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Una semana en Atenas
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Libro electrónico177 páginas2 horas

Una semana en Atenas

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Una semana en Atenas es el relato de un viaje que el autor hizo en 2015.
Durante la semana de permanencia en la ciudad griega, el autor visita los lugares del clasicismo recorriendo su historia y desvelando anécdotas histórico-filosóficas que han determinado su nacimiento y la han convertido en el emblema y la cuna de la civilización.
Moviéndose constantemente entre lo antiguo y lo moderno, la obra nos muestra también la evolución de la cultura griega y nos explica las costumbres, tradiciones y folklore de una nación que, en los últimos años, ha tenido que afrontar cambios políticos de gran importancia, sin perder nunca de vista su identidad histórico-cultural.

Alfonso Pastor Juan (Beneixama-Alicante, 1955), arquitecto de profesión, ha ejercido su trabajo al tiempo que practicaba sus otras pasiones: la lectura, la escritura, el dibujo y la fotografía.
Le gusta definirse todavía como un estudiante y siempre ha tenido un sentido bastante autodidacta, lo que le ha permitido estudiar muchas disciplinas con relativa fluidez. 
Mantiene el blog de literatura Literaturaporuntubo.blogspot.com.
Una semana en Atenas es su obra de viajes más característica y la primera de ellas en publicarse.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento31 dic 2022
ISBN9791220136501
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    Una semana en Atenas - Alfonso Pastor Juan

    Prefacio

    Por fin viajo a Grecia, ese país tan próximo en lo sentimental y tan lejano en la distancia, al otro extremo del Mediterráneo. A la hora de decidir, siempre me daba un poco de pereza tener que coger el avión y siempre se interponía algo por medio, siempre había una excusa. Siempre, cada vez que no lo hacía, sentía que alguna deuda seguía quedando con aquel país.

    De Egipto, de Persia o de Mesopotamia podemos tener una imagen exótica algo magnificada por los medios de divulgación, que continuamente se empeñan en teñir su visión con velos de misterio. Pero con Grecia ocurre que, casi tan lejana de nosotros como aquellos, es, sin embargo, la antesala de nuestros países, el comienzo, el prólogo de nuestra historia.

    Cuando escribo este pequeño preámbulo, posterior al viaje en sí, es sábado 4 de julio de 2015, un día antes de que el pueblo griego vote sí o no a las medidas impuestas por la así llamada Eurozona. En realidad, un sí o un no a Europa misma, ese continente que, aún avejentado, no tiene más remedio que correr si quiere ser algo en este mundo contemporáneo dominado por los Estados Unidos de una parte y por Asia de otra, con los ‘países emergentes’ como alumnos privilegiados; correr cuando se tienen los huesos bastante descalcificados y las articulaciones chirriantes. No hay otra manera de superar este presente. O eso, o el mismísimo ostracismo.

    Hace tan solo dos días aparecía en la prensa una interesante reflexión: en el mundo de hoy existe un triángulo con tres vértices: la democracia, la globalización y el nacionalismo. Un país puede abarcar dos de esos vértices, pero nunca los tres a la vez.

    Eso parece querer significar toda la historia contemporánea y, en la forma en que se lleve a cabo, se estará más o menos presto a desaparecer como identidad. Grecia se debate estos días con mantenerse sobre una cuerda equilibrada por la democracia (que ella misma inventó) y la inevitable globalización, con un equilibrio que no parece estar nada claro. De entrada, el gobierno es posible por el apoyo de una fuerza nacionalista, ANEL, de ideología justamente contraria a la del partido mayoritario que lo sustenta, Syriza.

    Por otra parte, lo que ocurra en un futuro con Grecia no es nada despreciable ya que, mientras que se quieren minimizar los riesgos de una debacle aduciendo que, después de todo, el peso de Grecia en la Eurozona es de un escaso dos por ciento (peso económico, se entiende), no es menos cierto que se habla constantemente de contagios y contagios sobre todo a los países vecinos, entre los que se encuentra nuestro país.

    Pero este libro no quiere quedarse en ese frío detalle de una economía debilitada por una deuda casi imposible de saldar. Después de todo, hay un día a día en el país helénico, compuesto de unas costumbres, de una cultura, de una forma de entender el mundo que fue, en su día, la más abierta de todas y, como tal,

    14

    la exportaron allí donde consiguieron pisar tierra. De ese día a día se componen las páginas de este libro.

    Aeropuertos. Vista de la Acrópolis. La ciudad como un aeropuerto. Calle Atenas y mercado. Los fumadores. El barrio de Plaka y el amor a los grafitis. Tsipras y el Areópago. Primeros retazos históricos. Cécrope, Posidón y Atenea. Primeras impresiones del hotel.

    ¿Habrá algún aeropuerto que no se parezca a otro aeropuerto? Tal vez por fuera. Por dentro, todos se parecen irremediablemente: las mismas tiendas (Dolce & Gabanna, H&M, Giorgio Armani, Mango, Zara…), los Duty free, esos pasillos impolutos con reflejos de luces violeta en el suelo que invitan a comprar compulsivamente...

    Hubo una época en que aeropuerto era sinónimo de confusión: pasillos interminables que giraban sobre sí mismos, subidas y bajadas continuas hacia no se sabe dónde. Da la impresión de que la categoría del aeropuerto se medía por su calidad de laberinto.

    Ahora, los aeropuertos tienen una estructura mucho más clara que empieza casi siempre con el paso obligado por el interior de un Duty free una vez se ha salvado la zona de pasajeros y visitantes, como en este de Barcelona. Esta ha sido una idea genial desde el punto de vista comercial, pura criatura de este cansino mercantilismo que amenaza con agobiarnos, pero también una vuelta más de tuerca en lo que podría llamarse algo así como el corralito de la idiotez: uno se va de viaje a la otra parte del mundo buscando olvidarse de la rutina diaria y puede terminar cargado de esas cosas que solo pueden

    justificarse, si acaso, porque son algo más baratas, ya que no tienen relación alguna ni con el punto de partida ni con el punto de llegada. El ritual, además, ahora se ha extendido al interior de los aviones y, según qué compañías aéreas, puedes encontrarte con algún artefacto que ni borracho te imaginas en tu ciudad.

    El cambio empezó a producirse en la década de los Noventa del siglo pasado, seguramente cuando aeropuertos tradicionales como el de Heathrow de Londres, por ejemplo, aeropuerto que había ido creciendo sobre sí mismo de forma incontrolada, se habían hecho sencillamente imposibles de manejar, ya que desde el mostrador de facturación hasta la puerta de embarque uno tenía que recorrer algún que otro calvario, cuando no, como en el aeropuerto londinense, varios edificios si se estaba en tránsito.

    Hasta el aeropuerto de Hong Kong, uno de los más grandes del mundo, tiene hoy una estructura que la puede entender un párvulo al primer vistazo. Las zonas de embarque, como en la T4 de Madrid, son verdaderos hangares, auténticos contenedores lineales con un techo muy elevado para poder interpretar en todo momento el espacio ya que, dentro de él, las tiendas, los bares, las áreas de descanso…, todo será visto por el pasajero como espacios contenidos, accesorios, dentro del gran templo-aeropuerto. Nada que ver con el antiguo edificio terminal de Barajas, cuyos pasillos, tortuosos y bajos, semejaban más el desfiladero por el que salen los toros de San Fermín que una vía de embarque. En la T4, además, las series de las puertas de embarque responden a colores para llevar al mínimo la posibilidad de confusión.

    La clave, de alguna manera, estaba ya ensayada por ejemplo en los antiguos mercados centrales de abastos, que no son otra cosa que grandes y altos espacios que el usuario puede ‘leer’ con facilidad para tener una referencia clara del lugar. Las tiendas que se instalan bajo la alta cubierta, su aspecto exterior, sus luces y reflejos, tienen ya poca importancia porque no dejarán de ser una anécdota bajo ese maternal vientre en el que nos sentimos acogidos y dirigidos. Su banalidad no conseguirá entorpecer la mayestática presencia del edificio que las acoge.

    En poco más de dos horas hemos recorrido prácticamente todo el Mediterráneo, aunque sea en un sentido poco histórico si tenemos en cuenta que antiguamente el flujo provenía de Oriente hacia Occidente.

    Este es el viaje de los neófitos a la cuna de lo que hoy somos. No hay que perder de vista que es precisamente Grecia la que da sentido a esta forma de civilización básicamente racional que ha llegado hasta nosotros, aun a través de muchos filtros.

    Porque hay que tener en cuenta que ni la civilización egipcia, básicamente por su ombliguismo, ni la civilización mesopotámica, porque sus mejores logros nos han llegado alterados justamente a través de Grecia y Roma, han tenido un peso objetivo sobre la civilización europea, más allá de aportaciones puntuales que a nosotros nos han arribado fundamentalmente a través de los fenicios, esos impenitentes viajeros.

    Será en Grecia, pero sobre todo en Atenas, donde nacerá el sentido de la democracia, nunca antes intuido; el sentido estético, el filosófico, el sentido de causalidad, con todas las comillas que queramos añadirle; en fin, la vía racional de conocimiento. Y, por supuesto, desde entonces se hará imposible comenzar un libro de filosofía sin citar de primeras a Sócrates y al resto de discípulos.

    La democracia vino aparejada de la polis, al punto de que el declive de Atenas será también el crespúsculo de la polis y, por supuesto, de la propia democracia. Después del siglo V antes de Cristo, por excelencia el siglo de Atenas, esta será sustituida primero por los poderes oligárquicos de Esparta y de Tebas y, luego, por el ‘macropoder’, por los poderes omnímodos y hegemónicos de Macedonia, de Roma, de Bizancio, de tantos otros.

    Aunque se quieran imponer matices a la democracia conseguida en Atenas, aunque constantemente oigamos decir que aquella era una democracia relativa, lo que sorprende cuando se estudia es precisamente el mecanismo de autocontrol con que se dotó, algo que notamos a faltar en las democracias occidentales contemporáneas. Es Atenas (no Esparta, ni Tebas, ni Corinto) la verdadera cuna de la democracia y, desde el momento en que esta se identifica con la existencia de la polis, de la propia polis también.

    Allí está: la Acrópolis, la primera vez que la veo sin más aditamentos, un 14 de marzo de 2015, 48 años después de haber leído de ella en los libros de texto de primaria, entonces como algo mítico, arcano; 45 años después de haber escuchado sobre ella de boca de profesores y de mi padre, otro enamorado; 34 años y medio después de comprar aquel libro, Diseño de la Ciudad de Leonardo Benevolo, (una verdadera joya entonces, por lo que contenía pero también por su precio) en el que esta ciudad se viste con sus mejores galas, aquella ciudad de Pericles, pero antes de Temístocles, el héroe de Salamina; de Clístenes, que perfeccionó el sistema democrático hasta el extremo; de Solón, que fue su decidido instaurador; de Dracón…. La había estudiado, leído, dibujado, imaginado, recreado… pero nunca antes hasta hoy la había visto en la realidad.

    La Acrópolis vista desde la calle Atenas

    Hoy, a las 16:05 hora local, 15:05 en España, un 14 de marzo de 2015, la contemplo por primera vez bajando por la calle Atenas, precisamente la calle que lleva el mismo nombre que la ciudad, la primera calle que, por decirlo de alguna manera, pisamos en serio tras llegar del aeropuerto, traídos por un conductor optimista, algo parco quizás al saber de nuestra nacionalidad y que decía no advertir ningún riesgo en su país. 

    Entre una cosa y otra sólo ha habido tiempo para dejar las maletas en el hotel y solicitar un cambio de habitación, ya que la que nos habían reservado miraba a un triste callejón y, además, tenía las camas separadas.

    Hace poco, en Ciudad de México, casi tan mítica como Atenas, Juhani Pallasmaa, un arquitecto finlandés, nos hacía ver en un escrito suyo cómo la ciudad contemporánea había escindido sus dos dimensiones elementales, la horizontal y la vertical; cómo la segunda se estaba obviando de tanto quedarnos con el plano, con lo horizontal. Y eso se observa aquí en Atenas más que en ningún otro sitio, más que en Ciudad de México, cuyos accidentes quedan sumergidos por la interminable malla urbana, como si de un gigantesco tablero de ajedrez se tratara, casi como la infinita cinta de Moebius que, revolviéndose sobre ella misma, consigue pasear todas sus dimensiones sin transición entre ellas. Solo unos pocos altos edificios dotan de referentes verticales al mapa euclidiano de Ciudad de México. En Atenas, sin embargo, domina la referente vertical. La ciudad no se entiende sin esos sobresaltos del terreno, adornados con sus edificios más singulares.

    Si la Acrópolis se eleva a los cielos, si la plataforma amurallada parece soportar directamente las nubes o quizás estar suspendida de ellas, lo que hay sobre ella, visto desde la calle Atenas -el Partenón, el Erecteion, y los Propileos-, parecen como delicados objetos dispuestos sobre una bandeja de piedra, a punto de caerse al menor movimiento. En palabras de

    Benevolo: 

    …los templos de la Acrópolis, todavía visibles desde todos los ángulos de la ciudad, hacen presente, con sugestiva belleza, uno de los lugares capitales de la historia humana, pero flotan como perdidos en una triste y caótica ciudad del Tercer Mundo, que sólo tiene de común el nombre con la antigua

    En efecto, aún recuerdo la atención que puse en los retazos de ciudad que aparecían al retransmitir por televisión la prueba de maratón cuando hace ya 11 años, en 2004, se celebraron aquí las olimpiadas: la ciudad estaba envejecida, aunque quería ser moderna; era exactamente una ciudad como cualquiera otra, tan vieja como pretenciosamente joven, tan vulgar. No parecía la Atenas de la historia contada.

    Sentida

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