Cartas a mi hermana
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Cartas a mi hermana - Susana Cuervo de Vargas
EL MAESTRO NO DEBE MORIR: CARTA A DOÑA SUSANA CUERVO DE VARGAS
Apreciada doña Susana:
Con mucho interés y entusiasmo, y casi un siglo después, he leído las cartas que con tanta diligencia y maestría dirigió a su hermana. Créame que lo he gozado bastante y con ellas me he transportado muchas veces a su tiempo y a mi propia infancia, a mi primera casa, al Kínder San Martín, a mi Escuela Rosellón. Además, he podido admirar su inteligencia pedagógica, tanto en su aspecto práctico como en su reflexión sobre ello. En cuanto a su estilo, parodiando a Ortega y Gasset, podría decir que, si la claridad es la cortesía del filósofo, la del maestro debe ser, además de esta, la sencillez creativa, algo de lo que usted abunda, por cierto. En cuanto a la destinataria de su obra, no me he dado a la tarea de averiguar cómo se llama su hermana, en parte tal vez por mi falta de curiosidad, pero sobre todo porque, ignorando su nombre, estas cartas suyas cobran un carácter aún más universal y, en cierto modo, crean una fraterna comunicación entre diversos maestros por fuera de los límites del tiempo. Al fin de cuentas, más allá de las técnicas didácticas, de los modelos y teorías, de sus cartas se desprende una idea poderosísima: que educar es, sobre todo, amar, y esto es válido y deseable en cualquier época, más aún en la nuestra.
De un modo tal vez audaz, me atrevo a señalar algunos aspectos de su reflexión y su práctica pedagógica que, a mi juicio, se desprenden de sus cartas. Se trata de una cierta lectura entre líneas de asuntos, suposiciones o ideas que me parece importante resaltar.
Una de las cosas llamativas al leer Cartas a mi hermana es la asociación natural que usted establece entre la educación, la mujer y la maternidad y, más precisamente, el papel de preceptora que asigna a la madre y que incluso usted misma asume en relación con su hermana y sus hijos. La dedicatoria misma de su libro a la mujer colombiana pone en evidencia ese vínculo. Como bien se sabe, los romanos, de mentalidad bastante patriarcal, consideraban la educación una actividad más propia del padre que de la madre y, de hecho, afirmaban esto: qui educat, pater magis quam qui genuit³. Usted comparte en lo esencial esta paremia latina, aunque presentada en versión femenina, y veo que sus cartas, auténticos informes de campo, que concluyen en su mayoría con una parénesis dirigida a su hermana, esta idea es constante, que lo propio de la educación es engendrar de un modo superior al de la madre biológica y que en sus primeras etapas esta función es netamente femenina. Esto es bastante explícito en la tercera carta⁴ cuando afirma que «hasta ahora no se ha tenido entre nosotros el suficiente cuidado de preparar a la mujer para madre, para educadora, cual es su verdadera y hermosa misión». Asimismo, refiriéndose a la insuficiente preparación de las niñeras como primeras educadoras, había afirmado ya en otra⁵ que «ellas no serían perjudiciales si en las escuelas tuvieran el cuidado de preparar para la educación de los niños a las mujeres de todas las clases sociales».
A pesar del tufillo amargo y prejuicioso que pudiera cargar la atribución del adjetivo perjudiciales a las pobres niñeras (¿o a las niñeras pobres?), esta última propuesta resulta realmente de vanguardia, si se tiene en cuenta que usted la lanza apenas a comienzos de la segunda década del siglo veinte, aunque, a mi entender, carece todavía de la fuerza y del carácter reivindicatorio que tienen en ese mismo momento otras propuestas sobre el papel social de la mujer, tan audaces como las adelantadas por personajes de la talla de María Cano, por ejemplo. Creo, doña Susana, que su pensamiento sobre este tema se encuentra enmarcado dentro de una visión de lo femenino relegado todavía a la intimidad del hogar⁶, lejos de lo público, circunscrito únicamente al rol materno y de primera educadora, papel que la educación misma debe reforzar, según se desprende de sus propias palabras en la segunda carta⁷, cuando alaba con gracia el juego de su sobrina, pues le resulta «encantadora Luz, que solo tiene dos años, haciendo de madrecita, dándole la leche a su niña y arrullándola aun desde lejos cuando la siente inquieta».
Le confieso que muchos estamos hoy en desacuerdo con esta visión particular de lo femenino, aunque otros aún la compartirían. Pero, al margen de esto, veo que usted desde aquella época y con gran visión, aunque tal vez aun con demasiada timidez, señaló algo muy importante: la imperiosa necesidad de democratizar la educación y de que esta sea de buena calidad para la mujer. Es una idea revolucionaria que reconoce, además, el poder transformante de la educación a nivel social, cuando se hace de modo pertinente, cuando no se relega ni al maestro ni a la mujer a un papel meramente marginal. Resulta además inspiradora y sugerente para nuestro tiempo, sobre todo hoy, cuando se habla, por ejemplo, de programas estatales como Buen comienzo. Sin embargo, debo hacerle saber que, desde su tiempo hasta el nuestro, se sigue replicando un modelo de educación excluyente, aún no se logra una educación de igual calidad para todas las clases sociales, todavía la educación pública es la cenicienta del presupuesto nacional, todavía hay niños que van a estudiar sin desayunar, aún no es plena la ciudadanía femenina, ni se ha logrado todavía un real equilibrio de oportunidades para ellas. Si me permite corregirla un poco en algo, doña Susana, diría que las perjudiciales no son las niñeras o madres sin educación, lo perjudicial es que no la tengan y que explícita o implícitamente demos por sentado y consideremos natural un sistema social clasista y excluyente.
Sin duda alguna, usted piensa, actúa y escribe sirviéndose de un marco antropológico clásico, recibido en parte por el contexto en que fue formada y enriquecido, no solo por su experiencia docente, sino también por los referentes teóricos de la pedagogía y sicología que estaban en boga por entonces. Me parece que escribe con mucho amor sobre sus sobrinos, sus habilidades, su proceso de crecimiento y formación. A mi parecer, tiene muy en cuenta la sentencia de Juvenal, según la cual al niño se le debe el mayor respeto⁸. Pero es posible que su visión antropológica considere a los niños apenas como homúnculos cuando se refiere a ellos y a sus obras con tiernos diminutivos. Quisiera creer que es solo ternura, pero constato en varios pasajes que se trata de una consideración real. Cuando usted aconseja a su hermana «no olvides que el niño mismo es un gran auxiliar en la obra de su educación, apenas tenemos que encaminarlo; él naturalmente está sediento de lucha, de algo que lo haga sentirse hombre»⁹, no deja de percibirse cierta ambigüedad en su elaboración: por un lado, considera al niño protagonista de su aprendizaje y, por otro, parece no considerarlo aun plenamente humano¹⁰. Creo que es una tentación siempre presente en la educación no apreciar la completa humanidad del niño en cualquiera de sus etapas de desarrollo.
Es claro que una humanidad mejor depende siempre de la forma en que se eduque a los niños y esto supone a su vez una forma de entender la humanidad del niño. Posiblemente, yo esté sobrepasando el alcance de su afirmación y por eso me detengo más bien en lo que parece su intención: proponer formas de educación eficaces y adecuadas a las capacidades de los niños, identificar sus propias posibilidades y facilitar su desarrollo. En ese sentido, vale recordar aquella idea de Cicerón según la cual la educación convierte en productivas todas las potencialidades reales del ser humano¹¹. Por eso juzgo muy valiosa su idea de la autoeducación¹², dejar ser, ayudar a ser en libertad, que es una acertada interpretación de la educación y de la relación entre maestro y discípulo; así lo atestiguan, por ejemplo, este comentario sobre el valor de los dibujos que empezó a hacer Carlos por toda la casa y que merecían ser conservados: «la injusticia que cometemos no dando a los niños libertad para lo bueno»¹³, y también la afirmación de que «los juegos no se imponen, apenas se deben dirigir o sugerir»¹⁴. Veo en ello, además de una firme convicción personal, una consideración antropológica muy adecuada y objetiva sobre la humanidad de los niños entendida como autonomía moral e intelectual.
En relación con la antropología que subyace a su pedagogía, fruto de su estudio, de su observación, experiencia y sentido común, me parece importante destacar la búsqueda de equilibrio que sugiere para toda acción educativa. Por una parte, en las cartas 12 y 19 sugiere atender a todas las dimensiones de la persona y conocer las inclinaciones y aptitudes de los niños¹⁵, pues sin una apreciación integral del ser humano, el resultado de la educación será siempre una mesa de dos patas. Por otra parte, resulta de una riqueza práctica incalculable su recomendación de hacer de la educación un acto natural, sin solemnidades ni artificios onerosos¹⁶, cuando dice que «procuro que pase la mayor parte del tiempo ocupado en jueguitos que se convierten en trabajo y viceversa, lo cual tiene grandes ventajas; ya porque invierte en perfeccionarse esa excesiva y natural actividad que de otro modo lo volvería dañino e indisciplinado, ya porque con la hermosa costumbre del trabajo se enseña a apreciar el valor de los minutos¹⁷. Recordando al poeta Horacio¹⁸, la educación no tiene que ser desagradable o dolorosa, y