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Cero coma tres
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Libro electrónico333 páginas5 horas

Cero coma tres

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Información de este libro electrónico

SINOPSIS
Lars, un joven tímido criado por su madre en un pueblo de Alaska, no es un chico corriente. Lars no es un homo sapiens, sino un neandertal clonado a partir de restos de ADN con más de cuarenta mil años de antigüedad. Como otros neandertales, fue recuperado de la extinción para convertirlo en un esclavo, pero la llegada de nuevo permavirus cambiará las cosas. Mientras millones de sapiens enferman por este virus milenario liberado al descongelarse el permafrost, los neandertales son inmunes.
En esta secuela de Cuarenta mil años sin ti, Lars y Zoe ya son dos adultos en medio de una sociedad que se descompone. Lars quiere encontrar a los suyos; Zoe busca dar sentido a su vida. Ambos se embarcarán en un peligroso viaje por el noroeste de los Estados Unidos, donde el cambio climático ha llevado a los humanos al límite y en el que sapiens y neandertales viven enfrentados.
IdiomaEspañol
EditorialNou Editorial
Fecha de lanzamiento21 jul 2023
ISBN9788417268947
Cero coma tres

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    Cero coma tres - Paula Gil García

    .nóu.

    EDITORIAL

    Título: Cero coma tres.

    © 2023 Paula Gil García.

    © Imagen de portada: Contratipo ediciones.

    © Diseño y maquetación: nouTy.

    Colección: IRIS.

    Director de colección: JJ. Weber.

    Primera edición junio 2023.

    Derechos exclusivos de la edición.

    ©nóu EDITORIAL™ 2023 sello de Planeta Nowe SL.

    ISBN: 978-84-17268-91-6

    Depósito Legal: GU 103-2023

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

    Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

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    Para Maex, Vega y Maya

    CAPÍTULO 1

    La voz de su madre sonaba diferente desde que estaba muerta. Más grave. Será por toda esa tierra que le echaron encima, pensó Lars.

    —Tendré cuidado, vas a ver. Pararé poco; solo para dormir y buscar comida, y siempre rápido. Nada de pueblos ni ciudades, tranquila. No, mamá. Nada de chicas, te lo prometo.

    Lars hablaba y ella contestaba. Sabía que no era cierto, claro; su madre llevaba semanas enterrada. Los muertos no hablan, no se mueven, no hacen nada. Solo se pudren hasta que desaparecen, como aquella ardilla que él solía alimentar cuando aún vivían en la cabaña fuera de Kanail y que una mañana apareció destripada por algún animal; seguramente un zorro. Su madre y él la enterraron bajo uno de los árboles que bordeaban la pradera, pero cuando Lars buscó su cuerpo tiempo después, solo por la curiosidad de ver si seguía allí, lo único que quedaba del animal eran sus huesos.

    Su madre aún estaba entera bajo la lápida; Lars sabía eso. Y también sabía bien que no era ella quien contestaba en sus conversaciones, sino su propia imaginación, su propia mente, capaz de anticipar las respuestas porque la conocía mejor que a sí mismo. En momentos como aquel, Lars prefería dejar de lado las explicaciones racionales e imaginar que de verdad era Tessa la que hablaba. O su espíritu, velando por su hijo desde el más allá.

    Charlaron un poco más. Tessa no quería que fuera por ahí con la cara descubierta. En las redes siempre has usado filtros, le recordó. Nadie fuera de Kanail ha visto cómo eres realmente. Lars aseguró que sería precavido, que se taparía, y ella insistió mil veces en que los de Cariyax aún podrían estar buscándolo. Lars pensaba que no. Sabía que Cariyax era hoy una empresa poco importante que solo se dedicaba a clonar dodos, esos pájaros extintos, y que los directivos de entonces o estaban muertos, o habían desaparecido del mapa. Tessa siguió insistiendo. Estaban también los sapienistas, resentidos porque los trabajadores neandertales les quitaban sus empleos. Lars opinaba que eran cuatro locos inofensivos, pero no dijo nada por no pelear. ¿Quién sabía cuándo volvería a visitar la tumba de su madre? No quería estropear la despedida con una discusión. Se dijeron adiós aguantando las lágrimas. Lars prometió que pronto estaría de vuelta y no reconoció que tenía miedo. El mundo fuera de Kanail era un lugar inmenso y desconocido que a veces le atraía, pero sobre todo, le aterrorizaba. Antes de marcharse adornó la lápida con algunas de esas amapolas naranjas que antes solo se encontraban en California y que ahora crecían salvajes por todos lados. Quería que la tumba de su madre conservara un aspecto cuidado. La había enterrado él mismo, pues la funeraria estaba saturada con todos los fallecidos por el virus. Tuvo que cavar durante mucho tiempo, pero finalmente consiguió hacer un agujero lo suficientemente grande para colocar el cuerpo. Después lo rodeó de flores, como ella le había explicado que los de su especie, los neandertales, ya hacían unos cuarenta mil años atrás.

    Había tardado semanas en prepararse, consciente de que el viaje no iba a ser fácil. Lo más complicado fue solucionar el asunto de las baterías. Coches había de sobra; Kanail había quedado sembrado de automóviles que sus dueños ya no iban a utilizar, las llaves puestas o sobre la mesa de la cocina que sus propietarios tampoco usarían más. Pero todos eran vehículos eléctricos. Si las estaciones de recarga de baterías no funcionaban estaba perdido. Al final, fue su amigo Paul quien encontró una solución.

    —He adaptado paneles solares al coche de tu madre; en el techo y en el capó. Los estaba preparando para el mío, pero creo que tú los vas a necesitar más que yo.

    Paul trabajaba en un taller mecánico a las afueras de Kanail en el que ya no había coches que reparar. No eran amigos antes de la pandemia y al principio le costó un poco confiar en él, como siempre le ocurría con aquellos que no conocía mucho. Paul había sido uno de tantos niños en su escuela, otro que avanzaba cursos mientras Lars se quedaba rezagado, pero el virus creó curiosas alianzas entre los habitantes que permanecían en el pueblo. De sus cuatrocientos cincuenta y siete ciudadanos, la tercera parte murió por el permavirus y otros tantos escaparon de la peste hacia zonas aún más remotas, a cabañas perdidas en el bosque. Los que quedaban, o no tenían a dónde ir, o eran, por algún motivo, inmunes. El mecánico se contaba entre los primeros.

    —¡Es increíble Paul! —Lars estaba emocionado. El monovolumen de su madre había conocido tiempos mejores, pero las placas solares le daban un aire futurista y disimulaban algunos golpes de la chapa. Paul había modificado también el interior. Ahora los asientos traseros se abatían para crear una cama bastante cómoda y el enorme maletero tenía un mueble despensa con placa eléctrica y mesa plegable para comer. Lars no se cansaba de abrir compartimentos y tocar botones, como un niño al que le acabaran de regalar una casa de muñecas.

    —Acuérdate de cargar los paneles siempre que haga sol; tienes que estar preparado para los días nublados. Ah, y te he preparado también un generador de gasóleo, para que te lo lleves.

    —¿Un generador de qué?

    —De gasóleo… no sabes lo que es el gasóleo, claro. Aquí lo vendían en la gasolinera hace mucho tiempo… ¿te acuerdas de la gasolinera? Bueno, da igual. Lars, ¿llevas suficiente comida?

    —Pues claro.

    —¿Mantas? ¿Botiquín? ¿Medicinas?

    Lars suspiró.

    —Eres muy pesado, ¿sabes?

    —Montana está muy lejos. ¿Qué vas a hacer si llegas allí y no están, si se han marchado a otro lado o algo así?

    —Saben que voy y van a esperarme, Paul.

    —Te voy a echar de menos, troglodita. No queda mucha gente por aquí.

    —Harás otros amigos.

    —Ni loco, no pienso ver a nadie más. A saber si son inmunes o no. Contigo estoy seguro de que no voy a contagiarme.

    Lars no había enfermado y, si la información que circulaba por las redes era cierta, los demás neandertales o denisovanos tampoco. Sus genes arcaicos los protegían de alguna forma de ese virus atrapado durante cuarenta mil años en el permafrost y que el deshielo del Ártico había sacado a la superficie. Todos esos homínidos criados en laboratorios y vendidos a multimillonarios estaban enterrando a sus dueños y paseando después tranquilamente por la calle. Su inmunidad concedió a Lars un estatus especial dentro de Kanail. Había cuidado de muchos, transportado cadáveres, consolado a supervivientes y vuelta a empezar cuando estos enfermaban. Era el único que iba de casa en casa, incluso a aquellas de los que antes lo miraban con recelo por ser como era; incluso las de esos que solían ignorarle, como Paul. Pero a él se le olvidaban esas cosas; quién había sido amable con él y quién no, quién le había llamado «chimpancé», quién había cogido la mano de sus hijos y cambiado de acera cuando se acercaba. A fin de cuentas, todos eran vecinos de Kanail y para Lars eso ya era suficiente.

    El día de su marcha se levantó tan temprano como siempre y se tomó un cuenco de sus cereales favoritos, los que tenían chocolate por dentro. Hacía tiempo que se acabaron en el pequeño supermercado de Kanail y, como ocurrió con otros productos como el detergente o las tortillas mexicanas, nadie volvió a reponerlos. Todo lo que venía de centros de distribución lejanos, de Anchorage, por ejemplo, o Canadá, había dejado de llegar, le explicó Rolf, el hijo de la tendera que se encargaba del supermercado desde hacía un par de años. Lo que traían de lugares más cercanos o de las granjas locales seguía disponible, pero entre esas cosas no estaban, desgraciadamente, los cereales rellenos de chocolate. Paul y él fueron listos y los encontraron. El día en que Rolf decidió echar el cierre y largarse al bosque con las existencias que quedaban en la tienda, su amigo dijo que era hora de ir a uno de esos inmensos hipermercados que había en la autopista, a muchos kilómetros de Kanail, a ver si encontraban algo que no hubiera sido robado ya. Lars lo acompañó únicamente por no quedarse solo, porque había pocas cosas que le gustaran menos que salir del pueblo. Las estanterías de aquel hipermercado estaban medio vacías, pero aún pudieron llevarse un montón de latas de conserva, paquetes inmensos de galletas y un saco de dormir bastante bueno para el viaje de Lars. Y cereales rellenos de chocolate; más de diez cajas de la marca que le gustaba y que ahora estaban cuidadosamente apilados en el maletero del monovolumen.

    Entre la comida, el papel higiénico y la ropa de abrigo no le había quedado sitio para meter mucho más, pero tampoco había nada en la casa que se quisiera llevar. Sin su madre allí, el apartamento era solo un suelo rodeado de paredes. Tenía algunos vídeos de Tessa grabados en secreto con las lentillas que le permitían conectarse a Internet y podría verlos siempre que quisiera. Metió en el coche la caja de zapatos en la que guardaba dibujos, juguetitos de plástico y otras baratijas que había acumulado con el paso de los años y que le recordaban su infancia. A veces, cuando un determinado recuerdo parecía escapar de su mente, rebuscaba entre el contenido de la caja y aquellos años volvían a él. Cogió también una vieja bufanda de su madre, la que tenía franjas de diferentes colores, porque siempre le había parecido que olía como ella, y los vídeos, por desgracia, no olían a nada.

    Estaba triste y asustado. Pero a veces pensaba en todo lo que le esperaba, en ese mundo que antes solo había podido ver a través de las lentillas, y sentía algo distinto. Excitación. Impaciencia. Cómo podían caber tantas cosas diferentes dentro del pecho, pensó.

    No se había dado cuenta de que había dejado el apartamento abierto y Paul estaba en la puerta.

    —Troglodita, pensé que era el único que iba a traerte un regalo de despedida, pero me parece que se me han adelantado.

    En el descansillo de la escalera alguien había dejado cuatro bolsas llenas de latas de comida y una cesta con lo que parecían ser mantas. El suyo era el único apartamento, un pequeño piso abuhardillado sobre la ferretería del pueblo. en el que su madre y él habían vivido desde que tenía tres años, así que las bolsas tenían que ser para él. Los ojos se le llenaron de unas lágrimas que llevaba toda la mañana conteniendo. No era la primera vez que los habitantes de Kanail le dejaban provisiones en la puerta. Lars encontraba ocasionalmente regalos en el descansillo, cosas como fruta o caramelos. que alguien depositaba a escondidas durante la noche. La cantidad de bolsas esa mañana significaba que se había corrido la voz sobre su marcha de Kanail, aunque él no se lo hubiera contado a casi nadie.

    —No… no voy a poder llevarme todo esto. Ya verás cómo está el coche, Paul.

    —No te preocupes, yo me lo quedo si no te cabe. Pero mira esto que te traigo. No ocupa espacio y podría salvarte la vida.

    Paul tenía en la mano un rectángulo con una pantalla negra que se encendió al tocarla. El aparato pareció disminuir de tamaño en las inmensas manos de Lars. Pensó que parecía un brac que le hubieran arrancado a alguien del brazo, aunque era más pesado. Aún se veían bracs por el pueblo, sobre todo en personas mayores que no quisieron implantarse el chip, pero nunca había visto un teléfono móvil real.

    —Cromañón… No tienes ni idea de lo que es esto, ¿no? —Paul parecía divertido.

    —¿Un móvil como los que tenían nuestras madres cuando eran pequeñas?

    —Error. Es un navegador de la marca TomTom y obsoleto desde que todo el mundo empezó a usar los móviles de los que hablas. Y luego el brac y después el chip. Aquí puedes ver dónde estás y por dónde tienes que ir para llegar a Montana.

    Lars dio unas cuantas vueltas al curioso rectángulo. La pantalla mostraba un mapa de Kanail con un puntito azul más o menos donde estaba la ferretería.

    —Pero Paul… yo no tengo chip, pero tengo las lentillas. Con ellas ya sé por dónde tengo que ir. Si las llevo puestas puedo ver un punto verde en un lado. Lo toco, aparece un teclado y dirijo mi mirada a las letras para escribir la dirección. Entonces cuando conduzco veo la carretera que tengo que tomar marcada en azul y si hay que girar aparece una flecha sobre el cruce que…

    —Igual que el chip que llevamos todos menos tú, Lars. Pero a ver: ¿qué tal funcionan tus lentillas estos días?

    —Bien… bueno, últimamente regular. Parece que hay mala conexión, no sé… —Lars estaba avergonzado. Su madre nunca le dejó implantarse un chip ocular; implicaba demasiados riesgos. Los de Cariyax lo encontrarían si empezaba a aparecer en las redes, repetía una y otra vez. Lars hizo entonces lo que cualquier otro adolescente hubiera hecho: se compró con su dinero unas lentillas sudafricanas de dudosa calidad que estaban empezando a fallar y que se conectaban a Internet solo cuando les daba la gana.

    —No son tus lentillas, bobo, son los servidores. Con tanta gente muerta o encerrada hay muchos servidores que han dejado de funcionar y nadie los repara. Por eso se te cortan los vídeos porno.

    Lars sintió cómo le empezaban a arder las orejas.

    —Yo no miro esas cosas, Paul. Bueno, una vez solo que…

    —Era una broma, troglodita. Nunca las pillas. Lo que quiero decir es que ya no puedes fiarte de la conexión a internet. El TomTom no tiene ni porno ni realidad virtual, pero funciona con GPS, vía satélite, y de momento va perfectamente. Mientras no se caigan los satélites, no hay problema. A ver, ¿dónde están tus amigos neandertales?

    —South Glacier, Montana.

    Paul introdujo el nombre del pueblo y el TomTom mostró inmediatamente la ruta más corta, cuarenta y seis horas. Paul arqueó una ceja.

    —Bueno, podría ser peor. Por lo menos no te tienes que preocupar por la frontera. Estaba cerrada, pero eso ya no le importa a nadie. Lo último que he leído es que no hay ningún tipo de control. En un coche autónomo no tardarías más de cuatro o cinco días, pero con el cacharro ese tendrás que parar a descansar. ¿Sabes cómo se carga este aparato? Tiene un cable, como todo antiguamente.

    —Me las apañaré, no te preocupes.

    —¿Y seguro que tus amigos siguen allí?

    —Si se tienen que ir a otro lado me lo dirán. Becca… ella conoció a mi madre hace muchos años, ¿sabes? Cuando yo era un bebé y todavía no habíamos llegado a Alaska. Becca me escribe de vez en cuando.

    —¿Y cuántos hay de esos como tú en Montana?

    —Cuatro neandertales. No sé si otros de otra especie. Y tampoco han crecido en laboratorios sino con humanos, igual que yo.

    —Esperemos que sean un poco más espabilados. Ten mucho cuidado, en serio. No sabes lo que te puedes encontrar en esas cuarenta y seis horas de viaje.

    Tessa solía decir esas cosas. Cuidado ahí fuera. No te puedes fiar. La gente no es como parece. Pero Lars no podía imaginarse que el resto del mundo fuese muy diferente a Kanail, donde los vecinos eran amables y la vida predecible. Observó a Paul, preocupado, intentando enrollar el cable del aparatito rectangular, y sintió tanta ternura que se lanzó a darle un abrazo.

    —¡Eh, eh, troglodita, no te emociones! Venga, coge tus cosas y márchate de aquí antes de que me arrepienta de haber venido a despedirme.

    —¿Vigilarás mi casa, Paul? Mientras no estoy. —Lars sintió cómo los ojos se le llenaban de lágrimas otra vez.

    —Claro, hombre —contestó el chico sin mirarle a la cara. —Déjame las llaves debajo del felpudo o algo así. No esperes que barra o esas cosas, pero cuidaré de que no te roben nada. No vaya a ser que vuelvas… Mañana vendré a por las bolsas de comida.

    Lars iba a decir algo más, pero Paul dio media vuelta y empezó a bajar los escalones de dos en dos. Desde la ventana vio cómo el chico salía a la calle y giraba a la izquierda, caminando rápido y con la cabeza baja. Pasó por delante de la panadería de Louise, cerrada desde hacía un mes, en la que Tessa le compraba galletas después de recogerlo del colegio, solo una cada vez porque eran grandes, de esas que tienen pedazos de chocolate derretido dentro y el centro blando y caliente. Llegó hasta el parque, donde jugaba de pequeño mientras Tessa lo vigilaba desde el apartamento. Allí Paul empezó a correr para completar la distancia hasta el taller mecánico. Cuando los árboles ocultaron a su amigo, Lars se permitió, por fin, bajar la guardia y entonces empezó a llorar, un llanto inconsolable y ruidoso, como si aún fuera un niño pequeño que tiene que separarse de su madre.

    CAPÍTULO 2

    Kata casi no durmió esa noche. Por los nervios. De camino a su nuevo hogar en aquel coche negro y elegante, un coche de ricos, el uniforme picaba y le apretaba en el pecho. Qué iba a pasar si no entendía a sus dueños, por ejemplo, o si eran unos tiranos que la trataban con dureza. En Xianxia los habían preparado bien, sabía cómo hacer su trabajo, pero uno nunca puede estar seguro. Pensar en Xianxia la entristeció y la puso todavía más nerviosa. Nunca más vería a sus hermanas, las otras cuatro neandertales del departamento siete con las que había crecido y dormido cada noche en una inmensa cama, unas encima de las otras como cachorros de la misma camada. Juntas habían recibido clases de limpieza y costumbres sociales. Juntas habían aprendido inglés, un inglés precario y con marcado acento chino como el de sus cuidadores. Nadie se preocupó demasiado en mejorarlo. Juntas espiaban en el patio a los otros estudiantes de Xianxia, que tenían nombres como Norbert o Kaito y que no hablaban en inglés como ellas porque estaban destinados a otros mercados. Sonreían, levantaban sus faldas y se partían de risa cuando los chicos se ponían colorados. Se reconocían por los miembros musculosos, las piernas cortas, la nariz grande y los ojos hundidos bajo la frente huidiza, pero no podían intercambiar ni una palabra.

    Ahora sus hermanas de Xianxia estaban en ciudades a miles de kilómetros de ella, sitios llamados Chicago o Sídney que Kata solo había visto en fotos. Le entraban ganas de llorar cada vez que lo pensaba.

    Resultó que los señores eran amables y hablaban mucho, todo el tiempo. A veces le costaba entenderlos. Parecían estar muy preocupados porque Kata estuviera bien. «Se sienten culpables, ¿sabes? Por tener una sirviente neandertal», le explicó Parker, la hija, que también hablaba todo el rato. Kata no entendió. ¿Por qué se sentían culpables? Uno se siente culpable cuando ha hecho algo malo. ¿Es que sus dueños eran unos criminales? Por si acaso, Kata extremó sus preocupaciones. Echaba siempre el pestillo de su cuarto; dormía agarrada a una bolsa con todas sus pertenencias dentro. Pero los días pasaron y nada ocurrió. Los señores seguían sonriendo y hablando sin parar y, poco a poco, Kata fue relajándose. La casa era grande pero fácil de limpiar. La comida era abundante. Las normas claras. Kata apuntaba todo diligentemente en una libreta para no olvidarse. Cuando se dieron cuenta de que no tenía chip implantado le permitieron usar unas anticuadas gafas de realidad virtual para hablar con Abigail en Chicago y con Evelyn en Sídney, y el dolor de la separación se atenuó un poco. En sus ratos de descanso se sentaba junto a la piscina climatizada, metía los pies en el agua y se maravillaba con que siempre estuviese caliente. O caminaba con Parker hasta la playa, a solo diez minutos de la casa, y jugaban durante horas a buscar conchas y saltar olas en el agua fría como si fueran dos niñas de la misma especie. «Nunca había tenido una nanny tan fea y tan graciosa», le decía Parker muerta de la risa cada vez que gritaba: «¡Kata, un tiburón!» y ella corría despavorida hacia la orilla, aunque fuera la sexta vez que la niña repetía la broma. La casa no era Xianxia. Parker no era como sus hermanas neandertales. Pero no era una vida tan mala y Kata sentía que podía llegar a ser feliz.

    Entonces apareció el permavirus.

    La primera vez que oyó hablar de él fue en el club social de Oak Hills al que Parker y los señores iban los domingos. Los padres echaban partidos de dobles mientras los niños jugaban y las madres daban cuenta de una botella tras otra de vino blanco hasta que estaban tan borrachas que casi se caían de las elegantes sillas. En esos momentos hablaban de Kata como si no estuviese delante.

    —Bueno, bueno… cuéntanos. ¿Cómo es la orangutana? —dijo una de las mujeres y las demás le rieron la gracia mirando a Kata de reojo con ojos brillantes por el alcohol y los chips oculares.

    La señora se puso un poco colorada, pero sonrió. Estaban encantados, claro. La chica trabajaba como una mula.

    —¿Y no te da reparo que viva en casa? —preguntó otra—. A mí… no sé, me resultaría raro. No quiero sonar racista, aunque siendo de otra especie y eso…

    —Además es una pasta, ¿no? Yo lo haría, pero el problema es que en una casa como la mía necesitaría por lo menos dos.

    —Bueno, el desembolso ha sido fuerte, sí, pero pensad que es una vez y ya está. Luego solo lo que gaste en comida, ropa, seguro médico… Nosotros queremos que esté lo mejor posible, claro. Y os aseguro que se lo gana, porque trabaja como tres.

    —Has hecho muy bien; yo también me compraría una si pudiera —dijo una mujer a la que Kata ya había visto alguna vez por la casa—. Además, ahora, con el virus ese, mejor extremar la limpieza.

    —¿Qué virus?

    La mujer se sentó un poco más derecha en la silla, saboreando ser el centro de atención.

    —En Alaska. ¿En serio no habéis oído nada? Estaban hablando de él esta mañana en las redes. Un virus nuevo; ha aparecido al descongelarse el permafrost. Han puesto a varios pueblos en cuarentena.

    —Ah, bueno. En Alaska. Creí que era más cerca —contestó otra, y todas suspiraron aliviadas.

    En las clases de cuidados infantiles de Xianxia les habían hablado de la pandemia de Covid y de lo que eran los virus. Kata se los imaginaba como insectos diminutos que ponían enfermos a los niños, pero también debía de haber virus y bacterias que enfermaban a los neandertales. Cuando una de sus hermanas empezaba a estornudar, todas acababan llenas de mocos y tosiendo en la cama comunal. Kata suponía que los virus saltaban de una a otra, como piojos.

    Esa noche en casa, Parker parecía preocupada.

    —Las otras nannies estaban hablando de un virus muy peligroso, Kata.

    Ella nunca hablaba con las otras nannies. Se colocaban en diferentes zonas del club o del parque, sapiens a un lado, neandertal al otro, observándose con desconfianza. Ellas cuchicheaban. Kata, sola, se mordía las uñas.

    —Las madres también. Virus en la Alaska —contestó a Parker.

    —«Alaska», Kata. Sin «la». La niñera de Madison estaba diciendo que ha muerto gente. ¿Crees que llegará hasta aquí?

    Kata reflexionó un momento. No le gustaba dar respuestas precipitadas, ni siquiera a los niños.

    —Aquí estás segura, Parker. Alaska muy lejos de Vancouver. Casi tanto como China. El avión tardó mucho, muchísimo. Kata mucho miedo en avión. —Aún temblaba al pensar en su vuelo a los Estados Unidos, todas esas horas en aquel tubo de metal que no paraba de dar saltos.

    —El virus no va a llegar aquí solo, boba. Viene en la gente. En la gente que llega en avión, por ejemplo.

    Kata reflexionó un poco más.

    —No pasará a Oak Hills. Hay barrera en la entrada de la carretera, hay barrera desde la playa. Personas con virus, no entran.

    Y sin embargo, entraron.

    Al siguiente domingo, el ambiente en el club social era muy distinto al de otros fines de semana. En las pocas pistas ocupadas se jugaba sin ganas, casi por compromiso. En las mesas había muchas menos madres y muchas menos botellas de lo habitual, y la conversación se mantenía en susurros. Se hablaba sobre la nueva niñera de los Harrison, la segunda empleada no sapiens

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