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Incontinencia del vacío
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Libro electrónico870 páginas10 horas

Incontinencia del vacío

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Vuelve el filósofo superstar y radical para hablar –entre otras cosas– de sexo.

Sagaz, provocador y ambicioso como acostumbra, Žižek explora en este libro los intersticios entre campos del saber, el vacío entre la filosofía, el psicoanálisis y la crítica de la política económica. El título está tomado de una de las obras tardías de Samuel Beckett, y le sirve al autor para indagar en las conexiones entre la sexualidad y la economía con los instrumentos del marxismo y el psicoanálisis lacaniano.

La sexualización y la abolición de la sexualidad; el progreso tecnocientífico y el capitalismo globalizado; el falo y lo prohibido; lo poshumano y lo transgénero; el fetichismo y la perversión capitalista; el sujeto y el objeto; el sadismo, el masoquismo y la dominación económica… son algunos de los temas que asoman en estas páginas. En ellas, el filósofo maneja, como suele hacer, un amplio repertorio de referentes variopintos, que van desde Kant, Kierkegaard, Deleuze y Sade hasta Lenin, Stalin y Mao, pasando por Wagner, Tarkovski u Orson Welles.

Arrollador y rebosante de sugerencias, excursos, subtramas e iluminadoras bravatas, vuelve el filósofo superstar para hablar –entre otras cosas– de sexo.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 feb 2023
ISBN9788433918260
Incontinencia del vacío
Autor

Slavoj Zizek

Slavoj Žižek (Liubliana, 1949) estudió Filosofía en la Universidad de Liubliana y Psicoanálisis en la Universidad de París, y es filósofo, sociólogo, psicoanalista lacaniano, teórico cultural y activista político.  Es director internacional del Instituto Birkbeck para las Humanidades de la Universidad de Londres, investigador en el Instituto de Sociología de la Universidad de Liubliana y profesor en la European Graduate School. Es uno de los ensayistas más prestigiosos y leídos de la actualidad, autor de más de cuarenta libros de filosofía, cine, psicoanálisis, materialismo dialéctico y crítica de la ideología. En Anagrama ha publicado Mis chistes, mi filosofía, La nueva lucha de clases, Problemas en el paraíso, El coraje de la desesperanza, La vigencia de «El manifiesto comunista», Pandemia; Como un ladrón en pleno día y Incontinencia del vacío.

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    Incontinencia del vacío - Slavoj Zizek

    Índice

    Portada

    Prefacio de la serie

    Introducción: la utilidad de las enjutas inútiles

    Primera parte

    1. El uno barrado

    2. Antinomias de sexuación pura

    3. Hacia una teoría unificada de los cuatro discursos y la diferencia sexual

    4. Transreal, transhumano, transgénero

    Segunda parte la actualidad tardía de la crítica de la economía política de marx

    5. Las variedades del excedente

    6. In der tat: la realidad de la fantasía

    7. Discursos capitalistas

    8. La políticia de alienación y separación

    9. Apéndice: muerte, vida y celos en el comunismo

    Notas

    Créditos

    PREFACIO DE LA SERIE

    Un cortocircuito se da cuando existe una conexión defectuosa en la red. Defectuosa, naturalmente, desde el punto de vista del funcionamiento fluido de la red. De este modo, la sacudida de un circuito ¿no resulta una de las mejores metáforas de la lectura crítica? Cruzar cables que generalmente no se tocan, ¿no es uno de los métodos críticos más eficaces?: Tomar un clásico importante (un texto, un autor, una idea) y leerlo cortocircuitándolo a través de la lente de un autor, texto o aparato conceptual «menor» (aquí «menor» entendido en sentido deleuziano: no «de menor cualidad», sino marginado, rechazado por la cultura hegemónica, o abordando un tema «inferior», menos respetable). Si la referencia menor está bien elegida, dicho método puede conducir a intuiciones que destruyan y socaven por completo nuestras percepciones habituales. Esto es lo que hizo Marx, entre otros, con la filosofía y la religión (cortocircuitar la especulación filosófica a través de la lente de la economía política, es decir, la especulación económica); eso es lo que hicieron Freud y Nietzsche con la moral (cortocircuitar las nociones éticas a través de la lente de la economía libidinal inconsciente). Lo que consigue dicha interpretación no es una simple «desublimación», una reducción del contenido intelectual superior a su causa libidinal o económica inferior; el objetivo de ese enfoque es, más bien, desplazar el centro inherente en el texto interpretado, que saca a la luz lo «no pensado», sus presupuestos y consecuencias descartados.

    Y esto es lo que pretende hacer la serie «Cortocircuitos», una y otra vez. La premisa subyacente es que el psicoanálisis lacaniano es un instrumento privilegiado para iluminar un texto o una construcción ideológica clásicos con el fin de hacerlos legibles de una manera completamente nueva: la larga historia de las intervenciones lacanianas en la filosofía, la religión, las artes (de las artes visuales al cine, la música y la literatura), la ideología y la política justifican esta premisa. No se trata, por tanto, de una nueva serie de libros sobre psicoanálisis, sino de una serie de «conexiones en el campo freudiano», de intervenciones lacanianas en arte, filosofía, teología e ideología.

    «Cortocircuitos» pretende revivir una práctica lectora que enfrenta un texto, un autor o una idea clásicos con sus supuestos ocultos, revelando así su verdad excluida. El criterio básico de selección consistirá en que el título publicado lleve a cabo un cortocircuito teórico. Después de leer un libro de esta serie, el lector no solo debería haber aprendido algo nuevo: la idea, más bien, es que sea consciente del envés –perturbador– de lo que siempre ha sabido.

    SLAVOJ ŽIŽEK

    INTRODUCCIÓN:

    LA UTILIDAD DE LAS ENJUTAS INÚTILES

    Incontinente el vacío. El cénit. Otro atardecer. Cuando no sea noche será la tarde. Muerte otra vez del día sin muerte. Por un lado, ascuas. Por otro, cenizas. Día sin fin ganado y perdido. No visto.

    Samuel Beckett, «Mal visto, mal dicho»

    El término «enjuta» se originó en la arquitectura (donde designaba la superficie angular curvada que dejaba en un cuadrado el círculo inscrito en él) y luego se lo apropió la biología evolutiva, donde indica los rasgos de un organismo que, más que como adaptaciones, surgen como subproductos que no suponen un claro beneficio para la salud y la supervivencia del organismo; no obstante, y precisamente en cuanto que tales, pueden ser «ex-aptados» y adquirir un papel inesperadamente fundamental para el funcionamiento del organismo. Para Gould y Lewontin, muchas funciones del cerebro humano, sobre todo el lenguaje, surgieron como enjutas.¹ Las reflexiones de este libro actúan de la misma manera: llenan los espacios vacíos que surgen en los intersticios entre la filosofía, el psicoanálisis y la crítica de la economía política. Diríase que en la actualidad las intervenciones teóricas más interesantes surgen en dichos intersticios, sin pertenecer de manera clara y plena a ningún campo en concreto.

    Esta «enjutización» del contenido no implica, de ninguna manera, una estructura confusa o no sistemática. Las partes del libro siguen la tríada UPS (universal, particular, singular): la dimensión universal de la filosofía, la dimensión particular de la diferencia sexual y la dimensión singular de la crítica de la economía política. El paso de una dimensión a otra es inmanente en sentido estricto: el ontológico Vacío del Otro excluido es accesible solo a través de los impasses de la sexuación, y la perspectiva actual de la abolición de la sexualidad, es decir, de un cambio en la propia «naturaleza humana», posibilitado por el progreso tecnocientífico del capitalismo global, nos obliga a desplazar el foco de la crítica de la economía política. Cada una de las dos partes del libro aborda estos pasos: la primera parte («SOS: Sexualidad, Ontología, Subjetividad») trata del paso de la ontología a la sexuación; la segunda parte («La actualidad tardía de la crítica de la economía política de Marx») nos muestra el paso de la sexuación a la crítica de la economía política.

    En la dimensión de la filosofía: (1) el límite de la ontología se enfoca primero a través de la idea de un elemento excesivo, un elemento estructuralmente fuera de lugar que da cuerpo a la negatividad radical; (2) esta negatividad se inscribe en el orden del ser como el antagonismo de la diferencia sexual, motivo por el cual el sujeto humano está constitutivamente sexualizado; (3) se esboza una «teoría unificada» de los cuatro discursos y las fórmulas de sexuación; (4) la combinación explosiva de la biogenética y la digitalización claramente perceptible en el capitalismo actual abre la perspectiva de una reproducción no sexual de la vida, lo que supone una amenaza a la mismísima existencia de la subjetividad.

    En la dimensión de la crítica de la economía política: (1) el exceso perjudicial de toda ontología asume la forma de la plusvalía, la idea clave marxista que se elabora en su homología con otras tres ideas de excedente: la plusvalía del goce de Lacan, la plusvalía de conocimiento científico y la plusvalía de poder político; (2) esto nos lleva a la lectura que hizo Lacan de la «teoría del valor-trabajo» y de la circulación autopropulsada del capital, y (3) a la cuestión de cómo el discurso capitalista (el vínculo social) encaja en la matriz de los cuatro discursos de Lacan (Amo, Universidad, Histeria, Analista). (4) Aunque, desde la perspectiva lacaniana, la alienación es irreducible y constitutiva del ser humano, eso no significa que la alienación suponga el horizonte definitivo de la actividad política: Lacan postula la separación como un movimiento que complementa y anula la alienación, de manera que la cuestión que se plantea es la de la política de la separación.

    La segunda parte concluye con un apéndice que rechaza la idea utópica de la sociedad comunista como aquella en la que desaparecen tensiones como el resentimiento y aborda la confusa cuestión de las paradojas libidinales que persistirían en una imaginaria sociedad comunista. Aunque este último tema podría parecer irrelevante en vista del estado en el que se encuentra la izquierda actual, proyecta su sombra sobre las luchas presentes.

    Es este un libro un tanto extraño. Repite la paradoja de la Ética de Spinoza: aunque se centra en temas «eternos» (la estructura básica del ser, etc.), no rehúye participar en muchos debates concretos sobre temas contemporáneos. Contiene muchos pasajes de mis libros anteriores, que ahora se ven integrados en nuevos contextos, lo que les da un significado nuevo.² Sobre todo en la primera parte, es en gran medida un diálogo con la obra reciente de Alenka Zupančič, por la que siento el mayor aprecio, pues trae algo antiguo, algo nuevo, algo prestado, algo... ¡rojo, no azul!

    Primera parte

    SOS: Sexualidad, Ontología, Subjetividad

    En inglés, la sigla UPS tiene dos significados principales en el lenguaje cotidiano: «United Parcel Service» (una empresa de transporte de paquetes) y «Uninterruptible Power Supply» (un sistema de alimentación ininterrumpida que incluye una batería de suministro eléctrico en caso de apagón: por ejemplo, en caso de corte del suministro eléctrico, una UPS permite que el ordenador siga funcionando durante varios minutos, con lo que no se pierden los datos). No obstante, el objetivo de este libro es otro UPS: la eterna tríada filosófica de lo Universal, lo Particular y lo Singular, en un sentido muy preciso. Lo Universal representa la ontología, lo Particular la sexualidad y lo Singular la subjetividad: una tríada de SOS.¹ ¿Por qué? ¿Este SOS es algo más que un juego de palabras sin más recorrido? Un lector atento habrá observado que SOS invierte el orden de los términos en relación con UPS: en SOS tenemos PUS, sexualidad (particular), ontología (universal), subjetividad (singular). ¿Por qué la sexualidad precede a la ontología y por qué activa un SOS, una señal de peligro? Una respuesta sencilla: porque indica el fracaso y la limitación últimos de toda ontología. Desde la perspectiva lacaniana, «la relación sexual no existe» no es tan solo un axioma que subyace tras la sexualidad humana y la determina como básicamente antagonista, sino que es un axioma de implicaciones ontológicas radicales, un axioma que postula el carácter antagonista (incompleto, «defectuoso») de la propia realidad, la imposibilidad de abarcarla como Totalidad; y la subjetividad solo puede surgir en una realidad que es ontológicamente incompleta, recorrida por una imposibilidad.

    Eso también significa que el sujeto posee sexo de manera inmanente y constitutiva: no basta con afirmar que el sujeto surge cuando la sustancia es un no-todo, antagonista e inconsistente; el término mediador aquí es sexualidad, lo que equivale a decir que a fin de tener un sujeto, el antagonismo (la imposibilidad) que atraviesa la realidad tiene que adquirir una forma de sexualidad, de la imposibilidad de la relación sexual. Y lo contrario también es cierto, por supuesto: si tan solo combinamos ontología y sexualidad (diferencia sexual) sin subjetividad, alcanzamos tan solo la visión cosmológica tradicional de la realidad caracterizada por la eterna lucha de los dos «principios», masculino y femenino (el yin y el yang, la luz y la oscuridad, la materia y la forma, etc.). Además de la tercera variación: si solo combinamos diferencia sexual y subjetividad, y dejamos fuera las implicaciones ontológicas, lo que obtenemos no es una subjetividad propiamente dicha, sino unos meros agentes humanos sexualizados que encajan perfectamente en una ontología realista como su esfera especial; es decir, que retrocedemos de la ruptura kantiana a una ontología tradicional. Fue Kant quien, al desplegar las antinomias de la razón pura, dio el primer paso hacia el triángulo de la ontología fallida, la subjetividad y las implicaciones ontológicas de la diferencia sexual: en cuanto tenemos en cuenta la conceptualización lacaniana de la diferencia sexual, se hace evidente la estricta homología formal entre la dualidad de las antinomias matemáticas y dinámicas de Kant y las fórmulas de sexuación de Lacan. Además, Kant interpreta las antinomias como una limitación a priori de cualquier intento de construir una ontología coherente.

    ¿Por qué, entonces, ponemos tanto énfasis en la imposibilidad de la ontología? En la época actual, el análisis del discurso deconstruccionista está perdiendo terreno ante la proliferación de nuevas ontologías: del cuestionamiento hipercrítico trascendental de toda afirmación ontológica (¿cuáles son las condiciones de la posibilidad?, ¿en qué presupuestos ocultos debo basarme?, etc.) estamos pasando a una multiplicidad de nuevas ontologías que reemplazan la postura crítica por una (a veces fingida) candidez realista (nuevo materialismo, realismo especulativo, ontología orientada al objeto...). El proyecto de SOS consiste en formular una tercera vía: romper con el enfoque crítico-trascendental sin volver a la ontología realista precrítica. Muchos de los comentarios críticos que se han dirigido a mi obra se deben a que esos críticos no han comprendido el punto central. En su perspicaz reseña del volumen Repeating Žižek, Jamil Khader observa que algunos colaboradores

    cuestionan las credenciales de Žižek como filósofo, sobre todo en relación con la crítica de Badiou de la postura antifilosófica de Lacan. Hamza señala que, de hecho, a los filósofos žižekianos siempre se les recuerda que, en comparación con Žižek, «no es difícil ser seguidor de Badiou o badiousiano en filosofía, debido a que posee un sistema muy bien estructurado». En este sentido, Noys reitera cautelosamente la afirmación de Badiou de que Žižek «no está exactamente en el campo de la filosofía», solo para proponer que Žižek es un «lector de filosofía», alguien que propone no una filosofía, sino un método.

    Bruno Bosteels es más contundente a la hora de poner en entredicho que exista una filosofía žižekiana. Afirma que cuando la carrera internacional de Žižek despegó, este se había esforzado muchísimo para desvincularse del campo de los estudios culturales, en el que al principio su obra fue recibida y «mal interpretada», y en reivindicarse como filósofo. Bosteels escribe: «Así, mientras Badiou, tras completar El ser y el acontecimiento, habla desde el bastión de una filosofía de factura clásica o neoclásica, ondeando la bandera del platonismo con suficiente confianza en sí mismo como para aceptar el reto de un antifilósofo como Lacan, Žižek todavía se esfuerza por minimizar las provocaciones antifilosóficas de Lacan a fin de granjearse una respetabilidad como filósofo.» Para Bosteels, esto parece explicar perfectamente el «proverbial nerviosismo» de Žižek. Sus tics simplemente delatan su ansiedad por verse excluido de los prestigiosos aparatos institucionales y departamentos de filosofía, ya sea en Eslovenia, Gran Bretaña o Francia. Por ese motivo, asume el papel de histérico ante el «discurso del amo de un Badiou estoicamente imperturbable».²

    Todas estas críticas a mi obra me parecen problemáticas en más de un sentido, aun cuando pase por alto la muy problemática –por expresarlo suavemente– «base» de mis tics corporales (el resultado, por cierto, de una enfermedad orgánica para la que me medico) en la ansiedad que me provoca verme excluido de los aparatos académicos y no ser reconocido como un filósofo «serio». (¿Alguien es capaz de imaginarse la indignación políticamente correcta que se alzaría si cualquier otro pensador –pongamos, por ejemplo, una lesbiana feminista– fuera «analizado» a ese nivel?) Para empezar, sí propongo una suerte de «ontología»: mi obra no es solo una reflexión deconstructiva de las incoherencias de otras filosofías, sino que también esboza una determinada «estructura de la realidad». O, por expresarlo en términos kantianos brutalmente simplificados, el horizonte último de mi obra no es la narrativa múltiple de los fracasos cognitivos en el contexto de lo Real inaccesible. El paso «más allá de lo trascendente» se esboza en la primer parte de mi libro Contragolpe absoluto, donde despliego en detalle el paso dialéctico básico, el de la inversión del obstáculo epistemológico hasta transformarse en la imposibilidad ontológica que caracteriza la Cosa en sí: el mismísimo fracaso de mi esfuerzo a la hora de comprender la Cosa debe (re)concebirse como un rasgo de la Cosa, como una imposibilidad inscrita en la mismísima esencia de lo Real. (Otro paso en esta dirección es la elaboración de la casi ontología de «menos que nada» en mi lectura de las implicaciones ontológicas de la física cuántica.)

    Pero el meollo del problema reside en otra parte: en la aplicación de la filosofía a la oposición entre el Amo y el Histérico. Para abreviar una larga historia: si identificamos la verdadera filosofía con el discurso de un Amo estoicamente imperturbable, entonces filósofos como Kant y Hegel dejan de ser filósofos. Después de Kant, la «filosofía de factura clásica o neoclásica», es decir, como «visión del mundo», como interpretación significativa de la estructura de toda la realidad, simplemente ya no es posible. Con el giro crítico de Kant, pensar ya «no está exactamente en el campo de la filosofía», ya no ofrece «una filosofía, sino un método»: la filosofía se vuelve autorreflexiva, un discurso que examina sus propias condiciones de posibilidad o, para ser más precisos, de su propia imposibilidad. Resumiendo, es habitual que Kant aborde los prolegómenos a una metafísica propiamente dicha, una danza preparatoria que pospone de manera infinita el salto al agua fría de la cosa en sí. La metafísica (la descripción de la estructura jerárquica racional del universo) se ve necesariamente atrapada en antinomias, y las ilusiones se hacen inevitables para llenar los huecos de la estructura. En pocas palabras, con Kant la filosofía ya no es un discurso del Amo, y toda su edificación se ve atravesada por una franja de imposibilidad, fracaso e incoherencia inmanentes. Con Hegel la cosa aún va más lejos: lejos de regresar a una metafísica racional precrítica (tal era la acusación de los kantianos), la totalidad de la dialéctica de Hegel es una especie de socavamiento histérico del Amo (la razón por la que Lacan llamó a Hegel «el más sublime de todos los histéricos»), la autodestrucción y la autosuperación inmanente de toda afirmación metafísica. Resumiendo, el «sistema» de Hegel no es nada más que un viaje sistemático por los fracasos de los proyectos filosóficos. En este sentido, todo el idealismo alemán es un ejercicio de «antifilosofía»: el pensamiento crítico de Kant no es directamente una filosofía, sino un prolegómeno a una filosofía futura, un cuestionamiento de las condiciones de la (im)posibilidad de la filosofía; Fichte ya no llama a su pensamiento filosofía, sino Wissenschaftslehre (enseñanzas sobre el conocimiento científico); y Hegel afirma que su pensamiento ya no es una mera filo-sofía (amor por la sabiduría), sino una auténtica sabiduría (conocimiento) en sí misma. Por eso Hegel es «el más sublime de todos los histéricos»: deberíamos tener en cuenta que, para Lacan, solo la histeria produce un conocimiento nuevo (a diferencia del discurso propio de la Universidad, que solo lo reproduce).

    En la medida en que la filosofía (la ontología tradicional) es un caso de discurso del Amo, el psicoanálisis actúa como agente de su histerización inmanente. El tema «Lacan y la filosofía» puede abordarse de manera adecuada solo si evitamos la trampa de la clara línea de demarcación entre ambos: el psicoanálisis como práctica clínica específica por un lado, la reflexión filosófica por otro. Cuando Lacan afirma de manera categórica je m’insurge contre la philosophie, naturalmente identifica la filosofía con una «visión del mundo», una visión del universo como un Todo que abarca todas las divisiones e incoherencias. Cuando un filósofo rechaza la relevancia filosófica del psicoanálisis, está claro que lo reduce a una práctica clínica que se enfrenta a un fenómeno óntico concreto (el de las patologías psicológicas). Ambos se equivocan: lo que pasan por alto es (no una unidad sintética superior de las dos sino) su intersección: su relación es la de los dos lados de una cinta de Möbius, de manera que si avanzamos hacia la mismísima esencia de ambas, acabamos en su opuesto. En el transcurso de sus enseñanzas, Lacan se enzarzó en un intenso debate con la filosofía y los filósofos, desde los antiguos materialistas griegos hasta Platón, de los estoicos a Tomás de Aquino, de Descartes a Spinoza, de Kant a Hegel, de Marx a Kierkegaard, de Heidegger a Kripke. A través de su referencia a los filósofos Lacan explica sus conceptos fundamentales: la transferencia a través de Platón, el sujeto freudiano a través del cogito de Descartes, el objeto como plusvalía del goce a través de la plusvalía de Marx, la ansiedad y la repetición a través de Kierkegaard, la ética del psicoanálisis a través de Kant, etc. A través de ese continuo diálogo, Lacan, naturalmente, se distancia de la filosofía (no hay más que recordar su –bastante desafortunada– continua burla del Aufhebung hegeliano o su idea de autoconciencia en oposición al sujeto dividido/barrado de Freud); no obstante, todo este esfuerzo desesperado por trazar una línea divisoria reafirma una y otra vez su compromiso con la filosofía, como si la única manera que tuviera de definir los conceptos básicos del psicoanálisis fuera a través de un desvío filosófico. Aunque el psicoanálisis no es filosofía, toda su dimensión subversiva procede del hecho de que no es solo una ciencia o una práctica concreta, sino que posee consecuencias radicales para la filosofía: el psicoanálisis lleva intrínseco un «no» a la filosofía, es decir, la teoría psicoanalítica se remite a una brecha/antagonismo que la filosofía desdibuja, pero que a la vez es su fundamento (Heidegger denomina esta brecha diferencia ontológica). Sin este vínculo con la filosofía –o, para ser más precisos, con el punto ciego de la filosofía, con lo que está «reprimido de manera primordial» en la filosofía–, el psicoanálisis pierde su dimensión subversiva y se convierte en una práctica óntica más. Lo Real que aborda el psicoanálisis no es solo la realidad del sufrimiento psicológico del sujeto, sino, de manera mucho más radical, las implicaciones (anti)filosóficas de cómo Freud interpreta este sufrimiento.

    Solo una filosofía recorrida por el psicoanálisis puede sobrevivir al reto de la ciencia moderna, es decir, ¿qué es hoy la filosofía? La respuesta predominante de los científicos contemporáneos es esta: su época ha pasado. Incluso los problemas filosóficos más básicos son cada vez más científicos: las cuestiones ontológicas últimas que incumben a la realidad (¿nuestro universo posee un límite espacial y temporal?, ¿está atrapado en el determinismo o hay en él lugar para la auténtica contingencia?) son hoy cuestiones abordadas por la cosmología cuántica; las cuestiones antropológicas últimas (¿somos libres, es decir, tenemos libre albedrío?, etc.) las aborda la neurociencia evolutiva; incluso a la teología se le asigna un lugar dentro de la neurología (que pretende traducir las experiencias espirituales y místicas en procesos neuronales). Como mucho, el último reducto de la filosofía son las reflexiones epistemológicas sobre los procesos de los descubrimientos científicos.

    En el giro antideconstruccionista actual, hay, no obstante, muchos intentos de regresar a una ontología realista, con todas las salvedades habituales (no es solo un retorno, porque se trata de una nueva ontología de la contingencia radical, etc.). Quizá el principal precursor de este regreso a la ontología sea el «materialismo aleatorio» de Louis Althusser. En sus dos importantes manuscritos publicados de manera póstuma, Iniciación a la filosofía para los no filósofos (1976) y Ser marxista en filosofía (1978), Althusser (entre otras cosas) perfila una teoría específica de la filosofía que no se solapa con su anterior concepto «teoricista» de la filosofía como «teoría de la práctica teórica» ni con su idea posterior de la filosofía como «lucha de clases en la teoría»; aunque está más cerca de este segundo concepto, sirve como una especie de mediadora entre ambos. El punto de arranque de Althusser es la omnipresencia de la ideología, de las abstracciones ideológicas que siempre estructuran nuestra aproximación a la vida y la realidad cotidianas; esta ideología posee dos niveles: la textura cotidiana «espontánea» de los significados implícitos y la religión o mitología organizadas que originaron un sistema sistemático de estos significados. Luego, en la antigua Grecia, ocurrió algo nuevo e inesperado: la aparición de la ciencia disfrazada de matemáticas. Las matemáticas tratan de los números puros y abstractos privados de cualquier referencia mítica, en un juego de axiomas y reglas carente de cualquier eco cósmico, pues no hay números sagrados, de la suerte ni condenados. Precisamente por eso, las matemáticas son subversivas: amenazan el universo del significado cósmico, su homogeneidad y estabilidad. Un extraño incidente ocurrido en el despegue de un vuelo de American Airlines que iba de Filadelfia a Syracuse el 7 de mayo de 2016 nos enseña que este miedo a las matemáticas aún está vigente. Un profesor de economía estaba resolviendo una ecuación diferencial en un papel, y una pasajera sentada a su lado creyó que, por lo que estaba escribiendo, podía ser un terrorista, de manera que le entregó una nota a una azafata afirmando que se sentía indispuesta y no podía volar. El avión volvió a la puerta de embarque y sacaron a la señora del avión, momento en el que expresó su sospecha al personal de tierra. Acto seguido, los miembros de seguridad sacaron al profesor de economía del avión y lo interrogaron...³

    La verdadera ruptura que encontramos aquí no es entre la ideología mítica y la filosofía, sino entre el universo mítico y la ciencia, y la función de la filosofía consiste precisamente en contener esa ruptura. Desde el punto de vista formal, la filosofía también rompe con el universo mítico y obedece a las reglas de la ciencia (argumentación racional, pensar en términos conceptuales abstractos, etc.), aunque su función es reinscribir el procedimiento científico en el universo religioso del sentido cósmico. Por expresarlo parodiando a Hegel: si la ciencia es una negación de la religión, la filosofía es una negación de la negación, es decir, pretende reafirmar el sentido religioso dentro del espacio (y con los medios) de la argumentación racional:

    Todo Platón –la teoría de las ideas, la oposición entre saber y opinión, etc.– se basa en la ruptura que representa la ciencia original. En cierto sentido, ello se debe a que todo Platón es un intento de controlar y, en cierto modo, «sublimar» esta ruptura en una dialéctica profundamente inventiva, pero también profundamente reactiva. La filosofía, en su matriz idealista platónica, es, por tanto, una invención reactiva: el desplazamiento de (las funciones ideológicas de) la religión en el plano de la racionalidad pura (abstracta). De estas ciencias extrae su «forma, la abstracción de sus categorías y la demostratividad de su razonamiento», como un puro razonamiento llevado a cabo directamente sobre objetos «abstractos», pero su función es ideológica, un mandato y un servicio delegados, explícitamente o no, por la clase dominante.

    He aquí el vínculo con la segunda definición de Althusser de la filosofía como lucha de clases en la teoría: la presión de contener la amenaza científica, de reafirmar la visión del mundo religiosa que todo lo abarca, no se fundamenta en una suerte de tendencia incorpórea hacia la totalización significativa de nuestra experiencia, sino que es una presión ejercida como parte de la lucha de clases a fin de garantizar la hegemonía de la ideología de la clase dirigente. Todos los grandes filósofos posteriores a Platón repiten este gesto de contención, desde Descartes (que limita el dominio de la ciencia al mundo material) y Kant (que limita el dominio de la ciencia al mundo fenoménico a fin de dejar sitio a la religión y la ética) hasta los teóricos de la comunicación neokantianos actuales, que excluyen la comunicación de la racionalidad científica. En contra de esta forma idealista predominante de la filosofía (Platón, Aristóteles, Tomás de Aquino, Descartes, Kant, Hegel...), Althusser reivindica la tradición subterránea de la contrafilosofía materialista, desde los primeros materialistas griegos y los epicúreos (que postulan un mundo material de encuentros contingentes) hasta Spinoza e incluso Heidegger. ¿No es uno de los grandes episodios de esta lucha la reconceptualización profundamente materialista del infinito que hace Cantor? Su premisa básica es que la multiplicidad de infinitos no se puede totalizar en un Uno que lo abarque todo. La gran ruptura materialista de Cantor se refiere a la categoría de los números infinitos (y precisamente porque esta ruptura fue materialista le provocó tantos traumas psicológicos a Cantor, que era un católico devoto): antes de Cantor, el Infinito iba ligado al Uno, la forma conceptual de Dios en la religión y la metafísica, mientras que con Cantor el Infinito entra en el dominio de lo Múltiple: de hecho, implica la existencia de multiplicidades infinitas, así como el número infinito de infinidades distintas.

    Pero ¿es realmente el platonismo una reacción a la abstracción subversiva de la ciencia matemática? ¿No es también (o principalmente) una reacción a otras tendencias, como la filosofía sofista o el materialismo preplatónico? Además, ¿la recuperación ideológica de las matemáticas no comienza antes de Platón, con los pitagóricos, que atribuyeron a los números un significado cósmico? Vale la pena mencionar aquí el constante diálogo entre Alain Badiou y Barbara Cassin, que queda perfectamente caracterizado como la nueva versión del antiguo diálogo entre Platón y los sofistas: el platónico Badiou frente a la insistencia de Cassin en la impermeabilidad de la ruptura de los sofistas. Desde la estricta perspectiva hegeliana, Cassin tiene derecho a insistir, en contra de Badiou, en el carácter irreducible de la postura de los sofistas: el juego autorreferencial del proceso simbólico no posee ningún apoyo externo que nos permita trazar una línea, dentro de los juegos de lenguaje, entre verdad y falsedad. Los sofistas son los irreducibles «mediadores evanescentes» entre el mythos y el logos, entre el universo mítico tradicional y la racionalidad filosófica, y, en cuanto que tales, una permanente amenaza a la filosofía. ¿Por qué? Rompieron la unidad mítica de las palabras y las cosas, reivindicaron alegremente la brecha que separa las palabras de las cosas; y la filosofía propiamente dicha se puede entender solo como una reacción a los sofistas, como un intento de cerrar la brecha abierta por los sofistas, de proporcionar una base de verdad a las palabras, de regresar al mythos en las nuevas condiciones de racionalidad. Ahí es donde deberíamos ubicar a Platón: primero, intentó sentar estas bases mediante sus enseñanzas sobre las Ideas y, cuando, en el Parménides, se vio obligado a admitir la fragilidad de esas bases, se enzarzó en una prolongada lucha para reafirmar una clara línea de separación entre la sofística y la verdad. (Encontramos un eco de la oposición entre los sofistas y Platón en la oposición entre democracia y orden orgánico corporativo: los sofistas son claramente demócratas, enseñan el arte de seducir y convencer a la gente; mientras que Platón perfila un orden jerárquico y corporativo en el que todo individuo está en su sitio, y no permite ninguna posición de universalidad singular.) La ironía de la historia de la filosofía es que la estirpe de filósofos que luchan contra la tentación de los sofistas acaba con Hegel, el «último filósofo», el cual, en cierto modo, es también el sofista máximo, que reivindica el juego autorreferencial sin apoyo externo de su verdad: para Hegel, existe la verdad, pero es inmanente al proceso simbólico: la verdad no se mide por un patrón externo, sino mediante la «contradicción pragmática», la (in)consistencia interior del proceso discursivo, la brecha entre el contenido enunciado y su posición de enunciación.

    ¿No es la manera en que Althusser se relaciona con la filosofía uno de los ejemplos más claros de la brecha que separa la posición de enunciación del (contenido) enunciado? A nivel del contenido enunciado, es todo humildad: se opone de manera enérgica a la pretensión filosófica idealista de comprender la estructura de todo el universo, de «saberlo todo», de revelar la verdad absoluta (o la verdad del Absoluto). Contra esta pretensión idealista, elogia la aceptación de límites, la apertura a encuentros contingentes, etc., que caracteriza la corriente subterránea materialista que va de Epicuro a Heidegger pasando por Spinoza (aunque se podría añadir aquí que es difícil imaginar un filósofo más «arrogante» que Spinoza, cuya Ética afirma revelar el funcionamiento interno de Dios-Naturaleza; aunque solo sea por eso, se puede demostrar que Spinoza es mucho más arrogante que Hegel...).

    Los filósofos idealistas hablan en nombre de todos y en lugar de todos. Creen, de hecho, que están en posesión de la Verdad de todo. Los filósofos materialistas son mucho menos locuaces: saben callar y escuchar a la gente. No creen estar en posesión de la Verdad de todo. Saben que solo de manera gradual, modesta, se pueden convertir en filósofos. Así que callan y escuchan.

    No obstante, en lo que realmente hace Althusser cuando habla de filosofía, su «proceso de enunciación», su manera de enfocar la filosofía, podemos discernir fácilmente exactamente lo opuesto de lo que él caracteriza como enfoque materialista: afirmaciones universales brutalmente simplificadas que pretenden definir los rasgos universales claves de la filosofía, sin la menor humildad. La filosofía como tal es la lucha de clases de la teoría, el eterno combate entre las dos corrientes: «idealista» y «materialista»; funciona como una vacía repetición de la línea de demarcación entre idealismo y materialismo que no produce nada nuevo; etc., etc. En pocas palabras, Althusser actúa como un Juez supremo que impone su Vara de Medir sobre la abundancia de filosofías. No es de extrañar, por tanto, que sea tan categóricamente antihegeliano: aquí, lo contrario de Althusser es Hegel, cuyo enunciado (contenido) podría parecer «arrogante» («Saber absoluto», etc.), pero cuyo enfoque es mucho más radicalmente «modesto» y «deconstruye» cualquier pretensión de alcanzar directamente lo Absoluto, demostrando que cada afirmación fracasa debido a sus incoherencias inherentes. El caso extremo de esta «arrogancia» de Althusser es su manera de abordar la digitalización/informatización de nuestras vidas, que reduce brutalmente al idealismo tecnocrático: cuando la burguesía pierde su capacidad de generar sistemas filosóficos idealistas que garanticen la hegemonía de su ideología, comienza a apoyarse en un «automatismo de los ordenadores y los tecnócratas» aparentemente no ideológico, el conocimiento experto «neutral» al que deberíamos confiar nuestras vidas:

    En un momento en que la burguesía ha renunciado incluso a generar sus sistemas filosóficos eternos, a las posibilidades y garantías que las ideas pueden producir con ellos, y en que ha confiado su destino al automatismo de los ordenadores y los tecnócratas; en una época en que es incapaz de proponerle al mundo un futuro viable e imaginable, el proletariado puede asumir el desafío; puede insuflar nueva vida a la filosofía y, a fin de liberar a los hombres y las mujeres de la dominación de clase, convertirla en «una arma para la revolución».

    Suena bien, aunque un poco ingenuo: hoy en día, en que la ciencia parece haber quedado incorporada por completo al capitalismo, la situación habitual en la que la tarea de la filosofía consiste en contener el potencial subversivo de las ciencias, parece casi haberse invertido, con lo que la propia filosofía se ha convertido en una herramienta contra el dominio tecnocrático. No obstante, la misma conjunción de «los ordenadores y los tecnócratas» debería levantar suspicacias: como si los dos fueran sinónimos, como si no existiera ninguna tensión potencial entre ambos, como si (como debería quedar perfectamente claro a partir de las feroces luchas actuales por el control del ciberespacio) no fuera este uno de los terrenos privilegiados de la lucha de clases, en un momento en que los aparatos estatales y las corporaciones se esfuerzan desesperadamente por contener al monstruo que ellos mismos han contribuido a desatar: «Althussser malinterpreta la naturaleza y el potencial transformador –la proletarización, quizá– de la computación y la informática. Y al hacerlo parece pasar por alto el poder de las herramientas científicas a la hora de repensar y resistir el imperio tecnocrático.»⁷ Al pasar por alto todas estas ambigüedades y tensiones, al imponer de manera brutal un esquema universal simple, Althusser se comporta como el peor filósofo idealista; por consiguiente, es Althusser quien debería haber seguido su fórmula materialista: «Calla y escucha.»

    El problema primordial que encontramos en Althusser es que resulta incapaz de concebir el desplazamiento en el mismísimo funcionamiento básico de la ideología que caracteriza el capitalismo tardío: el desplazamiento de la autoridad prohibitiva de la Ley (patriarcal) a la ideología del superego permisivo-hedonista. Para formular su limitación en términos de los nombres individuales, lo que Althusser era incapaz de concebir era un universo capitalista «estructurado como el absoluto spinoziano», es decir, la reaparición de Spinoza como el pensador paradigmático del capitalismo tardío.

    1. EL UNO BARRADO

    LO REAL Y SUS VICISITUDES

    El problema de los tres cuerpos, la obra maestra de ciencia ficción del escritor Liu Cixin,¹ y la primera parte de la Trilogía de los tres cuerpos, comienza en la China de Mao durante la Revolución Cultural, donde la joven Ye Wenjie acaba de ver cómo mataban a su padre por seguir enseñando la teoría de la relatividad de Einstein y proclamando su fe en ella. Disgustada con la humanidad, roba un programa del gobierno cuya finalidad es contactar con los alienígenas y los anima a que invadan la Tierra. A continuación, la historia se desplaza al futuro inmediato, donde Wang Miao, un investigador que está desarrollando una nueva nanotecnología y que ha comenzado a tener extrañas experiencias, contacta con la ahora anciana Wenjie. Los científicos que conoce Miao se están suicidando porque afirman que las leyes de la física ya no funcionan como se esperaba. Cuando el científico saca fotos con su estupenda cámara nueva y las revela, descubre un número en cada negativo. Cuando intenta explorar los posibles vínculos entre estos fenómenos, acaba inmerso en un juego de realidad virtual, «Tres cuerpos», en el que los jugadores se encuentran en un planeta alienígena llamado Trisolaris, donde el sol sale y se pone a intervalos y en posiciones extrañas e impredecibles: a veces demasiado lejos, con lo que el planeta es terriblemente frío; a veces demasiado cerca y emite un calor destructor, y a veces no sale durante largos periodos de tiempo. Los jugadores se pueden deshidratar a sí mismos y al resto de la población para sobrellevar las peores estaciones, pero la vida es una lucha constante contra elementos aparentemente impredecibles. A pesar de ello, poco a poco, los jugadores descubren maneras de construir civilizaciones e intentan predecir los extraños ciclos del calor y el frío. Cuando en la realidad, fuera del juego, se establece contacto entre las dos civilizaciones, a ojos de los trisolarianos nuestra Tierra surge como un mundo ideal de orden, y deciden invadirla para asegurar la supervivencia de su raza. El resultado de este encuentro probablemente será que ambas civilizaciones tengan que desidealizarse mutuamente, comprendiendo que la otra también tiene sus defectos, algo parecido a lo que Lacan denominó «separación». Hay otro tema lacaniano en la novela: el juego virtual que resulta al simular la vida real en Trisolaris nos recuerda la frase de Lacan de que la verdad tiene estructura de ficción.

    Sin embargo, el rasgo más interesante de la novela es cómo la oposición entre la Tierra y Trisolaris evoca la oposición entre la idea tradicional confuciana del cielo como principio del orden cósmico y los cánticos y alabanzas de Mao al cielo en desorden: ¿no es la caótica vida en Trisolaris, donde el mismísimo ritmo de las estaciones se ve alterado, una versión naturalizada del caos de la Revolución Cultural? ¿No es la aterradora intuición de que «la física no existe», de que no hay leyes naturales estables (una intuición que, en la novela, empuja a muchos científicos al suicidio) el reconocimiento de que, tal como lo expresó Lacan, no existe un gran Otro? La sorpresa procede de nosotros mismos, se refiere a la opacidad de cómo encajamos nosotros en esta imagen: la mancha impenetrable de la foto no es ningún misterio cósmico, como la misteriosa explosión de una supernova; la mancha somos nosotros, nuestra actividad colectiva. Es en este contexto en el que deberíamos comprender la tesis de Jacques-Alain Miller: «Il y a un grand désordre dans le réel»² (Hay un gran desorden en lo real). Así es como Miller caracteriza la manera en que se nos presenta la realidad en nuestra época, en la que experimentamos plenamente el impacto de dos agentes fundamentales: la ciencia moderna y el capitalismo. La naturaleza como lo Real en la que todo, desde las estrellas al sol, parece regresar siempre a su lugar pertinente, como ese ámbito de ciclos largos en los que podemos confiar y de leyes estables que los regulan, se ve sustituida por un Real absolutamente contingente, lo Real que de manera permanente revoluciona sus propias reglas, un Real que resiste cualquier inclusión en un Mundo totalizado (el universo del significado), motivo por el cual Badiou caracterizó el capitalismo como la primera civilización sin mundo.

    ¿Cómo deberíamos reaccionar a esta constelación? ¿Deberíamos adoptar un enfoque defensivo y buscar un nuevo límite, un regreso a un nuevo equilibrio o, mejor aún, inventarlo? Eso es lo que la bioética pretende hacer en relación con la biotecnología y, por eso, ambas forman una pareja: la biotecnología busca nuevas posibilidades de intervención científica (manipulaciones genéticas, clonación...), mientras que la bioética pretende imponer limitaciones morales a lo que la biotecnología nos permite hacer. La bioética, en cuanto que tal, no es inmanente a la práctica científica: interviene en esa práctica desde fuera, imponiéndole una moralidad externa, pero ¿no es precisamente la bioética la traición a la ética inmanente del trabajo científico, la ética de «no comprometas tus ansias científicas, sigue su camino de manera inexorable»? A un nuevo límite equivale también el eslogan de los manifestantes de Porto Alegre, «Un nuevo mundo es posible», e incluso la ecología se ofrece, en ese momento, para proponer un nuevo límite («no podemos ir más lejos en nuestra explotación de la naturaleza, la naturaleza no lo tolerará, se destruirá...»). ¿O deberíamos seguir el camino opuesto mencionado anteriormente (de Deleuze y Negri, entre otros) y postular que el desorden capitalista sigue siendo demasiado orden y obedece a la ley capitalista de la apropiación de la plusvalía, con lo que lo que hemos de hacer no es ponerle límites, sino llevarlo más allá de los mismos? En otras palabras, ¿deberíamos aventurarnos aquí a parafrasear el conocido lema de Mao, «Reina el desorden en lo Real, la situación es excelente»? ¿Quizá sea este el camino que seguir, aunque no en el sentido que defienden Deleuze y Negri en su celebración de la desterritorialización? Miller afirma que el puro Real sin ley resiste la comprensión simbólica, de manera que nunca debemos olvidar que nuestros intentos de conceptualizarlo son meras apariencias, elucubraciones defensivas, pero ¿y si lo que encontramos aquí es un orden subyacente que genera este desorden, una matriz que proporciona sus coordenadas? Es lo que también explica la identidad repetitiva de la dinámica capitalista: cuantas más cosas cambian, más sigue siendo todo igual. Resumiendo, lo que Miller pasa por alto es que el reverso de la dinámica capitalista es un orden de dominación jerárquica claramente reconocible. He aquí un largo fragmento de su texto programático:

    Hay algo señalado por los ejemplos de Lacan que ilustra el regreso de lo real al mismo lugar. Sus ejemplos son el retorno anual de las estaciones, el espectáculo de los cielos y los cuerpos celestiales. Podrías decir, basándote en ejemplos de toda la antigüedad: es evidente que los rituales chinos utilizaban cálculos matemáticos para ubicar los cuerpos celestiales, etc. Podrías decir que en esa época lo real como naturaleza tenía la función del Otro del Otro, es decir, que lo real era en sí mismo la garantía del orden simbólico. La agitación, la agitación retórica del significante en el habla humana, quedaba enmarcada por una trama de significantes fija como los cuerpos celestiales. La naturaleza –esa es su mismísima definición– se caracteriza por estar ordenada, es decir, por la conducta de lo simbólico y lo real, hasta el punto de que, según las tradiciones más antiguas, todo el orden humano debería imitar el orden natural.

    Lo real inventado por Lacan no es lo real de la ciencia, es un real contingente, fortuito, en la medida en que falta la ley natural de la relación entre los sexos. Es un agujero en el conocimiento incluido en lo real. Lacan utilizó el lenguaje de las matemáticas, el mejor apoyo para la ciencia. En las fórmulas de sexuación, por ejemplo, intentó comprender los callejones sin salida de la sexualidad en una trama de lógica matemática. Fue una especie de intento heroico de convertir el psicoanálisis en una ciencia de lo real igual que lo es la lógica, pero eso no se puede hacer sin encerrar la jouissance en la función fálica, en un símbolo; implica una simbolización de lo real, implica referirse al binomio hombre-mujer como si los seres vivos se pudieran dividir de una manera tan clara, cuando en el siglo xxi ya estamos viendo el creciente desorden de la sexuación. Esto es ya una construcción secundaria que interviene después del impacto inicial del cuerpo y lalangue, lo cual constituye un real sin ley, sin regla lógica. La lógica solo se introduce posteriormente, con la elucubración, la fantasía, el sujeto que supuestamente sabe, y con el psicoanálisis.

    Hasta ahora, bajo la inspiración del siglo xx, nuestros casos clínicos, tal como los relatamos, han sido construcciones lógico-clínicas bajo transferencia, pero la relación causa-efecto es un prejuicio científico sustentado por el sujeto que supuestamente sabe. La relación causaefecto no es válida a nivel de lo real sin ley, no es válida si no hay una ruptura entre causa y efecto. Lacan lo dijo como una broma: si uno entiende cómo funciona una interpretación, la interpretación analítica no existe. En el psicoanálisis, tal como Lacan nos invita a practicarlo, experimentamos la ruptura del vínculo causa-efecto, la opacidad del vínculo, y por eso hablamos del inconsciente. Lo diré de otra manera: el psicoanálisis tiene lugar a nivel de lo reprimido y de la interpretación de lo reprimido gracias al sujeto que supuestamente sabe.

    Pero en el siglo xxi, el psicoanálisis explora otra dimensión, la de la defensa contra lo real sin ley y sin significado. Lacan indica esta dirección con su idea de lo real, igual que hace Freud con su concepto mitológico de la pulsión. El inconsciente lacaniano, el del último Lacan, se encuentra al nivel de lo real, digamos por conveniencia, debajo del inconsciente freudiano. Por tanto, a fin de entrar en el siglo xxi, nuestra labor clínica tendrá que centrarse en desmantelar la defensa, desordenando la defensa contra lo real. Y en el inconsciente transferencial sigue habiendo una intención, un querer decir, un querer que me cuentes. Cuando, de hecho, el inconsciente real no es intencional: se encuentra bajo la modalidad de «eso es todo», que, se podría decir, es nuestro «amén».

    Se nos plantean aquí diversas cuestiones para el próximo congreso: la redefinición del deseo del analista, que no es un puro deseo, tal como dice Lacan, no una pura metonimia infinita, sino –así es como se nos presenta– el deseo de alcanzar lo real, de reducir al otro a su real, y de liberarlo del significado. Añadiría que Lacan inventó una manera de representar lo real con el nudo borromeo. Nos preguntaremos hasta qué punto es válida esta representación, de qué nos sirve. Lacan hizo uso de este nudo para llegar a esa zona irremediable de la existencia en la que uno no puede ir

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