicación de la acción colectiva a partir de las premisas de Clausewitz: la revolución y otras formas de conflicto coactivos fueron una continuación de la política por otros medios. Centró su atención en los modelos de lucha y esquemas de poder en su obra Las revoluciones europeas, 1492-1992, que tuvo fuerte repercusión en las ciencias sociales.³⁹ Para Tilly, las revoluciones supusieron una transferencia por la fuerza del poder del Estado y existieron mecanismos causales similares en situaciones revolucionarias, así como conflictos que no han desembocado en transformaciones del Estado. En la revolución, se rompió la soberanía y hegemonía existentes, dando paso a un período de enfrentamiento hasta el restablecimiento de una nueva dirección. Esta situación de «soberanía múltiple» surge por la aparición de contendientes con aspiraciones incompatibles de control del Estado, que cuentan con apoyos significativos en la población y por la incapacidad de las autoridades de suprimir la coalición alternativa. Destacó itinerarios diferentes en las formas estatales a partir de la relación entre dos variables: la coerción y la acumulación de capital. Las revoluciones europeas se vincularon con la transformación de la naturaleza del Estado como progreso hacia formas de coerción capitalizadas, afirmó.⁴⁰ El mérito de Tilly radicó en reivindicar el carácter político del conflicto social: se trata de movilizaciones de grupos que se organizaron en defensa de intereses comunes y cuya acción dio lugar a situaciones de transformación política. Entre las críticas a la obra, Melucci señaló que prestó atención solo a los aspectos mensurables de la acción (la confrontación abierta y los efectos políticos inmediatos) e ignoró la producción misma del conflicto. Se privilegió la escena pública y la disputa con las autoridades antes de indagar la red de relaciones como realidad sumergida de la acción colectiva.⁴¹

    Los modelos indagados articularon, desde diferentes perspectivas un ida y vuelta entre la base empírica y el arsenal teórico. Tras ellos, se adivinan concepciones generales que piensan a la sociedad en términos consensualistas o conflictivos. Toda investigación sobre esta problemática conlleva implícitamente una teoría y la misma responde a un posicionamiento político directo en el presente. No existe la «inocencia» a la hora de interpretar el conflicto social y en ello radica su mayor atractivo para el análisis, amén de lo producido por la creación impredecible de la acción colectiva, cuando quiebra o intenta quebrar las cadenas de la dominación.

    1.2 H ERRAMIENTAS PARA LA INTERPRETACIÓN DE LOS MUNDOS EN LUCHA

    Los agentes actúan en un espacio connotado no solo desde el punto de vista material y social, también desde el político, cultural y simbólico.

    HIPÓLITO RAFAEL OLIVA HERRER⁴²

    Necesariamente, la aproximación metodológica al conflicto social en la modernidad requiere su consideración desde múltiples perspectivas:

    – Una perspectiva económico-social, porque las manifestaciones de conflictividad se explican a partir de la situación material preexistente y particularmente nuestro caso se situó en la primera crisis del sistema feudal.

    – Una perspectiva política, porque la interpretación de la dinámica de la rebelión presupone una lectura de los clivajes y las formas de la vida política que creó el proceso histórico.

    – Una perspectiva de historia cultural, dado que el acceso al «discurso oculto» de los de abajo, accesible en situaciones de conflicto social abierto, debe centrar la atención en las formas simbólicas, culturales e ideológicas puestas de manifiesto.

    La interacción entre estos abordajes permite captar la originalidad y la trascendencia del conflicto.

    Perspectiva económico-social

    La aproximación económica nos invita a pensar el caso a partir de su materialidad y como factor constitutivo de la misma. Esta consideración conjura los riesgos que el linguistic turn introdujo en el análisis social. Según esta tendencia teórica, el discurso no solo representa la realidad, sino que también la construye y, por lo tanto, toda práctica social es un texto que debe ser interrogado en sí mismo y como parte de un sistema de significación. Se niegan los condicionamientos materiales de la cultura. Así, Baker identificó los lenguajes en la Revolución Francesa como yuxtaposición o confrontación con los del Antiguo Régimen; la lucha por el poder se convirtió en una lucha de discursos. Si bien puede rescatarse la premisa metodológica de buscar significados en la relación entre texto-contexto, se debe evitar una conclusión apresurada relativa a su valor de realidad. En esta encrucijada, Pierre Bourdieu aportó el concepto de «campo», que se construye a partir de un «capital simbólico» común, que comparten los sujetos participantes, quienes interactúan para que esos bienes se produzcan, circulen y se consuman y aparece luego la lucha por su apropiación. La cultura fue concebida como herramienta para la reproducción social.⁴³ El habitus de un determinado grupo social define la forma de apropiación o relación por parte del sujeto con el capital simbólico. Esta noción alude a «la propensión de sus miembros para seleccionar respuestas de entre un repertorio cultural particular, de acuerdo con las demandas de una situación». Se reconoce, así, «el ámbito de la libertad individual dentro de ciertos límites impuestos por la cultura».⁴⁴ La noción de campo solo puede emplearse a partir del siglo XIX, cuando el triunfo capitalista le permitió alcanzar autonomía. Pese a situarse en el período formativo, el modelo facilita la comprensión de los valores sociales puestos de manifiesto en los conflictos medievales y modernos.

    Asimismo, partir de lo material en el estudio de los procesos históricos evita caer en una visión voluntarista, en la cual todo suceso se concibe como subproducto de la acción del agente, independientemente de la situación histórica en la que se desarrolló. También Bourdieu estableció los criterios de relación entre condiciones objetivas y el agente social, definiéndolo como interiorización de la objetividad no controlada racionalmente. Esto es, que adquiere una racionalidad práctica por interiorización de las condiciones en que estaba inmerso.⁴⁵ Anthony Giddens señaló la existencia de una «conciencia práctica» que diferenció de la conciencia discursiva y de lo inconsciente, en tanto que la cotidianeidad se concibió como mecanismo de dominación y como elemento de potencial transformación.⁴⁶ Se revela una diferente noción de estructura que es constrictiva, como habilitadora de la acción. Entre subjetividad y objetividad, Carlos Astarita explicó que no se trata de negar la acción del agente en la creación de nuevas condiciones sociales, sino de tener en cuenta que la evolución estructural no es resultado inmediato de la acción, ni dicha evolución funciona como mero contexto, sino que condiciona las prácticas, cuyos resultados definen nuevos estadios de objetividad.⁴⁷ Para la caracterización estructural, Hobsbawn propuso el concepto de situación revolucionaria, entendiendo por tal «una crisis a corto plazo dentro de un sistema con tensiones internas que, a largo plazo, ofrece posibilidades para el estallido revolucionario». El conflicto se sitúa así en el ámbito de lo posible; se trata de reconocer la oportunidad, y no de crearla ni predecirla.⁴⁸

    Sin embargo, toda indagación de un conflicto que adopte solo una perspectiva estructural de análisis deja un espacio reducido para dar cuenta del proceso en sí mismo y del agente que lo protagonizó. Quedarían de lado los sujetos que median entre las condiciones estructurales y sus consecuencias sociales. Comúnmente se oponen los análisis estructural y voluntarista, pero ambos enfoques no son excluyentes, sino necesarios para una explicación social acabada. Para la consideración del sujeto, la racionalidad aparece como un elemento clave en la definición de la acción colectiva, que no puede ser concebida como mero comportamiento desviado, irracional o producto de la manipulación. Estas interpretaciones presuponen un actor guiado por impulsos primarios que conducen a la violencia que viene a clausurar la vida política. Como si esta vida estuviera reservada a las élites y como si estas últimas no articularan también en gran parte por medio de la violencia las relaciones sociales y políticas imperantes. Para el análisis de la racionalidad de las prácticas rebeldes, resultan de utilidad los aportes de la historia social inglesa de Past and Present y, particularmente, las nociones pioneras de Edward P. Thompson. Su concepto de «experiencia», situado entre las determinaciones objetivas y las vivencias subjetivas, obliga a pensar la toma de conciencia como reelaboración colectiva, en función de un contexto histórico concreto y según su origen social.⁴⁹ A su vez, la noción de «economía moral de la multitud» conceptúa el desarrollo de elementos contraculturales que interpelan e impugnan los valores de una cultura oficial, pensados como polaridades dialécticas. La economía moral refiere a la forma en que se negocian las relaciones de clase, se articula cotidianamente la hegemonía y se reconoce el espacio político en que la multitud actúa y negocia. Ambas nociones ayudan a concebir la acción, a partir de una sensación colectiva de agravio a premisas morales y reafirman la importancia de las tradiciones culturales, en su emergencia y desarrollo.⁵⁰

    Perspectiva política

    Si la perspectiva socioeconómica nos propone pensar el conflicto en términos de condiciones de posibilidad y agravios, la dimensión política lo hace en términos de oportunidad, conforme a la propuesta del paradigma de interacción estratégico. Las oportunidades son asimiladas por los actores «a través de un proceso de creación de marcos interpretativos que determinan desacuerdos internos sobre las estrategias a seguir». Lo político y lo cultural se amalgaman en la noción de «marcos ideológicos-culturales», definidos como el «conjunto de ideas, tradiciones, discursos políticos, lenguajes, actitudes mentales, símbolos, ritos, mitos y valores que permiten […] interpretar las circunstancias políticas en tono contencioso y la autoidentificación como grupo». Este proceso de elaboración media entre la oportunidad política y el proceso de movilización. Para ello, desempeña un papel central la organización o «estructuras de movilización», definidas como «los canales colectivos, tanto formales como informales, a través de los cuales la gente puede movilizarse e implicarse en la acción colectiva». El actor se construye a partir de repertorios específicos, cuya función es hacer visible el desafío, entendiendo por «repertorios» la totalidad de los medios con los que cuenta el grupo para plantear sus exigencias, como los patrones expresivos del sector social que desarrolla la acción. La interpretación del conflicto permite la reconstrucción de procesos de identidad colectiva como «definición interactiva y compartida […] que concierne a las orientaciones de la acción y al ámbito de oportunidades y restricciones» en la cual se desarrolla.⁵¹

    La perspectiva política de análisis supone, además, la adscripción a las tendencias historiográficas caracterizadas por el «redescubrimiento de lo político» como objeto de estudio que apuntan a establecer una interpretación racional de las conductas y actitudes de los grupos movilizados por fuera de la idea de un acto de manipulación. Un trabajo pionero en la materia lo constituyó la obra de Rudé, La multitud en la historia. El autor estudió los disturbios populares en el contexto histórico francés e inglés de transición a la nueva sociedad industrial. Su indagación reveló que la acción de la multitud no ha sido irracional, tanto en sus fines como en los blancos de acción y medios seleccionados. También fue exitosa, dado que contribuyó al crecimiento del movimiento radical masivo en Inglaterra y tuvo profunda influencia en las revoluciones francesas de 1830 y 1848.⁵² Las formas, comportamientos y significaciones de la multitud en el contexto situacional constituyen ejes para la indagación en la dinámica de los conflictos sociales. Para el «redescubrimiento de lo político», fue central el aporte de Benigno, quien analizó las revueltas derrotadas de la modernidad, como la Fronda o la revuelta de Masaniello. A partir de estos conflictos, pudo entender la dinámica de la lucha política, que construyó un campo ideológico de oposición al régimen que condujo al replanteamiento de las identidades. Se trataba de la «invención en ciernes de un sujeto político». La sociedad insurreccional, afirmó, se caracterizó por una radicalización ideológica y una ampliación de la esfera política, que permitieron una experiencia de activación que gestó nuevas identidades.⁵³ Esta lectura de la conflictividad valoró particularmente lo que generó el propio conflicto en su trayectoria.

    En esta dinámica, Haim Burstin centró su atención en el París revolucionario, proponiendo una «historia social de la política». De tal forma, se aproximó al estudio de las capas bajas de la sociedad urbana, analizando las formas y modos de politización de las clases subalternas. El gran interrogante que cruza las reflexiones de Burstin es qué es lo que empuja a estas clases a la empresa política. Su respuesta escapó a la visión de la manipulación por la vanguardia, al poner de manifiesto la existencia de un nivel intermedio en el proceso de politización. Estableció una distinción entre vanguardia política, militantes y masas populares, unidas por relaciones biunívocas, dialécticas y dinámicas. El historiador intentó comprender las reivindicaciones sociales y políticas en el interior del movimiento popular. A partir de ellas, postuló que el sans culotte representó una figura social inventada en el fragor del proceso francés para proporcionar identidad y crear sentimientos de pertenencia en el movimiento popular.⁵⁴ En la misma línea investigativa, procurando pensar la política no como suma de discursos, sino centrando la atención en sus prácticas, son fundamentales las aportaciones de Hipólito Rafael Oliva Herrer. Relacionando prácticas sociales, formas de comunicación y contexto institucional, puso de manifiesto la cosmogonía y concepciones políticas de los comuneros castellanos. Indagó las formas de politización de los subalternos, a través de las manifestaciones políticas, discursivas y culturales de los sectores del común. Los repertorios de acción colectiva, los instrumentos de la lucha social, los lenguajes políticos y las formas de apropiación del espacio constituyeron sus ejes de análisis.⁵⁵

    La importancia de la acción de armas en el conflicto justifica la consideración de distintas teorías sobre la guerra, partiendo de los análisis de Maquiavelo centrados en las prácticas de asedio: «Debe un príncipe no tener otro objeto ni otro pensamiento, ni adoptar como propio ningún otro arte como no sea el de la guerra, su orden y disciplina, porque es el único arte que se espera del que manda», escribió el autor renacentista, demostrando la centralidad que adquiere lo bélico en su pensamiento. Pero no solo dedicó pasajes en El Príncipe, sino que Maquiavelo produjo ensayos como Del arte de la guerra, considerado la primera teoría moderna sobre el tema. Entre sus notas, otorgó importancia capital a la milicia, su organización, sus formas de reclutamiento y de combate, los vicios, virtudes y peligros que rodean la acción militar, retratados y confrontados con el modelo ideal de la Roma Antigua; una caracterización de utilidad para contrastar con las luchas desarrolladas bajo una dirección popular.⁵⁶ Sus consideraciones de la experiencia de la guerra como creadora de subjetividad política fueron recuperadas por Miguel Martínez para el análisis de vivencias hispánicas. A través de la lectura de las biografías de soldados de los siglos XVI y XVII, ha confirmado la premisa de Maquiavelo: «la milicia constituía un proceso socializador, a través del cual los hombres aprendían a ser animales políticos». Las biografías revelaron la articulación de una identidad colectiva potencialmente peligrosa para el orden social, en la que concurrían la práctica del combate como la del motín y la rebelión. Postuló que estas prácticas y los gritos de guerra, de mayor importancia que el contenido reivindicativo de estos, podían constituir un sujeto social coherente para la acción.⁵⁷

    Pero el acento en el plano político supone principalmente centrar la atención en las reglas del juego en la arena pública, a partir de las reflexiones en torno a la guerra de Clausewitz. Podría considerarse un grosero anacronismo o una completa tergiversación de sentidos la apelación a estas ideas para pensar el conflicto social medieval o moderno, dado que el autor prusiano refiere siempre a guerras entre Estados nacionales contemporáneas. Pero su trabajo trasciende la época y el lugar de su producción, dado que construyó «una teoría eminentemente práctica». El autor no postuló consideraciones morales ni fundamentos legitimadores de la guerra, sino que la entendió como fenómeno inscripto en la evolución humana. El postulado más conocido de su pensamiento estableció que «la guerra es mera continuación de la política por otros medios»; surge por circunstancias políticas y se manifiesta por causas políticas y, por lo tanto, constituye un «acto político». El fin político es su objetivo; la guerra, el medio para alcanzarlo, su instrumento; y los medios no pueden ser considerados aislados de su finalidad. Las experiencias de radicalización de los conflictos sociales, generalmente articuladas con la irrupción de acciones de armas en el escenario público, encuentran su lógica en el juego político abierto por la insurrección. Clausewitz nos habla de la tendencia de la «escalada a los extremos». La guerra, afirmó, encuentra su razón de ser en el antagonismo. Estableció el «principio de la polaridad» de la acción recíproca que supone el enfrentamiento que impulsa al uso de las fuerzas disponibles para abatir al oponente. Postuló una dialéctica absoluta de ascensión a los extremos, en el contexto de la guerra. A partir del principio de polaridad clausewitziano, la estrategia presenta una racionalidad específica, que es la dialéctica del enfrentamiento y que conduce a la realización de la victoria. Esta atribución de racionalidad a la guerra se confronta con las corrientes de pensamiento que la piensan en términos de actos desesperados, irracionales e impulsivos. Estas reflexiones incluyeron también el primer esbozo teórico de las reglas de la guerra popular. En ella, afirmó que «la tropa popular debe dispersarse y proseguir la defensa mediante ataques por sorpresa más que concentrarse y arriesgar así ser cercada en el estrecho terreno de una posición defensiva regular».⁵⁸ Por supuesto, Clausewitz piensa la guerra popular en conexión con la estrategia de un ejército regular estatal, porque su reflexión parte de su propia experiencia de participación en las campañas antinapoleónicas en Europa. Sin embargo, algunas de las reglas de esta «guerra popular», cercana al concepto de guerra de guerrillas, ofrecen claves de lectura para cotejar con las formas que las luchas sociales adquieren en momentos de resistencia.

    Un planteo clausewitziano de la política en la lectura de los alzados contra el orden imperante nos conduce a los postulados de Carl Schmitt, quien encontró en «la diferenciación entre el amigo y el enemigo, la distinción específicamente política que la constituye como tal». Señaló que la guerra:

    no es ni el objetivo ni el propósito de la política, ni siquiera su contenido. Es su presupuesto, en tanto posibilidad real permanentemente existente que define el accionar y el pensar suscitando comportamientos políticos. Que el combate se de en forma excepcional no anula su carácter determinante, sino por el contrario lo fundamenta. Porque recién en el combate real queda demostrada la consecuencia extrema del agrupamiento político en amigos y enemigos.

    De allí que todo conflicto «se volverá tanto más político, mientras más se aproxima al punto extremo de constituir una agrupación del tipo amigoenemigo».⁵⁹ Esta forma de conceptualización guarda relación con la comprensión de la política en los términos que la define Jacques Rancière, como actividad que tiene por racionalidad el desacuerdo. El autor escribió que «existe cuando el orden natural de la dominación es interrumpido por la institución de una parte de los que no tienen parte». Rancière señaló que la especificidad de lo político es precisamente esta interrupción producida por «el efecto de igualdad». Se expresa una ruptura con la concepción consensualista de la política, que presupone «la inclusión de todas las partes y sus problemas» en un todo social. Define la emergencia de «procesos de subjetivación política» cuando «aquellos que no son nada postulan su colectivo como idéntico al todo de la comunidad» y cesan «cuando todo se reduce a la suma de partes». A partir de esta concepción, la noción de «clase» adquiere otro carácter, como «nombre para contar a los incontados, un modo de subjetivación sobreimpreso a toda realidad de los grupos sociales».⁶⁰ De igual forma, Andy Wood conceptuó la política como «desafío»; como producto de una agencia deliberada y humana, que trata, principalmente, de cambios y conflictos. Es decir, que la política no ocurre, cuando la distribución del poder permanece estática y sin respuesta.⁶¹ A partir de estas nociones conceptuales, la valoración del conflicto social debe tomar en consideración el grado de «potencialidad política», en sentido disruptivo, alcanzado por las prácticas colectivas.

    La noción de política, en tanto desacuerdo y desafío, recupera la centralidad del antagonismo, cuando «la presencia del otro me impide ser totalmente yo mismo; (que) no surge de identidades plenas, sino de la imposibilidad de constitución de las mismas». La definición de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe privilegia el «momento político» en la estructuración de la sociedad y concibe la «dimensión hegemónica» como constitutiva de la subjetividad de los agentes históricos. «La política –conforme a estos argumentos– no es el registro de los intereses preexistentes, sino que tiene un papel crucial en la conformación de sujetos políticos». Esta emerge de una «posición popular de sujeto», que es «la que se constituye sobre la base de dividir al espacio político en dos campos antagónicos».⁶² El concepto en clave histórica fue desarrollado por Arno Mayer, quien analizó la violencia y el terror revolucionario y su tesis central es que no hay revolución precisamente sin ellos, estableciendo la relación revolución-contrarrevolución como polaridad que determina la dinámica de toda lucha. La confrontación de los universos religioso cultural-mental y un campo político polarizado en la distinción amigo-enemigo caracterizaron esta dinámica. Así, la ideología no es causal de la violencia, sino que sirvió para legitimarla o bien invalidar al adversario. Como la contarrevolución es necesaria a la revolución, de la misma forma para Mayer lo es la radicalización que conduce a la guerra internacional (por miedo al contagio o para extender el triunfo del nuevo mundo). A partir de la dialéctica entre revolución-contrarrevolución, la violencia parece asumir «legitimidad y virtud» cuando emana del Estado, siendo imparcial y pura, mientras es vista como ilegal, aleatoria e impulsiva, movida por el odio y la venganza, cuando se ensaya «desde abajo». Pero sin esta última, reflexionó Mayer, no se hubiera producido la abolición del régimen y los privilegios existentes.⁶³

    Para la comprensión de la violencia, Majó Tomé parte de la doble acepción del vocablo que establece el Diccionario de la Real Academia de la Historia, en tanto acto violento o «contra el natural modo de proceder», brindando una definición amplia del término que recoge «las acciones y las prácticas contra las normas de actuación que rigen las sociedades», conforme a determinados fines. La violencia resulta interpretada como un instrumento de lucha y puede traducirse, de tal modo, en «acciones controladas, organizadas y dirigidas realizadas para el logro de los objetivos».⁶⁴ El reconocimiento del carácter «instrumental» de la violencia permite reconocer que estos actos, como señalaron Mackay y McKendrey, pueden transmitir mensajes políticos, y adquirir legitimidad en el servicio a Dios, como «una forma de justicia», que asimiló en ocasiones las funciones y los símbolos, tanto de la monarquía como del sistema judicial entre los siglos XIV y XVI.⁶⁵ Slavoj Žižek aportó una definición precisa de la violencia revolucionaria como «trastorno radical de las relaciones sociales básicas». La consideración del tema está más allá del orden de lo moral: «condenarla por mala es una operación ideológica, una mistificación que colabora con la invisibilización de las formas fundamentales de la violencia social». Porque precisamente es clave distinguir tres niveles de violencia –subjetiva, objetiva y simbólica– presentes en cualquier realidad dada en compleja interacción y punto de partida para la interpretación de las prácticas en el

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