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México en 1821-1824: ajetreos y traspiés de un Estado-nación en ciernes: Un viaje a través de la opinión pública
México en 1821-1824: ajetreos y traspiés de un Estado-nación en ciernes: Un viaje a través de la opinión pública
México en 1821-1824: ajetreos y traspiés de un Estado-nación en ciernes: Un viaje a través de la opinión pública
Libro electrónico836 páginas12 horas

México en 1821-1824: ajetreos y traspiés de un Estado-nación en ciernes: Un viaje a través de la opinión pública

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Este libro refleja la opinión pública de México en el periodo 1821-1824, cuando el país inició su vida independiente y se enfrentó a la transición/brecha, donde lo tradicional del virreinato aún no desaparecía y lo nuevo apenas se imaginaba y pensaba.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 may 2024
ISBN9786078931095
México en 1821-1824: ajetreos y traspiés de un Estado-nación en ciernes: Un viaje a través de la opinión pública
Autor

Diana Dorfsman Comarofsky

Diana Dorfsman Comarofsky se formó en licenciatura, maestría y doctorado en Historia en la Universidad Iberoamericana. Desde el inicio de sus estudios universitarios tuvo la inquietud por acceder al conocimiento de la historia de México del siglo XIX, puesto que intuía que en esa centuria los ideólogos mexicanos estuvieron desafiados y se concientizaron de las problemáticas del país independiente; problemas políticos y socioeconómicos que, según ella, aún se manifiestan a la luz de nuestro presente. Actualmente, continúa su vida académica como maestra en el Departamento de Historia de esa universidad, impartiendo clases sobre México Independiente y en un futuro próximo en Historia de América Latina del siglo XIX.

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    México en 1821-1824 - Diana Dorfsman Comarofsky

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    México en 1821-1824

    México en 1821-1824: ajetreos y traspiés de un Estado-nación en ciernes. Un viaje a través de la opinión pública

    Diana Dorfsman Comarofsky

    UNIVERSIDAD IBEROAMERICANA

    UNIVERSIDAD IBEROAMERICANA CIUDAD DE MÉXICO.

    BIBLIOTECA FRANCISCO XAVIER CLAVIGERO

    D.R. © 2023 Universidad Iberoamericana, A. C.

    Prol. Paseo de la Reforma 880

    Col. Lomas de Santa Fe

    Ciudad de México

    01219

    publica@ibero.mx

    Primera edición: junio 2023

    ISBN: 978-607-8931-09-5

    Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio sin la autorización escrita del titular de los derechos patrimoniales.

    Hecho en México.

    Digitalización: Proyecto451

    Índice de contenido

    Portada

    Portadilla

    Legales

    Prólogo

    Introducción. La historia cultural y objetivos de esta investigación

    PRIMERA PARTE

    Aspectos generales para el estudio de los folletos

    Capítulo 1. La transición/brecha a inicios de la vida independiente

    1.1 Sentimiento de transición/brecha

    1.2 Yuxtaposición de elementos religiosos y civiles

    1.3 Combinación de elementos tradicionales y modernos

    Capítulo 2. Divulgación de las ideas en la opinión pública

    2.1 Principios generales sobre la opinión pública y problemas en el caso mexicano

    2.2 Comportamiento de la opinión pública entre 1821 y 1824

    2.3 Espacios de socialización para crear opinión

    2.4 Importancia de la libertad de imprenta y problemas que generaba

    2.5 Estrategias para restringir la libertad de imprenta

    Capítulo 3. La narrativa de los folletos

    3.1 Autores y títulos de los folletos

    3.2 Estilos de narración

    3.3 La experiencia histórica y social compartida crea un lenguaje sobreentendido

    3.4 Conceptos que servían para descalificar a los contrarios y para burlarse de las prácticas políticas que se daban en la elite política

    SEGUNDA PARTE

    Contenidos de los folletos

    Capítulo 4. Los conceptos de Ilustración y liberalismo difundidos en la opinión

    4.1 Libertad

    4.2 Soberanía

    4.3 Importancia de la representación del pueblo o de la nación

    4.4 Pueblo y voluntad general

    4.5 Principio de igualdad confrontado a la realidad social

    4.6 Alusiones al concepto de ciudadanía

    Capítulo 5. Propuestas de formas de gobierno

    5.1 Proclividad hacia la monarquía constitucional, 1821-1822

    5.2 Temor a la tiranía y el despotismo

    5.3 Presencia de las ideas republicanas en un ambiente monárquico

    5.4 Sentimientos provincialistas promotores del futuro federalismo

    5.5 Impugnaciones centralistas frente al federalismo

    TERCERA PARTE

    Habitus

    Capítulo 6. Ideales del Estado-nación a conformar. Obstáculos y denuncias que lo impedían

    6.1 Ideal del Estado-nación a conformar

    6.2 Obstáculos para la organización de un Estado-nación acorde con los principios de la Ilustración y el liberalismo

    6.3 Habitus de la lucha de facciones y de la negación del otro unidos al temor de la anarquía

    6.4 La lucha entre los poderes ejecutivo y legislativo en el campo social por el dominio del poder judicial

    6.5 Discusiones en torno a las prácticas electorales para elegir la representación nacional

    6.6 Las urgencias económicas del Estado-nación y la resistencia a pagar impuestos

    6.7 Incompetencia de la autoridad judicial para controlar los delitos de hurto y homicidio

    Conclusiones

    Fuentes

    Fuentes consultadas de la Colección Lafragua

    Bibliografía

    Índice de imágenes

    Por México y para los mexicanos

    Prólogo

    El germen de esta investigación nació aproximadamente hace treinta y cinco años, cuando me acerqué al doctor Tarsicio García Díaz para que dirigiera mi tesis de licenciatura en Historia dentro de la Universidad Iberoamericana. En esa ocasión le expresé que deseaba hacer una comparación de pensamiento entre el doctor José María Luis Mora y Mariano Otero, ante lo que pensaban acerca de la propiedad, la sociedad, la soberanía, la democracia, la igualdad, la abolición de fueros y la secularización. Él comentó que sería interesante que también comparara estos conceptos con lo que se había escrito dentro de la folletería de la Colección Lafragua. Por lo ambicioso del proyecto, ese estudio no llegó a culminar en el último objetivo y sólo quedó en la comparación de los dos ideólogos mexicanos de la primera mitad del siglo XIX. No obstante, la idea quedó insertada en mi mente como una meta a alcanzar.

    Posteriormente, decidí cursar la maestría continuando con la aspiración de comparar los pensamientos de don Lucas Alamán y el doctor José María Luis Mora, basándome en la tesis de Charles A. Hale de que sus ideas manifestaban más semejanzas que las diferencias ideológicas que se consideraba albergaban y de que sus distinciones esenciales consistían en la actitud que el Estado debía tomar con respecto a la Iglesia y en los proyectos económicos que propusieron para el desarrollo del país. A través de esa investigación, que me dirigió la doctora Lourdes Quintanilla, apoyada con la asesoría esencial de la doctora Guadalupe Jiménez Codinach, me pude adentrar en los pensamientos de otros actores políticos de la primera mitad del siglo XIX, como: Lorenzo de Zavala, Carlos María de Bustamante, José María Tornel y Mendívil, lo que me permitió ampliar mis conocimientos sobre las ideas, propuestas y posturas políticas de la época recién independiente de estos personajes. Tampoco, esa vez, pude ingresar al estudio de los contenidos plasmados en la escritura de la folletería Lafragua.

    No fue sino hasta muchos años después que retomé la idea de abordar los folletos de la Colección Lafragua para desentrañar lo que esos documentos podían develar. Sin embargo, ya no con el propósito de compararlos con los pensamientos de los ideólogos de la primera mitad del siglo XIX, sino con el de que sus testimonios históricos me sirvieran de base para responder a la burda pregunta, que se verá mejor desarrollada en la introducción de este ensayo: ¿Cómo se habían divulgado y percibido las ideas de la modernidad tales como: libertad, soberanía, representación, pueblo, voluntad general, igualdad y ciudadanía en la opinión pública, y qué prácticas políticas y comportamientos sociales impidieron que se realizara la idea de una nación de la manera a que se aspiraba, según las ideas que se vertían y los modelos de naciones civilizadas que se querían seguir?, y también: ¿cómo se fue dando la transición de la sociedad novohispana recién independiente de una mentalidad tradicional inmersa en lo que los hombres de esa época denominaban los tiempos de las tinieblas y de la oscuridad a una nueva era de las luces dirigida por la razón —que hoy se conoce como modernidad—, y cuáles fueron las prácticas políticas y conductas sociales que impidieron que se lograra aplicar un modelo de Estado-nación adecuado al espíritu de las nuevas ideas entre 1821 y 1824?

    En forma deliberada decidí seleccionar los años 1821 a 1824, porque en el primero de ellos fue cuando se consumó la Independencia y en el segundo cuando se logró expedir oficialmente, bajo varios ajetreos y traspiés, la primera Constitución federal del México independiente. Digo deliberada porque en el transcurso de mi vida me ha tocado vivenciar el proceso de la transición democrática, la alternancia de los partidos en el poder presidencial y los intentos para insertar a México en una economía abierta globalizada con mayor autonomía federal y, posteriormente, después de algunas decepciones, el intento de restaurar un modelo de desarrollo de un Estado centralizador, promotor de la economía y regulador de los intereses sociales, principalmente populares.

    Lo que me motivó en un principio a realizar esta investigación fue ver si era factible este tipo de transición democrática de un día para otro, después de un pasado histórico tradicionalmente tendiente a fortalecer al ejecutivo y centralizar el poder en una cúpula gobernante con una sociedad aparentemente observadora y pasiva. Por consiguiente, consideré que el 27 de septiembre de 1821 sería mi fecha de arranque, puesto que ese día se había logrado la emancipación tan deseada —a semejanza de aquellos años de los albores del siglo XXI — y se creía que el país ya estaba maduro para entrar a un gobierno representativo liberal —en el caso del siglo XXI, también democrático— que formaría el Imperio de la América Septentrional, después de la sensación de yugo y opresión que había significado el gobierno hegemónico y vertical virreinal. En mi fuero interno o deseos imaginarios, pensaba que los resultados que me daría esta investigación podrían dar elementos o pistas para entender lo que hoy denominamos en el ambiente de opinión pública una transición democrática trunca o fracturada que todavía no puede despegar hacia esa responsabilidad y participación social que tanto se anhela y que se teme perder, pese al esfuerzo invertido por lograrlo.

    Al término de las siguientes páginas espero que los lectores evalúen si logré o no ese objetivo. En lo personal, estoy satisfecha con mi propósito. Para ello, dividí este ensayo en un marco teórico, donde expongo mi pregunta de trabajo y explico por qué esta investigación está inserta dentro de la corriente historiográfica de la historia cultural, por qué se utilizó el concepto de Estado-nación, qué han dicho los diversos autores sobre el fenómeno de opinión pública, emergido principalmente en el siglo XVIII, y se definen las metodologías y conceptos —especialmente la aplicación de la noción de habitus de Pierre Bourdieu— a seguir para el desarrollo de la investigación.

    El ensayo se repartió en tres partes. En la primera y en el primer capítulo se dilucida qué significa trabajar en un periodo al que se ha denominado transición/brecha ofreciendo ejemplos extraídos de la folletería sobre las experiencias y sensaciones de esta vivencia temporal, donde se vislumbra una serie de enfrentamientos, tensiones, mezclas y yuxtaposiciones entre lo que se desea desechar de la tradición pasada y lo que se aspira a ser en el futuro, que aparentemente se abre hacia una novedad llena de parabienes entendida hoy como modernidad, basada en los principios de la Ilustración y el liberalismo, lo que revela un sentimiento social de querer llegar a ser algo, pero que todavía no es posible alcanzarlo.

    El segundo capítulo trata sobre qué significa el concepto de opinión pública: quiénes integraban este espacio de opinión, cómo se comportó esta esfera entre 1821 y 1824, los lugares donde se leían y cómo podían ser leídos y escuchados los folletos objeto de esta investigación, la importancia del principio de la libertad de imprenta para la generación de opinión a fin de escuchar la voz del pueblo para conformar al nuevo Estado-nación, los problemas que provocó este valor y las prácticas veladas que hubo para restringirla.

    El tercer capítulo versa sobre las narrativas, formas y estilos en que se escribía este tipo de papeles para atraer al público a leerlos, y las modalidades del lenguaje y conceptos que se usaron en la época, cuyos significados eran compartidos y sobreentendidos socialmente por los voceros de opinión y sus lectores.

    La segunda parte inicia en el cuarto capítulo, donde se analizan los contenidos de fondo de los folletos, desentrañando el significado de los conceptos legados de la Ilustración de fines del siglo XVIII y el liberalismo de principios del XIX, ideales a alcanzar en esa época, tales como: libertad, soberanía, representación, pueblo, voluntad general, igualdad y ciudadanía. Así, se observan las diversas posturas que se generaban ante ellos y cómo fueron utilizados en ciertos acontecimientos por algunos actores políticos ante la dificultad de aplicarlos a la realidad política y socioeconómica del país, que no tenía la infraestructura intelectual y material para vivir de acuerdo con lo que se anhelaba de éstos.

    En la misma tónica el quinto capítulo trata sobre las formas de gobierno que se manifestaban en los folletos, subrayando la preferencia que había al inicio de la vida independiente por ser una monarquía constitucional moderada capaz de aglutinar al vasto territorio del Imperio mexicano, como lo plantearon el Plan de Iguala y los Tratados de Córdoba y cómo fue apareciendo paulatina y exiguamente la idea republicana, en una lucha dialógica entre ambas formas de gobierno, hasta que la segunda logró interiorizarse en la opinión y no provocar reacción alguna, después de la abdicación del emperador Agustín de Iturbide y de ser proclamada por el Congreso reinstalado. Además, se verá el debate que se presentó —después del Plan de Casa Mata, entre 1823 y 1824— ante la presión de las provincias que conformaban lo que se denominaba la América Septentrional por proclamar la república federada frente a las tendencias centralistas de ciertos diputados del primer y segundo Congresos Constituyentes.

    La tercera parte de este ensayo consta del sexto capítulo, dedicado a las prácticas políticas y conductas sociales que impidieron que los conceptos y formas de gobierno analizados en la segunda parte se realizaran, para convertir al país en un Estado-nación de corte civilizado y moderno como se imaginaba que lo eran algunas naciones europeas y Estados Unidos. Para ello, se recurrió a la aplicación del concepto de habitus, de Pierre Bourdieu, a fin de desentrañar cómo las prácticas de lucha entre las facciones políticas para obtener la facultad de gobernar, y entre los agentes del poder ejecutivo y legislativo por capturar mayor capital específico en el campo social, la práctica de negar o descalificar al otro que pensaba distinto, las estrategias de redactar en forma ambigua e imprecisa las leyes, las intrigas electorales, la falta de una disposición para pagar impuestos y la carencia de una administración de justicia eficiente, actuaron a contratiempo para que el ideal de Estado-nación que se pretendía pudiera materializarse. Finalmente, se expondrán las conclusiones o inferencias que se han podido dilucidar a lo largo de toda la investigación con objeto de que los resultados estén en forma resumida al alcance del lector.

    Si bien, el realizar una tesis implica al investigador esfuerzos mediante los cuales acumula un gran acervo de experiencias y desempeños que lo dejan exhausto pero con la satisfacción de llegar al objetivo y aportar un poco de conocimiento, en esta empresa intervienen muchas personas a las que desea agradecer el haberlo acompañado en el trayecto.

    Para mí es importante expresar mi gratitud al departamento de Historia de la Universidad Iberoamericana y a la coordinadora del posgrado en ese entonces, la maestra Leonor Correa, por haberme aceptado realizar este proyecto y darme apoyo bajo sus excelentes académicos: doctora Jane Dale Lloyd, doctor Luis Vergara y doctor Alfonso Mendiola, las herramientas teóricas e historiográficas para abordar mi objeto de estudio. Mayor alegría tuve al saber que la doctora Lloyd sería mi directora de tesis, por la admiración que me deparan sus conocimientos y la exigencia que demanda a sus alumnos en el desempeño del trabajo —aparte del cariño que le tengo—, a quien debo la elaboración del marco teórico, las metodologías, las técnicas para sacar adelante este estudio y la revisión minuciosa de los borradores. No puedo olvidar a la doctora Cristina Torales, quien me ayudó a clasificar los capítulos de este ensayo y al apoyo que siempre me ha brindado para que me desarrolle en la profesión de la Historia.

    Asimismo, casi al final del camino tuve la gran suerte de toparme como lectora y sinodal a la doctora Laura Suárez de la Torre, del Instituto de Investigaciones Doctor José María Luis Mora, cuya especialidad y conocimientos en el tema abordado me permitieron ampliar el estado de la cuestión y darle una mayor categoría y precisión a la investigación. Tampoco puedo dejar de lado a mi querido y respetado maestro: el doctor Tarsicio García Díaz, quien sembró la semilla del estudio presentado y que después de veinte años me abrió las puertas del fondo reservado de la Colección Lafragua de la Biblioteca Nacional de México de la UNAM, para adentrarme en la lectura y análisis de los folletos. Para mí, era imprescindible que él fuera mi lector y sinodal. Mi gratitud a la maestra Margarita Bosque por haberme ofrecido su ayuda desinteresada en dicha Biblioteca y en todo lo que necesitaba. Sin todo este equipo y colaboradores administrativos no hubiera sido fácil aportar este estudio.

    El largo trayecto para conseguir la publicación de este libro también tiene personas merecedoras a ser mencionadas para expresarles mi gratitud. Al finado finado doctor Rubén Lozano, quien se dedicó desde hace muchos años a pulir el texto para hacerlo más accesible al lector, pero que la vida no le alcanzó para terminarlo. Asimismo, a su seguidor Moisés Martínez Ayala, heredero de esta labor, quien lo culminó; a los colegas de la nueva generación del Consejo Editorial del Departamento de Historia por los que pasó el texto, especialmente a la Dra. Paola Ortelli; a Rodrigo Illescas, quien me asistió en la investigación cibernética; a la maestra Judith Loredo del Centro de Educación y Capacitación Lizette Mussali de WIZO México y Azrael Marco Antonio Gómez, quienes me empoderaron en la tecnología de la computación para configurar el texto y las ilustraciones de acuerdo con los requisitos de Ediciones Ibero de la Universidad Iberoamericana.

    En el plano afectivo están los actores sociales y familiares que convivieron conmigo y durante largos años escucharon la elaboración de este trabajo: el doctor David Nelson López Garza, quien me impulsó a estudiar el doctorado; a mis amigas de diversos grupos: las fraternales colegas de la licenciatura de la Ibero, a mis queridas compañeras del grupo Javerut (Amistad) y del Consejo Consultivo de WIZO México (Women International Zionist Organization); a mis reencontradas amistades de la adolescencia de la Yavne y la Noar Hatzioni —especialmente Susy Anderman, que siempre me ha impulsado a escribir para el periódico del Centro Deportivo Israelita—, a Norma Weitz y a mi primo Richard Dorfsman.

    En el ámbito familiar, agradezco a mis tres familias, que significan mucho para mí: Kuba, Dorfsman y Comarofsky, por la relación de cariño y respeto que hemos tejido y tenido a lo largo de nuestro parentesco. Mención especial merecen mis finados padres, Esther Comarofsky y Jaime Dorfsman —que hubieran estado orgullosos de vivir este momento de la publicación del libro— y a mi tía Maña Peretzman, quien también murió en el trayecto de la publicación.

    Obviamente, los más importantes para expresar mi veneración y adoración son mis hijos, yernos y nietos, Leonardo y Déborah Kuba, Ricardo, Alan y Daniela Podoswa, a quienes quiero transmitir con este logro el valor de la disciplina, la dedicación y la tenacidad que vale la pena poseer en los diversos derroteros de sus vidas. Finalmente, quien merece estar encumbrado en un pedestal de admiración, por su paciencia, comprensión, apoyo material y aliento en cada proyecto que me he planteado es: Manuel Kuba, mi amado esposo (aunque la expresión suene cursi), quien con una presencia, a la vez cercana y distante y de respeto a nuestra individualidad, ha aceptado en la relación de pareja horas enteras de encierro y aislamiento en la biblioteca de la casa para la consecución del trabajo del oficio del historiador y ha financiado los estudios y peripecias para llevarlo a cabo. Por ello, y por muchas razones más, en una forma irónica, pero con carga de mucho sentido, generalmente digo: me llamo Diana Dorfsman, orgullosamente Kuba.

    Por supuesto, no puede faltar Dios, en quien tengo fe, aunque no soy religiosa practicante y de Quien siempre expreso que a mí me ha de querer, por la vida privilegiada que me ha tocado vivir, a Quien agradezco haberme dado la salud, la voluntad y capacidad para llegar a este acontecimiento en mi vida.

    Diana Dorfsman Comarofsky

    Introducción

    La historia cultural y objetivos de esta investigación

    El interés de este libro radica en observar cómo se difundieron e interiorizaron las ideas y conceptos de la Ilustración y el liberalismo emanados de Europa a finales del siglo XVIII y principios del XIX en la opinión pública de la sociedad mexicana entre 1821 y 1824, cuando el país inició su vida independiente, experimentó el primer Imperio y se desarrolló como República federal. Se parte de la idea de que para este periodo se da la gestación de una cultura política, la cual se analizará basada en la narrativa de la folletería de la Colección Lafragua. La opinión pública mexicana de esa época estaba conformada principalmente por la elite ilustrada y letrada, dentro de la cual participaban los actores políticos divididos en las facciones borbonista, iturbidista y republicana. Por ello el interés en desentrañar cuáles eran los comportamientos, creencias, valores, prácticas, conductas políticas y sociales que se manifestaron en estos sectores, que por un lado estimulaban a la sociedad a un cambio, pero a la vez mostraban resistencias e impedían que esas nuevas nociones encaminadas a formar una nación se materializaran de acuerdo con los modelos que en esa época se tenían de las naciones civilizadas.

    Por elite ilustrada, letrada e instruida se considera a aquellos grupos socioeconómicos de las clases altas y medias que tenían acceso a la lectura y la escritura, entre los cuales había algunos que participaban en la esfera gubernamental. No obstante, quienes más se destacaban por el dominio de la Ilustración, instrucción y la escritura en aquella época eran personas de la clase media con una educación superior o relativamente superior, que formaban una elite de notables instruidos en contacto con lecturas foráneas, emanadas de Inglaterra y Francia, principalmente.(1)

    Sin embargo, esta elite de notables instruidos formada en el gobierno virreinal, que generalmente había salido de las instituciones académicas o de la universidad, se vio desafiada, al consumarse la Independencia, por otro sector intermedio, diferenciado de ella, que había logrado ascender a la esfera de la escritura y lectura de las ideas, debido a la movilidad social que implicó el proceso de emancipación. Generalmente, este grupo se caracterizaba por vivir en condiciones de pobreza e inseguridad económica y había logrado elevarse socioeconómica y culturalmente durante el proceso de independencia, ya fuera por su inserción en las filas del ejército, su participación en las sociedades secretas y patrióticas de corte político, su actuación en los grupos de opinión y su apoyo o no a las diversas facciones en lucha: insurgentes, realistas, constitucionalistas, entre otras, lo que le había permitido adquirir instrucción de las primeras letras y de niveles medios. La importancia del surgimiento de este sector se debía principalmente a su formación en los diversos espacios de sociabilidad política que surgieron entre 1810 y 1821, que le demandaban y posibilitaban un aprendizaje autodidacta de las nuevas ideas que estaban penetrando y proponiendo un mundo envuelto por la luz de la razón y la libertad.

    De este grupo medio de instrucción informal también se destacaron hombres medianamente letrados e ilustrados que se enfrentaban al saber de los instruidos notables egresadosde las instituciones académicas superiores, amén de que fungían como interlocutores entre el pueblo —o plebe, como la nombraban las elites— y la esfera política gubernamental, que por lo general también participaba de la ilustración e instrucción de los notables instruidos; dicho grupo era una porción social que aspiraba a ascender a los grupos de mejores recursos económicos y posibilidades laborales. Este segmento medio bajo se caracterizaba por el intento de difundir las ideas ilustradas y liberales a las mayorías que estaban a su alcance, a través del conocimiento del lenguaje popular y de escritos de gran ingenio e ironía.(2)

    Un término que salta a la vista en el título de este libro es el de Estado-nación. Nación, por el significado abstracto de su naturaleza, en esa época —e incluso en la actual— todavía no estaba bien definido; sin embargo, el impacto que generaba al ser escuchado era capaz de movilizar y hacer participar a diversos sectores sociales en su defensa, en su consecución y en su deseo de constituirla.

    En términos generales, desde el siglo XVIII, por nación se entendía un lugar de procedencia e identidad cultural, que formaba parte integral de la monarquía española, la cual se conformaba mediante distintas formas de identidad de territorios, tales como reinos, provincias, villas, pueblos, ayuntamientos, entre otros lugares. También el significado político de nación estaba íntimamente vinculado al de patria, donde la gente implícitamente concebía cierta pertenencia identitaria de corte histórico hacia todo el conglomerado que conformaba la monarquía española, manifestada en ciertas características peculiares como la idiosincrasia, el honor, la relevancia y la distinción entre las demás naciones.(3)

    Según los parámetros de Ernest Gellner y de Eric Hobsbawm, entre 1821 y 1824, al independizarse la América septentrional de España, no había todavía las condiciones para formar una nación y elaborar un nacionalismo acorde con los criterios de la modernidad de la segunda mitad del siglo XIX, aunque el concepto de nación estaba presente en los documentos oficiales y folletos de la época. Gellner, desde una óptica político-sociológica, considera que para que pueda haber una nación subsumida al nacionalismo, se requiere de: un Estado que centralice el poder coactivo y organice a la sociedad, de un proceso de industrialización que estimule la división especializada del trabajo, de una población alfabetizada que permita permear una educación de corte homogéneo y estandarizado, controlada por las altas esferas de la burocracia, amén de una buena red de comunicación de las ideas dirigida por el Estado. (4)

    Hobsbawm, desde una dimensión histórica, considera impreciso y difuso al concepto de nación y que se diluye al tratar de definirlo, sin poderse hablar de éste como formación histórica hasta 1884; antes sólo funcionaba como un concepto con connotaciones literarias y económicas, unidas al discurso de valores liberales tales como la libertad y la igualdad, pero no como una entidad que tiene el objetivo político de constituirse como nación y absorber a las minorías alrededor de una sociedad mayoritaria.(5) Hobsbawm coincidió con Gellner en lo relativo a que, para conformar una nación, se requiere de una unidad política centralizada o Estado, de determinado desarrollo tecnológico y económico, así como de la existencia de una elite cultural, poseedora de una lengua vernácula literaria, administrativa y capaz de difundirse por escrito mediante la imprenta.

    Con base en estos autores, uno puede observar que el nuevo país independiente no tenía los elementos requeridos para ser una nación, a pesar de que la palabra se usaba ordinariamente. Sin embargo, hay una aspiración de la elite política e ilustrada de formarla a la manera de las naciones civilizadas, pero no había una conciencia de la carencia de los elementos para organizarla, ni siquiera con un Estado capaz de impulsarla de acuerdo con los criterios de Gellner y Hobsbawm. En apoyo de esta idea, François-Xavier Guerra expresó que las elites hispanoamericanas, al conseguir la independencia, lo primero a lo que se abocaron fue a construir el Estado y después a conformar la nación.(6) Por tales razones, en el presente trabajo se decidió amalgamar los conceptos de Estado-nación.

    El periodo de 1821 a 1824 es una época de transición/brecha en que la sociedad anhelaba algo distinto, que se anunciaba como novedad en el ámbito occidental, pero que su experiencia histórica del pasado virreinal no le permitía o se resistía a realizar. En palabras de Frank R. Ankersmit, era una etapa en la que somos lo que ya no somos más.(7) En palabras de François Hartog, era un presente de brecha en el que, de acuerdo con Hannah Arendt, se vivía como esos intervalos enteramente determinados por cosas que ya no son y por cosas que todavía no son,(8) o tiempos de crisis en donde, según Hartog, la evidencia del tiempo viene a confundirse: cuando justamente la manera como se articulan pasado, presente y futuro viene a perder su evidencia.(9)

    El comentario de la Reseña histórica de José María Tornel y Mendívil, actor político de esa época, muestra ese sentimiento del ya pero todavía no. En México, la anarquía lo habia desconcertado todo, la obediencia á las leyes pasaba por un sarcasmo, una revolucion permanente podia decirse organizada; mas en México ademas de las comunes desventajas, habia que crear una nacion, ó para hablar con exactitud, hacer que el pueblo dejara ese estado febril de agitacion, para obtener aquel rango.(10)

    Lo que interesa en este estudio es observar la sensación de transición/brecha, de acuerdo a cómo ciertos sectores de la sociedad se sentían más arraigados a los valores y planteamientos políticos que habían experimentado en común con respecto al pasado virreinal, mientras que otros proyectaban su visión hacia un futuro delineado en función de las ideas de la Ilustración y el liberalismo europeos, tamizados por la experiencia española.

    Debe enfatizarse que por transición/brecha no se entiende una ruptura, sino un tránsito hacia una serie de expectativas que se espera llegar a alcanzar en el futuro, pero que en el presente vivido no llegan a consolidarse y, por el contrario, los tropiezos y los contratiempos son más abundantes de lo que se tenía en mente, por la fuerza del pasado que sobrevive todavía bien anclado. De ahí los dos vocablos empleados en el título de este libro: ajetreos y traspiés. Esto se puede examinar en la opinión pública que se debatía entre adherirse al pasado conocido o tradicional o lanzarse hacia lo nuevo o moderno, aunque en este último caso se retomaba parte de ese pretérito que daba cierto asidero de seguridad, sin romper completamente con él.

    Al hablar de la transición de una atmósfera tradicional a una moderna, por tradición uno se refiere a la defensa del altar y el trono, la exaltación de la identidad, usos y costumbres españoles, donde la monarquía y la religión católica jugaban un papel preponderante.(11)

    Aunque las nociones de moderno y modernidad eran ocasionalmente utilizadas en la primera mitad del siglo XIX —y por ende dentro de las fuentes usadas en este estudio la palabra moderno sólo apareció una vez— su referencia adquiría el sentido de una oposición a las cosas del pretérito, de lo vetusto y antiguo, con una carga despectiva cuando era proferida por los defensores de la tradición. Lo moderno estaba muy asociado con la influencia de las ideas extranjeras emanadas principalmente de la Francia revolucionaria y era confrontado con lo viejo, que se identificaba con lo castizo o lo profundamente hispano.(12)

    En la medida que este estudio intenta desentrañar la gestación de una cultura política en lo manifestado en la opinión pública de determinada colectividad, uno se adentra en las áreas de la historia cultural, que para Daniel Roche, trata de estudiar los comportamientos colectivos, sensibilidades, imaginaciones, gestos, a partir de objetos tales como libros u otros materiales, que derivaron de las instituciones de sociabilidad.(13)

    Siguiendo esta línea, Antoine Prost considera que la historia cultural es indisociablemente social, puesto que se interesa por lo que diferencia a un grupo de otro. Se trata entonces de un razonamiento sobre las diferencias, sobre las distancias(14) de las formas de pensar, creer, concebir y sentir entre diversos sectores del pasado abordados por el historiador como una alteridad. Según Prost, la historia cultural entra en el ámbito de las representaciones y las palabras, ya sea de un grupo amplio de la sociedad, de un sector social o de la sociedad entera, donde las representaciones simbólicas y el lenguaje usado en los discursos eran cruciales para conseguir tal objetivo.(15)

    Sin embargo, al ser la historia cultural una vertiente influenciada de las propuestas y modelos de las ciencias sociales, especialmente la antropología, que explican los fenómenos y problemas contemporáneos, su desafío estriba en aplicar tales construcciones teóricas a una temporalidad que muchas veces no corresponde al contexto y ambiente al que éstas se refieren, de donde podría caerse en anacronismos de tiempo y espacio. Para evitar esto, sigo a Eric Hobsbawm quien propone desarrollar bosquejos de modelos y conceptos que se puedan manejar dentro de una temporalidad acorde tanto con el pretérito al que se refieren como con el lugar sobre el que se escribe, enfatizando las diferencias, lo singular, el cambio y la transformación.(16)

    El concepto de representación es puntal para esta investigación, no sólo en lo relativo a que en el nuevo orden de cosas que se intentaba construir se buscaba el establecimiento de un gobierno representativo, dividido y mediado por un poder alternativo al rey o al ejecutivo, que estuviera representado por las Cortes o Congreso, sino porque las fuentes con las que se ha trabajado, tanto de la Colección Lafragua como de los testimonios de los historiadores contemporáneos a los años de 1821 a 1824, dan una serie de representaciones de lo que pudo haber acontecido histórica y políticamente, y de cómo los diversos grupos que conformaban la opinión pública percibían e interpretaban tales hechos que experimentaban.

    Representación, para Roger Chartier, significa tanto el contenido de los textos u obras impresas, como los dispositivos mediante los cuales éstos fueron producidos, editados, impresos, difundidos y las formas de recepción bajo prácticas diversas de lectura y las distintas interpretaciones que se dieron de ellos, lo que permite desentrañar una representación de la diferenciación social.(17) En este caso, representación significa una suposición o propuesta parcial de cómo una sociedad pudo estar dividida en diferentes grupos de acuerdo con lo que se escribió, con cómo se recibieron, leyeron, comprendieron e interpretaron los textos u obras que se distribuyeron. La respuesta de los grupos hacia la lectura de éstos podría ser de adecuación al sistema en que se vivía, creando nuevas vías para un cambio y suscitando nuevos públicos, nuevos usos y significaciones, o resistencia al contenido de lo que se había divulgado.

    Por otro lado, F. R. Ankersmit piensa que si el principio de representación política se aplica a la realidad política, es decir, a la representación de una colectividad en una persona, éste también funciona en la escritura de la historia, ya que la representación histórica es un intento de discernir coherentemente una unidad entre la multiplicidad de acontecimientos del pasado.

    Para este teórico de la historia, la verdad histórica no es el ideal cognitivo en la actualidad. Representación para él significa una correspondencia parcial entre el lenguaje, arte o política con la realidad. Por ende, la representación histórica no implica la identidad, ni copia exacta con la realidad del pasado, sino la semejanza entre lo representado en un tiempo pretérito y la representación que el historiador logra mediante su indagación. Esta indeterminada relación de semejanza entre realidad y representación que se da en las múltiples representaciones de los investigadores y especialistas, es lo que hace evolucionar al conocimiento, sea artístico, político o histórico. Basada en esta premisa, este estudio sólo aspira a aportar una representación o interpretación de lo plausible que pudo haber sido aquella realidad de pasado, ya desaparecido.(18)

    Dentro del campo de la historia cultural se halla el de la historia de la cultura política. Para Ankersmit, basado en Hegel, la historia es esencialmente la historia de la política. Ante los embates que la historia política enfrentó en el siglo XX frente a las historias económica, social, demográfica, cultural, de las mentalidades, etcétera, este autor asienta que el eje del objeto de estudio del historiador es la política y que la escritura de la historia es historia política. Por consiguiente, si un historiador toma como objeto de estudio los ámbitos económicos, legales, sociales, culturales o artísticos, según él, debe ser consciente, de que éstos están subsumidos al eje rector de la política.(19)

    Fundamentada en lo antes dicho, conviene delimitar qué aspectos de la historia cultural y específicamente de la cultura política serán aplicados a este trabajo, cuya fuente principal son los folletos que se divulgaban entre la opinión pública y los testimonios de los historiadores contemporáneos de esa época, como Lorenzo de Zavala, Lucas Alamán, Carlos María de Bustamante, José María Bocanegra y José María Tornel y Mendívil. Las interpretaciones de éstos manifiestan lo que estaba sucediendo en la discusión del ámbito político al cual se referían tales folletos escritos por la gente ordinaria de corte ilustrado y letrado, que podía tener injerencia dentro de los grupos dirigentes y en pugna, pero que también reflejaba lo que pensaban y a qué ideas se adscribían aquellos que formaban un sector aparte de la elite política, a la cual observaban, algunas veces apoyaban y otras criticaban. Se seleccionaron estos historiadores y testigos porque participaron de ese ambiente, además de que ocuparon puestos públicos dentro del poder ejecutivo, el Congreso y el ejército, por lo que, al estar inmersos en la atmósfera de significados que destilaban los folletos, ofrecen varias pistas para entenderlos.

    Sólo se quiere acotar que no todos los folletos eran resultado de un acontecimiento político; muchas veces eran producto de un problema que estaba experimentando la sociedad o de una discusión que se había generado por diversas razones o de un tema que se quería tratar a fin de que la gente se instruyera. Por consiguiente, no para todos los folletos aquí tratados se reconstruirá el contexto histórico político, sino únicamente en aquellos donde éste provea una mayor inteligibilidad al entendimiento de los significados y referentes del contenido de un texto. Asimismo, en algunos casos, se recurrirá a historiadores contemporáneos de la época actual, cuyos estudios aportan una mayor luz para que el asunto o asuntos sobre los que versaba un documento, puedan ser mejor comprendidos.

    Para definir lo que es opinión pública Roger Chartier se fundamentó en el libro de Jürgen Habermas Historia y crítica de la opinión pública, en el cual este autor expresó que, para mediados del siglo XVIII, aparece la esfera pública política, denominada también esfera pública burguesa, caracterizada por dos elementos. Desde el aspecto político se refiere a un espacio de discusión y de crítica que se separa de la influencia del Estado, que es la esfera del poder público, y a la vez, tiene un punto de vista crítico con respecto a los actos o fundamentos de éste. Desde la perspectiva sociológica, la modalidad de esta opinión pública es burguesa porque se distingue de la Corte o de las instituciones del poder público, que son parte del Estado, así como del pueblo entendido como el vulgo mayoritario, que para esa época no tiene acceso alguno al debate crítico.(20)

    Con base en esta definición, desde un abordaje histórico, Chartier desentrañó las prácticas que se generaron para que fuera posible el surgimiento de una opinión pública capaz de ejercer el poder. Para él la génesis de una opinión pública como poder autónomo frente al poder público resultó de las prácticas de cómo los textos se escribían, de cómo se editaban e imprimían, cómo se distribuían y cómo se leían. De ahí concluyó que, a partir de los cambios en el ejercicio del poder observados en el desplazamiento de un poder gubernamental absoluto hacia un poder dividido y representativo, se puede vislumbrar cómo las instituciones y las normas que se dedicaban a la escritura, producción y difusión de textos abrieron paso al surgimiento de una esfera literaria autónoma (entiéndase opinión pública), donde la crítica libre permitió una politización progresiva contra la monarquía del Antiguo Régimen que la fue debilitando hasta conformar un ambiente propenso a su caída.(21)

    François-Xavier Guerra, quien para los estudios de la transición del imaginario tradicional al moderno en Hispanoamérica sugirió la aplicación de las propuestas de Chartier, asentó que un elemento que propició este desplazamiento fue el reino de la opinión pública, que contaba con un nuevo argumento: la libertad de prensa garantizada por la ley. Ésta dio pauta a una labor pedagógica de difusión de las nuevas ideas mediante los impresos y la prensa difundidos entre la población, lo que permitió la transformación de las opiniones particulares y posteriormente de otros sectores de la sociedad. Los aspirantes al nuevo orden presuponían que a través del debate público se llegaría a la verdad, no absoluta sino social, que era producto del enfrentamiento de diversas opiniones. En la prensa y manuscritos del siglo XIX —en este caso de México— es posible observar el choque entre los valores tradicionales de la mayoría de la sociedad y los nuevos a los que se adherían las elites modernas,(22) quienes recurrirían a la autoridad de la opinión pública para imponer las ideas del nuevo imaginario.

    Tres autores son importantes para dilucidar lo que se entiende por imaginario: François-Xavier Guerra, Benedict Anderson y Eric Hobsbawm. Los dos primeros, al tratar la transición/brecha del régimen virreinal hispanoamericano al independiente, utilizaron este concepto bajo perspectivas distintas. Para Guerra, desde un acercamiento histórico, imaginario significa un conjunto de pensamientos, conceptos teóricos, creencias, valores y prácticas sociales que han devenido en instituciones y sistemas políticos y religiosos que transitan paulatinamente de lo tradicional a lo moderno produciendo un cambio, sin que ese despliegue sea lineal y total, sino que se presenta mediante una serie de yuxtaposiciones con elementos del pasado que son combinados con conceptos teóricos del presente, que para el siglo XIX se consideraban lo novedoso y se iban trasminando desde las elites gobernantes, socioeconómicas e ilustradas y difundiendo —en diversos grados y niveles— a través de diversas prácticas sociales a las distintas capas sociales de la población, ya fueran las procedentes de las mestizas y las castas e indígenas, que formaban las capas inferiores de la sociedad.(23)

    Para Benedict Anderson, desde una óptica antropológica cultural, la nación es una comunidad legítima imaginada inherentemente y soberana, de donde proviene el término de imaginario. Según él, no sólo el marco geográfico y jurídico son clave para construir la identidad nacional de una comunidad, sino que los habitantes del territorio, para sentirse parte de una nación —que es un concepto enfatizado en la modernidad— tienen que ser convencidos de que son parte integrante de una entidad homogénea, distinta y claramente diferenciada del resto de los habitantes de otros países. Por ello, en el proceso de formación de una identidad nacional, una comunidad se crea o se inventa su imagen nacional, a través de un tejido de ideas, símbolos e imágenes manifestados en los emblemas, discursos, principios, valores y sentimientos patrióticos que se intentan reforzar y consolidar.(24)

    Para Hobsbawm, las creencias y acciones que son el material de la historia cultural son, o implican, imágenes de la sociedad en su conjunto (imágenes que pueden buscar, según se presente la ocasión, la continuidad de la misma o el cambio).(25) Derivado de ese conjunto de imágenes que presenta una sociedad determinada —que no refieren a la realidad que se vivió en ese momento, sino que son una mera representación de ésta— proviene el concepto de imaginario utilizado por los historiadores de las mentalidades y de la cultura. Toda sociedad maneja una serie de creencias, valores, pensamientos e ideas que son producto de las imágenes de cómo se concibe a sí misma y a su entorno, y que conforman el llamado imaginario colectivo.

    Al utilizar los conceptos de imaginario o invención, que obviamente no eran del uso cotidiano de la sociedad mexicana de 1821 a 1824, uno se refiere a esas imágenes e invenciones que conformaban el conjunto de ideas, creencias, valores y pensamientos que esa sociedad manejaba, la cual no se percataba de que eran imágenes, ni invenciones, sino que las vivía como la realidad misma, las cuales le servían para explicar su existencia y proyectar de ahí su futuro. En este sentido también puede ser entendido el concepto de ficción tan utilizado por esta vertiente historiográfica. Fundamentada en estos autores, en mi opinión, ficción son las formas como se perciben, conciben o representan los contenidos y significados de las palabras o de los fenómenos que atañen a lo humano, las cuales la gente de determinado momento vive como la realidad misma, aunque ello sólo sea una representación significativa de una serie de contenidos sobre lo que se cree que es la realidad. Ficción es una realidad imaginada; de ahí el concepto de imaginario.

    Es preciso enfatizar que la importancia de esta investigación estriba en dar a conocer el cúmulo de significados, de modos de sentir, pensar, temores, aspiraciones, reclamos, prácticas y conductas, entre otros, contenidos en un sector dividido entre lo que en esa época se concebía como la luz de la razón orientada a la libertad, así como sus resistencias y el deseo de asirse a lo ya conocido, que era visto como el servilismo o las tinieblas en este periodo de transición/brecha. Es incidir dentro de los linderos de la historia de la cultura política que se está gestando entre 1821 y 1824 y tratar la esfera política bajo otro prisma, lo que quizá podría enriquecer a la historiografía política ya realizada o que está por realizarse sobre el siglo XIX.

    No obstante, cabe aclarar que aunque en esa elite letrada e ilustrada hubiera grupos más atrevidos para lanzarse a lo nuevo y otros más renuentes a él, en general es posible vislumbrar en todos una voluntad de cambio, manifestada en diversos grados.

    Al tener como fuente principal en este estudio a la folletería de la Colección Lafragua, uno está trabajando con un archivo sensible al lenguaje de una época. Se ha seleccionado este archivo ya que, como asentó Ernesto de la Torre Villar en el prefacio del Catálogo de la Colección Lafragua, cuando José María Lafragua inició la colección de este acervo para la Biblioteca Nacional, tenía como criterio

    cómo la historia de la cultura, la de las ideas, la de la sensibilidad podían estudiarse en multitud de impresos y escritos reveladores de las aspiraciones, intereses, gustos, formas de ser y pensar en muy variadas épocas y por ello recogió tesis doctorales, sermones, discursos, memorias, estadísticas, manifiestos, presupuestos, proclamas y testimonios que en torno de personajes salientes llegaban a sus manos.(26)

    Y no sólo a las manos de personajes sobresalientes, sino a las de un sector ilustrado y letrado que formaba la opinión del momento y que consideraba que su papel en la formación de una nación era expresar sus ideas, ilustrar al pueblo y debatir con otros diversos puntos de vista, para que las autoridades del momento los tomaran en cuenta y los establecieran en una constitución, o los instituyeran en diversos ramos de la prosperidad pública: político, económico, educativo, etcétera, y de esta forma participar en la construcción del Estado-nación que apenas nacía.(27)

    Sin embargo, hay que ser cauto con las fuentes aquí manejadas, ya que según el historiador Luis Olivera López en la Introducción del Catálogo de la Colección Lafragua de la Biblioteca Nacional de México 1854-1875, los folletos que fueron recopilados y ordenados por el político y jurisconsulto José María Lafragua, fueron seleccionados en función de su postura liberal moderada, para escribir un libro de historia que nunca logró materializarse. De aquí que la Colección Lafragua no sea producto de una institución especializada que se dedicó a acumular información erudita para la disciplina histórica, sino que en ella está reflejada la propia visión histórica de su compilador.(28)

    Conviene destacar que en estos escritos donde se manifestaban diversas visiones del país que se quería formar —no muy distintas entre sí— pero que marcaban esa transición/brecha de ideas y valores, el pasado histórico podía cubrir la función, positiva o negativa, para explicar las instituciones y organizaciones políticas del Estado-nación que se pretendía crear en ese presente. El sedimento teórico-filosófico dado por los publicistas europeos, que subyacía en ese contexto social, manifestaba varias concepciones de una sociedad ideal, pero la opinión pública —que oscilaba entre las ideas tradicionales y las modernas— sólo expresaba en ideas comunes y ordinarias sus percepciones sobre esas sociedades ideales, lo que le permitía identificarse con las diferentes facciones políticas, ya fueran borbónica, iturbidista —que eran las vertientes monárquicas— o republicana, que se dividirá en centralistas y federalistas; todas con aspiraciones a crear, construir y alcanzar el Estado-nación ideal. Por tanto, se les desafiaba a difundir sus mensajes entre sí y a la mayor parte del público al que podían acceder, con el fin de conseguir sus objetivos.

    No obstante, aunque en la elite política ilustrada y letrada había ese optimismo de alcanzar ese Estado-nación ideal, la realidad histórica demostró que no era tan fácil. En el periodo transcurrido de 1821 a 1824 se pensó formar un Imperio mexicano de corte constitucional al mando de un representante de la dinastía de los Borbones, se experimentó el Imperio de Agustín de Iturbide y su caída, se proclamó la República y se debatió entre si ésta debía ser central o federal, con el triunfo repentino de la segunda. Toda esta experiencia insinúa que había algo latente en el comportamiento de la sociedad que le dificultaba llegar a las aspiraciones que se había propuesto.

    Al hablar de comportamientos uno se adentra en el sentido de la práctica aportado por Pierre Bourdieu en su concepto de habitus, que ha sido retomado por la historia cultural para desentrañar los principios de acción, convenciones o normatividad que subyacen la vida diaria, o, como el semiólogo Jury Lotman lo llama: la poética de la conducta cotidiana.(29) Bourdieu tomó de los filósofos escolásticos el concepto de habitus. El significado de esta palabra es distinto al de costumbre o disposición; es una inclinación constante o relativamente constante a hacer o a obrar de una manera determinada.

    En 1921, John Dewey definió al hábito de la siguiente manera:

    Esta especie de actividad humana influida por la actividad precedente y que en tal sentido es adquirida, que contiene dentro de sí un determinado orden o una determinada sistematización de los menores elementos de acción; que se proyecta, dinámica en calidad, dispuesta a manifestarse abiertamente y que obra en alguna forma subordinada y escondida aun cuando no sea actividad obviamente dominante.(30)

    El primer investigador que utilizó el concepto de habitus en la sociología fue Norbert Elías al explicar la interdependencia que existe entre una formación social vertical de poder central del Estado del Antiguo Régimen francés y las modificaciones de la sensibilidad y comportamiento humano que producen el proceso de civilización. El habitus para Elías forma parte de un sistema de restricciones progresivamente interiorizadas hasta el punto de convertirse en un fenómeno de autolimitación permanente.(31) Es un sistema de restricción no racional, ni deseado, una articulación firme, regular y controlada de las conductas y representaciones. Tiene estabilidad, permanencia, control y previsibilidad, más no por eso, es determinante para predecir un proceso de civilización, ni su desarrollo histórico.(32)

    A finales de la década de los ochenta y principios de los noventa del siglo XX, Bourdieu, desde esta dimensión sociológica, descifró el sentido de las prácticas sociales en una colectividad, para definir al habitus como

    sistemas de disposiciones duraderas y transferibles, estructuras duraderas para funcionar como estructuras estructurantes, es decir, como principios generadores y organizadores de prácticas y representaciones que pueden estar objetivamente adaptadas a su fin de suponer la búsqueda consciente de fines y el dominio de las operaciones necesarias para alcanzarlos, objetivamente reguladas y regulares sin ser el producto de la obediencia a éstas, y, a la vez que todo esto, colectivamente orquestadas sin ser producto de la acción organizadora de un director de ésta.(33)

    El habitus es una experiencia compartida a través del tiempo por un grupo social que produce prácticas instintivas —o hasta cierto punto— no deliberadas, para lograr algunos objetivos. Estas prácticas se reproducen regularmente, pero no lo hacen por obediencia a una orden superior, ni porque arriba de ellas haya alguien que las dirige para la comunidad. Son una serie de disposiciones, actos, pensamientos, principios generadores, estrategias que funcionan en el campo social como una condición inevitable y se reproducen sistemática e inconscientemente (34) a través del tiempo, creando esquemas y estructuras estructurantes, que de algún modo, al recrearse en un tiempo distinto a la circunstancia histórica que los generó, actúan a contratiempo e impiden que los cambios hacia un nuevo orden de cosas sea factible fácilmente.(35)

    El habitus sirve de herramienta heurística para comprender cambios políticos y económicos basados en una crisis de valores o, en el caso de la política cultural, son una serie de actitudes, prácticas y valores transmitidos de generación en generación, mediante un proceso de socialización donde los principios de acción de estos comportamientos se dan por sentados, sin cuestionarlos y que hasta cierto punto funcionan como resistencia al cambio por el efecto de histéresis que se produce al cambiar las condiciones objetivas e históricas que los habían engendrado. Histéresis es un término de la física que implica el efecto de prolongación de un fenómeno después de que cesó la causa que lo ocasionó. Dentro del habitus existe un movimiento inercial que provoca su actuación y ejercicio aunque desaparezcan las condiciones existenciales y objetivas que lo habían engendrado. En consecuencia, al cambiar una circunstancia histórica —como es el caso de la transición del imaginario tradicional al imaginario moderno— éste funciona a contratiempo, con lo que se produce un efecto de retraso, de desajuste.(36)

    Sólo convendría puntualizar que si bien el habitus es producto de la historia por su origen dentro de condiciones de existencia determinada y por su reproducción y durabilidad en el tiempo, la misma historicidad actúa de tal forma para que el habitus no sea inmutable y funcione con imprevisibilidad e indeterminación. "La propia historicidad del habitus es la que no permite hablar en términos de una reproducción estrictamente mecánica o mecanicista, ya que el habitus funciona en relación al campo social".(37)

    Los textos de la folletería también dan pistas y permiten entresacar una serie de prácticas políticas y conductas sociales que probablemente se habían engendrado en el régimen virreinal. Sin embargo, cuando se intentaba aplicar un gobierno representativo, constitucional, que fuera la expresión de la voluntad general y estuviera abrigado por los principios de libertad, igualdad y justicia, de acuerdo con las teorías de la Ilustración y el liberalismo, resultaba que esos comportamientos —en cierta forma no deliberados— chocaban con estas nuevas ideas y obstaculizaban la marcha de los nuevos sistemas políticos que se trataba de implantar. Así, es posible observar que después de un régimen autoritario, al declararse que la soberanía residía en el pueblo y ésta se le delegaba a la nación representada en la Junta Gubernativa o en los dos Congresos que fungieron en esa época, iniciaba una lucha entre el poder ejecutivo y el legislativo por apoderarse de tan preciada facultad de gobernar. Ésta llevaba a la lucha de facciones políticas entre borbonistas, iturbidistas y republicanos, que impedía los acuerdos y consensos para lograr constituir el ansiado Estado-nación tendiente a la prosperidad.

    La lucha de facciones se manifestó en el campo social que, para Bourdieu, es el recipiente donde las prácticas son plasmadas; un espacio que comparó con un campo de juego donde se da un conjunto de relaciones o un sistema de posiciones sociales que se definen las unas en relación a las otras.(38) Asimismo, las relaciones que entran en juego dentro del campo social se conforman de acuerdo con un tipo especial de poder o de capital específico, que es ejercido por ciertos agentes que entran en lucha o en competencia, es decir, juegan competitivamente dentro de ese espacio social, donde toman posiciones. Es importante recalcar que el capital específico no necesariamente está definido en sentido económico, sino más bien por el referente de poder, donde tener los medios de producción podría ser un elemento para articular el poder, pero no es el único, ni el determinante.(39)

    Así, la última parte del estudio principalmente se dedicará a las prácticas políticas y conductas sociales que obstaculizaron conformar un Estado-nación de la manera que se lo imaginaban las elites ilustradas, las cuales pudieron haber sido producto del legado del régimen virreinal o se gestaron en esa época y con el transcurso del tiempo quizá han devenido en distintos habitus que pueden percibirse y experimentarse en la actualidad. Entre estas prácticas políticas y conductas sociales destacaron: la lucha de facciones y la negación del otro que pensaba políticamente distinto al proyecto de uno mismo, la lucha de los poderes ejecutivo y legislativo por arrogarse el poder de la soberanía y de gobernar, la práctica de redactar de forma difusa y ambigua las leyes y decretos, las intrigas electorales, la resistencia a pagar impuestos y la dificultad del poder judicial para contener y controlar los delitos de hurto y homicidio, entre otros que serán tratados a lo largo de este estudio.

    Para concluir, hay que enfatizar que en la medida en que esta investigación parte de la historia cultural, su objetivo es inquirir la gestación de la cultura política mexicana y abordar los documentos mediante un análisis denso y hermenéutico de los significados y representaciones que traían consigo los contenidos de los folletos. Entre ellos, lo que se entendía por los diversos conceptos modernos de la Ilustración y el liberalismo y observar cómo había elementos tradicionales de corte religioso o corporativo que eran difíciles de desechar para la sociedad de la época. Asimismo, intenta desentrañar, mediante tal examen, las prácticas políticas y comportamientos sociales que impedían que tales conceptos —que se veían como las directrices para conformar un Estado-nación moderno— pudieran ejercerse y funcionar de la manera que proponía la teoría. Si bien el Diccionario de autoridades o uno especializado en definir diversos conceptos del siglo XIX, tal como el Diccionario político y social del siglo XIX español, facilitarían y darían pistas para comprender las referencias semánticas de las palabras en el pasado —que probablemente ya no contienen los mismos significados que en el presente—, hay que percatarse de que, por su función, los diccionarios tienden a homogeneizar y estandarizar el uso del lenguaje, sin señalar los múltiples sentidos particulares y contradictorios que impregnaban los distintos conceptos que aquí fueron seleccionados, expresados en otro tipo de fuentes, tales como la folletería —que eran del fuero común de la elite ilustrada y letrada—, donde los diversos actores sociales manifestaban sus propias comprensiones e interpretaciones de las nuevas palabras, dependiendo de sus posturas, ideas y experiencias. Por consiguiente, se trata de un trabajo muy minucioso de heteroglosia, es decir, de hilvanar y devanar las diferentes hebras de significados y sentidos de conceptos para observar cómo se iba tejiendo el entramado social de las ideas, tanto tradicionales como modernas, en un espacio de transición/brecha.

    1. Cfr. Torcuato S. di Tella, Política nacional y popular en México 1820-1847, p. 22; y Laura Suárez de la Torre, Monumentos en tinta y papel: batallas por la modernidad. El mundo editorial de la primera mitad del siglo XIX, p. 117.

    2. Cfr. Rafael Rojas, La escritura de la independencia, pp. 169 y 170.

    3. Cfr. Juan Fuentes y Javier Fernández Sebastián, Diccionario político y social del siglo XIX español, p. 469. Vid. infra, cap. 6, inciso 6.1, nota 6.

    4. Cfr. Ernest Gellner, Naciones y nacionalismo, pp. 59, 60, 79 y 80.

    5. Cfr. E. Hobsbawm, Naciones y nacionalismo desde 1780, p. 18.

    6. Cfr. François-Xavier Guerra, Modernidad e independencias; ensayos sobre las revoluciones de independencias, p. 350.

    7. F. R. Ankersmit, Historiography and Postmodernism, p. 288. Vid. infra, nota 7.

    8. Hannah Arendt, apud François Hartog, Regímenes de historicidad, p. 132. Vid. infra, cap. 1, inciso 1.1, nota 1.

    9. Ibidem, p. 15.

    10. José María Tornel y Mendívil, Breve reseña histórica de los acontecimientos más notables de la nación mexicana, p. 7. Hay que hacer hincapié que en los textos decimonónicos citados se ha respetado la ortografía original de la época, para dar mayor énfasis y sabor a la forma de escribir de esa época y para percatarse de cómo se han desarrollado las reglas ortográficas hasta nuestros días.

    11. Cfr. Fuentes y Fernández, Diccionario político, op. cit., pp. 674 y 675.

    12. Cfr. El Europeo, 6 de diciembre de 1823, apud ibidem, pp. 454 y 455.

    13. Daniel Roche, Una declinación de las luces, p. 37.

    14. Antoine Prost, Social y cultural, indisociablemente, pp. 151 y 152.

    15. Cfr. ibidem, pp. 142-146.

    16. E. Hobsbawm, De la historia social a la historia de la sociedad, p. 11.

    17. Cfr. Roger Chartier, El mundo como representación; estudios sobre historia cultural, p. 60.

    18. Cfr. F. R. Ankersmit, Historical Representation, pp. 275 y 276.

    19. Cfr. Ankersmit, ibidem, pp. 266 y 273.

    20. Cfr. Roger Chartier, Espacio público, crítica y desacralización en el siglo XVIII, p. 33. Vid. infra, cap. 2, inciso 2.1, nota 3.

    21. Cfr. Chartier, El mundo como representación, op. cit., p. 62.

    22. Cfr. Guerra, Modernidad e independencias, op. cit., p. 270, pp. 227-273.

    23. Cfr. ibidem, passim.

    24. Benedict Anderson, Imagined Communities. Reflections on the Origin and Spread of Nationalism, passim.

    25. E. Hobsbawm, De la historia, op. cit., p. 21.

    26. Ernesto de la Torre Villar, Prefacio, en Lucina Moreno

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