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¿Quién es el jefe?: Claves para formar hijos maduros y equilibrados
¿Quién es el jefe?: Claves para formar hijos maduros y equilibrados
¿Quién es el jefe?: Claves para formar hijos maduros y equilibrados
Libro electrónico165 páginas2 horas

¿Quién es el jefe?: Claves para formar hijos maduros y equilibrados

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¿Qué deseas para tus hijos? Ser padres y educadores supone, unas veces, tener muchas preguntas que no sabemos responder; y otras, desconocer las preguntas más importantes que hemos de hacernos. Para ayudarnos en ambos casos, nada mejor que la orientación de un experto en comunicación y educación. Este libro enseña a distinguir cuáles han de ser las prioridades en la educación de los niños para que lleguen a ser adultos maduros, equilibrados y con convicciones correctas. Y da las claves para dejarles un legado que perdure y que sea significativo para ellos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento31 jul 2023
ISBN9789877988918
¿Quién es el jefe?: Claves para formar hijos maduros y equilibrados

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    ¿Quién es el jefe? - Fernando Zabala

    Capítulo 1

    ¿Qué deseas para tus hijos?

    En un universo moral, la felicidad y la moralidad están relacionadas.

    Robert Lewis¹

    En dos o tres palabras, ¿qué deseas para tus hijos?

    Esta pregunta es la que el Dr. Dan Kindlon lleva años haciendo a los padres que requieren de sus servicios. Kindlon es un renombrado psicólogo e investigador en el campo del desarrollo emocional y cognitivo de niños y adolescentes, que fue profesor de la prestigiosa Universidad de Harvard durante 25 años y es autor de varios libros de éxito en ventas.

    ¿Qué responden los padres al Dr. Kindlon cuando les pregunta qué desean para sus hijos? Antes de descubrirlo, leamos el caso de Connor, de quien este autor escribe en uno de sus libros.²

    Connor es un adolescente de 16 años a quien su profesor de Historia acusó de plagio en un trabajo que hizo sobre la Guerra de Vietnam. Si se demostraba que había plagiado, Connor sería expulsado tres días, y su calificación final en esa materia se vería muy afectada. La expulsión también afectaría a su calificación en Química, porque le impediría tomar el examen de esa materia. Así que, sus probabilidades de poder estudiar en una buena universidad se verían muy mermadas, y esta era, precisamente, la preocupación de los padres de Connor. Cuando el Dr. Kindlon les preguntó qué deseaban ellos para su hijo, la madre respondió:

    –Queremos que sea feliz. Nos gustaría que estudie en una buena universidad, para que pueda hacer lo que quiera con su vida.

    Con este objetivo en mente, estos padres habían matriculado a Connor en una prestigiosa escuela secundaria. Pero ahora, una posible expulsión estaba poniendo en peligro todo su futuro. Lo que esta madre no sabía es que la conducta de Connor fuera de la escuela dejaba mucho que desear. En otras palabras, ¡el futuro del joven ya estaba en peligro, y no precisamente por la acusación de plagio!

    Creo que ya puedes imaginar cuál es la respuesta que recibe con mayor frecuencia el Dr. Kindlon cuando pregunta a los padres qué desean para sus hijos: Que sean felices.

    Ahora bien, ¿se puede culpar a una madre y a un padre por desear que sus hijos sean felices? ¡Por supuesto que no! ¿Qué padre no desea la felicidad para sus hijos? El problema está en hacer de la felicidad la meta suprema al criarlos. La felicidad nunca debiera ser el objetivo principal a la hora de educar a nuestros hijos, por la sencilla razón de que la felicidad siempre es el resultado de otros factores, como las decisiones que ellos tomen o los hábitos que cultiven. Su felicidad depende de la manera en que vivan.

    ¿En cuántos anuncios de televisión has visto que a los jóvenes se los anime a amar y a servir? ¿En cuántos se muestra la importancia del respeto, la responsabilidad y el servicio desinteresado?

    Y aquí radica el error que cometieron los padres de Connor. Más importante que el prestigio de su futura universidad debió haber sido el hecho de que su hijo haya recurrido al fraude para lograrlo. ¿No era aquella una valiosa oportunidad para que el joven aprendiera algo útil sobre el valor de la integridad? ¿No era aquel un momento perfecto para que entendiera que nuestros actos –tanto buenos como malos– tienen consecuencias que tarde o temprano tendremos que enfrentar?

    ¿Por dónde comenzar?

    ¿Queremos que nuestros hijos sean felices? Entonces comencemos por enseñarles a ser responsables. Hablémosles del valor de la integridad. Enseñémosles desde temprana edad la importancia de no mentir; la satisfacción del trabajo bien hecho; el valor del esfuerzo personal para alcanzar una meta; el gozo que deriva del servicio al prójimo... Enseñémosles que las decisiones que tomen cada día harán de ellos mejores o peores personas. En palabras de William J. Bennet, eduquemos su mente y su corazón para que sean buenos. Esto es educación moral.³

    Por supuesto, no se espera que, cuando son aún pequeños, nuestros hijos entiendan plenamente por qué siempre conviene ser buenos. Lo que sí se espera es que tú y yo lo entendamos, porque, tal como expresa Robert Lewis, en un universo moral, como el nuestro, no puede haber felicidad sin moralidad. Es decir, una persona no puede ser verdaderamente feliz a menos que haga lo bueno, no solo en público, sino también cuando nadie la ve. Y es que no puede ser de otra manera. La persona que para salir adelante en la vida tiene que recurrir al engaño, a la mentira, a la hipocresía o al robo, nunca podrá ser feliz, porque a la larga terminará perdiendo no solo el respeto de los demás sino, lo que es peor, el respeto propio. Ya lo dijo hace siglos el profeta Isaías: Para los malos no hay bienestar (Isaías 57:21).

    Llegados a este punto, conviene hacer una importante aclaración: nuestro esfuerzo como padres no consiste sencillamente en que nuestros hijos hagan lo bueno, porque bien podría ocurrir que actúen correctamente por miedo al castigo o por interés en la recompensa. Nuestro mayor interés debiera ser que amen lo bueno. En palabras del apóstol Pablo, nuestro ideal es que los niños crezcan amando todo lo verdadero, todo lo respetable, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo digno de admiración, en fin, todo lo que sea excelente o merezca elogio (Filipenses 4:8, NBD).

    El carácter va más allá de la apariencia y la conducta; tiene que ver con los principios, los atributos, los rasgos distintivos, los valores; con lo que somos en lo más íntimo de nuestro ser.

    En otras palabras, aquí estamos hablando del carácter y de la labor que como padres debemos cumplir para su edificación.

    ¿Qué es la edificación del carácter?

    Cuando hablamos del carácter, ¿a qué nos estamos refiriendo? Simple y sencillamente, a lo que somos. Mucha gente confunde el carácter con la personalidad (la imagen que proyectamos) o con la reputación (el buen nombre o prestigio del que goza una persona), pero el carácter va más allá de la simple apariencia o la conducta exterior: tiene que ver con los principios, los atributos, los rasgos distintivos, los valores; es decir, con la persona completa, con lo que somos en lo más íntimo de nuestro ser.

    Y dado que se relaciona con la persona completa, el carácter abarca las tres dimensiones del ser:

    la cognitiva: saber qué es lo bueno;

    la emocional: desear lo que es bueno;

    la conductual:hacer lo que es bueno.

    Hablar del carácter en términos de la persona completa –o de lo que está por dentro–, de los principios y valores que dan vida a las acciones, significa que la tarea que enfrentamos como padres y madres no es nada fácil, porque estamos hablando de la excelencia moral de nuestros hijos. Y hablar de excelencia moral es nadar contra la corriente en una sociedad en la que la oferta que se nos quiere vender gira alrededor de ser feliz y tener éxito.

    Hablar de excelencia moral es nadar contra la corriente en una sociedad que gira alrededor de ser feliz y tener éxito.

    Si nuestra misión fuera prepararlos simplemente para una vida de éxito, como se entiende hoy en día, o para que sean felices, entonces la receta ya está a nuestra disposición. Sencillamente, asegurémonos de que estudien en las mejores universidades, obtengan un título académico y luego acumulen todo el dinero y el poder del que sean capaces. O que, aunque no obtengan un título universitario, se las ingenien para destacar en el mundo de los deportes, de la farándula o de los negocios. Pero como tú y yo bien sabemos, la responsabilidad que tenemos como padres y madres va mucho más allá de conducirlos a una vida de éxito. Se trata de prepararlos para que sean hombres y mujeres de bien, de principios sólidos, que distingan el bien del mal, que deseen en lo más íntimo de su ser hacer el bien y, sobre todo, que tengan el valor de hacer lo correcto aunque eso los coloque del lado de la minoría.

    El puente de Brooklyn, construido entre 1870 y 1883, y que hoy une los distritos de Manhattan y Brooklyn en la ciudad de Nueva York, ilustra muy bien esta difícil tarea. Cuando se inauguró este puente, muchos le auguraron una vida efímera. Se decía que no era lo suficientemente sólido, y que en poco tiempo colapsaría. En su artículo Dual Citizenship [Doble ciudadanía], Lowell C. Cooper escribe que, para tranquilizar a la gente, se contrató a un circo para que hicieran cruzar el puente a más de veinte elefantes al mismo tiempo. El puente pasó la prueba sin ningún tipo de problemas. De hecho, ya por más de un siglo ha cumplido su misión de servir como una importante arteria vial en el corazón de una de las ciudades más populosas del mundo.

    ¿A qué se debe la durabilidad de esa obra de ingeniería, edificada en un tiempo en que los niveles de exigencia para este tipo de construcciones no eran tan elevados? A varias razones:

    A los materiales de construcción, entre los que estaba el acero, toda una novedad en ese entonces.

    A los arquitectos, que lo diseñaron para que fuera seis veces más fuerte de lo que era necesario en aquel tiempo.

    A los ingenieros –he aquí lo más importante–, que se esforzaron para que la fortaleza del puente radicara en los pilares; es decir, en la parte de la estructura que no se ve, la que se encuentra debajo de la superficie.

    ¿No es esta una apropiada ilustración de la obra que se espera que hagamos con nuestros hijos? ¿Qué clase de materiales estamos usando en la edificación de su carácter? Es decir, ¿qué valores y virtudes les estamos transmitiendo? ¿Los estamos preparando para hacer frente a todas las vicisitudes de la vida?

    Así como el puente de Brooklyn es una sólida estructura que lleva más de un siglo en pie, la educación de nuestros hijos debe hacerse con miras a que tengan un carácter sólido.

    En una época en que la publicidad y los medios de comunicación quieren vendernos la idea de que lo que cuenta en la vida es la imagen, vamos a

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