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Extorsión
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Libro electrónico224 páginas3 horas

Extorsión

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En los años 80 la mayoría de los grupos scout se formaron bajo el alero de la parroquia de su barrio. Las familias más humildes ubicadas en la periferia de Santiago encontraron en estos lugares su segundo hogar. En una época donde la dictadura militar mantuvo a Chile con su juventud reprimida, este era un espacio de libertad y confianza. Gerardo, hijo natural de la nana de la parroquia, vivió y creció en este ambiente, sin padre y donde fue precisamente «el sacerdote» su mentor e imagen paterna. Para su madre este espacio era una bendición y su hijo no podía estar en mejores manos. Sin embargo, la vida de Gerardo tuvo una «torsión» el día que llegó Alberto Campero, un joven sacerdote argentino (exrugbista y scout) que venía a ocupar el podio de párroco. Con su llegada nace el Grupo Scout Santa Margarita al que Gerardo perteneció.
Basada en una historia real, Extorsión es una declaración de la vulnerabilidad de un niño frente al poder que, en este caso, tiene la imagen de un representante de Dios en la tierra.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 nov 2023
ISBN9788411815956
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    Extorsión - Constanza Godoy Fuenzalida

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Constanza Eugenia Godoy Fuenzalida

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1181-595-6

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    Dedicado a Norma, su madre.

    .

    Torsión:

    Rotación traumática que altera la posición original.

    Del latín torsio (giro) y ion (acción y efecto).

    .

    Gerardo y Manuel llegaron esa noche al Giratorio, el restaurante más lujoso de Santiago. Inmediatamente, los dirigieron a la mesa reservada para ellos y llegó el mozo. Mientras hacían el pedido, Manuel se puso evidentemente celoso ante las miradas y sonrisas que un hombre joven y guapo, sentado en una mesa contigua, le manifestaba a Gerardo insistentemente. El atractivo de Gerardo a sus treinta años no pasaba desapercibido ante nadie, hombre o mujer. Eso Manuel, quince años mayor que él, lo tenía claro. De regreso de la tensa comida, que solo los mantuvo en ese lugar durante una hora, Manuel manejó por la autopista sin emitir palabra alguna. Gerardo conocía su temperamento y tampoco quiso llamarle la atención cuando se situó al lado de un Audi a echarle carrera a más de 140 km por hora.

    A solas en su departamento de Las Condes, Manuel lo increpó por el descaro del desconocido, señales de interés, que, según él, no habían incomodado a Gerardo. Entonces agarró a Gerardo de los hombros y lo tiró sobre la mesa de centro del living, botando todos los finos adornos que la tapizaban. En cuclillas sobre él, comenzó a golpearlo. Gerardo no opuso resistencia porque Manuel era un hombre corpulento y alto, y sabía que, si se defendía, uno de los dos resultaría muerto. Junto a la golpiza descontrolada, Manuel lo amenazó con que le quitaría todo; metió su mano en el bolsillo derecho del jean de Gerardo, sacó las llaves de su auto y las arrojó por el balcón. Entonces comprendió que en el estado que se encontraba Manuel, de alcohol y droga en el cuerpo, lo podía lanzar a él también desde ese décimo piso. Después de unos minutos, Manuel, que no había parado de golpearlo hasta reventarle la cara, jadeante de rabia con una mirada desquiciada, se detuvo y partió a su dormitorio afirmándose en las paredes del pasillo. Gerardo perdió el conocimiento unos minutos y, al despertar, no pudo abrir los ojos por los hematomas. Apenas logró arrastrarse por el pasillo, se dirigió al baño a lavarse su rostro ensangrentado. Al salir del baño descubrió a Manuel sobre la cama boca abajo, se acercó a él y comprobó que estaba desmayado porque seguía respirando. Gerardo caminó a tientas hasta la entrada, abrió la puerta silenciosamente y huyó del departamento. Bajó rápido por las escaleras, agarrado firmemente de la baranda de fierro, ya que no quiso ser visto por la cámara del ascensor y menos que quedara un registro grabado de su estado. Al llegar a la planta baja, salió del edificio dando la espalda al conserje, que en ese momento cabeceaba de sueño frente a una película que miraba en un pequeño monitor. Gerardo salió a la calle y caminó durante dos horas sin parar. Sin duda, la adrenalina lo mantuvo despierto y con la energía necesaria para llegar a su casa. En el trayecto solo pensaba en su madre, en él, en su infancia juntos. Recordaba sus aventuras de niño en la parroquia y en el grupo scouts… «No puedo parar», se repetía incansablemente, «no puedo parar». Pensaba en la vida que llevaba hasta ese momento y en cómo el destino lo había arrastrado a esa situación. ¿Por qué?, se preguntaba sin encontrar respuesta. ¿Y si las cosas hubieran sido distintas y no hubieran llegado a vivir allá? Pero sabía que ella no tenía culpa ni responsabilidad. Ella siempre hizo todo lo mejor que pudo para ambos. Su madre era el símbolo de vida y fuerza que corría por sus venas.

    A las dos y media de la mañana, Gerardo logró llegar a la parroquia y, ya casi sin fuerza, subió la escalera de cemento que lo conducía hasta el pequeño departamento. Ella lo estaba esperando y escuchó su caminar, abrió la puerta y, al ver a su hijo en ese estado, se espantó. Ante el alarido de Norma, Gerardo la abrazó y no tuvo más remedio que mentirle y decirle: «Mamá, me asaltaron».

    Gerardo, guía de patrulla scouts

    18 años antes

    Verano 1981

    Los scouts llevaban dos semanas de campamento a orillas del río Calafquén, ubicado en la novena región de Los Lagos, al sur de Chile; una región de paisaje tan exuberante que el propio paraíso debe de haber sido una copia burda de su geografía. Apenas escucharon el silbato scouts, punto-raya-punto-raya, los cuatro chiquillos soltaron los troncos y las cuerdas, y salieron corriendo como condenados. Parecía que hasta el diablo se quedaba atrás de la velocidad con la que sorteaban los obstáculos en medio del denso bosque sureño. Los niños ya se habían orientado entre la masa de árboles y conocían bien el camino, siguiendo cada minuciosa huella que el día anterior procuraron dejar enlazadas en la base de los troncos de los añejos eucaliptos. Uno de ellos, el flaco, había amarrado su cinturón de cuero de vaca a la enorme raíz desnuda de un álamo que era tan alto como un edificio. Por eso, al escuchar el llamado de los jefes scouts, se echó a correr sin percatarse de que arrastraba sus jeans, pisoteándolos inmisericorde hasta romper cada hilo de la basta que, sin duda, su madre días antes se había esmerado en zurcir. Es que ellos sabían que no se podían detener, ya que ante el mínimo atraso recibirían un castigo que solo aguantan los lagartos. Así le llamaban a la posición, «el lagarto»; consistía en ponerse en cuclillas y saltar sin llegar hasta arriba, sin erguirse y volverse a agachar rápidamente. Debían hacer esta contorsión sin detenerse por cincuenta veces seguidas. Por eso corrían como locos, porque, si no llegaban a tiempo a la formación de patrullas, tendrían una larga noche con dolor en las piernas acalambradas, tanto así que hasta lágrimas les saldrían entre el sueño.

    Acababan de terminar la reunión de la Alta Patrulla, como se le llama al equipo de guías de patrullas, y desde el otro extremo del campo corría Gerardo, su jefe de equipo, que miraba impaciente, desplazándose colina abajo, esperando ver a sus compañeros de patrulla asomarse por la explanada del llano. Cuando divisó a sus cuatro discípulos saliendo del bosque, sujetó más fuerte aún con su mano izquierda el báculo en cuya corona yacía incrustado un cráneo de zorro y, alzándolo, les indicó la dirección correcta hacia el lugar de formación. Los niños observaron sus señas a distancia cuál radar humano y lo siguieron adelantándose unos con otros. Gerardo observó que la patrulla Puma también se acercaba al lugar y corrió más desesperado aún. Por fin se reunió con sus patrulleros y, alzando el báculo por sobre su cabeza, lo apuntó en dirección al cielo y gritó tan fuerte como un guerrero. Entonces la carrera de los otros scouts se aceleró al escuchar el exagerado bramido de Gerardo, llegando la patrulla Puma en segundo lugar.

    Una vez más, la Zorro fue la primera patrulla en llegar al círculo de reunión de la tropa. Todos los demás scouts se dieron cuenta de que, nuevamente, había ganado la formación de la unidad. Habían llegado primero, formado primero, gritado primero y, por lo tanto, ganaban diez puntos más en las competencias de su primer campamento. Las patrullas restantes se sumaron tras ellos al círculo humano y, mientras los demás scouts emitían sus gritos, Gerardo miraba a sus patrulleros con dureza. Observó a cada uno reprochándolos con la severidad impresa en sus obscuros ojos café, porque estuvieron a punto de perder la formación. Supo inmediatamente que algo estaban tramando en el bosque. Los niños bajaron la mirada y tosieron, seguido de una profunda inspiración por la falta de aire en sus pulmones y la sequedad en sus desérticos labios, que mantenían pegados de puro susto. Los cuatro sintieron temor de su mirada inquisidora; sabían que se habían librado por un segundo de la posición del lagarto.

    Los chiquillos tenían apenas once años y Gerardo, que recién había cumplido doce, era el guía de su patrulla, la Zorro. Él le puso ese nombre en honor a la cabeza del pobre canino que encontró tirado, cuando era niño, en el campo de su tío Mario, en las afuera de Los Ángeles.

    Gerardo tenía escasamente siete años y, mientras perseguía a las gallinas, se detuvo abruptamente ante la mirada de una desgarrada cabeza de zorro que se encontraba tirada en medio del fundo de la familia Pérez Rojas. El niño, aterrado con la imagen, abrió sus grandes ojos cafés, comenzó a respirar cortito y en dos segundos su cara palideció, lo que contrastó más aún con su cabello liso de color negro azulado. Gerardo se echó para atrás mientras el ruido de sus cañuelas temblorosas le avisaba que no diera un paso más. Muerto de miedo por la presencia del animal decapitado, volvió corriendo a gritos con su madre, avisándole de que un monstruo había descuartizado a un zorro. Norma lo tomó en brazos para consolarlo, mientras que su tío se levantó de repente, tomó su escopeta en la mano y salió maldiciendo al chupacabras, ser que desde los años setenta era el culpable de todas las desgracias que le ocurrían al ganado y a los zorros aledaños del lugar.

    Desde ese día, el segundo de sus vacaciones en el sur, el niño no había podido olvidar esa cabeza y, luego de ser su pesadilla por varias noches, tomó la decisión de que era mejor tenerlo como aliado para no seguir sufriendo. Su tío lo había tirado por ahí, cerca de donde lo encontró; eso había escuchado la noche del suceso, mientras, a escondidas, posaba su oreja en la puerta del comedor. Al día siguiente, el niño lo buscó por la misma explanada hasta encontrarlo en los pies del sauce al borde del canal de riego y, sin que nadie lo viera, lo tapó con unas ramas secas y le clavó una estaca, dejándola como pista a su tesoro encontrado. El día antes de regresar a la ciudad fue a escondidas de su madre con un saco de harina en la mano y metió la cabeza del zorro dentro, sacudiendo los gusanos y los miles de hormigas que a esa altura habitaban dentro del cráneo del animal.

    Cuando Norma descubrió el brutal bulto en la parte de atrás de la camioneta de su hermano Ramón, camuflado entre el equipaje que trajeron de vuelta a la capital, le gritó a su hijo: «¡Te voy a pegar!». El niño, que en ese momento se encontraba a su lado, salió corriendo para evitar recibir una paliza y se puso a dar vueltas, como trompo, alrededor del enorme patio de la parroquia. Ella corrió y apenas él notó que su madre cansada ya no lo perseguía más, se devolvió sigilosamente por detrás de ella y se colgó en su espalda, suplicándole que no le tirara su trofeo a la basura, porque ahora esa cabeza de zorro era su protectora. Norma levantó el bulto al cielo con un gesto de resignación mientras su hijo, como un verdadero mono, pendía de su cuello. Ella sentía pena por Gerardo y sabía que no tenía forma de hacer realidad sus sueños de niño, como comprarle un juguete, ya que el dinero que recibía del párroco solo le alcanzaba para cubrir las necesidades básicas de ambos. Así que, de tanto suplicarle y gracias a su posición de hijo único, el zurdo se salió con la suya. Entonces Norma le arrojó el bulto por encima de su cabeza y le dijo: «¡Hazte cargo de esta porquería!». Gerardo corrió a tomarlo y lo llevó al patio trasero de la parroquia. Apartado del acopio de muebles viejos, cavó un profundo hoyo en la tierra y prendió fuego con un montón de cartones y diarios viejos. Entonces echó la cabeza adentro. Así mataría a todos los gusanos, hormigas y bichos que hasta ese momento seguían deleitándose con la carne podrida del animal descabezado. Desde esa tarde, el chiquillo tuvo colgado sobre su cama el cráneo del zorro, y aunque a Norma no le agradaba el espectáculo, de a poco se le hizo familiar la imagen que contaba con solo tres dientes desperdigados en su mandíbula inferior.

    Luego de la formación, Gerardo les dio a sus patrulleros la misión de ir a lavar sus platos y tachos al río. Entonces él aprovechó el momento para introducirse al bosque en busca de una respuesta a lo que intuyó estaban haciendo a espaldas suyas. Los troperos no se percataron de su estrategia, porque Gerardo era muy astuto, escurridizo, y sus movimientos siempre aparentaban otra intención. Ellos ingenuamente pensaron que iba en dirección a la carpa a preparar la actividad que se les había asignado para el juego nocturno.

    Cuando volvieron a su refugio para guardar sus pertenencias en la artesanal despensa de ramas y cuerdas tejida en medio del follaje de un canelo que marcaba la posición de su carpa, vieron a Gerardo parado con el báculo en la mano y la cabeza de zorro quemado mirándolos tan ciegamente como se encontraba la mirada poseída de su guía de patrulla. Los niños comenzaron a tiritar porque, al observarlo más agudamente, distinguieron en su mano izquierda las señales que habían dejado como pistas en el bosque.

    Gerardo había seguido las huellas dispuestas en el trayecto porque reconocía cada una de las pertenencias que pendían de los árboles: una pirámide de piedras en su base, el cinturón desguañangado del flaco amarrado en una raíz y la marca hecha con carbón en los troncos de corteza desflecada. Con tan evidentes pistas descubrió que estaban ocultando algo. Caminó unos metros más hasta que encontró agrupadas y mal tapadas con ramas secas unas figuras hechas de palos y cordel. Eran recuerdos que los niños habían fabricado para llevar como regalo a sus padres, recuerdo de su primer campamento de verano, que ya llegaba a su fin. Al ver esas significativas figuras comenzó a hervir su sangre, anticipando la erupción de un volcán a punto de estallar y poseído ciegamente; agarró los frágiles utensilios entre sus manos y, con mayor desesperación, volvió al lugar de su patrulla. Al llegar al refugio, entre la carpa y el canelo, dispuso cuidadosamente los recuerdos dentro de un círculo que trazó sobre la tierra con la punta de acero del báculo. Entonces Gerardo aguardó pacientemente frente a la ceremonial figura a que sus súbditos regresaran del río.

    Minutos antes, los niños habían emprendido satisfechos el regreso al lugar de su patrulla luego de lavar acuciosamente con la ceniza de la fogata extinta sus tachos y platos metálicos y enjuagarlos en el río. A pocos metros de distancia, distinguieron la patética escena. Al llegar frente a Gerardo, bajaron la mirada hasta sus pies y observaron en la tierra el círculo con sus recuerdos situados adentro. El susto los enmudeció e instantáneamente soltaron los utensilios de metal, sus piernas temblaron y un intenso cosquilleo recorrió todo su cuerpo. El flaco, al ver su cinturón en la mano de su jefe de patrulla, se aferró a la pretina de sus jeans mientras inevitablemente se derramaba entre sus piernas un hilo de orina que terminó depositándose dentro de sus destartaladas zapatillas.

    ―¡¿Qué es esto?! ―les gritó Gerardo, posesionado de la máxima autoridad que le confería su rango de guía de patrulla. Los niños no emitieron palabra alguna―. ¡Vinimos a este campamento a hacernos hombres, no a ser unos debiluchos mariquitas!

    En ese momento clavó el báculo de patrulla a un costado, tiró el cinturón

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