Danza de máscaras
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Danza de máscaras - Carmen Bandrés Sáchez-Cruzat
Danza de máscaras
Copyright © 2004, 2022 Carmen Bandrés Sáchez-Cruzat and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728372463
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.
A Leonor, Miguel, Marcelino, Fernando, Pilar,
Isabel, Moisés...
a todos mis compañeros de promoción,
en recuerdo de la hermosa amistad que forjamos
en nuestra querida y añorada Escuela de Turismo.
A Juan de Dios Salas, Luis Resino y Alfonso Fernández,
en agradecimiento a vuestras lecciones,
crisol de conocimientos y humanidad.
I
HOTEL
1
Busco mi primer trabajo. Todos los días me levanto con idéntica ansiedad y esperanza... ¿será hoy? Cuántos currículos, cuántas entrevistas; cuántos ir y venir, siempre con la misma sonrisa ilusionada... para retornar con similar expresión de frustración. De poco me sirven las miradas cariñosas de mamá, ni las afectuosas muestras de apoyo de papá. Ellos no comprenden, no lo pueden entender... jamás vivieron una situación semejante, por más que, según dicen, tampoco los suyos fueron tiempos fáciles para situarse en la vida.
Quizá, como asegura mi padre, aún desconozco lo que es un verdadero problema, un auténtico quebradero de cabeza, pero... ¡Qué más quisiera yo que sufrir un conflicto laboral! Pequeño o grande, pues la cuestión es, precisamente, que ni siquiera existe esa posibilidad mientras no encuentre trabajo.
¿Puede haber algo más frustrante que estar en paro? Golpear una puerta tras otra, primero suavemente, como pidiendo permiso, y más tarde con rabia contenida... hasta recibir un portazo o entrever, a través de un menguado resquicio, una expresión de conmiseración... tal vez dentro de un tiempo, quizá más adelante...
Mis padres, letrados, trabajan en dos despachos sin apenas relación, la mínima previsible en una ciudad pequeña: ejercen su profesión de forma muy independiente. Mamá siempre se ha felicitado por haber tomado esta decisión, la tercera diana de su vida: la primera fue casarse con papá y la segunda engendrarme a mí. Aunque me hubiera gustado ser su primera decisión
no puedo sino congratularme por la buena armonía con la que mis padres viven su matrimonio, siempre sobre carriles firmes y seguros; sin gritos, insultos, ni malos gestos tan frecuentes en otras familias. Mi existencia ha transcurrido en una nube rosa que, hasta ahora, me había protegido de las tristes amarguras que afligen a casi todo el mundo.
Enciendo el ordenador de papá. Rodeada de códigos y textos de leyes, dicto a la máquina mis instrucciones y, algo más tarde, todo está listo para que la impresora expida un minucioso resumen de mis aptitudes, con argumentos incuestionables para conquistar la meta soñada: mi primer empleo. El aparato gime, exhala una sucesión de crujidos concatenados; quizá expresa así la protesta de su alma binaria, poco dispuesta a transcribir una nueva versión de mi currículo del que espero, una vez más, mejor suerte que con los precedentes.
Pero, ¿qué pasa ahora? ¡Maldito chisme! El pliego de papel se ha atascado: por la ranura de la impresora asoma sólo la esquina arrugada de un documento inservible. Estiro de ella y no consigo sino romper la hoja, parte de la cual queda aprisionada en su cárcel de plástico y metal. Abrir, rescatar pedacito a pedacito los restos de papel... el ordenador no responde. Reiniciar.
Todo perdido... por supuesto, no he guardado el documento ni, aún menos, se me ha ocurrido hacer una copia de seguridad con la información básica que incluyo en todos los currículos, a pesar de las recomendaciones de papá, que siempre insiste en su regla de oro para alcanzar el mejor resultado en su profesión y, por extensión, en todo lo que hace: método, hija, método. Quien no sabe dónde va, acaba en cualquier parte.
Jamás escarmentaré, vivo en la más absoluta desorganización. Maldita mañana, maldito día. Hoy mi currículo no viajará a ninguna parte. Sus retazos yacen desperdigados en algún rincón de la máquina, escondidos entre sus circuitos. Pero ya no dispongo de tiempo para reunirlos de nuevo y, además, aunque casi lo podría repetir de memoria, seguro que omito algo importante, cuando incluso el más nimio detalle puede resultar crucial.
Siempre he admirado con envidia la facilidad de mis amigas para dominar desde el primer instante las funciones más enrevesadas del móvil o controlar con pericia los artefactos electrónicos más complejos. Seguramente, están mejor adaptadas que yo a las exigencias del mundo actual y, de hecho, todas han conseguido ya un buen trabajo, a pesar de que sus notas eran peores que las mías... Cuando mamá observa mi pésimo humor, tras soportar la sucesión de reproches que en tales ocasiones desgrano sobre mí misma, me consuela citando sus propias dificultades con el ordenador y elogiando mi talento para aprender idiomas, según afirma, mi principal ventaja para hacerme un hueco en el mundo laboral; sin embargo, me gustaría desplegar la desenvoltura que Tere o Judith muestran en todo lo que hacen.
Qué prisas tienes. Con tu carrera no es fácil que encuentres trabajo. Aquí no abundan los hoteles ni las agencias de viajes: no cuentas con muchas oportunidades
Mamá es sincera cuando ensalza mi capacidad para aprender lenguas extranjeras: mis calificaciones dan fe de ello; pero elude hablar de mi timidez y de las dificultades que me esperan en la vida por culpa de mi carácter pusilánime. Si hubieras elegido Derecho en lugar de Turismo, tendrías el trabajo en casa o, al menos, podríamos ayudarte a buscar algo fuera. Pero en el campo turístico... ¡no conocemos a nadie!
Será mejor esquivar estos pensamientos negativos que deambulan a sus anchas por mi mente, esta actitud que no me lleva a ninguna parte. Redactaré de nuevo mi curriculum y, esta vez, guardaré cuidadosamente mi trabajo cada diez minutos. Lo echaré mañana al correo y tal vez todavía llegué a tiempo...
Un día más: idéntico programa, rutina casi inquebrantable, que se inicia con una carrera por el parque, próximo a casa. Quizá, con un poco de suerte, me encuentre con mi vecino Carlos, el del segundo... ¡es tan guapo! Bastante más alto que yo y de complexión atlética, rebosa energía por todos los poros de su piel; unos minutos con él siempre me alegran la mañana. Hoy no ha habido suerte. Subo andando las escaleras, y eso que vivimos en un sexto. Me sumerjo en un baño reconfortante, inmersa hasta el cuello en burbujas de espuma. Un apetitoso desayuno en el que no faltan unas rebanadas de pan integral recién tostado, con mantequilla y rebosantes de mermelada diferente sobre cada una de ellas. Lectura detallada de las ofertas de empleo en el periódico, extendido sobre un amplio muestrario de tarros de confitura...
Enciendo el ordenador y, poco después, la computadora emite una copia impresa de mi historial académico, con las oportunas variantes para adaptarla a las exigencias del anuncio que tengo en mis manos: un informe detallado al que uniré los correspondientes certificados y calificaciones. Idiomas, cursillos, prácticas; disponibilidad de residencia, carné de conducir (omito mi escasa pericia al volante)...
La calle. Muy bien, la incluiremos en nuestra base de datos. Ahora mismo no necesitamos a nadie. Cuando dispongamos de una plaza ya la citaremos para el proceso de selección...
Regreso a casa a la hora de comer. Antes que nada, una visita al buzón. Publicidad y más publicidad, correspondencia de entidades financieras y varias cartas para mis padres. Un sobre alargado, de suave tonalidad grisácea y con membrete de Mallorca, atrae mi atención. Mi nombre, Elena Abarca. Y, timbrado con letras doradas cerca del borde inferior, el de una conocida cadena hotelera a la que me he dirigido justo hace una semana. ¡Sorpresa!
¿Sorpresa? Veamos... tengo miedo de abrirlo, pues, casi invariablemente, las escasas empresas que se han molestado en contestarme lo han hecho con una evasiva cortés o una promesa tan incierta que nadie podría tomar en serio.
–¿Es la sociedad protectora de animales...?
–No, lo siento. Se ha confundido.
El teléfono ha interrumpido un acostumbrado ritual, que retrasa la apertura del sobre. Una inútil pretensión de detener el tiempo, que en nada cambiará el contenido de la carta. Roto el sobre, roto mi sueño. Lo acaricio. Aplazo un segundo más todavía la lectura de la sentencia.
...sus conocimientos de idiomas y, en especial, del japonés...
Me cuesta creerlo. ¡Por fin! Todo ha cambiado en esta mañana luminosa de sol primaveral y se han despejado las nubes sombrías que cubrían mi ánimo. Vuelvo a leer la carta una y otra vez, sin que ninguna de las sucesivas lecturas aporte mucho más a la primera. Sólo me interesa una cosa: ¡he conseguido mi primer trabajo! El resto no importa. ¿Era tan fácil? ¿Así de simple, sin entrevistas, ni pruebas insuperables...? Hoy es mi día de suerte.
¿Japonés? ¿Pero acaso hablo yo el japonés? Poco a poco, voy asimilando el texto de la carta, que casi he aprendido de memoria; poco a poco, la luz se abre en mi mente: remití una solicitud en respuesta a un anuncio insertado en la prensa nacional, en el que, ciertamente, se requerían conocimientos básicos de varios idiomas, con una referencia muy concreta a la lengua del país del Sol naciente. En alguna parte he guardado el recorte del periódico... Aquí: La empresa proporcionará gratuitamente cursos de formación de este idioma para dominar la terminología turística más usual
Menos mal.
Apenas conozco unas pocas palabras en japonés, gracias a nuestros vecinos del tercero y a su loro, que un venturoso día escapó de la jaula para refugiarse en el antepecho de la ventana de mi dormitorio. Pitón
repetía incesantemente unos vocablos guturales e indescifrables, que su agradecida propietaria me tradujo tras devolver el pájaro a su encierro. Hakuho y su esposo Shototu, delegado de una multinacional, fueron desde aquel día fervientes amigos obstinados en acercarme a su cultura. La verdad es que incluí los conocimientos de japonés para compensar mi inexperiencia profesional, sin detenerme a pensar en que alguien podría pedirme cuentas de ello. Me arrepentí en cuanto vi desaparecer la carta en el buzón, pero, realmente, el anuncio sólo citaba la necesidad de unos conocimientos elementales. Y, además, aún tengo casi dos semanas para practicar con Hakuho. Lo malo es que acaban de mudarse y desconozco su nuevo domicilio.
En casa nunca han faltado guías y libros sobre todos los rincones del planeta. Mamá siempre presume de viajar con conocimiento de causa y me costó poco recoger una buena recopilación de ediciones turísticas sobre Mallorca. Palma es una hermosa ciudad rodeada de bellísimas calas. Creo que viviré una bonita experiencia... Sonido tenue de una llave en la puerta. Es mamá. Resulta curioso cómo puedo distinguir sin equivocarme cuál de mis progenitores está al otro lado, simplemente por la cadencia de la llave girando, parsimoniosa o decidida y enérgica, en la cerradura. No dije nada aún: esperé a que llegase también papá.
Engullí la comida a toda prisa mientras mis padres la saboreaban pausadamente, sin sospechar nada. Me adelanté a mamá para recoger los platos, pues Cecilia, tras limpiar y ordenar hasta el último rincón de la casa, se ha marchado toda la semana a cuidar de su madre, muy delicada de salud: a Cecilia le ha costado mucho convencerla para abandonar su añorada República Dominicana, de donde nunca había salido; ahora tiene abierta la úlcera de la nostalgia.
Cuando avancé toda sonriente y dispuesta a servir el café... ¡zas! La base de la cafetera de porcelana tropezó con un vaso, éste cayó y el artístico recipiente se desprendió de mi mano... Un caos. Todo derramado por el mantel: vino y café en una mezcla inconciliable. No me riñeron. Nunca lo hacen sin un motivo importante. Tuve que retirar el mantel de inmediato y tratar la mancha antes de introducirlo en la lavadora. Después, lo solté.
Papá se puso muy alegre y me pellizcó suavemente en la mejilla, mamá me abrazó ocultando una emoción que la delataba al hablar con menos firmeza de la habitual. Creo que mi desplazamiento a Mallorca le dolía menos que a papá, pero lo disimulaba peor. Les conté lo de Hakuho.
–No te preocupes. Acabo de hacer la declaración de la renta de Shototu. Tengo su dirección. Te ayudarán encantados, son un prodigio de cortesía y amabilidad. Mañana mismo les telefoneo.
La carta quedó también maltrecha tras el baño de café. Los negros posos trazaban oscuros dibujos de mal agüero: una premonición tenebrosa que descarté inmediatamente, pues era incompatible con mi felicidad de aquel momento.
Por las noches escucho y repito muchas veces las cintas grabadas en casa de Hakuho, un esfuerzo supremo para demostrar a mis nuevos jefes que no se han equivocado conmigo: los imagino benévolos, afectuosos, elegantes y con distinción, bien dispuestos a enseñar mis primeros pasos en el mundo profesional... No les defraudaré.
Tras dos semanas de estudio intensivo, tomé un autobús hasta Madrid convencida de poder defenderme en japonés, aunque sólo fuese para intercambiar un saludo e indicar a los clientes cómo dirigirse a sus habitaciones. Me despedí de mamá con un beso muy fuerte y de papá asintiendo a sus consejos, con la promesa de remitirle enseguida mi contrato de trabajo, en el que debían constar una serie interminable de cláusulas muy importantes: Si no quieres acabar trabajando quince horas –a lo japonés, añadió–, es necesario especificar exactamente tu horario y condiciones laborales... Escucha, Elena... hemos intentado educarte lo mejor posible. Pero... la vida ahí fuera es más dura de lo que supones. Llama enseguida y cuéntanoslo todo
Barajas. El avión que debía trasladarme a Palma ha sufrido una avería. Demora: al menos dos horas. ¿Pero es que no pueden cambiarlo?
Papá quería llevarme a Madrid. Me he negado: tengo que aprender a moverme sola por la vida, a conquistar mi independencia. Me encuentro muy a gusto con mis padres, pero ya no soy aquella niña obstinada en caminar en medio de los dos, aquella colegiala aferrada a la mano de mamá hasta que el timbre anunciaba el comienzo de las clases: al desprenderme de aquel asidero que me unía a ella, siempre me embargaba un sentimiento de soledad, de inseguridad.
Tengo que aprender a valerme por mí misma. Sobrevivir sin ayuda de nadie. Papá lo ha entendido. Ha mirado a mamá y sus ojos han