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Hell Master
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Libro electrónico485 páginas6 horas

Hell Master

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Un vínculo que nace, crece y se vuelve indisoluble, entre el paraíso y el infierno. Bethany Lyons aún no sabe que su propio infierno es él, “Hell Master"... y está yendo a buscarla.

La vida de Bethany Lyons está a punto de ser trastocada para siempre. Pero ella aún no lo sabe. Nacida y criada en un entorno privilegiado pero sumamente corrupto, es consciente de lo que la rodea. Riqueza y peligro. Encanto y perfidia. Eso es lo que ha aprendido desde su infancia, sintiéndose segura y convencida de la protección que su padre, Dan Lyons, siempre le ha garantizado a través del vínculo con uno de sus colaboradores más poderosos y astutos, apodado el Fabulador.

La jaula dorada de Bethany se quiebra cuando la joven es secuestrada frente a su casa por un hombre enmascarado al que decide llamar "Hell Master". Pero, ¿quién es realmente Hell Master? ¿Por qué la eligió a ella? ¿Para quién trabaja? ¿Por cuenta de quién la ha arrebatado de su vida cotidiana?

Mientras Bethany lucha por su propia salvación, descubre en su captor aspectos inesperados, diabólicos pero seductores. Empujándolo a la desesperación, lo obliga a revelarse, a enfrentarse a su propia humanidad, a su propio dolor. Y él también se da cuenta de algo que había preferido ignorar. Esa chica no se rendirá, rechazando con todas sus fuerzas el papel de víctima que le han impuesto. Tanto él como el mundo en el que ha crecido.

Será desde el refugio en el bosque donde Hell Master la ha confinado que comenzará la batalla de Bethany. Por la verdad. Pero más allá de la verdad, también comenzará a luchar por su existencia, por su libertad como mujer, como ser humano. Y por un amor que florecerá, más allá de cualquier control, de toda razón.

Bethany luchará por conquistar su espacio en el mundo. Un mundo en el que todas las certezas serán revertidas. Un mundo en el que nadie es quien dice ser.

Pasión... traición... obsesión... Cuando sus destinos se cruzan, Hell Master y Bethany descubren el esplendor en medio de las sombras. Porque entre el paraíso y el infierno, solo el amor puede salvarlos.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 sept 2023
ISBN9781667462615
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    Hell Master - Barbara Morgan (Josephine Kingstone)

    Hell Master

    Barbara Morgan (Josephine Kingstone)

    ––––––––

    Traducido por Mónica Virginia Rodríguez 

    Hell Master

    Escrito por Barbara Morgan (Josephine Kingstone)

    Copyright © 2023 Ghostly Whisper Ltd.

    Todos los derechos reservados

    Distribuido por Babelcube, Inc.

    www.babelcube.com

    Traducido por Mónica Virginia Rodríguez

    Babelcube Books y Babelcube son marcas registradas de Babelcube Inc.

    ––––––––

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    Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes y lugares narrados son invención del autor o utilizados de manera ficticia. Cualquier similitud con personas, eventos o lugares reales es puramente coincidencia.

    De acuerdo con la ley de derechos de autor y el código civil, queda prohibida la reproducción de este libro o parte del mismo por cualquier medio, electrónico, mecánico, fotocopias, microfilm, grabaciones u otros.

    ––––––––

    Website: http://www.ghostlywhisper.com

    Facebook: https://www.facebook.com/ghostlywhisperltd

    Instagram: https://www.instagram.com/ghostlywhisperltd

    Twitter: https://twitter.com/GW_BooksEtc

    A Joseph

    Un vínculo que nace, crece y se vuelve indisoluble, entre el paraíso y el infierno. Bethany Lyons aún no sabe que su infierno personal es él, Hell Master... y él está yendo tras ella.

    La vida de Bethany Lyons está a punto de sufrir un cambio irreversible. Pero ella todavía no lo sabe. Nacida y criada en un entorno privilegiado pero extremadamente corrupto, es consciente de lo que la rodea. Riqueza y peligro. Encanto y perfidia. Esto es lo que ha aprendido desde niña, sintiéndose segura y convencida de la protección que su padre, Dan Lyons, siempre le ha garantizado a través del vínculo con uno de sus colaboradores más poderosos y astutos apodado el Fabulador.

    La jaula dorada de Bethany se rompe cuando la chica es secuestrada frente a su casa por un hombre enmascarado al que ella decide llamar Hell Master. Pero ¿quién es realmente Hell Master? ¿Por qué la ha elegido? ¿Para quién trabaja? ¿Por orden de quién la ha sacado de su vida cotidiana?

    Mientras Bethany lucha por su propia salvación, descubre facetas inesperadas, diabólicas pero seductoras, en su carcelero. Empujándolo hasta el límite, lo obliga a revelarse, a enfrentarse a su humanidad, a su propio dolor. Y él también se da cuenta de algo que había preferido ignorar. Esa chica no se rendirá, rechazando con todas sus fuerzas el papel de víctima impuesto sobre ella. Tanto por él como por el mundo en el que ha crecido.

    Será desde el refugio en el bosque en el que Hell Master la ha confinado que comenzará la batalla de Bethany. Por la verdad. Pero más allá de la verdad, también comenzará a luchar por su propia existencia, por su libertad como mujer, como ser humano. Y por un amor que florecerá más allá de todo control, de toda razón.

    Bethany luchará por conquistar su lugar en el mundo. Un mundo en el que todas las certezas se verán trastocadas. Un mundo en el que nadie es quien dice ser.

    Pasión... traición... obsesión... Cuando sus destinos se cruzan, Hell Master y Bethany descubren la luz a través de las sombras. Porque entre el paraíso y el infierno, solo el amor puede salvarlos.

    "La alegría y el terror que embargaron su corazón le revelaron su presencia.

    Lo llenaba todo de luz, era la sonrisa que iluminaba todo cuanto la rodeaba.

    Bajó a la pista, evitando mirarla durante un buen rato, como si se tratara del sol; pero, aunque no la miraba, la veía, como sucede con el sol."

    (Lev Tolstoj, Anna Karenina)

    PRÓLOGO

    El comienzo de una gran guerra a menudo coincide con el inicio de un gran amor, o viceversa. A veces, ni siquiera importa poder identificar con precisión un comienzo y un final. Lo que realmente importa es lo que ocurre en el medio: las víctimas, los sobrevivientes, aquellos que aún luchan sin rendirse. Quienes desearían no tener que luchar más, pero no tienen otra opción. Quienes buscan justicia y verdad en el sentido más absoluto de las palabras, perdiendo por completo la noción de lo que realmente están buscando y de todo a lo que están dispuestos a renunciar para encontrarlo.

    El lugar que fue testigo del nacimiento de ese gran amor, sobre las ruinas de otros amores previos, tuvo para mí el mismo resplandor que un rayo de sol que rompe la oscuridad de las tinieblas. La misma luz, el mismo poder, la misma belleza devastadora. A pesar de tratarse únicamente de cuatro paredes, una habitación envuelta en la oscuridad de una noche aparentemente interminable, yo aún vislumbraba el sol. Sabía que estaba ahí. Incluso sin contemplarlo, seguía viéndolo.

    Continuaba sintiéndolo, al sol, percibiendo su calor en ese lugar aislado, ese refugio apartado del mundo, pero siempre en riesgo de ser invadido. Como un universo paralelo en el que sumergirse y vivir solo para nosotros mismos.

    Cultivar un amor y lograr brindarle suficiente luz, vida y esperanza. Incluso en medio del peligro, la inestabilidad, la destrucción y los engaños.

    Esta es mi historia. Solo un diminuto fragmento de tantas otras que han contribuido a darle vida. A darme vida. Y todavía no ha llegado a su fin. Porque una historia no termina realmente en la última página de un libro o en la última escena de una película, en las últimas palabras o en el último encuadre. Una historia continúa. En lo bueno y en lo malo. Mezclándose y entrelazándose con muchas otras historias. Porque incluso cuando muere, renace en otras vidas, en otros amores.

    Lo que considero mi comienzo para otros será solo un inicio más entre tantos. Pero en aquellos días con él, estuve viva. Fui humana. Volví a respirar después de una vida pasada en una especie de apnea inconsciente.

    Nos destruimos en esos días en los que no tuvimos a nadie más que a nosotros. Él me destruyó y me reconstruyó, fragmento a fragmento. Yo lo destruí a él. Lo que era, lo que había sido, incluso parte de lo que llegaría a ser. El recuerdo de lo que habíamos sido.

    Nuestro comienzo. La guerra, la esperanza, el amor. Lo que fue antes y lo que vendrá.

    Yo era Bethany Lyons. Él era Hell Master. No somos eternos. Tal vez no sobrevivamos a todo esto, más allá de estas páginas. Pero el amor sí. El amor sobrevivirá. Más allá de la guerra, más allá de la destrucción, más allá del odio. Más allá del dolor que podía separarnos y aniquilarnos. Más allá de la vida. Más allá de la muerte. Estaremos allí para seguir luchando.

    Un día alguien me dijo que nos aferramos al amor para aferrarnos a la vida. Para no ceder, para no sucumbir. Aprendí a aferrarme al amor, sin importar nada ni nadie, ni siquiera yo misma. Pero solo a través del amor aprendí a aferrarme a la vida.

    Porque yo era Bethany Lyons. Y más allá del amor, encontré la vida.

    CAPÍTULO 1

    No había salido de casa con la intención de cambiar mi destino. Solo iba a ser un día cualquiera, sin demasiadas expectativas más allá de las que siempre han sido habituales e indispensables para mí.

    Las típicas expectativas de Bethany Lyons. Podría escribir un libro al respecto, una historia detallada de mis casi veintidós años de vida. Los cumpliría en unas semanas. Un evento extraordinario que luego, dadas las circunstancias, habría borrado por completo de mis pensamientos. Porque mis pensamientos se convertirían en otros, al igual que mis prioridades. Mis pensamientos se convertirían en sus pensamientos, en sus momentos de cercanía, en sus ritmos. Mi destino, mis días, la consideración de los detalles y lo que esos instantes encerraban. Los días eternos que poco a poco se fueron transformando en fragmentos de tiempo más breves y fluidos, en minutos, en momentos compartidos. Todo eso. Todo lo que soy. Tal vez incluso mucho más.

    Pero volviendo realmente a mí, a mi organización del tiempo y del espacio... Bethany Lyons, casi veintidós años, nacida en Tallahassee, Florida, en un verano cualquiera. Un julio cualquiera. Con demasiadas exigencias, quizás, y ninguna obligación o consideración hacia los demás. Llevaba una vida cómoda y moderadamente tranquila, entre luces y sombras. Más luces, tal vez. O al menos eso fue lo que siempre intenté creer. Una hermosa y cómoda casa familiar, a poca distancia de la soleada playa de Miami Beach, muchos amigos o al menos un número considerable de relaciones, según la necesidad del momento. Un padre ausente, una madrastra inadecuada. Y mi nana Lucinda, a quien siempre he llamado así, aunque ya no era la niña sin madre para la cual esa joven mujer puertorriqueña había sido la única verdadera referencia femenina y maternal que la consentía y le brindaba un poco de cariño. Una luz entre las sombras, para mí. Un poco como su nombre.

    Todo lo demás era una costumbre, siempre lo había sido. Lujo y desperdicio cotidiano en cantidades considerables. Una habitación desde la cual observar el cielo, diseñada especialmente para mí por un arquitecto especializado, para que pudiera ver las estrellas. Cuando me obsesioné con las estrellas, los planetas y las constelaciones. Yo pretendía estrellas reales, no las fosforescentes que se pegan en el techo. Y tampoco quería ningún efecto especial reproducible electrónicamente.

    No había durado mucho. Nada duraba mucho en mi mundo. Solo la despreocupación de mi vida cómoda, eso sí, era una constante a la cual no habría sabido renunciar. O más bien, no habría sabido cómo renunciar, porque no conocía nada más allá de ese estado que me obligaba a obtener siempre lo que deseaba, cuando lo deseaba. Todo me era otorgado con extrema facilidad. Del mismo modo, todo me aburría con extrema facilidad.

    Era una estudiante universitaria. Había elegido química por aburrimiento, precisamente. Me daba al menos la impresión de poder crear algo, tal vez una nueva fórmula que salvara el universo, o simplemente a la humanidad. De qué y de quién, no tenía idea. Además, porque algunos de aquellos de quienes el mundo debía ser salvado eran precisamente aquellos que siempre estaban a mi alrededor. Como un virus letal. Siempre fui un poco apática, pero nadie se daba cuenta. Y yo tampoco le prestaba atención. Después de todo, era una consentida y era consciente de ello. Nunca había pasado por mi mente sentirme mínimamente culpable por ello.

    También teníamos una finca en Arkansas, de donde era originario mi padre y donde él residía de manera permanente. Y otra casa en California, en San Diego, donde mi madrastra pasaba la mayor parte de su tiempo. Se podría decir entonces que mi familia me mantenía y se mantenía a una distancia adecuada.

    Éramos una clara demostración de que el dinero y el poder no traen la felicidad. Fui una niña consentida, fui una joven consentida. Deseosa de todo y satisfecha con nada, me encontraba en un constante estado de inquietud. Incluso ser la mejor dejó de ser suficiente para mí. La más hermosa, la más amada, la más cortejada. Nada calmaba mi impaciencia, el vacío que me invadía y me consumía, que me golpeaba y me dejaba casi sin vida al contemplar ese cielo, esperando casi que el universo me absorbiera y me llevara lejos, muy lejos...

    No imaginaba que algo, alguien me llevaría realmente lejos. Él. Todo lo que yo no era. Él. Todo lo que, sin saberlo, sin indagar más, normalmente habría mantenido a distancia como una enfermedad contagiosa.

    —Voy a llegar tarde esta noche, a la casa de Brian... —La demora para mí era casi una forma de arte, un rasgo distintivo. Me las arreglé entre el teléfono que tenía presionado contra la oreja, la puerta que estaba a punto de abrir y las llaves del coche apretadas en la otra mano. Giré para cerrar y levanté la mano para saludar a Lucinda, que desde la terraza había seguido mis pasos a lo lejos a través de la galería y el jardín. Ella sonrió asintiendo brevemente antes de entrar. Luego retomé la conversación telefónica con Erin, quien oficialmente se podría considerar en ese momento como mi mejor amiga—. De todas formas, llegaré para el cóctel. ¿Habrá algo fuerte al menos? ¡Lo necesito! ¿Código de vestimenta? ¿Cómo no lo sabes? ¿No has vuelto con él entonces? Quiero decir... ¿no volviste a hablarle el otro día?

    Para mí, el código de vestimenta en pleno verano en Miami Beach se resumía en lucir una vestimenta escasa. Pero esas pocas prendas debían tener cierto estilo, cierta clase. Suspiré asintiendo, como si Erin estuviera cerca y pudiera notar mi desacuerdo. Solo me separaban unos pocos pasos de mi coche, pero me detuve como para recuperar la concentración y retomar la conversación.

    —Entonces, ¿nos iremos directamente a la playa desde la casa de Brian? No sé si me gusta la idea. Sé cómo va a terminar, incluso si nos quedamos en la piscina... Imagino que será la misma rutina. Pero he decidido no hacerlo —fruncí los labios y arrugué la nariz. Aparté el teléfono de mi oreja. Erin, como siempre, había elevado el tono de voz. Estaba molesta, no sorda—. No tengo ganas de que Chad lo intente de nuevo, ¿vale? No esta noche. Porque no quiero, simplemente. Aún tiene que pagar, al menos hasta el domingo, ¡así que no podrá arreglárselas con su rapidito de siempre!

    ¡No iría, lo había decidido! Así Chad pagaría por completo, con mi ausencia. Volvería a casa, con Lucinda, después de mi cita en la manicura y ella me prepararía burritos y tacos, como solo ella sabía hacerlos. Quizás también crepes de chocolate.

    —Lo sé, sé que me ama. Pero él no puede... —en realidad, ni siquiera yo sabía qué podía o no podía hacer Chad MacCormack. Estábamos juntos, más o menos desde principios de año. Nada definitivo. Era guapo, alto, moreno y atractivo. En la cama hacía un buen trabajo. Llenaba mi vacío de alguna manera. Al menos por un momento, antes de que el vacío volviera a apoderarse de mí, a devorarme. Así que me enfadaba por todo y por nada, quizás para encontrar una excusa, para respirar. Para ser caprichosa y voluble, como me convenía. Para hacerlo dependiente de mí, si podía lograrlo.

    —Claro, entonces avísame. Si tú también estás indecisa, no creo que vaya. Estoy con Debbie para hacerme las uñas. ¡Así que al menos podré arañar a Chad, como mínimo! ¡Hasta luego!

    Había conocido a Debbie, mi esteticista de confianza, en el centro de estética de Palm Beach que solía visitar LeeAnne, mi madrastra. Cuando estaba en la zona. Debbie era realmente una chica encantadora, dulce y paciente. No sé cómo lograba soportar la compañía diaria de mujeres histéricas y desagradables. Como yo. Como LeeAnne. Como otras de su mismo calibre y capacidad económica. LeeAnne, entre el bótox y la cirugía estética, se había retocado casi todo. Había sido una mujer hermosa de forma natural. El miedo a envejecer le había jugado malas pasadas en su equilibrio y autoestima. Y mi padre, Dan, se dio cuenta. Probablemente la hubiera engañado mucho menos si LeeAnne hubiera mostrado más seguridad, carácter y autoestima. Quizás no la hubiera engañado en absoluto con mujeres que tenían la mitad de su edad. Cuando no la veía como un monstruo, desde cualquier punto de vista, LeeAnne me daba mucha pena.

    No era culpa suya. Pero con su actitud, me hacía sentir aún más la falta de mi madre. Aunque no pudiera recordarla y solo conociera una fotografía de ella, conservada en un elegante portarretratos en la sala de estar. La misma fotografía que habían enmarcado en la capilla familiar. Jennie Lyons. Nada más. Y yo no había formulado preguntas ni exigido nada al respecto. En lugar de eso, absorbí en silencio la escasa información que me habían proporcionado, incluso cuando probablemente debería haber exigido más.

    Mi padre no hablaba del tema fácilmente. Mi padre no hablaba de ello en absoluto. Incluso la nana Lucinda, generalmente tan habladora sobre muchos temas, no se explayaba, conservando cierta reserva al respecto. La había sorprendido varias veces perdida, como si de repente perdiera toda su contagiosa alegría, sus ganas de sonreír y de hacerme feliz también a mí. Sus ojos dulces y oscuros siempre se entristecían ante la imagen de Jennie Lyons, fallecida unos días después de mi nacimiento. En un verano casi veintidós años atrás. Era hermosa e inteligente, dulce y radiante. Era todo lo que me había revelado sobre ella. Aunque Lucinda había empezado a trabajar establemente con nosotros cuando yo tenía tres años. El resto estaba guardado en el secreto de esa fotografía. Una mujer anónima, después de todo. Ojos y cabellos oscuros, tez bronceada. Anónima como yo. Una bella mujer encerrada en un marco, sin un corazón. Así como yo estaba encerrada en mi mundo, en el pequeño gran circo de mi existencia.

    Ningún pariente por parte de madre. Ni siquiera por parte de padre, excepto un tío completamente ajeno que se había mudado a Australia muchos años atrás. Mis abuelos paternos habían fallecido cuando yo era apenas una niña, no los recordaba en absoluto. Así que los verdaderos parientes de mi padre pasaron a ser sus socios de negocios. Parientes que me provocaban escalofríos de incomodidad y malestar, pero con quienes debía mostrarme afable, como si me sintiera segura, en familia. En realidad, habría querido otra cosa. Habría preferido algo más. Algo y alguien que no me hicieran sentir sucia por dentro, equivocada. Algo que, al menos una vez, no pudiera ser comprado con dinero.

    Unos pocos pasos y había llegado a mi coche estacionado frente a casa. No, no iba a ir a esa fiesta inútil. No vería a nadie. Después de mi cita con Debbie, volvería a casa y pasaría el resto de la tarde y la noche con Lucinda, viendo una telenovela mexicana. Me gustaba escuchar hablar en español y entendía casi todo, amaba el idioma de Lucinda, mi niñera. Necesitaba un poco de tranquilidad. Un descanso de Chad y los demás, incluso de Erin. Así pensaría en qué hacer con él. Porque él seguía diciendo que me amaba, pero yo...

    CAPÍTULO 2

    Lo último que alcancé a vislumbrar fue la ventanilla de mi coche, justo cuando levantaba el brazo para presionar el botón del control remoto y abrir la puerta. Acababa de guardar el teléfono móvil en mi bolso Chanel. Incluso escuché el beep de desbloqueo del vehículo.

    De repente, todo se sumió en la oscuridad total. Y al instante, experimenté una opresión en el pecho. Rápidamente, me vino a la mente la imagen de los condenados llevados al patíbulo, aquellos cuyas cabezas eran cercenadas en los tiempos de la guillotina y eran encapuchados para no ver. Fue cuestión de un momento hasta que el resto de mi cuerpo, más allá de mi cabeza, también se vio afectado. La siguiente sensación fue una disminución de la presión seguida de temblores en las piernas.

    Comencé a retorcerme, al principio con escasa fuerza, como si me faltara energía. Casi como si no me importara. Intenté levantar los brazos, o al menos lo intenté antes de que fueran rápidamente sujetados. Así que me rendí. Me rendí a la broma. A la estúpida broma. Una broma infantil y ridícula. Porque no podía ser otra cosa, no podía tratarse de otra cosa. Yo era Bethany Lyons. Nada malo, nada incorrecto, podía sucederle a Bethany Lyons.

    Imaginé lo que pasaría a continuación. Chad me quitaría la capucha, me giraría hacia él para besarme y estrecharme entre sus brazos. Por eso Erin me había retenido, distrayéndome con su charla telefónica. Para darle tiempo de llegar, de actuar, de...

    Sin embargo, no me permitía liberarme; apretaba mis brazos con mayor fuerza, tanto que sentía como si fueran garras que estuvieran rasgando mi piel desnuda. Me dejaría marcas. Marcas enrojecidas de sus dedos tan largos, pertenecientes a manos grandes. Chad no tenía manos tan grandes. Tal vez era uno de sus amigos, tal vez...

    Mientras tanto, la razón luchaba. Luchaba con toda la determinación y energía que le faltaba a mi cuerpo. Porque a pesar de que nada malo, nada incorrecto pudiera sucederle a Bethany Lyons, fui levantada a la fuerza y arrastrada lejos. Y yo era Bethany Lyons.

    Además, debía tratarse de dos individuos. Comprendí que la broma realmente se estaba volviendo pesada, de mal gusto. Fue en ese momento cuando, a pesar de que aún me resistía a aceptar la realidad de los acontecimientos, decidí gritar. Con todo el aliento que tenía en la garganta. Pero mi voz no salió. O al menos yo no la escuché, excepto dentro de mí, en mi cuerpo donde el grito resonaba poderosamente en mi caja torácica.

    Temblaba violentamente, eso sí. Comencé a debatirme con todas mis fuerzas, pero esas manos, esos cuerpos, me retenían. Porque esas manos parecían estar en todas partes, no solo aprisionaban mis brazos y piernas, sino también mi furia, la criatura herida y asustada encerrada dentro de mí. La Bethany Lyons tan tranquila y segura de lo que le depararía su destino en las dos horas siguientes.

    No, no era realmente Chad. Ni siquiera esos ineptos de sus amigos, casi siempre drogados o borrachos, especialmente en verano. Se hizo aún más evidente cuando sentí que me apoyaban sobre una superficie plana pero áspera. Cuando una puerta se cerró de un golpe que me hizo sobresaltar. El sonido distintivo de una puerta que se cierra. Mientras aún era sujetada por aquellas manos, mis muñecas fueron atadas entre sí y luego amarradas a algo detrás de mí.

    Me debatía, realmente. Y de repente, comencé a comprender. Lo que se siente. Lo que podría sentir alguien que es capturado, como yo. Sin previo aviso, sin que se le conceda un tiempo suficiente para reaccionar, sin un plan alternativo de escape. No estaba segura. Probablemente yo era un caso aparte, al igual que todos los demás. Siempre somos casos únicos, sin importar la circunstancia. En ese momento, no era nada. Ni más ni menos.

    Pero yo, como de costumbre, al menos deseaba intentar interactuar. ¿Por qué? ¿Con qué propósito? ¿Qué querían de mí? ¿Habían actuado con un objetivo preciso o se trataba solo de una coincidencia? ¿Me estaban esperando?

    No era la primera vez que me encontraba en una situación así, en realidad. Pero era la primera vez en la que me veía obligada a interpretar el papel poco gratificante de la víctima. Los pensamientos se agolpaban mientras escuchaba nuevamente el golpe de la puerta, pero más distante. Y luego otra vez, una vez más. Finalmente, el motor arrancó mientras a mi alrededor reinaba una oscuridad que aniquilaba mi cuerpo, mente y alma. Ninguno de los tres elementos colaboraba de manera significativa en ese momento. Estaban como adormecidos, en stand by. La idea de la broma era lo único que me permitía no enloquecer, allí, en ese instante, alcanzando y superando el punto de no retorno.

    Por otra parte, ¿por qué a mí? Porque no podía suceder, ¡al menos no a mí! ¿Solo porque mi padre era rico? ¿Porque estaba involucrado en sus habituales negocios y tratos con nuestros únicos y falsos parientes, que lo habían vuelto aún más adinerado y relativamente poderoso? No era culpa mía. Yo no tenía la culpa. Simplemente me beneficiaba. De manera pasiva, además. Eso me hacía inocente, intocable a mi juicio. Así había nacido, así había crecido, así había vivido. No se elige a los padres, a los parientes, a la familia. Simplemente uno queda atrapado en ella. Yo quedé atrapada en ella.

    Mientras tanto, el que permanecía conmigo me quitó la capucha de la cabeza. Sustituyéndola de inmediato por una venda en los ojos y una especie de mordaza de goma alrededor de la boca que por un momento me recordó una desafortunada visita al dentista. Fue tan rápido que no tuve tiempo de ver o decir nada.

    Yo siempre había estado al margen de todo. Siempre había mantenido mi pureza. Había fumado pocas veces y ya casi no bebía. Ser arrastrada y amordazada de esta manera era algo que solo podía pertenecer a una realidad ficticia o alternativa. Una broma de muy mal gusto. La misma que le habíamos jugado unos años antes a Amber, la tonta prima de Erin. Porque Amber se lo merecía. Porque Amber no tenía derecho alguno de seguirnos a todas partes con esa mirada desencajada y ese tartamudeo constante y molesto. Debía detenerse. Arruinaba nuestra reputación, la popularidad de las colegialas guapas y despiadadas. Fue Erin quien lo había sugerido, le había parecido una idea genial, una alternativa al aburrimiento. Una buena broma para Amber, que incluso se había meado encima. De repente, tuve la sospecha de haber hecho lo mismo. Crucé las piernas tratando de controlarme.

    En ese momento, yo era Amber. Pero en aquel entonces teníamos dieciséis años y todo nos estaba permitido. Obviamente, a los veintidós no lo habría hecho. Ni siquiera a Amber, que después de un año regresó a su miserable universidad en Nebraska.

    Pero la broma que le hicimos a Amber, aunque cruel, fue solo eso, una broma. La mía, en cambio... La toma de conciencia me golpeó con tal fuerza que casi enloquecí. Me retorcí repentinamente, golpeando mi espalda contra la superficie dura detrás de mí. Me di cuenta de que estábamos en movimiento, en algún tramo de carretera. Había suficiente espacio a mi alrededor, ya que estaba sentada con las piernas extendidas. Por lo tanto, debía encontrarme dentro de una furgoneta, hasta donde podía entender.

    ¿Dónde me estaban llevando? Intenté hablar, preguntar, gritar. Sin éxito. Solo salió un murmullo sofocado. Mis palabras, al igual que mis gritos momentos antes, solo adquirían sentido y sustancia dentro de mí. Una gran y nueva conciencia me invadió por completo. Yo era Bethany Lyons. No era Amber Comosellame. Ni siquiera recordaba el apellido de la prima de Erin. Broma o no, no les iba a dar el gusto. No iba a mostrar miedo. Porque, en el fondo, no estaba destinada a tener un mal final.

    Mi cerebro procesaba, procesaba frenéticamente sin descanso. Me pregunté si era normal en tal circunstancia. Pero dado que la propia circunstancia era anormal, no podía contar demasiado con una respuesta racional

    Logré mantenerme en silencio por un momento, tanto física como mentalmente. Solo luchaba por recuperar el aliento para gritar y reunir la energía necesaria para intentar patear y moverme. Quizás alguien fuera habría podido escuchar o percatarse de algo extraño. Tal vez estábamos detenidos en un semáforo, un cruce o frente a un lugar concurrido. Quizás alguien tendría la posibilidad de alertar a la policía, que vendría a buscarme. Si encontraran la furgoneta, podría ser mi salvación.

    Hice todo lo que estaba en mi poder, pero los resultados fueron insatisfactorios. No fueron suficientes para acercarme a mi objetivo. Sentí esa gran mano presionada sobre mi boca, que también me oprimía la nariz. Cuando me soltó, a pesar mío, inhalé ansiosamente en busca de aire. Solo unos instantes después, fui envuelta por una sensación generalizada e implacable de entumecimiento. Aunque me di cuenta, no hubo posibilidad de resistirme o frenar el proceso.

    De repente, me sentí cansada, muy cansada. Intenté gritar antes de abandonarme por completo. En ese momento, abandonarme se convirtió en el único camino posible para mí. Anular los pensamientos, apagar mi mente constantemente activa. Dejarme llevar. Dormir. Llegar a un territorio neutral donde no existiera nada, ningún conflicto, ninguna presión, ningún enfrentamiento con el mundo exterior. Dormir. Un sueño profundo, inducido, sin sueños. Dormir.

    La sensación del tiempo transcurrido no me asaltó al despertar. No tenía idea de cuánto tiempo había estado adormecida. Me pareció que todavía estaba en el mismo lugar. Cuando abrí los ojos, lo confirmé, aunque no pude ver nada debido a la venda que opacaba casi por completo mi visión. Parecía percibir solo una silueta frente a mí, a través de los diminutos agujeros de la tela áspera. Sin embargo, comprendí que aún estábamos en movimiento.

    Permanecí inmóvil en un vano intento de percibir algo más. Aunque tenía un fuerte deseo y una necesidad imperiosa de moverme, agitarme, hacer un escándalo infernal. Comencé a empujar hacia atrás y luego a balancearme de un lado a otro, cada vez más fuerte. Incluso arriesgándome a lastimarme las muñecas atadas detrás de la espalda. No sentía nada. Tenía la impresión de que mis brazos, aplastados por mi propio peso, estaban completamente entumecidos. Todo fue en vano, ya que nadie fuera me escuchó y quien probablemente estaba frente a mí no prestó atención. Hasta que me di cuenta de que la furgoneta estaba desacelerando hasta detenerse por completo.

    Inmediatamente después, un alboroto me sobresaltó, justo cuando me había calmado y permanecía alerta, esperando cualquier cambio. Todo sucedió rápido, como cuando me habían secuestrado en la calle. Como si cada uno de sus movimientos hubiera sido minuciosamente estudiado en todos sus detalles. Desatada del soporte que mantenía firmemente mis brazos atados detrás de la espalda, me levantaron sujetándome por debajo de las axilas. Mientras tanto, en el otro extremo, el cómplice había llegado a sujetar mis tobillos.

    Comprendí de inmediato que me estaban transportando a otro lugar, como a un saco de patatas. Bajé del furgón y la sensación de un espacio abierto me ayudó a respirar con más regularidad, pero al mismo tiempo me invadieron unos escalofríos que recorrieron todo mi cuerpo, obligándome a soltar un gemido doloroso. Intenté, una vez más, liberarme y patear con la esperanza de golpear a quien me sujetaba por las piernas.

    Probablemente lo logré, porque cedió por un momento y soltó su presa. Me moví en un vago y fútil intento de escapar, aunque el otro no me había soltado y seguía sujetándome firmemente. De hecho, me volvió a atrapar en un abrir y cerrar de ojos, levantándome y recorriendo con manos casi ávidas mis muslos, mis caderas.

    Me aprisionó como una garra de hierro y sentí su aliento en mi cuello, en el pecho y en la zona de mi cuerpo que la camiseta había dejado expuesta. Era nuevo. Su aliento era nuevo, completamente ajeno. No era una broma. No es que aún tuviera dudas. No era una broma. No era Chad. No era un amigo. No era ningún otro hombre que hubiera conocido antes. Estaba absolutamente segura, aunque no todos los hombres que había conocido habían estado tan cerca de mí. Tenía un olor cálido, casi atrayente, masculino. Si la situación no hubiera sido tan terrorífica y surrealista, incluso me habría gustado.

    Apreté los dientes, horrorizada por la sensación y, sobre todo, por el pensamiento de no haber logrado detenerla, contenerla. Pero no pude gritar, por supuesto. En cambio, sentí el mentón del hombre aún más cerca, su barba áspera en mi hombro me causó un cosquilleo que me hizo estremecer. Luego subió para rozar mi rostro, tanto que pensé que debía ser bastante larga.

    Finalmente, sus palabras. Secas, inexorables, despiadadas. Sin la inflexión de ningún acento que las hiciera siquiera vagamente humanas.

    —Mantén la calma. Si haces exactamente lo que te digo, no te sucederá nada malo.

    CAPÍTULO 3

    Realmente no se trataba de una broma. Todavía me aferraba a esa idea, estúpidamente. Como si la razón se negara rotundamente a aceptar la realidad. Pero sus palabras me habían inmovilizado por completo, cuerpo y mente. Mi racionalidad comenzaba a admitir y temer lo inevitable, el pánico y el terror que me envolvían me obligaban a temblar como una hoja. Solo mi emotividad conservaba aún energía para rebelarse, aunque débilmente.

    No podía ser verdad. O mejor dicho, no quería que fuera verdad. Esperaba que las circunstancias cambiaran como por arte de magia. Que algo o alguien interviniera para rescatarme. ¡De inmediato! ¡Ahora! Ni siquiera podía pronunciar, en mi propia mente, esas palabras que sonaban demasiado aterradoras para ser reales. Pero que de repente resonaron dentro de mí como el estallido de un trueno después de un destello de luz. Arrebatada. Secuestrada. Raptada.

    Mientras tanto, el otro me había vuelto a sujetar por los tobillos. Intenté nuevamente liberarme, más que nada por instinto, en cuanto sentí que me retenían. El frío también azotaba mi rostro y solo en ese momento me di cuenta de los surcos helados que recorrían mis mejillas. Eran lágrimas. Mis lágrimas.

    Quizás me habían sedado o paralizado de alguna manera. Porque me estaba dando cuenta de que, de todos modos, mi cuerpo no respondía a mis órdenes.

    Sentí un golpe repentino. Poco después, el aroma del exterior fue reemplazado por un olor a cerrado bastante opresivo. Al cabo de unos instantes, me acostumbré al cambio simplemente porque dejé de sentir tanto frío.

    Cuando fui colocada sobre una superficie blanda, probablemente un colchón, intenté tomar una respiración profunda. No pude lograrlo, ya que sentí una opresión en el pecho que me obligó a interrumpir la respiración y jadear. Tuve la sensación de tragar saliva mezclada con sangre. Tal vez realmente lo hice. El trapo que habían utilizado para taparme la boca y

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