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Tres monos sabios
Tres monos sabios
Tres monos sabios
Libro electrónico551 páginas6 horas

Tres monos sabios

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"Tres monos sabios" es una novela que combina una investigación policial y siniestros elementos sobrenaturales. Con homenajes y referencias al cine fantástico de los años ochenta, se ha puesto especial cuidado en el perfil de sus protagonistas y en el diseño de las criaturas a las que se enfrentarán.


El amor de un niño es puro.
Incondicional.

Su rabia, profunda e intensa.
Llena de oscuridad.

Tras décadas de trabajo, Martin Haumann se siente tan feliz como aterrorizado. Por fin ha resuelto las claves del Proyecto 3-M, una investigación vinculada al reciente asesinato de una familia en Lima, Perú. Acompañado por su protegida Charlotte Da Silva, Haumann viajará desde Holanda hasta el lugar de los hechos dispuesto a encajar las últimas piezas de un puzle que lo empujará hacia los límites de la razón. Y es que ciertas personas relacionadas con el caso afirman haber estado en presencia de fantasmas...

Con una combinación de suspense, fantasía y terror, "Tres monos sabios" es una novela impredecible en la que sus protagonistas vivirán toda clase de peligros relacionados con una reliquia sagrada que arrastra una oscura leyenda.
IdiomaEspañol
EditorialXinXii
Fecha de lanzamiento10 may 2023
ISBN9783989110809
Tres monos sabios

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    Tres monos sabios - Miguel Ángel Font Bisier

    Tres monos sabios

    Miguel Ángel Font Bisier

    Antes de comenzar

    TRES MONOS SABIOS

    Depósito legal: V-858-21

    © Del texto y de esta edición: Miguel Ángel Font Bisier

    Reservados todos los derechos. Salvo excepción prevista por la ley, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos conlleva sanciones legales y puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

    Diríjase a mangelfont@gmail.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.miCINEinclusivo.com).

    ISBN: 978-3-98911-080-9

    Verlag GD Publishing Ltd. & Co KG, Berlin

    E-Book Distribution: XinXii

    www.xinxii.com

    logo_xinxii

    A todos mis monstruos.

    Índice

    Sobre el autor

    De un resfriado a una novela

    ACTO I - Sangre en Miraflores

    1. Los fantasmas existen

    2. Cables y ventanas

    3. Las tres plantas de Children’s Hope

    4. Tres generaciones de mujeres

    5. No saber es Buda

    ACTO II - Mito y realidad

    6. Ce, de Carbone

    7. Tres días juntos

    8. Interrogatorio uno

    9. Cristales rotos

    10. ¡Decídete!

    11. No ver, no hablar, no escuchar

    12. La leyenda de los tres monos sabios

    13. Oorlog

    14. Enfrentando el pasado

    15. Viaje al infierno

    16. Actos de fe

    17. El dolor más profundo

    18. La montaña de flores

    19. Bajo la influencia

    ACTO III - Antes de la tormenta

    20. Siena - Punta Hermosa

    21. Simpatía envenenada

    22. Cuerdiloco

    23. Las dos puertas

    24. Guerra de carne

    ACTO IV - Censo de balas y muertos

    25. Choque de trenes

    26. Un instante de paz

    27. El plan del holandés

    28. Si se mueve, ¡dispara!

    29. El último deseo

    30. Victorias y pérdidas

    31. Pero… ¿qué diablos?

    DESPEDIDA

    Cómic accesible

    Créditos y agradecimientos

    Próximamente: ALUNIA

    Otras obras de Miguel Ángel Font Bisier

    Sobre el autor

    Miguel Ángel Font Bisier nació en Valencia el 29 de enero de 1987. Es director de cine, escritor e investigador con una larga trayectoria en el desarrollo de producciones culturales que promueven la inclusión de las personas con discapacidad en el ámbito de las artes. Fundador de la plataforma miCINEinclusivo.com, colabora como asesor y docente para distintas entidades, empresas y centros de formación.

    Fruto de su trabajo en el marco de la accesibilidad audiovisual, en 2018 nace su primer libro interactivo: XMILE - Cine de diseño universal. Este volumen combina la divulgación de sus experiencias en el séptimo arte con sus pioneras conclusiones en el terreno inclusivo.

    En octubre de 2020 publica Un confinamiento de cuentos, su primera obra de ficción. Ha sido objeto de referencia y análisis por su diseño inclusivo, pues el libro contiene vídeos accesibles, un cuento en lengua de signos, más de treinta ilustraciones y varias canciones originales. La fusión de contenidos interactivos y disciplinas artísticas se convierte en su seña de identidad, la cual aplica de nuevo en su siguiente obra: Informe de Accesibilidad – Proyecto Educativo. En esta ocasión, Font Bisier incorpora más de una hora de material audiovisual accesible para reforzar el calado didáctico de este manual.

    Paralelamente, trabaja en varias novelas gráficas como Lo que unió la lluvia, un cómic con pasajes musicales entre sus páginas. También comienza su doctorado en Traducción Creativa (audiovisual y literaria) y, como consecuencia, publica distintos artículos científicos para revistas como Ética y Cine Journal (2023), además de su siguiente libro: Viaje al corazón de un cuadro. En este ensayo, Font aporta una Guía de buenas prácticas para la descripción de imágenes fijas, recomendaciones que nacen con la voluntad de dar un paso más allá en la profesionalización de las adaptaciones culturales para personas con discapacidad visual.

    Tres monos sabios es la primera novela del autor. Un relato que bebe de los clásicos del terror, del misterio, de las películas de aventuras de los años ochenta y de la novela histórica. Por supuesto, el libro continúa la estela interactiva de sus trabajos precedentes e incluye distintas sorpresas multimedia —audiovisuales y en formato cómic— que no dejarán a nadie indiferente.

    De un resfriado a una novela

    Por mucho que pase el tiempo, aún recuerdo cómo llegaron los tres monos sabios a mi cabeza. Fue en 2015, durante una madrugada de febrero. Tenía gripe y yacía en la cama con los ojos abiertos de par en par. La nariz me moqueaba sin descanso y la garganta me ardía casi tanto como se repetía una frase en mi cerebro: see no evil —del inglés, no ver el mal—. Esa noche había visto una película de serie B que la llevaba por título, y algo en aquella sentencia despertó mi curiosidad. ¿Qué querría decir? ¿Cuál era su origen?

    Me sumergí en Google y así descubrí la historia de los tres monos sabios. También, que no ver el mal se acompañaba de no escuchar el mal y de no hablar del mal. Taparse los ojos, los oídos y la boca frente a una parte de la realidad… ¡cuánto jugo podía sacarse de aquel proverbio!

    Si ya tenía poco sueño aquella noche de febrero, conocer el significado de los «monos del WhatsApp» me desveló por completo. Me puse a escribir y, unas horas más tarde, ponía el punto final al guion de un cortometraje: Three Wise Monkeys. Está en Youtube, pero te ruego que no lo busques, puesto que forma parte de la novela. ¡Luego explicaré cómo y por qué!

    En cuanto al corto, se rodó en inglés a principios de abril y se estrenó en octubre de 2015. Tras verlo, mucha gente se acercó para preguntarme si tenía pensado continuar la historia de algún modo, y yo no sabía qué responder. ¡Ni siquiera me lo había planteado! Sin embargo, me quedé con aquella sugerencia y, entre proyectos, imaginé cómo podrían expandirse los siete minutos que duraba el cortometraje.

    Varios meses después logré completar el guion de un largometraje que duraba unos 100 minutos. Quedé satisfecho, aunque me tocó guardar el manuscrito en un cajón: estaba a punto de estrenar XMILE.

    Decir que este proyecto fue un punto de inflexión en mi carrera se queda corto; me cambió la vida. Me comprometí con la inclusión de las personas con discapacidad en el sector cultural y aprendí a audiodescribir, a subtitular, conocí la lengua de signos… Contar con estos colectivos como parte de la audiencia y de mi equipo hizo que mi estilo de dirigir cambiara, y también mi manera de escribir. Como guinda final a este viraje profesional y personal, conocí a mi mujer Aroa.

    En resumen, el período entre 2016 y 2020 se tradujo en un constante aprendizaje emocional y laboral; en un ir y venir entre rodajes, festivales y otros proyectos educativos que me impedían revisar el largometraje de los tres monos sabios. Igual que un amigo te dice «a ver cuándo quedamos» y ese momento nunca llega, sentía que les estaba dando esquinazo.

    Pasaron cuatro años y, en marzo de 2020, llegó el coronavirus. Al igual que el resto del mundo, me quedé en casa y aproveché para diseñar nuevos proyectos y para retomar otros más antiguos. Por supuesto, dentro del segundo grupo estaban mis queridos monos sabios. ¡Había llegado su hora!

    Animado, me dispuse a trabajar sobre el guion, y apenas me convenció: se notaba hecho en otra época de mi vida. Intenté reescribirlo, pero me di cuenta de que necesitaba algo más que palabras para levantar el proyecto: tenía que ver imágenes de los lugares arcanos, de las reliquias mágicas, de las criaturas que había inventado…

    La idea tenía sentido, aunque la suerte no estaba de mi lado; no sé usar el Photoshop y soy un pésimo dibujante. Por tanto, busqué a alguien que me pudiera ayudar en este apartado y, tras una semana, di con el ilustrador argentino Horacio Boriotti.

    —¿Qué necesitás? —me preguntó en nuestra primera reunión por Skype.

    —He seleccionado una secuencia de este guion y quiero convertirla en el primero número de un cómic —le respondí con ilusión.

    Él aceptó y trabajamos desde mayo hasta septiembre de 2020. Nunca había escrito un cómic, y cometí errores de principiante que Horacio supo corregir a tiempo. Eso sí, el cambio de rumbo le sentó al proyecto estupendamente. Disfruté como un chiquillo cuando vi a los tres monos sabios en las viñetas. También a Martin, a Fátima y al resto de los personajes.

    Durante el proceso de creación del cómic sentí por segunda vez que estaba listo para enfrentarme al guion de la película. Lo retomé con entusiasmo, y añadí a cada página un sinfín de datos nuevos —algunos del cómic, otros que se me ocurrían sobre la marcha—. Me dejé llevar por la ilusión y no tardé en darme cuenta de que mi guion se pasaba de la duración estándar de un largometraje.

    Para entendernos, una página de guion equivale a un minuto de película. Por tanto, si quieres rodar un proyecto de noventa minutos, la extensión de tu manuscrito será de noventa páginas aproximadamente. Con esta equivalencia, puedes imaginarte la cantidad de información que cabe en este formato frente a la que se incluye una novela de quinientas páginas.

    El caso es que mis dedos tecleaban sin parar y yo me había dado cuenta de un detalle. A diferencia de lo que sucede con el audiovisual, un sector en el que todo cuesta mucho dinero, la hoja en blanco me otorgaba libertad absoluta. No importaba en qué país tuviera que ubicar la historia, ni cuántos efectos especiales quisiera incluir. ¡Había «presupuesto» para todo! Por eso, los monos sabios recogieron su equipaje de nuevo. Este ya era su cuarto viaje: pasaron del corto a la película, al cómic, y ahora les tocaba instalarse en las páginas de mi primera novela.

    Gracias a este movimiento, ahora me siento completo.

    Falta poco para empezar esta aventura y conviene que te prepares, porque vamos a cruzar el mundo a través de siglos y siglos de historia: desde Perú hasta Holanda, desde Italia hasta Japón, Tres monos sabios plantea un misterio en el que no solo es importante resolver sus enigmas, sino también conocer en profundidad a cada uno de sus protagonistas.

    Sí, en la novela encontrarás acción, fantasía y revelaciones inesperadas, pero también una representación profunda del pasado y de las emociones de cada personaje. La idea es generar suficientes lazos con ellos para que, cuando la sangre llegue al río, quieras que todos sobrevivan…

    Huyamos de los spoilers, ¡que estamos en el prólogo! Solo quiero recordarte que dentro del libro encontrarás el cortometraje. Dispone de una versión accesible con audiodescripción para personas con discapacidad visual y de otra con subtitulado para personas con discapacidad auditiva.

    Hemos llegado al final. Espero que este prólogo en forma de «making of» de la novela te haya resultado interesante y que disfrutes de un proyecto que, tras muchos viajes, por fin descansa entre tus manos. No se me ocurre mejor destino para él.

    ACTO I - Sangre en Miraflores

    La muerte espera,

    con helada paciencia

    y una sonrisa.

    Capítulo 1

    Los fantasmas existen

    Era medianoche, y pocos vehículos transitaban por la Panamericana Sur. A esa hora en la que los niños duermen y las sombras se apoderan del mundo, aquella autopista a orillas de la costa limeña ofrecía una imagen tranquila. Serena. En el cielo, la luna menguante asomó entre las nubes. Su tímida luz envolvió el mar, la arena y el asfalto de un ambiente plagado de secretos.

    Un rugido interrumpió la calma. Se trataba del motor de dos autos que cruzaban la Panamericana a velocidad de rally. Iban en fila, muy pegados el uno al otro, dando claras señales de que nada los detendría hasta llegar a su destino: el distrito de Punta Hermosa, al sur de Lima.

    Pese al ruido y a sus evidentes prisas, las autoridades del turno de noche ni se plantearon darles el alto. El primer vehículo era una camioneta de la policía, una pickup de la marca Hilux. Tras ella marchaba un auto de alquiler que Martin Haumann, a sus cincuenta y nueve años, conducía a toda velocidad.

    «Más rápido, más rápido…», se repetía.

    El sudoroso conductor de aquel Hyundai blanco apretaba los labios con fuerza. Los notaba secos, deshidratados, como si llevara semanas deambulando por el desierto.

    A su derecha, en el asiento del copiloto, Fátima Quispe se mordía las uñas con desesperación. Hacía unos minutos que, sin darse cuenta, se había arrancado casi media uña del dedo pulgar. La sangre brotaba de la herida en carne viva, pero aquella joven peruana ni siquiera lo había notado. El horror que había presenciado esa noche la sumía en un trance profundo y angustioso.

    —Ejem, ejem…

    Al ver la sangre que se derramaba por el dedo de Fátima, Haumann carraspeó. Ella se dio por aludida y retiró la mano para sujetarse el cuello de su jersey verde. Parecía tener frío, y eso que la calefacción estaba regulada a veintidós grados.

    Sí, la conmoción de aquella muchacha de veinticinco años era grave y Martin lo sabía. A pesar de ello, él se mantenía optimista. Cuando la había visto por primera vez en persona —a eso de las 22.50 de ese mismo día—, el estado de la joven era mucho peor. Ahora ya no tiritaba, ni divagaba, y Haumann se alegró por ella.

    En la muñeca de Martin, su caro reloj de pulsera marcaba las doce y cuarto.

    «En Ámsterdam ya son las seis de la mañana. Omar no tardará en despertarse», pensó.

    Daba la sensación de que Perú era el último país en el que desearía encontrarse pero, también, el primero. El único. Y es que Martin Haumann llevaba años esperando este momento, aunque los últimos cinco meses casi habían acabado con él. Los preparativos del viaje a Punta Hermosa marcharon lentos, y la ansiedad devoró su paciencia hasta dejarla en los huesos. Sin embargo, ahora ya no había marcha atrás. Un 80 % de planificación y un 20 % de lo que muchos llamarían suerte habían logrado que, esa noche, aquel holandés y su equipo cruzaran la Panamericana a velocidad de competición dispuestos a iniciar la fase final del Proyecto 3-M.

    «Saboréalo, te lo has ganado», se dijo. Luego tosió roncamente.

    Con respecto al paisaje, apenas se distinguía nada en aquella noche de luna menguante. Hacia la derecha se extendía el océano Pacífico, pero Haumann solo consiguió apreciar una línea de esporádicos restaurantes y gasolineras que lo separaban de la playa. Por el lado izquierdo de la Panamericana, algunas casas se intercalaban con largos tramos de edificios en obras y que proyectaban un siniestro juego de sombras. Sombras que lo saludaban entre macabros aspavientos y que ansiaban arrancar el alma de su cuerpo.

    La tétrica visión inquietó a Martin Haumann, que se frotó los ojos. Las doce horas de avión y su consiguiente jet lag empezaban a pesarle. Para hacerles frente, estiró la mano hacia la única pasajera del asiento de atrás del Hyundai.

    —Charlotte, s’il te plaît —pronunció en perfecto francés.

    Charlotte Da Silva le entregó una pastilla. De pocas palabras y ojos azules, era una mujer que aparentaba menos años de los que tenía: cuarenta y cuatro. Se la veía fuerte, ágil, aunque las pequeñas cicatrices que poblaban su rostro lleno de pecas ofrecían pistas de una vida difícil.

    —Dame otra.

    Da Silva arqueó una ceja.

    —Venga, Charlotte.

    —Más tarde.

    —¿En serio? Me estoy durmiendo…

    Oui. Ya sabes de qué están hechas.

    Haumann se giró hacia ella con malos humos.

    —Oye, con todo lo que se me viene encima necesito estar enfocado y te digo que…

    ¡BROOM!

    Al desviar la vista de la Panamericana, Martin pisó el embrague sin querer y el coche se desvió con violencia. Charlotte y Fátima se sobresaltaron, pero Haumann logró corregir la dirección.

    —Ay, Fátima, ¡perdón! ¡Perdón!

    Ella no le respondió, y se apretó el cuello del jersey con más fuerza.

    Discretamente, y por el retrovisor, Haumann le dedicó una expresión recriminatoria a Charlotte. Ella ni se inmutó. Acostumbrada a los desaires de su mentor, se arregló la corta coleta morena y guardó las pastillas en su bolso de cuero.

    Martin se limpió el sudor de la frente y clavó los ojos en la camioneta policial que tenía delante:

    —Malditos, ¿por qué tienen que conducir tan rápido?

    Desde su vehículo, los oficiales Walter Salazar y Julio Alvarado no paraban de reír.

    —¡Carajo! Al viejo le cuesta seguir la forma de conducción limeña.

    De treinta y nueve años, Walter Salazar respondió:

    —Ea. Así baje los humos. Ese doctor me da mala espina.

    Walter era bajito, rechoncho y panzón. Caminaba lento, como si no tuviera prisa por impartir justicia. Eso sí, el pulso no le temblaba cuando había que actuar, aunque se tomaba su tiempo para evaluar cada situación.

    —Dale una oportunidad —rio Julio Alvarado—. ¿Cómo no va a tener malos humos? Lleva todo el viaje con nuestro tubo de escape soplándole en la cara.

    En cuanto Julio, su aspecto se encontraba en las antípodas del de su compañero. De cuarenta y un años, se trataba del oficial más alto y esbelto de la comisaria, y actuaba con un ímpetu animal.

    —Eso es verdad, nos sigue muy pegadito —agregó Salazar mientras apretaba el acelerador—. Quizá le guste y quiera más.

    Ambos sonrieron al ver cómo una nube negra cubría la parte delantera del Hyundai.

    —Y hablando de humos, Promoción, sácame los puchos y enciéndeme uno.

    Promoción era el apelativo que Walter usaba para dirigirse a Julio, pues ambos se habían licenciado en la academia de policía durante el mismo año, en 1999.

    —Mmm, ¿no le dijiste a tu mujer que lo habías dejado?

    —Ea. Quedé con Wendy que a partir de la semana que viene.

    —Claro, claro...

    —Promoción, ya. No me desconcentres de la carretera.

    Walter aceleró y la pickup cruzó el asfalto de la Panamericana todavía más rápido. Por su parte, y a regañadientes, Julio abrió la guantera de la camioneta, donde se encontraba el tabaco de Salazar. Apenas iba a rozar la cajetilla con los dedos, otro objeto llamó su atención: la vieja talla de madera que los policías se habían llevado de la escena del crimen. Del sangriento doble homicidio del que Fátima había sido testigo horas antes.

    «Pobre gente...», pensó el policía.

    En lugar de los cigarrillos Julio extrajo la estatuilla, cuyo tamaño era similar al de un libro de bolsillo. Era liviana y, aunque estaba tallada con gran destreza, el paso del tiempo la había cubierto de imperfecciones. Por otra parte, la madera desprendía sutiles brillos violáceos, que se apreciaban o que desaparecían según incidiera la luz en la figurita.

    Alvarado se fijó en los personajes que había representados en ella: sentado sobre un grueso tronco de madera que hacía de peana, un mono se tapaba los ojos. A su lado, un segundo simio se cubría las orejas. Por último, un tercero tenía las manos sobre la boca.

    «Vaya con los monos del WhatsApp, dan un poco de miedito», se dijo el policía.

    No le faltaba razón. La expresividad y el detalle de aquella representación de los tres monos sabios eran de un realismo increíble. Daba la sensación de que, en cualquier momento, alguno de los simios comenzaría a moverse.

    Además, en cada uno de los tres monos se hallaba una gema engarzada a su vientre. En el caso del simio ciego, la piedra era ámbar y brillaba con fuerza. A su lado, la gema del mono sordo también emitía una intensa luz de tonalidad verde esmeralda. Por el contrario, la piedra roja incrustada en la panza del mono mudo se veía apagada.

    Julio Alvarado se preguntó de qué material estarían hechas aquellas gemas y por qué brillaban así. Sospechó que la figurita dispondría de algún circuito en su interior, pequeños leds o algo similar, y que este se habría averiado.

    Impaciente, Walter Salazar hizo rugir el motor a modo de aviso.

    —Oe, Promoción, ¡el tabaco!

    —¡Ya, ya!

    Julio hizo ademán de sacar la cajetilla, pero no llegó a hacerlo. Preocupado, volteó el rostro hacia el asiento de atrás de la camioneta. Una oxidada reja de seguridad separaba a los policías de la zona trasera del vehículo.

    —Santa Rosita. ¡Qué largo me lo haces!

    —¡Shhh!

    En un día normal, en la parte trasera estaría sentado algún prisionero. Un ladrón, un narco u otro tipo de delincuente que deberían llevar a comisaría. Sin embargo, aquella noche del diez de mayo de 2018 era diferente. Esa noche, la zona trasera del vehículo la ocupaba una niña: Zoe Morales, de once años.

    —¡Que no me aguanto!

    —Walter, casi llegamos a Punta Hermosa. Si no te esperas por mí, hazlo por ella.

    Walter Salazar contempló el reflejo de Zoe por el retrovisor y pensó en sus dos hijas.

    «Pobre criatura...».

    A veces su adicción a la nicotina le nublaba el juicio, ¡menos mal que tenía a su compañero para recordárselo!

    —Qué bueno que siga durmiendo —dijo Salazar mientras aplacaba sus ganas de fumar por un rato.

    —El carro está para arreglar, pero tiene buena suspensión —respondió Alvarado con amabilidad—. Ni ha sentido el viaje.

    Walter se calmó y cambió de carril. Tuvieran días buenos o malos, apreciaba mucho a su compañero.

    Zoe Morales, aquella niña de padre español y madre rusa, continuaba dormida bajo una manta de lana gruesa. Su rostro, de nariz chata y ojos grandes, parecía esculpido en el más pálido mármol. El color de sus finas cejas se debatía entre el marrón y el rubio, al igual que el de su largo cabello. Vestida con su pijama de El Principito —bajo el que llevaba un pañal—, la pequeña transmitía una paz que contrastaba con las tímidas manchas rojas que aún tenía pegadas en el mentón y en las orejas. Elizabeth, la psicóloga forense que la examinó en la escena del crimen, las había frotado con esmero, aunque no logró borrarlas del todo. Y es que, cuando la policía encontró a Zoe Morales, la pequeña estaba totalmente cubierta por la sangre de sus padres.

    Atribulado, Julio Alvarado se giró hacia la niña dormida.

    —¿Qué crees que busca el tal Martin?

    —Ni idea. Lo importante es que paga bien.

    —Y de todos los juguetes, ¿por qué solo ha pedido llevarse la figurilla esa de los monos?

    —Los niños son así en cuanto se encaprichan con algo.

    —Sí, pero... es que ni siquiera preguntó por su celular.

    Aquella observación impactó en Walter, que no se lo había planteado hasta ese instante.

    —Eso es raro —concedió en voz baja.

    —Muy raro.

    —Ea, pues cuanto menos pensemos en eso, mejor.

    Pese a la sutil advertencia de su compañero, Alvarado meditó en voz alta.

    —Y ¿qué opinas de la niñera?

    Por un segundo, el rostro de Fátima Quispe se materializó en los pensamientos de Walter Salazar. ¿Por qué les acompañaba? ¿Qué había visto? ¿Qué llegó a escuchar?. La excusa de que venía para asistir a Zoe Morales con sus dosis de insulina resultaba muy floja.

    —Yo no opino. Ya lo sabes —sentenció el orondo policía.

    A pesar de la firmeza con la que Walter había pronunciado su última frase, aquella afirmación resultaba incierta. Desde que el coronel Gamboa le había asignado la tarea de escoltar a la niña y a Martin Haumann hasta Punta Hermosa, el policía no paraba de darle vueltas al caso.

    Redujo la velocidad de la camioneta y aprovechó para recapitular los hechos.

    Christian y Diana Morales, los padres de Zoe, fueron asesinados alrededor de las siete y media de la tarde, en su residencia ubicada en el distrito de Miraflores. Fátima Quispe, su niñera, llegó a la casa para comenzar su turno laboral unos quince minutos después y fue la primera en descubrir el crimen. Llamó a la policía de inmediato y el dispositivo tardó media hora en desplegarse. A partir de ese momento, y siguiendo el protocolo, Zoe y su niñera estuvieron acompañadas por varios oficiales, personal médico y por Elizabeth, la psicóloga forense. Hasta ahí todo bien. O, mejor dicho, según dictaba el manual.

    Lo que no resultaba normal era todo lo demás. Primero, Gamboa llamó a Walter en plena hora de la cena, cosa que nunca hacía el obeso coronel: «Comer es sagrado y ya se puede parar el mundo, porque me da igual», decía siempre. Pues esa noche sí que parecía haber sucedido algo tan importante como para sacarlo de sus abundantes comilonas.

    —Salazar, te quiero a las once en Miraflores, bien puntual, con la camioneta rebosante de gasolina, armado y vestido con el uniforme —le escuchó decir por teléfono—. A Julio, igual.

    —Sí, señor, como mande.

    —Tu labor se reduce a escolta y acompañamiento. Y dile a Alvarado que no me fisgonee. ¡Ah! Con el doctor me hablan en español neutro para que los entienda.

    —Listo, señor. ¿Cuánto cree que durará la misión?

    —Tres días.

    —¿Tres d...?

    Clic.

    El coronel Gamboa colgó y volvió a su copiosa cena, dejando a Walter con la boca abierta.

    «¿Desde cuándo una misión de escolta dura tanto?», se preguntó mientras informaba a Wendy, su mujer, y a sus dos hijas (Ana María y Teresita).

    Con las rígidas e inusuales advertencias de Gamboa, Salazar y Alvarado llegaron puntuales a la escena del crimen, el ático dúplex de un moderno edificio de Miraflores. Como no tenían permiso para subir, se quedaron en el coche haciéndose preguntas en silencio.

    —Promoción, ¿qué tal si te das una vueltita a ver qué sacamos en claro? —dijo Walter distraído.

    —Claro —replicó su compañero con una sonrisa.

    Julio Alvarado era un tipo curioso por naturaleza; no podía evitarlo. Bajó de la camioneta y preguntó a varios compañeros policías y paramédicos qué había ocurrido. En cuanto a Salazar, se quedó en el coche fumando tranquilo.

    Fuera cual fuera el entrevistado, todos coincidían en hablar de la matanza más horrible que habían presenciado en sus vidas. Algunos hasta habían tomado fotografías, incluso vídeos. Cuando Alvarado los vio, pudo certificar que estaban en lo cierto. Los cuerpos golpeados y mutilados de dos adultos se hallaban tan cubiertos de sangre y de vísceras que la ropa no se distinguía.

    Taciturno, Walter Salazar dejó los recuerdos y se centró en la Panamericana Sur. No quedaba mucho para llegar.

    —¿Para qué llevar a esta pobre niña a Punta Hermosa? ¡Será que no hay suficientes hospitales o comisarías en Lima! —protestó Alvarado desde el asiento de copiloto.

    Walter suspiró y apretó el acelerador. De nuevo, Julio tenía razón. ¿Por qué se alejaban tanto de la capital? Seguro que al coronel Gamboa le daba lo mismo; como si tuvieran que llevar a Zoe a la luna. Martin Haumann le había pagado tanto dinero que, durante tres días, nadie le iba a toser. Por supuesto, aquella suma cubría también la discreción y los servicios de Salazar y de Alvarado. ¡Pero era inevitable hacerse más preguntas! ¿Cómo era posible que Martin, un tipo que venía desde Ámsterdam, se hubiera personado solo tres horas después del asesinato?

    Gamboa le dijo que su avión había aterrizado en el aeropuerto a las 21.30. Eso quería decir que partió de Holanda antes de que el distrito de Miraflores se tiñera de sangre. ¿Cómo sabía lo que iba a pasar?

    Con respecto a Zoe, la pequeña se había dormido gracias a la medicación de la psicóloga forense. Elizabeth no había sido muy partidaria de drogar a la chiquilla, pero también estaba en el ajo —como el resto del equipo— y había recibido una llamada del coronel.

    —Haz lo que te pida ese holandés. Si cumples, mañana te llegará un maletín a la dirección que me digas.

    Como Elizabeth tenía deudas, sedó a la pequeña de inmediato. Lo hizo entre lágrimas, pues aquel dictamen no le había gustado en absoluto. Tampoco resultaron de su agrado los modos con los que Martin Haumann irrumpió en el ático, hacia las 22.30. Aquel hombre de piel negra como el azabache estaba fuera de sí. Malhumorado, se tropezaba con todo el mundo mientras preguntaba a voz en grito:

    —¿Y la estatua? ¿Dónde la tienen, maldita sea?

    A Elizabeth, aquella actitud le pareció sospechosa. Sobre todo, porque Haumann ni siquiera le dedicó una mirada a la pequeña Zoe.

    En un descuido del recién llegado, la psicóloga bajó a la calle a fumar y se llevó consigo la talla de madera. Con este pequeño boicot, quiso apaciguar su espíritu y se quedó mirándola un rato para aclarar las ideas. Desgraciadamente, los tres monos sabios no le revelaron pista alguna de lo que podía estar sucediendo.

    —¿Elizabeth? —escuchó en cuanto salió del edificio.

    Era Julio. Se conocían de otros casos y no tardaron en ponerse al día.

    —Entonces ¿la niña se va con ustedes? —preguntó ella con alivio.

    —Eso es.

    —Pues, toma. Quédatelos.

    —¿Pero estos no son los monos del WhatsApp?

    —Sí. El loco ese anda buscándolos. Guárdenlos por si acaso.

    —No entiendo...

    —Debo volver —replicó ella escabulléndose por la puerta del edificio—. Ese tipo es capaz de poner la escena del crimen patas arriba.

    En el ático, Martin se calmó al comprobar que Zoe estaba dormida. Volvió a preguntar por la talla y fue la propia Elizabeth quien le informó de que la tenía Alvarado.

    —¿En serio? Y ¿cómo narices ha llegado hasta la calle si me han dicho que estaba aquí? —rugió mientras entraba en el ascensor—. Vaya con la policía de Perú. Ni un cerebro juntan entre todas sus cabezas.

    «Insulta y gruñe ahora que puedes. Ya veremos si eso te sirve con Salazar y Alvarado...», rezongó Elizabeth.

    Piso diez, nueve... A Haumann, el descenso en ascensor se le hizo eterno.

    Planta baja.

    Martin salió a la calle con ímpetu pero, cuando vio la imponente figura de Julio Alvarado, frenó en seco. El musculoso policía, que aún tenía la figurita entre sus manos, lo miró con seriedad y le dedicó un saludo militar.

    En respuesta, Haumann se rascó la barba, volvió al ascensor y subió hasta la escena del crimen.

    Entretanto, Walter había salido de la camioneta y se había acercado a un oficial que hablaba por radio con una compañera que estaba con Martín en el ático.

    —Este hombre es muy extraño. Fotografía las heridas muy de cerca. Agh, las huele...

    —¿Cómo que las huele?

    —Sí, no sé. Yo ya me quiero marchar de aquí.

    Tras escuchar la misteriosa conversación, Salazar volvió a la camioneta sin ser visto. Martin Haumann había dejado al cuerpo de la policía de Lima con más dudas que el propio crimen, y su acompañante no resultaba menos enigmática. Aquella francesa de ojos azules se había mantenido junto al Hyundai alquilado, de espaldas a la finca de Miraflores, y pegada al teléfono como si nada le importara. Walter no lo había pensado hasta ese momento, pero «¡vaya gente con la que pasar tres días!».

    En la Panamericana Sur, Walter Salazar suspiró y pisó el acelerador. El caso se antojaba extraño y enrevesado, y ni siquiera un policía tan obediente como él podía hacer la vista gorda frente al cúmulo de preguntas sin respuesta.

    —¿En qué andarían sus padres para acabar así? —intervino Julio—. Qué horror.

    Los nervios mordían fuerte, y el ansia de Walter por resolver el caso aumentaba tan rápido como la velocidad de la pickup que conducía. Enfadado, sacudió la cabeza y trató de enterrar sus conjeturas en lo más profundo de su mente.

    —Oe, cambiemos de tema.

    —Yo no conozco a nadie capaz de destrozar un cuerpo así. ¿A ti se te ocurre...?

    —Julio, óyeme, cuanto menos sepamos de todo esto, mejor.

    —Yo solo digo que tu hija pequeña tiene la edad de Zoe... ¿lo pensaste?

    Walter aminoró para dedicarle una mirada de odio.

    —¡Ya está bien de

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