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En Kabul vuelan cometas
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Libro electrónico239 páginas3 horas

En Kabul vuelan cometas

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Información de este libro electrónico

Con la llegada de los talibanes a Afganistán da comienzo un reinado de terror, opresión y censura que será difícil de superar. Sin embargo, nuestra protagonista, una mujer sufí, encuentra consuelo y esperanza en el islam. Con una prosa certera y delicada a la vez, Luz González realiza una defensa de la fe y de la religión islámica, librándola de los esteriotipos negativos que desde hace años se han asociado a ella. Un libro bello e irrepetible que debería ser de lectura obligatoria.
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento19 sept 2023
ISBN9788728392430
En Kabul vuelan cometas

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    En Kabul vuelan cometas - Luz González

    En Kabul vuelan cometas

    Imagen en la portada: Shutterstock

    Copyright ©2018, 2023 Luz González and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788728392430

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

    El sufí es como la tierra en la que se arrojan inmundicias y brotan rosas

    Yunaid, maestro sufí

    Mawqif

    Parada, lugar de descanso y lugar de desamparo

    Durante toda la ceremonia te has sentido como una víctima llevada al sacrificio, como un objeto comprado que se entrega a su dueño. No te atreves a levantar la cabeza. Es él quien te pide que lo mires. Ahora ya sois marido y mujer, a él ya no tienes que ocultarle el rostro.

    —Levanta los ojos, mujer, mírame.

    Las lágrimas contenidas hasta ahora te traicionan. Mirarle de frente significa mucho, significa tu rendición completa. Significa empezar otra vida en la que no hay sitio para el pasado, ni siquiera para la memoria del único hombre al que has mirado antes que a éste, el hombre con el que deberías haberte casado si Dios hubiera aceptado tus plegarias.

    —No llores, prima. No tienes de qué preocuparte. No voy a obligarte a hacer nada que tú no quieras. Sólo quiero ayudarte. Para eso me he casado contigo. ¿No estás contenta?

    No, no estás contenta. Tampoco tienes la angustia de otras veces, sólo un enorme cansancio y ganas de llorar. Sientes alivio una vez que has hecho lo que tenías que hacer, pero no estás contenta. El hombre que pide que lo mires te resulta un extraño. Tan extraño como tú misma. No te reconoces en esa mujer que busca esconderse detrás del velo.

    —Tu padre ha sido siempre para mí el padre que no he tenido. Era mi deber salvar su honor. Pero además lo he hecho porque te quiero bien, prima. Y también quiero a tu hijo. Va a ser un huérfano como yo. Yo no conocí a mi padre. Él tampoco conocerá al suyo y probablemente tampoco llegue a conocerme a mí.

    —No tienes que irte. Cocinaré para ti.

    —Deja de llorar, mujer. Si quieres que me quede, me quedaré. Seré como tu hermano el poco tiempo que permanezca en la ciudad. No me beses la mano, prima. La humildad es la virtud más grande, la que más agrada al Profeta, Dios lo tenga en su gloria, pero me resulta raro ver tanta en ti. Es con tu padre con quien tienes que mostrarte humilde y agradecida. A mí no me debes nada. Trátame como a un hermano. Siempre te he querido así...

    —¿Querrás al niño?

    —Claro que lo querré, ya te he dicho que me recuerda a mí mismo. Nadie sabrá que no es hijo mío. Yo no viviré mucho tiempo. Nadie podrá ver que su cara no se parece a la mía. No tendrán delante el modelo para poder comparar.

    —No hables así. Dios quiera que vivas muchos años.

    —Sólo Él sabe cuántos...

    —Con la ayuda de Dios intentaré ser una buena esposa.

    —Has dicho bien, con la ayuda de Dios. Pero se necesita mucha ayuda para que tú obedezcas como debe hacer una buena esposa... Así me gusta, verte sonreír. No se ha acabado el mundo. Tienes a tu hijo, tienes que ser fuerte para traerlo al mundo. Esa es la misión más grande que Dios os ha dado a las mujeres, no te avergüences de ella. A mis ojos tienes la mayor dignidad que una mujer puede tener: traer la vida.

    —Haré que no te arrepientas del favor que nos haces.

    —No voy a estar mucho tiempo con vosotros. Ya se lo dije a tu padre. Lo siento, prima. Siento no poder protegeros a ti y a tu hijo. Tu padre es ya viejo, pero tendrá que ocuparse de vosotros. Yo tengo otras responsabilidades. Estoy comprometido con una causa mayor. Tengo que estar dispuesto a luchar y a morir en cualquier momento, la yihad me necesita. Vivimos tiempos difíciles, tiempos que exigen grandes sacrificios en los creyentes. No soy dueño de mi vida, hace tiempo que me ofrecí a ser un shayid. La sangre de los mártires es la más noble. Le podrás decir a tu hijo que su padre fue un mártir del Islam.

    Dejas de llorar y miras al enfebrecido primo que habla de la muerte con un tono cada vez más exaltado. Nunca le habías visto una mirada tan soñadora. Has visto esa mirada en los derviches que anhelan el trance. Creías que ibas a odiarlo, que iba a ser una tortura estar casada con él. Sin embargo, no le odias. Sientes curiosidad por esa persona tan distinta en la que se ha convertido aquel niño con el que jugabas de pequeña. No le comprendes. Te consuelas con la idea de que Dios hizo a cada uno diferente del otro para probarnos. Está escrito en el Corán, si hubiera querido hacernos iguales lo hubiera hecho. No le entiendes, no entiendes esa manera de entender la yihad que tienen esos hombres, pero no quieres juzgarlos. Eso es trabajo de Dios, que es compasivo y misericordioso. Tú tendrías que tener un poco más de estas cualidades para comprender y amar al que se ha convertido en tu marido. Piensas en los votos que has pronunciado, las palabras del Altísimo que has leído y tu propósito de no pronunciar el nombre de Dios en vano. Lo que no es, podrá algún día llegar a ser con la ayuda del Todopoderoso. Con su ayuda intentarás vivir en armonía con este hombre, sentir amor y compasión por él. Una y otra vez vienen a tu mente los versos que se han recitado en la ceremonia: «Y entre los signos de Dios está éste, que Él ha creado para ti un compañero para que vivas en armonía con él, y Él ha puesto amor y compasión en vuestros corazones. Verdaderamente en esto se ve la naturaleza de Dios.». Ni siquiera estás segura de que signifiquen lo mismo para él. ¡Lo conoces tan poco!

    —¿Quién sabe?, a lo mejor a tu hijo también le espera un futuro glorioso. El Profeta, Dios le tenga en su gloria, tampoco conoció a su padre. Fue su tío el que se hizo cargo de él. Tu hijo me tendrá a mí, y cuando yo falte, tendrá a su abuelo. Tu padre es un buen musulmán. No hagas caso de quien diga lo contrario. Cuando uno es buena persona, le salen enemigos. Es lo que siempre pasa. Yo sé que es un hombre de honor. Si hiciera falta que diera la vida por él, lo haría.

    La yihad, el honor, la lealtad..., palabras nobles que escondían un terrible y cruel acto: matar y dejarse matar. Palabras que estás harta de escuchar. Cada vez que lo haces te esfuerzas en ahuyentar las sombras que traen detrás. Oyendo a tu primo hablar de la muerte se te ha hecho más próximo lo que llevas en el vientre. Ese abultamiento en la barriga ya casi tiene entidad de ser vivo. Habías pensado en deshacerte de él. Querías ahorrarle la vergüenza a tu padre. Pero no te atreviste. Te hubieras excluido de la comunidad de los fieles. Algo dentro de ti te decía que no debías hacerlo, que debías esperar. Primero esperar a que Zafar viniera de Rusia. Las cosas hubieran sido muy distintas si hubieras podido hablar con él. Si le hubieras dicho que estabas embarazada, hubiera venido inmediatamente, y tú no querías interferir en su vuelta. Lo querías vivo. Si volvía, podían matarlo. Además, tampoco querías obligarlo a que se casara contigo y ser un obstáculo para sus ambiciones. Tenía que ser una decisión libre: venir a tu lado o no venir. Por eso no se lo dijiste. Dudabas y dudabas. Y entonces se hizo tarde. Nunca estuviste muy decidida del todo, pero cuando te atreviste a pensar en abortar ya no era posible. Hubiera sido una locura hacerlo en un estado tan avanzado y con tan pocos medios sanitarios. Corría peligro tu vida. Claro que tu vida entonces te importaba muy poco. La hubieras dado si con ello hubieras podido salir del embrollo. Comprendías a tu primo ahora, las ansias de morir que tenía. Tú también las habías sentido. Pero para ti no había gloria en la muerte. Hubiera sido una inmensa cobardía. Nadie se hubiera enterado de nada. Le habrías ahorrado la vergüenza a tu padre, pero el disgusto hubiera sido mayor que la deshonra. Lo habrías dejado solo. Tu padre tenía ya muchas muertes en su vida, tenías que ahorrarle las que pudieras.

    Además ¿quién lo iba a cuidar en su vejez?, ¿quién le iba a hacer compañía?, ¿quién le iba a tener encendidas las luces cuando llegara a casa? Tu padre se deprimía si llegaba y no había nadie. No podía soportar la casa vacía. Por eso no te habías ido a Rusia, por eso habías renunciado a lo que más amabas en este mundo. Zafar no lo comprendió: «Quieres más a tu padre que a mí», te había dicho. Y no era cierto. Eran dos amores distintos pero igual de fuertes y te habías roto el corazón eligiendo uno. No podías dejar a tu padre anciano, no podías dejar tu patria, ni tu deber, ni tu conciencia. Tú también habías elegido el camino del martirio, como tu primo. Pero tu martirio no era de sangre, eso hubiera sido más fácil. Tu martirio esa seguir viviendo lejos de Zafar, interrumpiendo un amor que era lo más cercano a la felicidad que habías conocido. No sabías cómo Dios podía pedirte aquello, pero así era. Habías hecho un pacto con el Altísimo: «Dios Clemente y misericordioso, no voy a dejar a mi padre, no me voy a ir a Rusia, pero haz que él venga a por mí, hazle regresar para que podamos vivir juntos en esta tierra que es la nuestra, al lado de mi padre. Ahora dejo que se vaya y que crea que puedo vivir sin él, pero lo hago a condición de que tú me lo devuelvas sano y salvo y sin ganas de irse otra vez. Dios clemente y poderoso, tráelo de vuelta con deseos de vivir en su país. Dios compasivo y misericordioso, este es mi trato: me sacrifico y lo dejo ir, pero tú me lo devuelves».

    Lo habías visto marcharse con el corazón encogido. Pero Dios no te lo devolvió. Fue peor aún, vino para que lo mataran. Otro muerto. Pero éste te dolía más, porque era el tuyo. Otro mártir, aunque de una causa distinta. El cielo debía de estar lleno de mártires, gente feliz que os miraría y se compadecería de las penas de los mortales. Envidabas a tu primo por aquel destino jubiloso que tenía. ¡Qué fácil era! Los hombres lo tenían más fácil, se dejaban matar y ya estaba. Vivir era lo difícil. ¿Por qué Dios les pedía mayor sacrificio a las mujeres?

    Estabas pecando de soberbia, ¿quién eras tú para hacer pactos con el Altísimo? Con Él solo cabe la entrega. Dios grande y misericordioso ¡qué falta de humildad!

    Ahora tu primo se había ennoblecido a tus ojos. Habías dejado de tenerle miedo. Era una víctima más. Sus gestos de hacerte sonreír, de levantarte el mentón y pedirte que lo miraras. No te obligaba a acostarte con él, pero tú estabas dispuesta a hacerlo. Querías servirlo en todo, cumplir con tu parte de compromiso. No lo odiabas. No lo habías odiado nunca. Habías odiado la situación, te habías odiado a ti misma. Sólo tenías ganas de llorar. Durante toda la ceremonia habías estado reprimiendo las lágrimas, después fue inútil, ya no pudiste controlarte por más tiempo. Habías llorado y llorado, y ahora querías descansar. Por fin todo había pasado. Querías ser una mujer de cartón. Querías acostarte, no te importaba donde fuera, en tu cama de soltera o en la cama de él. Te daba igual, lo que querías era descansar y dormirte. Dormir y dormir. Te quedaste titubeante sin saber adónde dirigirte, no tenías fuerzas ni para decidir adónde ir. Que decidieran por ti. Se te cerraban los ojos, pero seguías en pie hasta que tu marido, tu primo, te dijo:

    Anda, vete a dormir, mañana veremos mejor las cosas.

    Por fin te dejaban sola. Te encaminaste a tu habitación y abriste la ventana. Las gotas de lluvia te mojaron el rostro, el pelo, las manos..., ya no necesitabas abluciones esa noche. La lluvia te había limpiado por fuera. Te llevaste las manos mojadas a los talones y los rozaste siguiendo el ritual. Habías purificado las partes del cuerpo prescritas y ahora te dejabas acariciar por el rítmico golpeteo de las gotas contra las losas del patio. Arrojabas de ti todas las preocupaciones del día para escuchar sólo esa música, que te estaba limpiando también por dentro, llevándose tus preocupaciones.

    De ahora en adelante tendrías que cuidarte de no manifestar delante de tu marido la heterodoxia de tus rezos. Mientras él estuviera delante, ibas a comportarte como la más fiel de las devotas. No podías hacer otra cosa. Sería un buen ejercicio de concentración para tu mente, tan propensa a extraviarse de una cosa a otra. Tu maestro hubiera dicho que aquello era un desafío que la vida te ponía para que practicaras la atención, así que estarías atenta al menor detalle del ritual. «No hay más divinidad que Dios, Él es único, presente en todas las cosas». Ahora te estaba mirando y tú no querías esconderte de Él, sino entregarte a sus brazos de paz y olvido. Tuviste la tentación de rezarle tumbada. «No, decidiste, voy a empezar ahora». Te iba a llevar tiempo acostumbrarte a practicar cinco veces al día aquellas formalidades. «Dios es el más grande», dijiste de pie ante la cama, inclinaste el cuerpo hacia delante y repetiste la segunda frase. Luego, después de hacer las otras postraciones obligatorias, te sentaste sobre tus rodillas y recitaste la azora de la Vaca. Empezaste por la aleya que dice: «Si mis siervos me ruegan, yo estoy cerca de ellos». Sin embargo, tú te sentías como si te hubiera abandonado. Después susurraste tu peculiar profesión de fe: «Creo que no hay más divinidad que Dios y que Mahoma es uno de sus 120.000 pro fetas». Y añadiste: «Santos de todas las religiones, os reverencio a todos». Mañana empezarías a decir la fórmula de otra manera. Al fin y al cabo no violentabas tus creencias. Hubiera sido una estúpida rebeldía imponer distintas palabras a la oraciones que todo el mundo decía, tu maestro las cambiaba sólo para que vosotros las entendieseis mejor. Tú ibas a recitarlas como todos los musulmanes lo hacían. No había más que un Dios, en eso estabais de acuerdo. Abriste las sábanas de la cama y retiraste la almohada. Una vez finalizado lo prescrito, rezarías tu plegaria personal, a tu manera: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado? ¿Por qué te has llevado lo que yo más quería? ¿Por qué me dejas tan sola?».

    La lluvia seguía cayendo fuera. El olor a tierra mojada te recordaba que la primavera estaba cerca, que no valía la pena lamentarse por lo inevitable, que era mejor agarrarse a la esperanza para que algo renaciera. Te llevaste las manos a la tripa. El niño no se había movido aún. Habías oído decir que algunos lo hacían en el vientre de la madre, que daban pataditas allá dentro. El tuyo no, el tuyo permanecía quieto. ¿Y si estuviera muerto? Tantos sufrimientos para nada. «Dios mío, protege a mi hijo, protégenos a los dos». Te acordaste de la sura para los muertos: «Dios es el más grande. Alabado sea Él y Su profeta. Señor, he aquí tu siervo, un hijo de tu Comunidad. No ha tenido tiempo de dar testimonio de que no hay más divinidad que Tú, y que Mahoma es Tu siervo y Tu mensajero. Tú le conoces mejor que nadie. Señor, ya que no ha podido realizar el bien, aumenta tú sus buenos hechos, y perdónale cualquier ofensa». Cualquier ofensa, ¡cómo si hubiera posibilidad de tal! «No uséis el nombre de Dios en vano», le habías oído a tu maestro sufí. Había que sentir cada palabra que se le dirigiera a Dios. No valía la recitación mecánica. Hablar con Dios era un asunto importante. Había que poner todo el empeño en ello. Toda tu atención. Volviste a recitar aquellas frases que te procuraban paz, el dhikr que te enseñaron en la tariqa:

    Siento el amor de Dios en mi corazón, siento el amor de Dios en mi corazón, siento el amor de Dios en mi corazón...

    Lo pronunciabas mentalmente, tenías que acostumbrarte a que no te vieran hacer cosas que les parecieran raras. No es que tuvieras miedo, no lo hacías por eso. Habías tomado esa determinación, como una retribución al gran favor que tu primo te había hecho. Era la mejor manera de agradecérselo, la que él quería. Al fin y al cabo no había más divinidad que Dios. Dios era solo uno ¿para qué tantos remilgos en dirigirte a él de una forma u otra? Volviste otra vez al Corán para recitar la Sura segunda, la aleya del Trono. Querías alcanzar la gracia de Dios, asegurar Su baraka para tu hijo.

    Dios No hay sino Él, El viviente, el subsistente.

    Ni la somnolencia ni el sueño se apoderan de Él.

    A Él pertenece cuanto hay en el cielo y en la tierra...

    ¿Quién intercederá ante Él sin su permiso?

    Sabe lo que está delante y lo que está detrás de los hombres,

    y estos no abarcan de su ciencia si no es lo que Él quiere.

    Su trono se extiende por los cielos y la tierra,

    y no le fatiga la conservación de esto.

    Él es el Altísimo, el Inmenso.

    Relajaste todo el cuerpo y empezaste a imaginarte rodeada de luz como si fuera el día que Dios reveló la Divina Palabra al Profeta. Veías la luz en tu imaginación, una luz cada vez más brillante que se extendía por toda la habitación, una luz de la que estaba hecho tu cuerpo, las paredes y todas las cosas. Una luz que estaba formando el cuerpo de tu hijo, luz tibia que daba calor y confortaba. «Estoy sumergida en la luz divina, ella impregna cada partícula de mi ser, soy esa luz».

    Ya casi no sentías el cuerpo, éste era como una nebulosa de partículas luminosas sin peso y sin sensaciones. Y entonces ocurrió el milagro, el niño te dio un vuelco en la tripa y fue un vuelco también en tu corazón. Las lágrimas corrían por tus mejillas, te llegaban al cuello y mojaban las sábanas, pero eran de gozo. Dios había oído tus plegarias. «Ahora ya nunca estaré sola», te dijiste, y diste las gracias a Dios por su misericordia, porque se había compadecido de ti. Pero no le podías ver la cara. No podías ver el rostro de Dios todavía, en cambio veías otro rostro muy amado, un rostro cuyos rasgos tenías miedo que se desdibujasen en tu memoria. Para evitar lo cual, habías estado haciendo el ejercicio

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